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miércoles, 29 de noviembre de 2017

Una vieja aspiración: el idioma universal


Por ENRIQUE WULFF

Desde antiguo, pero sobre todo a partir del Renacimiento, la diversidad lingüística europea vendría acompañada de dos planteamientos relacionados entre sí. Por un lado, las diferentes gramáticas nacionales trataron de establecer las normas correctas para un buen uso de sus respectivas lenguas, para lo cual se partía del modelo latino, considerado como el más perfecto. Pero, por otra parte, no habrían de faltar filósofos que, basándose en los antecedentes griegos, estimaban que existía una gramática común a todas las lenguas, que venía a ser como una estructura subyacente a las formas externas, y que, por tanto, respondía a las leyes universales del pensamiento. Estas gramáticas de corte filosófico solían estudiar el problema fundamentalmente en relación con el latín, al que, por su articulación lógica, se tenía como la concreción misma de esas leyes universales. De ahí a la búsqueda de una lengua universal había un trecho no muy largo, que pronto habrían de franquear algunos anticipadores.

En efecto, en el siglo XVII el logro de un idioma universal, en el que se pudiese expresar todo el conocimiento por medio de nuevos sistemas simbólicos, habría de constituir un tema constante de discusión erudita. Y no otra fue, en verdad, la intención del humanista checo Comenius (1592-1670), que en dos obras —La puerta abierta de las lenguas (1631) y El mundo visible en grabados (1658)—, dedicadas a la enseñanza del latín, trató de conseguir, además de una didáctica moderna, una lengua universal capaz de facilitar la comunicación humana. Tal fue, también, el propósito de Descartes (1646-1716), cuyo arte combinatorio plasmó el intento de crear una lengua algebraica en la que las vocales serían decimales, y las consonantes, números enteros. El mismo espíritu anidaría en proyectos similares del siglo siguiente (Enciclopedia francesa, 1756-1772; Convención Nacional de Francia, 1795). Varias causas abonaban el terreno: el latín había dejado de ser un vehículo universal del saber, la diversidad lingüística era un hecho establecido; el conocimiento humano era cada vez más plural, al tiempo que se multiplicaban los intentos de buscar su unidad mediante las enciclopedias; el análisis matemático y la lógica se ofrecían como instrumentos clasificadores, e incluso la misma escritura ideográfica china se mostraba, según algunos, como un medio que podría facilitar la compresión entre distintas lenguas habladas.

Pero será a finales del siglo XIX y a principios del XX cuando aparecerán una serie de lenguas artificiales que tratarán de lograr un conjunto universal de símbolos que permitan expresar lógicamente todo el conocimiento. El volapük —habla del mundo—, creado en 1879 por el clérigo alemán J. M. Schleyer, pese a la complejidad de su gramática y a la dificultad de reconocimiento de su léxico, llegaría a tener miles de seguidores, que saludaron su nacimiento como la nueva lengua de la humanidad. La aparición del esperanto en 1887 daría lugar, sin embargo, al movimiento más importante que jamás haya tenido una lengua artificial. Su creador el judío polaco Dr. L. Zamenhof (1859-1917), que firmaba su obra con el nombre de Dr. Esperanto —«el que espera»—, estaba movido por el espíritu humanista de lograr la unidad del género humano por medio de una segunda lengua, gracias a la cual sería posible una comunicación sin fronteras de ninguna clase. Otro intento, el ido (1907), cuyo nombre viene de un sufijo del esperanto (derivado de), obra del lógico y esperantista francés Louis de Beaufront, pese a presentar determinadas mejoras con respecto a aquél y a haber tenido cierto renombre, acabaría por desaparecer. Interlingua, o latine sine flexione, como su mismo nombre indica, no era sino una forma simplificada del latín; su creador fue el matemático italiano Peano, quien lo dio a conocer en 1903. A esta lista podría añadirse el Basic English, inglés básico, que en 1932 propuso el británico Ch. K. Ogden; era una reducción del inglés a un vocabulario de 850 palabras que no llegó a conseguir mucha difusión.

SALVAT, 1981.

 

jueves, 2 de noviembre de 2017

Revista AMOR Y RABIA, nº 70: «Contra el nacionalismo»

En febrero del año 2011 salió, desde Valladolid por la red de redes, en archivo PDF, un panfleto antinacionalista titulado ¡QUE ARDAN TODAS LAS PATRIAS! (OTRA GLOBALIZACIÓN ES POSIBLE), con ese escrito se quiso denunciar como el nacionalismo habría sido asimilado por la izquierda política (mejor dicho, las izquierdas, porque la izquierda no es una sino varias). El movimiento obrero desde tiempos de la Primera Internacional siempre ha pretendido ser internacionalista, como sinónimo de cosmopolita o universal. Internacionalismo entendido como la superación de todo tipo de barreras culturales y nacionales que separan a las gentes, a los pueblos en identidades subjetivas.

El nacionalismo es una ideología, con raíces burguesas, que se complementó en la implantación de la economía capitalista y la formación del Estado moderno. La nueva élite burguesa, que arrebató el poder a las anteriores aristocracias del Antiguo Régimen, necesitó de una nueva fe política que identificase a los gobernados con sus mandatarios, y a esa creencia se llamó patria.

El socialismo se adhirió a un internacionalismo obrero para hacer frente a las nuevas injusticias sociales que salieron de las llamadas revoluciones liberales, revoluciones burguesas ante todo. Cuando alguien mezcló el socialismo con el nacionalismo parió el fascismo, para frenar el avance del movimiento obrero y defender los intereses capitalistas, en nombre de un falso anticapitalismo. La criatura fascista se desmadró y tuvo que ser eliminada por los mismos quienes la alimentaron, tras la II Guerra Mundial.

El imperialismo fue la máxima expresión de ese nacionalismo de las potencias, y a él se enfrentó otro nacionalismo ‘liberalizador’, que no era más que el intento de sustitución del poder por las élites nativas de las coloniales.

Este tipo de nacionalismo ‘liberalizador’ o ‘defensivo’, sirvió de inspiración a otros movimientos políticos y sociales, que dicen defender los derechos de sus respectivos pueblos y regiones, respecto a sus opresivos gobiernos centrales, con la única finalidad de crear sus propios mini-Estados, en nombre del Derecho a la Autodeterminación de los Pueblos o Naciones. Simplemente, para cambiar de amos sin emanciparse de ellos (los autóctonos).

Esta fue la idea, a grandes rasgos, que quisimos exponer en el texto susodicho (y que sacamos en el blog EL AULLIDO: ¡¡¡ANARQUICEMOS, «ANARQUIZAD»!!!, bajo el nombre de Grupo Anarquizante Stirner), también vino acompañado de un número en papel de EL AULLIDO, en abril de ese año que se repartió por varios locales de la ciudad.

En él se atacó directamente los llamados ‘nacionalismos periféricos’ de este país, que se definen como antiespañolistas, debido, en contra de los que mucha gente cree, a que beben de las mismas fuentes racistas y reaccionarias que aquél que dicen osar hacer frente, el nacionalismo español. En una charla que hizo el autor principal de este texto en Toledo, se le echó en cara esto, por qué se criticaba los nacionalismos vasco o catalán y no al español. Por eso, porque nos los han vendido como progresistas y avanzados, cuando en el fondo surgen de las mismas raíces ultramontanas y supremacistas, como denunciamos en el ¡QUE ARDAN...!, los unos no existirían sin el otro, ambos se retroalimentan.

Después de los años, y con lo que estamos viendo últimamente, volvemos a sacarlo como número especial de AMOR Y RABIA. Con diferentes nombres somos la misma gente, nunca nos hemos ido.

¡SALUD Y LIBERTAD!





O, también, para recibirlo en formato PDF basta con solicitarlo a nuestra dirección email:
colectivo.editorial.ayr@gmail.com







martes, 4 de septiembre de 2012

En contra del paradigma identitario


En esta era de globalización, la meta adecuada de investigación para la antropología no puede ser otra que el sistema mundial. En cambio, la dispersión etnológica de los estudios de identidades se ha convertido en un obstáculo enorme para entender mínimamente lo que está pasando en nuestro mundo. Ese método resulta tan inadecuado como mirar al horizonte con un microscopio: sólo se verán los microbios que haya pegados a la lente, mientras el verdadero objeto permanece absolutamente borroso.

Lo que llaman identidad (cultural, étnica, nacional) no pertenece realmente al plano de los hechos, sino al de la ideología. En los últimos decenios, esta ideología ha llegado a constituirse en paradigma de buena parte del pensamiento antropológico: el paradigma identitario. A mi juicio, tal ideología resulta perniciosa para la sociedad y para la humanidad. Resulta también perjudicial para la investigación en antropología.

Lo primero es señalar que, cuando la caracterización de una colectividad se designa como «identidad», se está implicando el desconocimiento o la negación de la diversidad interna a esa colectividad. Este enfoque supone, en el fondo, cierta idea de determinismo social, tendente a la imposición de un estereotipo esencialista sobre los individuos concretos: una visión del mundo arcaica, o al menos premoderna. Propende hacia una cosificación sustancialista de la vida social, a partir de la cual se devalúa el papel de los acontecimientos cambiantes y el devenir histórico, como tratando, en último término, de suprimir a toda costa el tiempo.

En el plano práctico, la visión identitaria favorece siempre una ética y una política de signo reaccionario. Pues se opone a la crítica racional, en la medida en que postula o exige a la gente una profesión de fe en un «ser colectivo» hipostasiado e incuestionable. Dicho hiperbólicamente, la identidad impone la obligación de vestirse el burka. Toda identidad sociocultural esencializada, sea étnica, nacional, o sexual, recluye a sus seguidores en una cárcel ontológica. Porque los postulados de la adhesión identitaria reclaman la anulación de la propia libertad personal, así como la exclusión —y hasta la aniquilación— de quienes no la compartan.

Los «marcadores de identidad» consagrados se instrumentalizan como divisa imborrable del colectivo, como la marca de fuego en las reses. Y no faltan nunca los que asumen la función de ganaderos: se erigen en representantes de la entidad ideal sacralizada, arrogándose el derecho de cargar las espaldas de la gente con el peso de un legado que se vuelve forzoso. Se convierten en vigilantes de la obligada pertenencia y reprimen duramente la normal heterogeneidad presente en toda sociedad. Este tipo de prácticas conminatorias se enmascaran bajo el lema propagandístico del «respeto a la diversidad» (colectiva, respecto a los de fuera), que en realidad sirve de excusa y coartada para perseguir la diversidad interna y extender una homogeneidad ortodoxa.

Frente a esta deriva de la confesionalidad identitaria, que pone de manifiesto hasta qué punto se oponen entre sí la identidad y la libertad, hay que subrayar que lo más importante debe ser el respeto a la libertad, a las decisiones libres de cada uno para configurar su modo de pensar, vivir y expresarse. Porque lo que denominan identidad cultural, manipulada políticamente, opera como un sistema de constricciones cuasi religiosas, destinadas a reprimir, y hasta suprimir, las libertades y derechos individuales. Lo peor de la mentalidad identitaria es que aspira a suplantar el razonamiento libre de los individuos, sustituyéndolo por una dogmática que mandan interiorizar como verdad, como ideal sagrado, ante el que todo disidente está de antemano condenado.

Desde el punto de vista teórico y epistemológico, no es de extrañar que el paradigma identitario derive de la peor filosofía de los siglos XIX y XX; una veta que atraviesa desde el romanticismo hasta la posmodernidad. Se sustenta en el discurso de tipo particularista y diferencialista, que exalta por principio cualquier rasgo empírico diferenciador, elevándolo arbitrariamente al rango de clave del propio ser y de la propia singularidad, hasta el punto de producir un ocultamiento de lo que hay en común y de la identidad humana compartida. El mecanismo de fondo se repite una y otra vez, como un esquema mental sectario, subyacente en múltiples variantes, entre las que debemos incluir planteamientos que han recibido nombres como multiculturalismo, nacionalismo, indigenisno, integrismo.

El multiculturalismo —o comunitarismo— defiende una compartimentación de las culturas extremadamente etnocéntrica, que lleva consigo la negación militante del humanismo y el rechazo de la posibilidad misma de constituir una comunidad humana a escala de toda la humanidad.

El nacionalismo, en las sociedades pluralistas modernas, se apoya en principios incompatibles con la democracia, en la medida en que se funda en el privilegio otorgado a unos rasgos poblacionales, lingüísticos, religiosos, etc., que implican la destrucción de la igualdad entre los ciudadanos.

El indigenismo, que surge claramente impregnado con todos los prejuicios del antiguo racismo, lleva a cabo una burda inversión de valores en lo que respecta a la jerarquía de superioridad e inferioridad entre lo ancestral y lo moderno, con la pretensión ilusoria de poner la historia marcha atrás.

El integrismo, cuya característica central es la fusión entre política y religión, se basa en la sacralización del poder, en sentido teocrático o totalitario, generalmente reactualizando una interpretación fundamentalista de la tradición, desde la que promueve la guerra santa contra la modernidad laica.

Esta clase de tendencias patológicas son las que fomentan el auge del enfoque identitario en la antropología social y en la teoría antropológica. Y viceversa, el pensamiento de la identidad viene en auxilio ideológico de esas tendencias. De modo que el identitarismo ha convertido los textos antropológicos en narraciones inconexas y descripciones particularistas, en detrimento de los análisis sistémicos y evolutivos de alcance científico y altura intelectual. Por esa vía, se desemboca en una panorámica de las culturas en la que éstas parecen constituir un inventario de cofradías o agrupaciones totémicas, acerca de las cuales se coleccionan historietas edificantes y banderitas. Lamentablemente, la jerga de la identidad ha acabado con la antropología como teoría general de la humanidad, y ya sólo quedan «etnologías» y «etnografías» dispersas, en un sentido peyorativo.

Ante este panorama, me parece más necesario que nunca recordar, siquiera esquemáticamente, algunos de los sólidos fundamentos que deben sustentar la teorización antropológica, conforme a un paradigma complejo, que permita ir superando la ideología del particularismo identitario.

Tengamos en cuenta, en todo momento, la distinción e interrelación entre tres niveles: 1) La especie humana se entiende por referencia a la evolución biológica. 2) Las sociedades humanas se forman en procesos históricos; tienen historia (no esencia). 3) Los individuos desarrollamos una biografía.

En lo que respecta a la estructura fundante y generativa: 1) El genoma humano es común a todas las poblaciones de la especie. 2) La cultura humana constituye un patrón universal, presente en todas las sociedades. 3) La mente humana es básicamente la misma en todos los individuos.

Desde el punto de vista de la transformación y la emergencia que explica la diversidad: 1) El genoma produce todas las variaciones poblacionales e individuales, que le pertenecen. 2) La cultura humana genera todos los códigos, mensajes y objetivaciones socioculturales. 3) Los individuos humanos desarrollan sus proyectos en interacción.

Se da una autonomía relativa de cada nivel emergente: La cultura no se encuentra preinscrita en el genoma (aunque éste la hace posible). La libertad individual no surge automáticamente de la cultura establecida (aunque ésta proporcione los medios que posibilitan su ejercicio).

La identidad en sentido estricto no sólo es falsa sino imposible: En la vida social, cuando alguien invoca la «ley natural» como norma de comportamiento, se engaña o miente, porque no hay determinismo biológico. Cuando alguien invoca la «identidad cultural», como apologista de una configuración social idealizada que debe mantenerse o recuperarse, oculta la dinámica propia de la realidad social. Todo lo que somos existe en el acontecer del tiempo y, por tanto, no puede clausurarse como definitivo. El tiempo es real y creativo. Y toda innovación creativa rompe necesariamente con el principio de identidad.

En efecto, pensemos que, si se hubiera preservado la identidad biológica de los primeros homínidos, aún seríamos australopitecos. Si se hubiera preservado la identidad cultural originaria, aún estaríamos en las cavernas del Paleolítico. Si uno preservara su primera identidad personal, nunca pasaría de la edad infantil.

Por consiguiente, debemos andar muy precavidos frente a los riesgos que conlleva esa fantasía que se designa como «identidad», esa idea tras la cual lo que con frecuencia se esconde no es otra cosa que costumbrismo, pintoresquismo, folclorismo, tradicionalismo, esencialismo que escamotea la realidad del tiempo histórico, de la estructura social cambiante, de la libertad individual.

En esta era de globalización, la meta adecuada de investigación para la antropología no puede ser otra que el sistema mundial. En cambio, la dispersión etnológica de los estudios de identidades se ha convertido en un obstáculo enorme para entender mínimamente lo que está pasando en nuestro mundo. Ese método resulta tan inadecuado como mirar al horizonte con un microscopio: sólo se verán los microbios que haya pegados a la lente, mientras el verdadero objeto permanece absolutamente borroso.

lunes, 25 de junio de 2012

Fraternidad y cosmopolitismo

Por CAPI VIDAL

El término fraternidad parece hoy, al menos en el lenguaje vulgar, anacrónico. Si bien se alude, al menos en la teoría política, constantemente a la libertad y a la igualdad, la tercera parte del gran proyecto de la modernidad queda relegada al olvido. Trataremos en este texto, al igual que hemos hecho previamente con la solidaridad (que, por otra parte, es un concepto muy relacionado con el que nos ocupa) de vincularlo estrechamente a los otros dos grandes conceptos: libertad implica necesariamente igualdad y fraternidad. Frente a cualquier nexo y vinculo social tradicional, la fraternidad trata de imponerse, al menos desde la Revolución francesa, como la gran alternativa revolucionaria. Esta novedad radical de la fraternidad tiene sus precedentes, no tanto en la fraternidad religiosa, como en la estoica de la Antigua Grecia: la natural sociabilidad del ser humano como base para una aspiración cosmopolita. La Revolución francesa, o al menos una corriente dentro de ella, posee esas aspiraciones claramente universales, no una simple emancipación de una pólis o nación, sino el comienzo de la liberación del conjunto de la humanidad. Sin embargo, la posterior evolución política reducirá notablemente el concepto fraternal en beneficio del Estado/nación, aunque tantas veces sea presentado como un ideal republicano-democrático. Se abandona la idea de la fraternidad universal como aspiración estrechamente vinculada a la de la virtud ciudadana como nexo social, algo que debería considerarse como un poderoso motor ético. Ese sentimiento fraternal y cívico se considera endógeno al individuo, con posibilidades de ser potenciado gracias a la educación pública. Sin embargo, tal y como ocurrió históricamente a partir de la gran revolución, cuando se considera que ese mismo sentimiento es exógeno, proviene de una instancia externa y trascendente al ser humano, se abre la puerta al autoritarismo.

A comienzos del siglo XXI, es más reivindicable que nunca la fraternidad revolucionaria. El concepto de libertad desarrollado en Occidente ha conllevado la idea que no existe obligación positiva hacia nuestros semejantes. Individualismo insolidario, y el constante peligro de resurgimiento nacionalista, son los rasgos principales de las sociedades avanzadas. Por ello, un replanteamiento de la fraternidad universal, entendida como una de las dimensiones de la ética pública, es más necesario que nunca. Nuestra responsabilidad con las generaciones futuras, afianzando valores mucho más extensos y sólidos, hace que así sea. Precisamente, si se renuncia a la fuerza y a la coacción políticas, es decir, a cualquier instrumento exógeno al ser humano y a la sociedad, una de las soluciones es la propia universabilidad de los derechos humanos y sociales. Esa tensión cosmopolita tiene una fuerza ética por sí misma, nos permite pensar en el otro como una forma de complementarnos a nosotros mismos, no le vemos ya como un objeto. Es el gran desafío de una innovadora ética que resuelve la aparente antinomia entre un respeto a la diferencia y un establecimiento de normas válidas universalmente. Es entonces la fraternidad el principio que puede lograr el restablecimiento de la justicia social cada vez que trata de imponerse un individualismo insolidario. Hablamos así, no solo de un enriquecimiento de la vida social, también de conferirle un sentido que puede doblegar la tendencia del ser humano a abandonarse a fuerzas externas y disquisiciones metafísicas.

Hay que recordar el primer artículo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros». Sin embargo, las bellas declaraciones van acompañadas tantas veces de un profundo olvido en la realidad; las ideas solo cobran sentido en una auténtica praxis social y política. La sicología social considera que en la relación fraterna está el germen del pensar, así como del desarollo de la capacidad para compartir y ser solidario. Erich Fromm, un hombre con una visión admirablemente amplia sobre el ser humano, consideró que la fraternidad universal se encuentra íntimamente asociada con las necesidades radicales del hombre de amor, justicia y libertad. Conocer esas necesidades solo pasa por comprender la realidad material, social y sicológica de las personas. La fraternidad universal es, sobre todo, una idea ética y el mundo actual requiere muchas respuestas en ese sentido, las cuales se ven obstaculizadas por todo lo que artificialmente hemos construido y se acepta como dogma: naciones, Estados, religiones... Curiosamente, solo el insaciable Capital ha podido traspasar las fronteras políticas, aunque haya establecido otros obstáculos, igualmente alienantes, que impiden materializar los ideales de libertad, igualdad y fraternidad. La fraternidad universal recupera una vieja tradición antidogmática, la eliminación de las fronteras no es únicamente física y política, también intelectual y moral. Si indagamos, encontramos una encomiable tradición contemporánea de defensa de la fraternidad expresada de una manera u otra: es un ejemplo Albert Camus y su invitación a la acción para establecer derechos propios y ajenos, una manera de entender lo fraternal. Tal y como empecé este texto, deseo recordar el vínculo que existe entre los tres conceptos: si actúas fraternalmente es porque te preocupa también la libertad y la igualdad, dos conceptos que siempre deben tener en cuenta al otro, a nuestros semejantes.

lunes, 13 de febrero de 2012

Nacionalismos

JOSÉ MARÍA ACOSTA VERA

El País, 14 de julio de 2010


No me gustan los nacionalismos. Tampoco el español.

Es hermoso querer a la tierra que te vio nacer, pero eso no es excluyente con las demás. Los nacionalismos solo han traído conflictos. Junto con las religiones, han sido las causas de todas las guerras desde hace 20 siglos. No te hace mejor haber nacido más allá o más acá de una frontera inventada por los hombres. Qué diferencia a un serbio de un bosnio; qué a un ucraniano de un checheno. Qué soberanía reclaman. Ya no la tiene ni siquiera EE UU, que depende de los mercados y de las grandes multinacionales. Todo es un invento de los políticos, que defienden sus intereses, tantas veces corruptos, movilizando las emociones de gente normal que lo único que quiere es llegar a fin de mes.

Por otra parte, ¿qué es una nación?, ¿qué es una cultura? Cada ciudadano es diferente, y más en un mundo cambiante, lleno de migraciones, con gente de razas distintas, venida de distintos países. Lo único seguro es que quieren vivir en paz y tener trabajo.

Ser nacionalista en el siglo XXI es un contrasentido. Es ir contra los tiempos.

sábado, 2 de abril de 2011

Panfleto Antinacionalista

[Aprovechando que estamos en abril, y dentro de unas semanas sera el 23 de Abril, la fiesta oficial de la Comunidad de Castilla y León, y para otros la fiesta nacional de Castilla. Cómo somos de aquí Valladolid (pero el texto puede servir para cualquier parte del mundo y para todo tipo de nacionalismo). Nosotros El Aullido y el Grupo Anarquizante Stirner (somos ahora uno) hemos sacado por las calles de la ciudad un «PANFLETO ANTINACIONALISTA». ¡Para que rabie toda esa «carlistada» disfrazada de progresista!]
¡QUE ARDAN TODAS LAS PATRIAS!
(OTRA GLOBALIZACIÓN ES POSIBLE)
 
El socialismo en su forma más genuina, en la preconizada por la Primera Internacional obrera, era plenamente internacionalista, o dicho de otra manera, era antinacionalista. De hecho, el nacionalismo era considerado por los integrantes de dicha organización como la expresión política del poder burgués cuyo producto concreto era la división de la humanidad en Estados-nación. Para los padres del socialismo, tanto libertarios como marxistas, el proletariado no debía preocuparse por la cuestión nacional sino por la cuestión social, pues el obrero debía luchar contra la clase que le explotaba no contra otros trabajadores en guerras promovidas por las burguesías. En consecuencia, el ideal último del Socialismo era agrupar a todos los obreros emancipados del yugo del Capital en una sola patria lo que implicaba acabar con todas las fronteras y las naciones. Además para acabar con las barreras lingüísticas entre los proletarios del mundo el Socialismo potenció la lengua universal conocida como esperanto. Todo esto constituía un proceso globalizador dirigido por la clase obrera y cuyo objetivo era el progreso y la igualdad entre todos los seres humanos. Pero muy pronto el ideal socialista se encontró con los primeros escollos. Debido a la nefasta influencia del nacionalismo burgués, el proletariado fue dividido y enfrentado en la I Guerra Mundial. Por otra parte el triunfo de los bolcheviques en Rusia abrió la puerta al nacionalismo por cuanto que Lenin sostenía que era lícito invocar el derecho de autodeterminación de los pueblos, si bien de manera transitoria y sólo en el caso de países colonizados, cosa que criticó Rosa Luxemburg pues ello implicaba la claudicación del Movimiento Obrero a favor de la élite burguesa nacionalista (independentista). Peor aún, con la subida al poder de Stalin en la Unión Soviética se irradia la funesta idea de la consolidación de la revolución en un solo país, aceptándose dentro de la izquierda que hay países reaccionarios (EE.UU. o Reino Unido, por ejemplo) y países revolucionarios (la URSS y más tarde Cuba o Vietnam) cuando lo cierto es que en los países con gobiernos anticomunistas también había obreros combativos. De este modo, se empieza a sustituir en la izquierda la lucha de clases por la lucha por la liberación nacional, debilitándose gradualmente el elemento socialista en favor del nacionalista en esa mezcla desigual que se ha dado en llamar «nacionalismo de izquierdas». Esa idea de «liberación nacional» fue adoptada por el socialismo de los países del Tercer Mundo, colonias o semicolonias, en vías de emancipación. Así, siguiendo la fórmula leninista, un sector de las clases medias y pequeño-burguesas marginadas del poder por la oligarquía pro imperialista se impone a ésta, generalmente a través de la lucha guerrillera. Como resultado se crean gobiernos que si bien en un principio mejoraron los aspectos más básicos de la existencia de la clase trabajadora como el salario, la sanidad o la educación, al final, aislados de la tendencia a la interconexión económica global se convirtieron en guetos de socialismo espúreo. Éste fue el caso de China, Cuba o Vietnam, países que están dando un giro hacia el capitalismo, a veces (como en el caso de China), en su versión más extrema. En el ámbito hispánico los nacionalismos no pueden tener raíces más reaccionarias y burguesas. Éstos surgen cuando el Imperio Español empieza a perderse en el s. XIX, y en las regiones más favorecidas por el saqueo colonial, a saber, en el norte peninsular. Estos nacionalismos bebieron de las mismas fuentes que luego bebería el fascismo: la historiografía romántica (irracionalista y luego desmentida por la Ciencia) de mediados del siglo XIX, la misma que difundió mitos como el arianismo o el celtismo para justificar la supremacía de la «raza» blanca y por ende el colonialismo. Así, los tres nacionalismos hispánicos septentrionales (el gallego, el vasco y el catalán) se basaban en la idea racista de que el norte de la península la población era aria mientras que en el centro y en el sur tenía sangre semita (mora y judía). Estos prejuicios, derivados de la época de llamada Reconquista, fueron alimentados por la Iglesia precisamente en la zona del país donde triunfó el carlismo. Pronto el incipiente movimiento obrero se dio cuenta del carácter ultramontano de estos nacionalismos. Así, Anselmo Lorenzo, padre del anarquismo español, advirtió a los trabajadores de que las reivindicaciones de los florecientes nacionalismos vasco y catalán obedecían a una estrategia de la burguesía para dividir y aplastar al Movimiento Obrero, y que, como se dijo en la I Internacional, la emancipación de la clase trabajadora era un problema social y no nacional o regional. Además, la idea de nación, como bien dijo otro anarquista, Rudolf Rocker, en su libro Nacionalismo y cultura, implica necesariamente la creación de un Estado. También criticó la postura republicana federal porque el auténtico federalismo significa libre asociación de individuos y la división de un país en cantones o estados más o menos independientes, sólo sirve para acentuar el caciquismo. Las palabras de Lorenzo fueron proféticas pues, avanzado el siglo XX, los nacionalismos antes mencionados, que desarrollaron ramas izquierdistas para neutralizar las influencias del socialismo internacionalista entre las masas, traicionaron la causa obrera. El ejemplo más claro fue el nacionalismo catalán que a través de ERC atacó al Movimiento Libertario (al que consideraba «extranjero») en cuanto la Generalitat tuvo competencias en materia de orden público. El ataque se llevó a cabo a través de un cuerpo represivo (los «escamots») inspirado en la Italia de Mussolini, con la que el nacionalismo de «izquierdas» catalán tenía contactos. Pero durante la dictadura franquista, desde la clandestinidad, y tras la caída de ésta, los separatismos —que habían sido perseguidos por el régimen igual que lo fueron socialistas, comunistas y anarquistas— empiezan a confundirse con buena parte de la izquierda. Además ahora se acentúa el barniz izquierdista sobre la base de falsas analogías con los emergentes movimientos de liberación nacional en las colonias del Tercer Mundo, falsas porque en el caso de Galicia, País Vasco o Cataluña no se trata de colonias (de hecho, estas dos últimas regiones son las más desarrolladas del país). Y con la llegada de la democracia y el Estado de las Autonomías, estas reivindicaciones identitarias se popularizan entre la izquierda, cuadrándose el círculo del confusionismo ideológico. Para colmo, el nacionalismo se extiende por zonas de nuestra geografía donde antes no existía, estableciéndose una competencia entre regiones que beneficia tanto al capitalismo como perjudica a la clase trabajadora. Éste es el caso del nacionalismo castellano que cada 23 de Abril hace un ejercicio de manipulación de los hechos históricos describiendo la revuelta comunera como un movimiento exaltador de lo castellano, cuando, aparte de en Castilla, tuvo lugar en sitios como Murcia o Jaén. Y eso por no hablar de esa izquierda que en un alarde de flamante anacronismo equipara la lucha de los comuneros (entre los que había segundones de la nobleza, burgueses y hasta clérigos) con las modernas luchas obreras (¡no había obreros en el siglo XVI!). Porque el nacionalismo es una peste para la humanidad, porque otra globalización es posible (la socialista y libertaria) ¡QUE ARDAN TODAS LAS PATRIAS!
 
G.A.S./El Aullido (Abril 2011).
 
   Puedes leer el texto completo y comentarlo en: http://grupostirner.blogspot.com/2011/02/que-ardan-todas-las-patrias.html
 

lunes, 17 de enero de 2011

Elogio del cosmopolitismo

No existen “los pueblos” sino “el pueblo”, en singular. Las culturas humanas como compartimentos estancos son algo que el devenir histórico se ha encargado –o se está encargando- de hacer desaparecer. Ya en la antigüedad la expansión de unos “pueblos” sobre otros, junto al innegable sufrimiento que implicaba toda conquista, también producía un efecto beneficioso para la humanidad: el mestizaje. Y decimos, beneficioso porque la mezcla de culturas tiene un efecto como de “proceso de decantación” por el que los usos y costumbres más retrógrados se “depuran” y se adoptan otros más avanzados que se toman prestado de la “otra cultura”. Por otra parte, la mezcolanza cultural a pesar de ser una consecuencia del imperialismo, paradójicamente, también actúa de vacuna contra éste. De hecho, no es casualidad que fueran Portugal y España los primeros estados en liderar los “descubrimientos” que inauguraron la gran expansión de la cultura europea por el globo; no es casualidad porque la herencia de la sociedad cosmopolita y urbana y técnicamente avanzada que había sido Al-Ándalus estaba aún muy viva en el seno de ambos naciones. Y tampoco es casualidad que fuera igualmente en Europa, “cosmopolitizada” por la expansión de sus distintos imperios, donde apareciera el movimiento de la Ilustración, que sirvió de base a tendencias políticas que lucharían contra la esclavitud, el racismo, las desigualdades sociales, y en último término, contra el imperialismo -porque, he aquí otra paradoja, los movimientos de liberación del Tercer Mundo se valieron de ideas revolucionarias que procedían de las metrópolis para independizarse de éstas-.

Actualmente, la revolución de las telecomunicaciones, sobre todo, con la expansión de Internet, está acelerando ese proceso de “cosmopolitización”. En efecto, las nuevas tecnologías que nos permiten la rápida y fluida comunicación con cualquier punto del globo están contribuyendo a demoler las “barreras culturales” entre los individuos, barreras que no fue el pueblo llano quien las levantó sino sus líderes nacionales y religiosos, que son los que tradicionalmente se han arrogado el poder de decidir dónde acaba “una cultura” o “un pueblo” y dónde empieza otro. No es extraño pues que sean estos jefecillos quienes más levanten la voz contra la “uniformización” que supone la globalización cuando son ellos, en sus feudos, los que imponen a sangre y fuego el sacrosanto decálogo que debe regular el comportamiento de un miembro respetable de la “cultura” X. La diversidad está más bien en el otro polo, en el globalizador, por ejemplo, en una herramienta como Internet, democrática, participativa y antijerárquica, en la que cada uno puede consumir o producir los contenidos que más le convengan. Sucede que algunos confunden uniformización con universalización, concepto este que no implica la negación de las particularidades de los individuos sino que más bien es la preferencia por centrarse en lo que éstos tienen en común. Lo que sí es censurable es que de la globalización mayormente saque provecho una élite, como de hecho está ocurriendo con la élite plutocrática mundial.

Ni fronteras ni banderas

Refractarios al imparable proceso de mestizaje cultural, algunos desde una postura pretendidamente de “izquierdas” postulan el regreso a las antiguas fronteras de medioevo, a los particularismos feudales, a las lenguas en vías de extinción. Nos referimos a los llamados “nacionalistas de izquierdas”, especie harto abundante en la fauna política hispana de un tiempo a esta parte. Sin detenernos en la flagrante incompatibilidad entre el término “nacionalismo” y el término “izquierda”, cuando éste significa socialismo, por naturaleza internacionalista y apátrida, habría que recordar a quienes sostienen semejante contradicción que el sentimiento identitario y patriótico ha sido siempre patrimonio de la derecha más rancia. Precisamente, durante la Revolución Francesa, que es donde nace la división política entre las izquierdas y las derechas, las facciones de la burguesía más conservadoras -y por descontado la nobleza y el clero- querían la vuelta a las antiguas fronteras feudales -lo mismo que nuestros nacionalistas “de izquierdas” que a veces intentan equiparar de la manera más embustera su provincianismo cretino con el federalismo ácrata- mientras que las facciones más netamente revolucionarias querían pulverizar los privilegios que encubrían estos particularismos medievales y apostar por lo universal, o lo que es lo mismo por lo igualitario. Alguna de esas lumbreras del nacionalismo “de izquierdas” debería explicarnos por qué lo que en Francia es revolucionario en España es reaccionario.

En conclusión, la globalización que trae consigo la mezcolanza cultural y la desaparición de “los pueblos” en favor de “el pueblo” es un proceso histórico irreversible pero que no tiene por qué repercutir en provecho sólo de la burguesía, igual que la industrialización no tiene por qué producir únicamente contaminación y miseria –también ha producido, por ejemplo, un aumento de la esperanza de vida en occidente del doble comparado con la Edad Media-. El cuestionamiento de las jerarquías y la extensión de las ideas igualitarias es algo también irreversible en las sociedades modernas. En las manos de los verdaderos revolucionarios está que esto siga siendo así.

El nacionalismo es una peste para la humanidad