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domingo, 5 de enero de 2025

Los insumisos del 36: el movimiento antimilitarista y la Guerra Civil española

Por XABIER AGIRRE ARANBURU (1)

Los insumisos no tienen memoria histórica. Quizá sea ésta una de las causas de su éxito, el no saber que tienen una historia y recrearse despreocupados en las contradicciones de un presente infinito.

Sin ánimo de empañar esta joie de vivre insumisa, en este año de aciagos aniversarios parece oportuno rescatar del olvido los primeros pasos del antimilitarismo en la España de los años treinta. Se trata de una experiencia modesta que, como la verdad, sería una de las primeras víctimas de la guerra, y ha permanecido durante décadas sepultada entre la Historia de los vencedores, la nostalgia épica de los vencidos y la ignorancia de sus herederos lejanos.

El surgimiento del movimiento antimilitarista en los tiempos de la II República fue fruto principalmente del encuentro de dos corrientes. Por una parte, la tradición autóctona de oposición al ejército, tanto en formas espontáneas de evasión de quintas, como en su vertiente obrera organizada (oposición a las campañas de Marruecos, huelga general de Barcelona de 1909, círculos anarquistas, etc.). Por otra, los ecos pacifistas que siguieron a la primera guerra mundial en general y la Internacional de Resistentes a la Guerra como su expresión organizada en particular (IRG, fundada en 1921).

Los escasos testimonios que nos quedan de los antimilitaristas españoles de la época nos hablan de las esperanzas alumbradas por el régimen republicano y sus reformas en la constitución de 1931, como la separación de Iglesia y Estado, libertad política y de cultos, o la abolición de la pena de muerte. Particularmente alentador resultó el texto del artículo sexto de la constitución, «España renuncia a la guerra como instrumento de política nacional», recogiendo así la fórmula establecida en el tratado Briand-Kellog de 1928 de prohibición universal de la guerra (que, por cierto, nunca más volvería a aceptarse en el orden constitucional español). El fracaso del golpe del general Sanjurjo en 1932 y las medidas progresistas del primer período, especialmente las de reforma militar de Azaña, fueron así mismo celebradas en los medios antimilitaristas (2).

Estas esperanzas iniciales se desvanecieron a medida que se constataban las limitaciones de los programas republicanos, especialmente a partir de la represión de Casas Viejas en 1933, de manera que los antimilitaristas mantenían en definitiva posturas similares a las dominantes en la izquierda española con respecto a la II República. Las discrepancias con el resto de la izquierda vendrían principalmente con la crítica al uso de medios violentos por el movimiento obrero, cuestión que habría de revelar su interés en torno a los sucesos revolucionarios de 1934, como veremos a continuación.

La República, el movimiento antimilitarista y la violencia revolucionaria

Las primeras noticias del movimiento antimilitarista en tiempos de la República se remontan a 1932, con la fundación por José Brocca de La Orden del Olivo, grupo integrado desde el primer momento en la Internacional de Resistentes a la Guerra. La prensa de la IRG informaba puntualmente desde Londres de la actividad de este núcleo original, gracias a lo cual han llegado hasta nosotros noticias como la aprobación por unanimidad, en la conferencia anual de 1932 de la Federación Provincial de Sindicatos de Almería, de una resolución pidiendo la abolición del servicio militar obligatorio, la prohibición de la fabricación de armamentos y el abandono de Marruecos, suscribiéndose así mismo la declaración de la Internacional (3). La sección del Partido Socialista de Almería, que contaba con antimilitaristas entre sus filas, aprobó también resoluciones en la misma línea. Estos posicionamientos fueron secundados en Barcelona por la Asociación de Idealistas Prácticos, que decidió también adherirse a la Internacional.

El antimilitarista Pepe Brocca.

A comienzos de 1934 se estimaba en varios centenares de activistas la composición de diversos grupos coordinados en torno a La Orden del Olivo, dedicados a tareas de difusión, publicación de un semanario, acciones públicas, programas radiofónicos, etc. El ideario de la IRG encontraba la mejor acogida en Cataluña, con el lanzamiento de un manifiesto a la juventud catalana llamando a la resistencia a la guerra, organización de diversos seminarios de estudios antimilitaristas y de un comité obrero de acción antimilitarista en Barcelona.

Llegados los acontecimientos revolucionarios de octubre del34, mientras socialistas y anarquistas glorificaban la fallida insurrección obrera, la prensa antimilitarista se desmarcaba de toda lectura épica para calificar los sucesos de «lucha fratricida» y subrayar sus desastrosas consecuencias:

«La guerra es la guerra... locura, matanza, sangre, destrucción, miseria. Cuando el intento fue aplastado el desconcierto de los trabajadores fue completo. Las masas neutrales que carecen de convicciones por sí mismas y son influidas por las últimas y más fuertes impresiones, alarmadas y llevadas por el instinto de supervivencia, se alinearon con la derecha. Los partidos proletarios y de izquierda, mediante el uso de la violencia, perdieron casi todas sus posiciones.»

El debate sobre la legitimidad y oportunidad de la violencia revolucionaria no era nuevo. El holandés Bart de Ligt, destacado ideólogo de la IRG en la época y vinculado al movimiento obrero libertario, informaba en un estudio sobre la guerra española publicado en 1938 acerca de los intentos de sindicalistas holandeses que, «sin ser noviolentos por principio», habían defendido en la Asociación Internacional del Trabajo (AIT) «el uso sistemático de métodos noviolentos», puesto que «el desarrollo de la técnica de la guerra demanda una completa revisión de las tácticas revolucionarias». De Ligt observaba que en el seno de la AIT «esta propaganda encontró una fuerte oposición entre los sindicalistas y anarquistas españoles, lo que era aún más lamentable puesto que el movimiento obrero español, especialmente la CNT y la FAI, ha estado dando durante mucho tiempo prueba contundente de la efectividad de métodos como los descritos [noviolentos: huelga, boicot, no-cooperación]». (4)

La Orden del Olivo se mostraba en este sentido crítica con los sucesos de 1934, especialmente a la luz de su resultado, que afectaría también a sus propias filas. A pesar de quedar formalmente prohibidas, se mantuvieron las labores de agitación antimilitarista, ocasionalmente en colaboración con entidades como el Liceo Teosófico, la Sociedad de Investigación Psíquica, Sociedad de Educación Cívica para Mujeres, Asociación de Estudiantes de Medicina, Sociedad de Jóvenes Espiritistas Cristianos y otras muestras del variopinto progresismo social republicano, además de las importantes conexiones con el activismo obrero socialista y anarquista.

Al igual que con la insumisión de nuestros días, la desobediencia civil al ejército era considerada un tema central. Así, se reivindicaban experiencias como la del piloto civil de correos Quirados J. Gou, víctima de castigo gubernativo por negarse a participar en los bombardeos aéreos de las posiciones obreras asturianas en 1934. En 1935 tres jóvenes anarquistas catalanes se negaron públicamente a incorporarse al servicio militar y decidieron presentarse a las autoridades. En medio de una campaña antimilitarista de apoyo, fueron puestos en libertad tras cuatro días de detención alegándose su estado de «demencia». Al ser liberados expusieron en público los motivos de su desobediencia y su ejemplo fue seguido por un grupo de en torno a un centenar jóvenes dispuestos a rechazar «todo servicio militar», a modo de insumisos avant la lettre.

El triunfo del Frente Popular en febrero de 1936, a pesar de terminar con el nefasto período derechista, abrió una etapa de inestabilidad que los antimilitaristas españoles contemplaron con verdadero desaliento. En junio de ese año responsabilizaban tanto al gobierno como al movimiento obrero de una situación cuyas causas definían como «muchas y complejas». Si Azaña era responsable por «excesivas concesiones a los enemigos de la República», en referencia a la derecha económica y militar, el movimiento obrero era objeto de crítica por «complacerse en ejercicios militares» y «pronunciarse en favor de la más violenta acción». Con el país al borde de la guerra, se advierte que las peores consecuencias pueden seguirse de una situación en que «por todas partes hay una explosión de odio y amenazas». Las páginas de The War Resister (Londres) recogían la postura de los antimilitaristas españoles a mediados de junio del 36 en los siguientes términos:

«Los comunistas y socialistas buscan una dictadura 'roja', que personificarían en Largo Caballero, mientras que los partidos de la 'Derecha' albergan la esperanza de que en la medida en que los disturbios requieran la proclamación de una ley marcial, la soldadesca pueda aprovechar la ocasión para alzarse como dictadores y establecer un fascismo de sable y espuela.»

Unas pocas semanas bastarían para hacer realidad estos temores, lo que en todo caso no impidió la organización de nuevas iniciativas. Así terminaba el último escrito de que tenemos noticia antes del alzamiento fascista:

«En esta atmósfera tormentosa se ha formado la 'Liga Española de Refractarios a la Guerra' como afiliada de la Internacional de Resistentes a la Guerra. En el momento presente este movimiento no representa más que un grupo de convencidos entusiastas. Una intensa campaña de propaganda por los principios y tácticas de la resistencia a la guerra se está llevando a cabo y encontrando la más favorable acogida entre organizaciones anarquistas y en la CNT, que es muy importante en España. Hasta que la fiebre de guerra, que en el momento actual es rampante, remita, no se puede anticipar ninguna extensión o crecimiento rápido, pero se ha dado un comienzo.»

Quedaba de esta manera constituida la Liga Española de Refractarios a la Guerra, con la doctora Amparo Poch y Gascón como presidenta, Fernando Oca del Valle en el cargo de secretario, José Brocca como representante en el Consejo de la IRG, y contando entre otros representantes destacados a Juan Grediaga (Barcelona), Mariano Sola (Valencia), y David Alonso Fresno (Madrid).

Guerra y ayuda humanitaria

«¿Qué haría yo si estuviera hoy en España?», se preguntaba H. Runham Brown, secretario honorario de la IRG, en un artículo titulado «España. Un reto para el Pacifismo» de diciembre de 1936. En busca de una respuesta a esta pregunta, además de sus consideraciones sobre teoría, práctica, coherencia, etc., el interés del documento reside en la reproducción de una carta de José Brocca desde Madrid al poco de comenzar la guerra. Brocca comienza estableciendo su postura ante la contienda, en términos que parecen abandonar anteriores repartos de responsabilidades y sumarse a la dialéctica del momento:

«En las circunstancias en que ha tenido lugar el alzamiento fascista, el pueblo no tenía otra alternativa que afrontar la violencia con violencia. Es lamentable, pero la entera responsabilidad por los trágicos y sangrientos días que estamos sufriendo reside en aquellos que, despreocupados por los más elementales principios sociales de humanidad, han dado rienda suelta a la destrucción y la matanza, para defender, no ideales, sino privilegios odiosos y caducos, para retroceder al barbarismo medieval.»

Hechas estas precisiones, quedaba aún por ver qué margen dejaba el credo antimilitarista para apoyar a la República en armas, cuestión que habría de resolverse con un apoyo a la resistencia armada, pero desde tareas civiles auxiliares que salvaran por lo menos en lo más inmediato las contradicciones con los principios de resistencia a la guerra. Es decir, se optó por una especie de prestación social sustitutoria, eso sí, republicana y autogestionada. Pero dejemos que sea el propio Brocca quien lo explique en este excepcional testimonio:

«Me detuve unos días en Barcelona para tomar parte en el mitin de masas contra la guerra que habíamos organizado, pero que no pudo llevarse a cabo, pues la misma noche que iba a celebrarse, estalló la insurrección militar-fascista, el peligro que ya os había notificado.

 

»En Barcelona eran días de amarga lucha. Desde el primer momento me puse sin reservas al servicio de la libertad, sin renunciar, no obstante, a mis principios de absoluta resistencia a la guerra; es decir, he hecho y continúo haciendo cuanto puedo de palabra y obra, pero sin participar en acciones violentas, para la causa antifascista, y dentro de las organizaciones proletarias y democráticas que están luchando para salvar a España de esta tiranía reaccionaria. Mi trabajo es el de la información y propaganda. En Barcelona, en Valencia, en la provincia de Cáceres y en Madrid he actuado, y continúo actuando, en tareas tan interesantes como estimular, dirigir y organizar los campesinos de manera que en lugar de abandonar su labor agrícola, trabajen, incluso en aquellas áreas abandonadas por los fascistas en su huida, para evitar la interrupción de la producción y suministro de las ciudades; estableciendo y organizando escuelas y hogares para los niños de aquellos ciudadanos que han caído o están luchando en los diferentes frentes, y en general sacando partido de toda oportunidad para extender entre los combatientes nuestros ideales humanitarios y nuestra repugnancia a la opresión y crueldad.» (5)

Por tanto, según explicarían más tarde los portavoces de la Liga en un panfleto dirigido al público británico, «la propaganda de resistencia a la guerra no era posible en este momento», y lo que les correspondía era la ayuda humanitaria, pues en aquellas circunstancias «el trabajo constructivo de este tipo, en el nombre del pacifismo, es lo más valioso.» (6)

La IRG estableció así un Fondo de Ayuda a España, dedicado al envío de ayuda, recabar información sobre familiares y amigos atrapados en el lado franquista, facilitar el intercambio de prisioneros, y el apoyo a un hogar para la acogida de niños refugiados en la localidad catalano-francesa de Prats de Mollo. La Liga contaba con depósitos gestionados por sus activistas en Madrid, Valencia y Barcelona en los que recogían donaciones provenientes de otras secciones de la IRG, especialmente de la británica (Peace Pledge Union). Sesenta niños vascos fueron igualmente acogidos en una «Casa Vasca» organizada por este grupo en territorio británico. (7)

La doctora Amparo Poch.

Gracias a estos fondos internacionales, por ejemplo, el propio José Brocca efectuó en 1937 la compra de 19.200 latas de leche condensada en Holanda, que posteriormente fueron distribuidas desde el almacén situado en los muelles de Valencia con destinos diversos. En Madrid los antimilitaristas participaron en la creación de un Comité de Mujeres para la distribución de ropa y comida, donativos que aparecían identificados con tarjetas portadoras del texto «Internacional de Resistentes a la Guerra: ayuda pacifista a la población civil de España».

La doctora Poch y José Brocca emprendieron también una campaña para la abolición de los orfanatos en el territorio controlado por la República, criticados por su «triste parecido con las cárceles», y su sustitución por hogares infantiles que permitieran el alojamiento por grupos de no más de 25 de niños en condiciones más dignas. En 1937 organizaron así mismo la salida de un grupo de 500 niños a México, donde fueron recibidos por los contactos de resistentes a la guerra mexicanos.

La ayuda antimilitarista internacional aportó algunos voluntarios, como fue el caso de Lucie Penru, enfermera y activista francesa de la IRG que trabajó en el Hospital de Sangré de la Barriada en Barcelona desde el inicio de la guerra hasta que el centro fue cerrado en 1938 por falta de suministros, y a partir de esa fecha se hizo cargo de un hogar niños españoles refugiados en Francia.

Peor suerte corrió Heinz Kraschutzki, destacado antimilitarista alemán. Tras su experiencia como teniente en la marina de guerra alemana durante la Primera Guerra Mundial, Kraschutzki se volvió un activo resistente a la guerra, asumiendo la dirección de Das Andere Deutschlander («La otra Alemania»), órgano de la Friedensgesellschaft («Consejo Nacional de la Paz»). A raíz de la publicación por esta revista de información sobre los planes de rearme alemán en marcha, Kraschutzki fue procesado por alta traición y escapó del país, instalándose con su familia en Mallorca a partir de 1932. A pesar de que había evitado implicarse en actividades políticas en España, Kraschutzki fue detenido por las fuerzas fascistas en agosto de 1936. Las autoridades franquistas fueron objeto por una parte de las peticiones de liberación de la IRG en colaboración con el Foreign Office británico, y por otra de las presiones de los oficiales nazis en España, que demandaban su entrega con el propósito de ejecutarlo. De manera un tanto salomónica, la junta de Burgos acordó con las autoridades nazis que Kraschutzki no sería ejecutado, pero tampoco sería nunca puesto en libertad, siendo con- denado en consejo de guerra en octubre de 1938 a 30 años de cárcel. Al terminar la Segunda Guerra Mundial la IRG retomó las gestiones para conseguir su liberación, en colaboración de nuevo con el Foreign Office, y Heinz Kraschutzki fue finalmente puesto en libertad a finales de 1945, tras pasar más de nueve años en las cárceles de Franco. Kraschutzki para ser liberado tuvo que esperar así a la derrota de Alemania en una guerra cuya preparación él mismo había sido pionero en denunciar, a costa de largos años de exilio y la cárcel. (8)

El debate en el pacifismo internacional

El estallido de la guerra produjo una grave conmoción en la opinión pública internacional, que había seguido ya con preocupación la creciente agresividad alemana y la invasión de Abisinia por Mussolini. Si la izquierda entendió el 18 de julio como una afrenta directa a sus programas en todo el mundo, para el movimiento pacifista internacional la Guerra Civil española supondría, como ha observado el historiador norteamericano Allen Guttman, «la primera crisis tras el fin de la Gran Guerra». (9)

La extensión del pacifismo en los años veinte, la misma fundación de la IRG en 1921, estuvieron marcados por el legado de horror de la Primera Guerra Mundial y sus más de ocho millones de muertos. El pacifismo se había desarrollado sobre la llana convicción de que todo cuanto podía hacer una persona decente ante la guerra era oponerse frontalmente y negar su colaboración, certeza que queda cuestionada con los acontecimientos del 36.

Heinz Kraschutzki.

«¿Qué está pasando en el movimiento pacifista?», titulaba el filósofo británico C. E. M. Joad un artículo en mayo de 1937 en el que analizaba las reacciones pacifistas ante el auge del fascismo europeo. Si hasta entonces el movimiento había coincidido en el apoyo a la Liga de las Naciones como instrumento de regulación pacífica internacional, la impotencia de esta institución ante las crisis de Abisinia y España supone la quiebra de este consenso y la aparición de nuevas corrientes. Dos tendencias opuestas ganan protagonismo amenazando la cohesión del movimiento; en palabras de Joad, «el pacifismo puro», y «las ideas asociadas con el Frente Popular». El enfrentamiento entre ambas posturas se haría inevitable en el debate sobre la guerra española. (10)

Entre quienes se decantaron por la segunda opción, acaso el ejemplo más destacado sea el de Albert Einstein, quien, en plena transición hacia la colaboración en el desarrollo de la bomba atómica, pidió públicamente en 1938 el levantamiento del embargo de armas en apoyo a la República (11). Ya a finales de 1936 el propio secretario de la IRG, Fenner Brockway, renunció a su cargo en desacuerdo con la postura adoptada ante la resistencia republicana. Para Brockway el apoyo «sólo en servicio social constructivo» no era suficiente, pues era preciso asumir la resistencia republicana con todas sus consecuencias, incluyendo el suministro de armamento. Así lo explicaba en su carta de dimisión:

«Muy a mi pesar siento que debo dimitir de la IRG. (...) Esta estrecha vinculación con el movimiento hace la decisión de dimitir difícil, pero siento que es la única vía honesta que puedo tomar. Mi temperamento y filosofía esencial siguen siendo pacifistas. (...) Pero estoy enfrentado a este hecho. Si estuviera en España en este momento estaría luchando con los trabajadores contra las fuerzas fascistas. Creo que es la vía correcta pedir que los trabajadores sean abastecidos con las armas que están siendo enviadas tan libremente por los poderes fascistas a sus enemigos. Aprecio la actitud de los pacifistas en España quienes, al tiempo que desean el éxito de los trabajadores, sienten que deben expresar su apoyo sólo en servicio social constructivo. Mi inconveniente sobre esta postura es que si alguien desea que los trabajadores triunfen no puede, en mi opinión, dejar de hacer cuanto sea necesario para hacer ese triunfo posible.» (12)

En el curso de la reunión trienal de la Internacional de verano de 1937, Bart de Ligt rebatiría la postura representada por Brockway confirmando el posicionamiento de «pacifismo puro» de la IRG con respecto a la guerra en curso. «Nosotros, resistentes a la guerra aceptamos la lucha de clases, pero no aceptamos la guerra de clases», comenzaba de Ligt su extensa intervención. Tras considerar la experiencia soviética en detalle, con severas críticas al militarismo de Stalin, se expone un minucioso relato de los acontecimientos en España, tomando partido abiertamente por CNT y POUM en la cuestión de la militarización de las milicias promovida por el PCE y las fuerzas burguesas. A pesar de esta simpatía por las fuerzas republicanas, los argumentos de Brockway son expresamente rechazados:

«No tenemos ninguna razón para seguir el ejemplo de nuestro camarada Fenner [Brockway], quien desde el estallido de la guerra de clases española aceptó los métodos de guerra modernos como medios inevitables para alcanzar nuestros objetivos sociales. Coincidimos con Fenner cuando insiste en la necesidad de la solidaridad práctica con el movimiento revolucionario en Iberia. Pero pensamos que se equivoca cuando declara que la única manera de probar esta solidaridad consiste en renunciar a la acción noviolenta y aceptar la guerra de clases con todas sus inevitables consecuencias. Si en cualquier caso de guerra de clases renunciamos a nuestra lucha noviolenta y aceptamos 'provisionalmente' la acción violenta, el resultado será una aceptación permanente de la guerra en nombre de la revolución y un socavamiento sistemático de la revolución por los medios más inapropiados.»

Discusiones similares se reprodujeron en las más diversas agrupaciones pacifistas y antimilitaristas, llevando a antiguos camaradas en la denuncia de la Primera Guerra Mundial a posturas irreconciliables. Tal fue el caso de Norman Thomas y John Haynes Holmes, ambos destacados líderes pacifistas norteamericanos y compañeros en la War Resisters’ League (sección norteamericana de la IRG). Thomas, fundador de la No Conscription League y destacado promotor de la objeción de conciencia en EE.UU., organizó el reclutamiento de voluntarios para la «Columna Eugene V. Debs» (en honor del histórico líder socialista norteamericano) dentro de las Brigadas Internacionales argumentando que «es porque creo tan firmemente en el horror y la inutilidad de la guerra por lo que pienso que debemos ayudar a nuestros camaradas españoles a detener la guerra de Franco». A la luz de la coyuntura internacional, Thomas defendía que apoyar la resistencia militar de la República significaba «aumentar grandemente la esperanza del mundo de evitar la catástrofe de una segunda guerra mundial mucho peor que la primera.» (13)

En abierta contradicción se situaba su compañero John Haynes Holmes, con el respaldo de la War Resisters’ League, que respondía públicamente a Thomas comparando su iniciativa con la propaganda para la movilización de la Primera Guerra Mundial, en cuya denuncia ambos habían coincidido:

«Tú y yo, Norman, hemos pasado por esto antes. Nos alzamos rápidamente cuando los belgas gemían de manera tan lastimosa como lo hacen hoy los españoles. Nos negamos a oír los llamamientos falaces de 1917 de que el mundo debía defender la democracia, salvar la civilización, y poner fin a la guerra para siempre, mediante el uso de las armas para la muerte de los hombres en batalla. ¿Vamos a quedarnos cruzados de brazos ahora que una nueva generación, tentada como nosotros lo estuvimos, cede a la llamada de otra lucha para salvar la democracia y una guerra más para establecer la paz?»

Para Holmes, como para la generalidad de la IRG, la guerra española estaba «llevando a leales y rebeldes a un terreno común de violencia, crueldad y odio», y la postura del movimiento pacifista pasaba por la ayuda humanitaria: «enviemos comida, material médico en abundancia, pero ni un fusil, ni una bomba, ni un avión que prolongue la guerra y extienda la devastación y la muerte.» (14)

Se trataba de polémicas que anticipaban las contradicciones que la Segunda Guerra Mundial provocaría en el pacifismo pocos años más tarde, y que representan en definitiva el eterno filo de la navaja en el que este discurso se revela en toda su grandeza y su miseria.

Menores refugiados en Prats-de-Mollo.

Derrota, exilio y extinción del movimiento antimilitarista

Volviendo a las tareas que ocupaban a los miembros de la Liga Española de Refractarios a la Guerra, al terminar la contienda desde Londres se sugirió el cierre del hogar de Prats del Mollo tan pronto como todos los niños allí acogidos encontraran un destino definitivo, y se gestionó al mismo tiempo un permiso para dar refugio a José Brocca en Gran Bretaña. Sin embargo, dada la cercanía con la frontera, la Liga decidió mantener abierto el centro para colaborar en el paso clandestino de refugiados a territorio francés. El propio José Brocca cruzaba la frontera repetidamente para contactar y facilitar la huida de compañeros y allegados que permanecían en España.

En aquella época, entre la amargura de la derrota republicana y la inminente extensión de la guerra a Europa, Brocca respondía a las inquietudes de sus compañeros en Londres con un emotivo mensaje:

«No os preocupéis por mí. Estoy perfectamente tranquilo y lleno de valor para afrontar el futuro sin miedo, pase lo que pase. Me doy cuenta de que el estallido de la guerra podría privarme de la oportunidad de ir a Inglaterra. Tenía tiempo para ir, pero no podía abandonar nuestro hogar sin antes encontrar seguridad para todos los que están en él. Me pareció que mi deber es el del capitán de un barco; permanecer a bordo hasta el final, y facilitar toda la seguridad posible al resto. Cuando todo mi trabajo esté terminado intentaré buscar una colocación, pues nunca me he sentido deshonrado por los trabajos más humildes. Si no lo consigo, iré a uno de los campos de refugiados donde ya hay miles de españoles hechos del mismo cuerpo y alma que yo mismo. Quiero que estéis seguros de que en estos tiempos de sufrimiento general, cualquiera que sea mi suerte, nunca caeré en desánimo. Nada habrá de apartarme de mis principios. Mi resistencia moral es mayor que la fuerza de los acontecimientos. Nada ni nadie será capaz de romperla.»

La vida del movimiento antimilitarista organizado, modesta durante la República y atormentada durante la guerra, se extingue definitivamente en el exilio republicano. El 23 de mayo de 1939, apenas un mes después de la victoria fascista, el núcleo de cerca de una docena de miembros de la Liga Española de Refractarios a la Guerra se embarcaba en el puerto francés de Port Vendres con destino a México, donde serían acogidos por los compañeros mexicanos de la IRG. Otras familias vinculadas al movimiento habían encontrado ya refugio en Colombia, Cuba y Paraguay.

Por aquella época la IRG se empleaba ya en la acogida de cerca de un centenar de antimilitaristas de Alemania y Austria, la mayor parte rescatados de prisiones y campos de concentración nazis, prolongando las tareas de ayuda humanitaria y apoyo a refugiados iniciadas con la contienda española y que continuarían durante los años de la Segunda Guerra Mundial. (15)

Por lo que respecta a José Brocca, pionero histórico del movimiento, habiendo rechazado la posibilidad de escapar a Inglaterra, fue detenido en varias ocasiones e internado en un campo de concentración francés. Sus compañeros consiguieron rescatarlo de la Francia de Vichy, llegando a México en octubre de 1942 acogido por los antimilitaristas de este país. (16)

José Brocca moría en México en junio de 1950 a consecuencia de una trombosis cerebral. Con él terminaba esta experiencia del movimiento antimilitarista y la presencia de la IRG en el estado español.

Más de tres décadas después, el Movimiento de Objeción de Conciencia (MOC), desconociendo por completo este precedente, se constituía en sección de la Internacional de Resistentes a la Guerra, llegando a encarnar en la insumisión ante el poder militar de nuestros días el espíritu de José Brocca, Amparo Poch, Heinz Kraschutki y todos los resistentes a la guerra que nos precedieron en los turbulentos años treinta.

En legítima desobediencia: Tres décadas de
objeción, insumisión y antimilitarismo

(2002)

 

 

  NOTAS:

  (1) La elaboración de este artículo (1996) ha sido posible gracias a la colaboración del Instituto Internacional de Estudios por la Paz de la Universidad de Notre Dame (Indiana, EE.UU.) y especialmente su profesor Robert Johansen, así como el apoyo y documentación facilitado por Howard Clark y la oficina de la Internacional de Resistentes a la Guerra en Londres. El autor desea expresar su más cálido agradecimiento a ambas instancias.

  (2) Para una lectura antimilitarista de las reformas militares de Azaña, ver por este mismo autor Objeción e Insumisión. Claves ideológicas y sociales (Fundamentos, Madrid, 1992), pp. 226-227 (edición Pedro Ibarra).

  (3) Texto de la declaración fundacional de la IRG, suscrito por todos sus miembros y secciones: «La guerra es un crimen contra la Humanidad. Nos comprometemos a no colaborar con ningún tipo de guerra y a luchar por la abolición de todas sus causas».

  (4) Bart de Ligt, «Russia, Spain and violence», capítulo IX de The conquest of violence (Nueva York: E. P. Dutton & Company, 1938), p. 194.

  (5) H. Runham Brown, «Spain a challenge for pacifism», en Unity, 21-XII-1936. Reproducido en Charles Chatfield, ed., International War Resistance Through World War II (New York: Garland, 1975).

  (6) En cursiva en el original. Our work in Spain saving the children (Londres: WRI).

  (7) Ver Devi Prasad, ed., Fifty years of war resistance: what now? (Londres: WRI, 1972). El Peace Pledge Union era en aquel momento la sección más importante de la IRG, contando con unos 100.000 miembros y en torno a 500 grupos locales en Gran Bretaña.

  (8) The War Resister, nº 51, verano 1946.

  (9) Ver Allen Guttman, The Wound in the Heart. America and the Spanish Civil War, The Free Press of Glencoe, Nueva York, 1962, pg. 111.

  (10) C. E. M. Joad, “What is happening in the peace movement?”, The New Statesman and Nation (Londres 15-V-1937).

  (11) New York Times, 8-V-38.

  (12) The War Resister, invierno 1936, p. 3.

  (13) Socialist Call, 13-II-37.

  (14) The New Leader (Nueva York), 2-II-37.

  (15) Ver Grace Beaton, 25 Years Work in the WRI (Londres: WRI, 1945), pgs. 15-17.

  (16) Ver Grace Beaton, Four Years of War (Londres: WRI, 1943), pgs. 27-28.

sábado, 30 de mayo de 2020

La brutal pandemia que no detuvo al movimiento obrero


La lucha social siguió adelante pese a la gripe de 1918, que causó la muerte de más del 1% de la población española.

Por EDUARDO PÉREZ

De 1918 a 1920 una pandemia de gripe extremadamente letal se abatió sobre el mundo, provocando alrededor de 40 millones de muertes. El propio virus era extremadamente dañino, causando víctimas de todas las edades. El grupo de riesgo entonces resultó ser el compuesto por las personas de 25 a 34 años, seguido de las de 15 a 24. El virus Influenza A del subtipo H1N1 multiplicaba su letalidad debido a los escasos recursos médicos de la época que, sobre todo al principio, empeoraron las cosas debido al hacinamiento de enfermos, así como a la escasa salubridad en la inmensa mayoría de hogares españoles. Según el estudio del epidemiólogo Antoni Trillo de 2008, 260.000 personas perdieron la vida en España. El 1,25% de la población de aquel entonces.

Se era consciente del papel de las aglomeraciones en la propagación de la enfermedad. Por este motivo, las autoridades suspendieron las clases y actos públicos de relevancia.

Sin embargo, la vida social siguió adelante. Entre muchos otros, este fue el caso de las dos grandes centrales sindicales, la CNT y la UGT. La primera estaba aún limitada, esencialmente, a Cataluña. Del 28 al 30 de junio de 1918, entre las dos grandes oleadas de gripe de ese año, celebró el Congreso de Sants, que a posteriori resultaría clave en el inmediato crecimiento fulgurante de la Confederación. 153 delegados se reunieron en el barrio barcelonés, tras las preceptivas reuniones de los sindicatos en los que se agrupaban 75.000 afiliados. Por su parte, la UGT celebró su XIII Congreso, en Madrid, del 30 de septiembre al 10 de octubre, justo en pleno ascenso del segundo rebrote de la pandemia, el más letal de todos.

«La mala ocurrencia de morirse»

Todo indica que la pandemia se desató en los cuarteles del Ejército estadounidense. El presidente, Woodrow Wilson, consultó con su alto mando militar respecto a la conveniencia de transportar a las tropas a Europa, inmersa en la Primera Guerra Mundial. Así se hizo, dado que los generales temían que la noticia perjudicara gravemente al bando aliado. La gripe arrasó Europa como un ciclón, al pasar desde las tropas a la población civil. Al parecer, el virus llegó a España en los cuerpos de jornaleros españoles que trabajaban en Francia. De ahí alcanzó los cuarteles españoles. El Gobierno no tuvo mejor idea que licenciar a los reclutas, que lo expandieron por todo el país. Mientras que los Estados inmersos en el conflicto bélico censuraron todo lo relacionado con la enfermedad, en España esta copó las portadas de los periódicos.

Como decíamos, el movimiento obrero siguió adelante. El congreso cenetista, por ejemplo, no solo no apostó por una cuarentena generalizada (que nadie planteó) sino por todo lo contrario: una amplia campaña de propaganda, con mítines todo lo masivos que se pudiera, para levantar al sindicato fuera de Cataluña. No solo fue la CNT. Los tres años de gripe (1918-1920) fueron los conocidos como «trienio bolchevique», con un huracán de manifestaciones, huelgas y motines por la carestía de la vida. Es en 1919, asimismo, cuando se produce la mítica huelga de La Canadiense, que desembocó en la conquista de la jornada de ocho horas. Es especialmente digna de mención la huelga en las pompas fúnebres de Barcelona que empezó el 8 de octubre de 1918, sobre la que Solidaridad Obrera señalaba que era ridículo que los patrones se negaran al aumento salarial, ya que estaban haciendo «el negocio del siglo».


La gripe afectaba a todas las clases sociales (hasta el rey Alfonso XIII enfermó) pero, como siempre, se cebaba más con los menos pudientes. Si algún «experto» les hubiera planteado el confinamiento, seguramente se le habrían reído en la cara, pero eso no significa que socialdemócratas y sindicalistas revolucionarios ignoraran el problema. En su prensa la gripe fue un tema recurrente, que les sirvió para reiterar sin descanso la necesidad de establecer un sistema social donde la ciencia estuviera al servicio del pueblo y donde la salubridad e higiene de trabajadores y trabajadoras mejoraran radicalmente. En el Congreso de los diputados, los dirigentes del PSOE criticaron duramente la gestión gubernamental, arremetiendo contra la negligencia al expandir el virus, el retraso en la llegada de suministro médico y la falta de profesionales en muchas zonas rurales. Tras un intercambio de pareceres amistosos entre el ministro de Gobernación y su antecesor en el cargo, Julián Besteiro tomó la palabra con sorna para comentar que todo parecía que había sido admirable, menos los enfermos, que tenían «la mala ocurrencia de morirse».

La vida por encima del miedo a la muerte

Un testimonio ilustrativo sobre la actitud de la época es la que refleja en sus memorias, La revuelta permanente, Joan Ferrer, una de las figuras de la CNT en la provincia de Barcelona:
«Las fechas del congreso coincidieron con la epidemia de gripe que se abatió sobre Barcelona, y en la que la gente moría como bandadas de moscas. Recuerdo que estábamos obcecados con la creación del [Sindicato] Único y que salías del trabajo, o de la célula de la organización que teníamos en la calle de Mercaders, y te topabas con los furgones cargando cadáveres. Una vez, en la calle de Carders, vi sacar de una misma casa a seis muertos, uno detrás de otro. Entonces parecía que te tironearan hacia la realidad, y exclamabas: "¡Recristo, qué epidemia más cruel hay!" Pero después continuaba la obsesión del Sindicato Único, y pasabas por encima de aquella miseria que, de cebarse en ti, no podrías eludir, te mataría.»
Alguno incluso se lo tomaba con una filosofía peculiar, como un tabernero del que habla Ferrer: «El tabernero decía: "Yo esta no la agarro, aquí tengo la medicina", y sacaba una botella de ron. Bebió tanto que un día le dio el delírium tremens, del que murió».

Morían como bandadas de moscas, furgones cargaban cadáveres, salían muertos unos detrás de otros… Pero la gente siguió socializándose, abrazándose, enamorándose, viviendo y luchando. Porque la vida era mucho más que esquivar la muerte.

23 mayo 2020

lunes, 25 de noviembre de 2019

La Voz del Pueblo

   [Aunque algunos pretendan convencernos de que los viejos planteamientos antiautoritarios e internacionalistas de los ácratas del siglo XIX están ya caducos y obsoletos (y que algunos 'libertarios' de hoy día parecen haber olvidado o tergiversado), en realidad están muy al día. Los que defienden el apoyo y participación popular en el juego del poder político —o se dejan manipular involuntariamente— como algo digno de ser tenido en cuenta, que sepan que no es nuevo; siempre ha habido sectores sociales emergentes que se han valido de las clases populares más desfavorecidas en su provecho (sea en nombre de la patria, del pueblo, de un derecho a la autodeterminación o de una determinada clase social oprimida y, hasta incluso, nuestro planeta). Como bien nos cuenta una historiadora medievalista francesa sobre el Valladolid de la primera mitad del siglo XIV. En muchas cosas no pasa el tiempo.]

Cortes de Valladolid de 1295.

  Las crisis de finales del siglo XIII y de las primeras décadas del XIV no parecen pues haber afectado profundamente a Valladolid que, no sólo consiguió mantenerse sino que aprovechó las dificultades de la Corona para obtener mayor independencia.

La vida política urbana se vio sin embargo afectada por la lucha que entabló un sector de la población, enriquecido durante la segunda mitad del siglo XIII, para acceder al gobierno municipal, reservado, desde el privilegio de Alfonso X, a las diez casas oligárquicas de los linajes de Tovar y de Reoyo. Aprovechando sin duda la crisis general y cierto descontento popular, los mercaderes, plateros, peleteros y demás representantes de los oficios de mayores ingresos en la villa consiguieron de la reina María de Molina, durante la minoría de Fernando IV, que se anulasen los privilegios concedidos a los caballeros en el Fuero Real y se constituyeron en un verdadero partido popular, 'la Voz del Pueblo'.

En marzo de 1320, dos meses después que los linajes de Tovar y de Reoyo y 'la Voz del Pueblo' nombraran representantes para llegar a un acuerdo, la reina María de Molina, que necesitaba desesperadamente el apoyo de la ciudad, devolvió a los caballeros sus privilegios, que incluían el monopolio de los cargos municipales.

Un año después, en marzo de 1321, poco antes de su muerte, la reina confirmó el compromiso establecido, que reservaba a los representantes de 'la Voz del Pueblo' la mitad de los oficios concejiles, mientras los linajes se repartían la otra mitad.

Ignoramos las circunstancias de este acuerdo y en particular si hubo, como en numerosas ciudades europeas en la misma época, violencias y disturbios; en cambio, la élite de los no-privilegiados había conseguido, mediante el apoyo popular, el acceso al gobierno municipal.

Entre 1321 y 1332 sin embargo, los mercaderes y artesanos enriquecidos que habían accedido al poder municipal no debieron de cumplir las expectativas suscitadas cuando encabezaban 'la Voz del Pueblo'. Privadas del beneficio de su «revolución», las capas populares reaccionaron al cabo de unos años e intentaron llevarla a cabo reuniéndose a campana tañida, distribuyéndose cargos y rentas municipales, e irrumpiendo en las sesiones del concejo. A petición del concejo —oficial—, el rey tuvo que intervenir: en marzo de 1332, las reuniones populares de los «menestrales y otras gentes menudas» fueron prohibidas y se devolvió el monopolio del ejercicio del poder en Valladolid a los linajes de Tovar y de Reoyo. La presencia en el concejo, posteriormente al privilegio real, de los mercaderes que habían conseguido desempeñar oficios públicos a raíz de la «revolución» de 1320-1321, sólo se explica por su integración en alguno de los dos linajes; entre 1321 y 1332, los linajes vallisoletanos perdieron pues su carácter de «familias de sangre» para convertirse en «familias espirituales», en bandos.

A partir de 1332, los linajes se repartieron por mitad los oficios municipales: regidurías a partir de mediados del siglo XIV, alcaldías, escribanías de la villa y luego «del número», procuradurías en Cortes, fielatos, aposentadurías, guías, tasadurías, montanerías, andadurías, pregonerías, así como los dos cargos de «conservadores» de la universidad.

La «revolución» de 1320-1332 y 'la Voz del Pueblo' vallisoletana no fueron acontecimientos aislados: en Italia y en Flandes, por esas mismas fechas, los «burgueses» enriquecidos consiguieron también forzar el acceso a los gobiernos urbanos, con el apoyo de las masas populares. Sin embargo, al contrario de lo que ocurrió en otras ciudades europeas, en Valladolid la apertura de la oligarquía a nuevos miembros no fue un hecho efímero, sino que se erigió en sistema; no hubo así, como en Florencia por ejemplo, nuevos disturbios a finales del siglo XIV.

ADELINE RUCQUOI
Valladolid en el Mundo. La Historia de Valladolid
(1993)

martes, 20 de noviembre de 2018

Centenario de la Revolución alemana


Por SEBASTIAN HAFFNER

Sobre ningún otro acontecimiento histórico se ha mentido tanto como sobre la Revolución alemana de 1918. En particular, hay tres leyendas que han aguantado el paso de los años y que han resultado imposibles de erradicar.

La primera de ellas se divulgó sobre todo —e incluso continúa hoy en día— entre la burguesía alemana y sencillamente consiste en la negación de la revolución. Aún se sigue oyendo a menudo que en Alemania, en 1918, no hubo una auténtica revolución. Lo más que ocurrió fue un derrumbamiento. La fragilidad momentánea de las fuerzas del orden en el instante de la derrota permitió que un amotinamiento de marineros pareciese una revolución.

La ceguera y la falsedad de todo esto pueden verse a simple vista al comparar el año 1918 con 1945. Naturalmente, en este último año sí que se produjo únicamente un derrumbamiento.

Cierto es que en 1918 un motín de marineros le proporcionó a la revolución el empujón que necesitaba; pero le proporcionó sólo eso, el empujón. Lo extraordinario fue precisamente que un mero motín de marineros durante la primera semana de noviembre de 1918 desencadenase un terremoto que sacudió toda Alemania; que hizo que se levantara todo el ejército, toda la clase obrera urbana y en Baviera además una parte de la población rural. Pero este levantamiento ya no era un simple motín, era una auténtica revolución. Ya no se trataba únicamente de un acto de insubordinación, como sucedió durante los días 29 y 30 de octubre en la Flota de Alta Mar en Schillig-Reede. Ahora se trataba del derrocamiento de la clase dirigente y de la reforma del Estado. ¿Y qué es una revolución sino exactamente esto?

Como toda revolución, ésta también derrocó el viejo orden y dio los primero pasos para instaurar uno nuevo. No sólo fue destructiva, sino también creadora: su creación fueron los consejos de trabajadores y soldados. Que no todo sucediera sin obstáculos y ordenadamente, que el nuevo orden no funcionara enseguida tan perfectamente como el derrocado, que se cometieran actos desagradables y ridículos, ¿en qué revolución hubiese sido de otra forma? Y que naturalmente la revolución pusiese de manifiesto de pronto la debilidad y los errores del viejo orden y que su victoria se debiera en parte a esta debilidad, no es más que una obviedad. En ninguna otra revolución de la Historia ha ocurrido de otro modo.

Por el contrario, debemos reconocer incluso como una hazaña de la Revolución alemana de noviembre de 1918 la autodisciplina, la bondad y la humanidad con la que se llevó a cabo, más remarcable aún si se tiene en cuenta que fue casi en todas partes la obra espontánea de las masas sin liderazgo. El verdadero héroe de esta revolución fueron las masas, el espíritu de la época ha dejado constancia de ello: no es casual que los puntos culminantes en las obras de teatro y cine alemanes de esos años muestren magníficas escenas de masas (...)


Los ríos de sangre que se vertieron durante la primera mitad de 1919 para aplastar la revolución dan fe de que ésta no fue ni una quimera ni una ilusión, sino una realidad viva y sólida.

No hay duda alguna sobre quién sofocó la revolución: la dirección del SPD, Ebert y sus hombres. Tampoco existe ninguna duda de que los líderes del SPD, para poder derrotarla, se pusieron primero a su cabeza y luego la traicionaron. En palabras del incorruptible y lúcido testigo Ernst Troeltsch, «esta revolución que los dirigentes socialdemócratas no habían hecho y que para ellos era una especie de aborto, fue adoptada para no perder su influencia sobre las masas, como si se tratase de la adopción de un niño largamente deseado».

En este punto hay que ser preciso, cada palabra resulta crucial. Es cierto que los dirigentes del SPD no habían hecho ni habían deseado la revolución. Pero Troeltsch es inexacto cuando afirma que solamente la «adoptaron». La revolución no fue únicamente «adoptada», sino que realmente fue su propio hijo, su hijo largamente esperado. La habían estado predicando y prometiendo durante cincuenta años. Aunque ahora «este hijo largamente esperado» ya no era deseado, no dejaba de ser suyo. El SPD era y siguió siendo su madre natural; y cuando lo asesinó, cometió un infanticidio.

Como cualquier infanticida, el SPD intentó excusarse ante su actuación. Y éste es el origen de la segunda gran leyenda acerca de la Revolución alemana: que no se trataba de la revolución proclamada durante los últimos cincuenta años por los socialdemócratas, sino de una revolución bolchevique, un producto de importación rusa, y que el SPD había protegido y salvado a Alemania del «caos bolchevique» (...)

Esta leyenda, inventada por los socialdemócratas, siempre ha sido apoyada, voluntaria o involuntariamente, por los comunistas, ya que otorgan todo el mérito de la revolución al KPD o a su predecesor, la Liga Espartaquista, y se vanaglorian de él, lo que los socialdemócratas utilizan para justificarse a sí mismos y para acusar a la revolución: la Revolución de noviembre de 1918 fue una revolución comunista (o «bolchevique»).

Y a pesar de que socialdemócratas y comunistas coincidan excepcionalmente en este punto, sigue siendo una falsedad. La Revolución de 1918 no fue un producto de importación rusa, fue un producto genuinamente alemán; y tampoco fue una revolución comunista, sino socialdemócrata: la misma revolución que el SPD había proclamado y exigido durante cincuenta años, para la que había preparado a sus millones de seguidores y a la que había consagrado su existencia.

Este punto resulta fácil de demostrar. La revolución no la hizo la Liga Espartaquista, un grupo con escasa capacidad organizativa y con pocos seguidores, sino millones de trabajadores y soldados socialdemócratas. El gobierno exigido por estos millones de personas —tanto en enero de 1919 como antes en noviembre de 1918— no era ni espartaquista ni comunista, sino un gobierno del partido socialdemócrata reunificado*. La constitución que anhelaban no era la de una dictadura del proletariado, sino la de una democracia proletaria: el proletariado, y no la burguesía, quería ser a partir de ahora la clase dirigente, pero quería gobernar democráticamente, no de forma dictatorial. Las clases derrocadas y sus partidos podían expresar su opinión mediante el parlamentarismo, más o menos como habían podido expresar su opinión los socialdemócratas durante el Reich guillermino.

También los métodos de la revolución eran completamente distintos a los métodos bolcheviques o leninistas, tal vez en perjuicio propio. Si observamos con atención, no eran ni siquiera marxistas, sino lassallianos: la palanca de poder decisiva que asieron trabajadores, marineros y soldados revolucionarios no fue, como hubiera correspondido a las teorías marxistas, la propiedad de los medios de producción, sino el poder estatal (...)


Y estos dirigentes, después de que la revolución les entregara el poder estatal, utilizaron dicho poder para aplastarla sangrientamente: a su propia revolución, a la revolución anhelada durante tanto tiempo y que por fin se había hecho realidad. Apuntaron los cañones y las ametralladoras hacia sus propios seguidores. Ebert también intentó desde el principio lo que el káiser había intentado inútilmente: lanzar contra los trabajadores revolucionarios al ejército que volvía del frente. Y como tampoco lo consiguió, no dudó en dar un paso más, que consistió en armar y movilizar contra sus inocentes seguidores a los adeptos más extremistas de la violenta contrarrevolución, a los enemigos de la democracia burguesa, esto es, a sus propios enemigos, a los precursores del fascismo en Alemania.

Así fueron los hechos: lo que el SPD aplastó y, si se quiere, aquello de lo que «protegió» o «salvó» a Alemania no fue una revolución comunista, sino socialdemócrata. La revolución socialdemócrata que tuvo lugar en Alemania en 1918, tal y como deseaba receloso el príncipe Max de Baden la semana anterior al 9 de noviembre, se «ahogó»; y se ahogó en su propia sangre. Pero no la ahogaron ni el príncipe ni los soberanos derrocados por ella, sino sus propios líderes, aquellos a quienes la revolución plenamente confiada había subido al poder. Fue aplastada con la violencia más extrema, más despiadada, y no mediante una lucha leal, cara a cara, sino por la espalda, a traición.

Da igual de qué parte estemos, o si lamentamos o celebramos el resultado final: se trata de un acontecimiento que asegura una inmortalidad ignominiosa a los nombres de Ebert y Noske. Dos sentencias pronunciadas en aquel entonces, marcadas por la muerte de los que las pronunciaron, siguen resonando a pesar del paso de las décadas: el veterano miembro del SPD e histórico del partido Franz Mehring dijo en enero de 1919, poco antes de morir con el corazón roto: «Ningún gobierno ha caído tan bajo»; y Gustav Landauer, antes de morir a manos —o más bien bajo las botas— de los Freikorps de Noske, escribió: «No conozco en todo el reino de la naturaleza a una criatura más repugnante que el partido socialdemócrata».

(2005)


    * Durante la guerra el partido se dividió entre los que la apoyaban, el SPD, y los que se oponían, el USPD (Nota de EL AULLIDO).