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viernes, 31 de diciembre de 2021

¡Anarquistas contra la Libertad!

Por PAUL CUDENEC

Varias críticas bastante extrañas me han llegado durante las últimas semanas. Por el momento me voy a referir solo a una de ellos, la que me parece la más importante.

Siempre tuve la grata impresión de que la Libertad era una piedra angular intocable de la cosmovisión anarquista. ¡La palabra ciertamente aparece mucho en la literatura y la cultura anarquista! Sin embargo, resulta que a veces la Libertad no es nada bueno, según algunos camaradas con los que he estado intercambiando puntos de vista. Su problema era el concepto de libertad individual, que incluso insistieron en escribir entre comillas para dejar bastante claro su disgusto por el término.

La primera objeción que se les ocurrió fue que la libertad individual era parte del lenguaje de Donald Trump y de los 'libertarianos' armados en los Estados Unidos. Esto significaba, según la habitual antilógica que se ha puesto de moda, que cualquiera que creyera en la libertad individual estaba, por tanto, peligrosamente contaminado con las ideologías de la derecha capitalista estadounidense. Dejando a un lado este absurdo, hay un tema importante que acecha aquí, ya que es cierto que los capitalistas invocan la libertad individual en defensa de su mundo de explotación y desigualdad.

El concepto anarquista de Libertad implica necesariamente también un aspecto colectivo, reconociendo que la libertad del individuo depende de la libertad de la sociedad de la que forma parte. También está la cuestión de la responsabilidad, en el sentido de que los anarquistas no esperan que los individuos busquen su libertad a expensas de los demás, sino que tengan en cuenta su responsabilidad hacia lo que les rodea.

Como ha dicho un escritor anarquista: «La libertad real y la responsabilidad real están tan entrelazadas y son tan interdependientes en su significado que son casi inseparables». El hecho de que ese anarquista fuera yo (en mi libro Forms of Freedom de 2015) debería insinuar fuertemente que, de hecho, no estoy defendiendo el tipo de libertad del «yo primero» promocionado por los libertarianos capitalistas.

Pero esto es lo que aparentemente les pareció a mis críticos, simplemente debido a mi oposición al estado policial surgido del confinamiento global de nuestras libertades básicas impuesto a raíz del pánico generado por el coronavirus. Desde su punto de vista, es irresponsable quejarse de la pérdida de la libertad individual (perdón, «libertad individual») cuando estaba en juego el bien común de la comunidad, en este caso la necesidad de protegernos a nosotros mismos y a los demás del contagio.

No estoy de acuerdo con esto en dos niveles.

1: En el contexto específico de lo que está sucediendo hoy, no acepto que el virus sea una amenaza que justifique el despliegue actual de la represión autoritaria contra nuestras vidas, como ya he dicho. Por lo tanto, la libertad del individuo no está subordinada a una responsabilidad social basada en aceptar lo que es de hecho una sociedad sometida a una ley marcial. Además, debido a se ha exagerado masivamente la peligrosidad del virus como justificación de un acaparamiento totalitario-financiero del poder y la riqueza, la verdadera responsabilidad social está en la dirección opuesta.

Desde mi punto de vista, la libertad del individuo de buscar una vida tranquila simplemente de acuerdo con todo esto, manteniendo la cabeza agachada, queda anulada su responsabilidad de denunciar, desafiar la propaganda, y alertar a la sociedad a lo que está sucediendo e instar a la gente a resistir. Obviamente, desde los puntos de vista de mis críticos, este no es un argumento válido, porque parten del supuesto de que el virus es tan real y tan mortal como nos han dicho constantemente las autoridades y sus medios de comunicación.

Esto, en sí mismo, es profundamente problemático. ¿Qué pasó con eso de «cuestionarlo todo»? No es posible construir una crítica de la opresión sin estar preparado para desafiar las justificaciones utilizadas para justificar esa opresión. El argumento anarquista sobre la responsabilidad colectiva, si se trasplanta al suelo del engaño, crece al revés. La lógica que debería exigir que las personas actúen por el bien común se invierte y, en cambio, sirve para condenar a quienes actúan por el bien común y tratan de exponer el fraude.

2: El segundo nivel de mi desacuerdo con estos críticos se refiere a su interpretación ideológica de la responsabilidad y la libertad. Aquí, me parece que su pensamiento se aleja mucho de la perspectiva anarquista. De hecho, me ocupé de todo esto en Forms of Freedom. Ahora está disponible como pdf gratuito en la web de Winter Oak (al igual que los demás libros que he escrito) y para comprender mi posición con más profundidad, recomiendo echar un vistazo.

Este pasaje sobre la responsabilidad es particularmente relevante:

«Parte de la confusión que rodea al término responsabilidad surge de la manera en que se abusa de él para satisfacer ciertos propósitos. A menudo se confunde con la idea de conformidad u obediencia, no a los intereses de la colectividad, sino algo que se hace pasar por representante de esos intereses.»

Con esto me refería al Estado, por supuesto, como seguí explicando: la entidad que le dice a la gente que su responsabilidad de obedecer órdenes es más importante que su libertad individual. Como señalé en el libro, esta responsabilidad de obedecer la ley nunca se imagina que pueda surgir del juicio de un individuo, por los que se percibe como irresponsabilidad el 'tomar la ley en sus propias manos', sino que se considera necesaria en interés de un colectivo, claramente definido desde arriba en lugar de desde abajo.

Que esa ley sea buena o mala es irrelevante: «Lo importante es que la responsabilidad en cuestión se ve como algo que debe aceptarse independientemente de la libre conciencia de uno, y no como resultado de ella».

«Aquí hay un conflicto importante entre la responsabilidad falsa y la real, entre la responsabilidad impuesta y la libre, entre la responsabilidad dictada desde el exterior y la responsabilidad asumida desde el interior del individuo. En definitiva, quienes proponen una responsabilidad impuesta lo hacen porque temen la responsabilidad real que surge de dentro.

»Se puede invocar una responsabilidad impuesta para exigir obediencia a reglas arbitrarias construidas para defender los intereses egoístas de una minoría que mantiene el control de la riqueza robada mediante la violencia de la autoridad en todas sus formas. Una responsabilidad real bien podría llevar a individuos o comunidades a desafiar esas reglas arbitrarias y la falsa moralidad construida en torno a ellas.»

Quien defiende un deber de responsabilidad colectiva que implica la supresión de la libertad individual no está invocando una responsabilidad real, sino la impuesta.

«El individuo es parte de la colectividad y la colectividad está formada por individuos. Son el mismo ser vivo con los mismos intereses en el fondo

La libertad y la responsabilidad son dos aspectos de una misma cosa y también lo son el individuo y la colectividad. La colectividad necesita que los individuos sean libres, porque sin esa libertad el organismo social estaría muerto.

«Es importante para la colectividad que los individuos sean libres de vivir de acuerdo con las demandas más sutiles de su forma de ser, porque solo así la colectividad también puede vivir de acuerdo con las demandas más sutiles de su forma de ser.

»Una colectividad no puede ser libre a menos que los individuos que la integran sean todos libres. Un individuo no puede ser libre si no vive en una colectividad que es libre, es decir, en la que todos los individuos son libres.»

Dar la espalda a la relación simbiótica entre los intereses individuales y colectivos es darle la espalda al anarquismo. Se trata, de hecho, de adoptar una forma de pensar compartida por el liberalismo y el fascismo, que no son en absoluto los polos opuestos que podrían parecer, como explica este artículo.

Ambos sistemas de control (el primero más sutil que el segundo) se basan en mentiras. Retuercen la verdad, incluso invierten el significado de las palabras para imponer sus propios objetivos, como George Orwell nos mostró tan perfectamente en 1984.

Tanto el liberalismo como el fascismo utilizan un lenguaje que sugiere la plena participación de la población en el funcionamiento de la sociedad, que incluso parece implicar una especie de simbiosis como la antes mencionada. Los liberales etiquetan esta participación como «democracia» y, al menos hasta ahora, se han esforzado mucho para mantener esta ilusión, que es la principal justificación de la legitimidad de su sistema. Pero es solo una farsa, por supuesto. Siempre lo ha sido. El juego está manipulado de muchas maneras y en muchos niveles.

A los fascistas no les gusta el término «democracia» y prefieren hablar de «nación», que supuestamente es la incorporación de los intereses colectivos del pueblo. A veces incluso han robado el lenguaje del organismo social para dar la impresión de que hay algo natural en su sistema. Pero el organismo social, para los fascistas, nunca puede ser una entidad viva de individuos libres que actúen según sus propias conciencias, como lo es para los anarquistas. Su organismo imaginado es más como un robot, bajo el control total del Estado fascista.

La realidad detrás de la falsa democracia de los liberales y el falso organismo de los fascistas es la misma: una élite gobernante que solo pretende actuar en interés de todos. El desprecio por las «masas», por la «turba», por la «gran masa de guarros», el «infrahombre» es compartido por ambos sistemas porque son elitistas y autoritarios. Son sistemas que imponen el control de la clase dominante sobre el pueblo.

Desde la perspectiva de la clase dominante, la idea de que podríamos dirigir nuestras propias vidas y nuestras propias sociedades sin sus estructuras de control es peligrosa. Por eso hablan con miedo de «caer en la anarquía». Su peor pesadilla es que sus esclavos puedan liberarse. Es por eso que a menudo describen la naturaleza humana como egoísta, codiciosa y violenta, por lo que necesitan la mano firme del Estado liberal/fascista para mantenerla bajo control.

Es por eso que a veces prefieren decir que no existe la naturaleza humana en absoluto, rechazando así la idea anarquista empoderadora de que todos nacemos con la capacidad o tendencia natural de vivir de manera cooperativa y más o menos armoniosa.

Un pilar básico del liberalismo/fascismo es que no se puede confiar en nosotros para tomar nuestras propias decisiones, que básicamente somos unos irresponsables y que necesitamos el control y la «protección» de nuestros sabios y benevolentes líderes. Para mantenernos a salvo. De nosotros mismos.

Entonces, ¿por qué actualmente esta libertad viva surgida de la simbiosis individual-colectiva no es aceptada por todos los anarquistas? ¿Por qué vomitan la mentira liberal/fascista de que la libertad individual y el bien colectivo son incompatibles?

El problema, para mí, es que demasiados anarquistas están hoy completamente atrapados en lo que llamé «la restricción de pensamiento inherente del sistema dominante». Este asfixiante nuevo pensamiento contemporáneo niega por completo la sabiduría humana atemporal de la que surgió la filosofía anarquista. Es una forma de pensar que ve a los seres humanos como máquinas programables y maleables. La artificialidad triunfa sobre la autenticidad. Cualquier charla sobre el organismo social se considera reaccionario o próximo al fascismo (una inversión típica, como se señaló anteriormente; consulte también este artículo).

La noción de esencia se descarta de plano, la idea de lo innato puede provocar ataques de pánico, el significado se considera sin sentido, lo natural es algo reaccionario, la ética una construcción artificial, la calidad se considera una ilusión. No hay verdad ni realidad. Dos más dos pueden ser cinco si se adapta a la ideología basada en mentiras («liedology», «mentirología»).

Como escribí, «cualquier forma de pensar fuera de este marco cada vez más estrecho se vuelve imposible en un clima intelectual post-natural, post-humano, post-auténtico que efectivamente constituye una completa parálisis de la mente humana colectiva».

El nuevo pensamiento contemporáneo es binario, unidimensional. No comprende el pensamiento multidimensional y no puede abrazar la paradoja creativa. Solo puede ver la libertad individual y la responsabilidad colectiva como opuestos. Es incapaz de escuchar siquiera, y mucho menos comprender, argumentos del viejo pensamiento que se elevan por encima de sus dogmas vacíos y planos.

En resumen, se está atribuyendo la etiqueta anarquista, y una especie de parodia superficial de la ideología anarquista, a algo que no es anarquismo en absoluto. Este pensamiento pseudoanarquista no ha surgido de la filosofía anarquista y, por lo tanto, nunca puede ser otra cosa que una mala copia del anarquismo, un anarquismo zombi que parece real pero que carece de alma anarquista.

Este falso anarquismo es el enemigo jurado del verdadero anarquismo. Al robar el cuerpo del anarquismo, destierra el anarquismo real del mundo. Siempre que surge el anarquismo real, este anarquismo zombi lo señala con el dedo acusador y lo declara peligroso. Esto es antianarquismo, anarquismo al revés, anarquismo invertido.

He estado hablando de todo esto durante años. A veces me he preguntado si es tan importante como todo eso, si no podría simplemente aceptar algunas diferencias filosóficas con camaradas en aras de trabajar y hacer campaña juntos. Pero ahora que los anarquistas se están enfadando conmigo por creer en la libertad, puedo ver muy claramente aquello que me preocupaba todo el tiempo.

26 abril 2020

(Artículo traducido desde AMOR Y RABIA) 

lunes, 6 de diciembre de 2021

Una pregunta

 

 GIORGIO AGAMBEN

«La plaga marcó para la ciudad el comienzo de la corrupción…
Nadie estaba dispuesto a perseverar en lo que antes consideraba bueno,
porque creía que tal vez podría morir antes de llegar a él.»

(TUCÍDEDES, La Guerra del Peloponeso, II, 53.)

Me gustaría compartir con los que quieran una pregunta en la que no he dejado de pensar desde hace más de un mes. ¿Cómo puede ser que un país entero se haya derrumbado ética y políticamente ante una enfermedad sin darse cuenta? Las palabras que utilicé para formular esta pregunta fueron consideradas cuidadosamente una por una. La medida de la abdicación a los propios principios éticos y políticos es, de hecho, muy simple: se trata de cuál es el límite más allá del cual uno no está dispuesto a renunciar a ellos. Creo que el lector que se tome la molestia de considerar los siguientes puntos tendrá que estar de acuerdo en que -sin darse cuenta o pretender no darse cuenta- el umbral que separa a la humanidad de la barbarie ha sido cruzado.

1) El primer punto, quizás el más serio, se refiere a los cuerpos de las personas muertas. ¿Cómo podíamos aceptar, sólo en nombre de un riesgo que no se podía especificar, que nuestros seres queridos y los seres humanos en general no sólo murieran solos, sino —algo que nunca había sucedido antes en la historia, desde Antígona hasta hoy— que sus cuerpos fueran quemados sin un funeral?

2) Entonces aceptamos sin demasiados problemas, sólo en nombre de un riesgo que no se podía especificar, limitar nuestra libertad de movimiento a un grado que nunca antes había ocurrido en la historia del país, ni siquiera durante las dos guerras mundiales (el toque de queda durante la guerra estaba limitado a ciertas horas). Por lo tanto, aceptamos, sólo en nombre de un riesgo que no podía ser especificado, suspender nuestra amistad y amor, porque nuestro prójimo se había convertido en una posible fuente de contagio.

3) Esto podría suceder —y aquí tocamos la raíz del fenómeno— porque hemos dividido la unidad de nuestra experiencia vital, que es siempre inseparablemente corpórea y espiritual a la vez, en una entidad puramente biológica por un lado y una vida afectiva y cultural por el otro. Ivan Illich mostró, y David Cayley lo recordó recientemente, las responsabilidades de la medicina moderna en esta escisión, que se da por sentada y que es en cambio la mayor de las abstracciones. Soy muy consciente de que esta abstracción ha sido lograda por la ciencia moderna a través de dispositivos de reanimación, que pueden mantener un cuerpo en un estado de vida vegetativa pura.


Pero si esta condición se extiende más allá de los límites espaciales y temporales que le son propios, como se intenta hacer hoy, y se convierte en una especie de principio de comportamiento social, caemos en contradicciones de las que no hay salida.

Sé que alguien se apresurará a responder que se trata de una condición limitada de tiempo, después de la cual todo volverá como antes. Es verdaderamente singular que esto sólo pueda repetirse de mala fe, ya que las mismas autoridades que proclamaron la emergencia no dejan de recordarnos que cuando la emergencia termine, las mismas directivas deben seguir siendo observadas y que el «distanciamiento social», como se ha llamado con un eufemismo significativo, será el nuevo principio de organización de la sociedad. Y, en cualquier caso, lo que, de buena o mala fe, uno ha aceptado sufrir no podrá ser cancelado.

No puedo en este punto, ya que he acusado a las responsabilidades de cada uno de nosotros, dejar de mencionar las responsabilidades aún más graves de aquellos que habrían tenido la tarea de velar por la dignidad humana. En primer lugar, la Iglesia, que al convertirse en la sierva de la ciencia, que se ha convertido en la verdadera religión de nuestro tiempo, ha renunciado radicalmente a sus principios más esenciales. La Iglesia, bajo un Papa llamado Francisco, ha olvidado que Francisco abrazó a los leprosos. Ha olvidado que una de las obras de misericordia es visitar a los enfermos. Ha olvidado que los mártires enseñan que uno debe estar dispuesto a sacrificar su vida antes que la fe y que renunciar al prójimo significa renunciar a la fe. Otra categoría que ha fallado en sus deberes es la de los juristas. Hace tiempo que estamos acostumbrados al uso imprudente de los decretos de emergencia mediante los cuales el poder ejecutivo sustituye al legislativo, aboliendo ese principio de separación de poderes que define la democracia. Pero en este caso se han superado todos los límites y se tiene la impresión de que las palabras del Primer Ministro y del Jefe de Protección Civil se han convertido inmediatamente en ley, como se decía para las del Führer. Y no vemos cómo, habiendo agotado el plazo de validez de los decretos de emergencia, las limitaciones de la libertad pueden ser, como se anuncia, mantenidas. ¿Por qué medios legales? ¿Con un estado de excepción permanente? Es tarea de los juristas verificar que se respeten las reglas de la constitución, pero los juristas permanecen en silencio. Quare silete iuristae in munere vestro?

Sé que invariablemente habrá alguien que responda que el grave sacrificio se hizo en nombre de los principios morales. Me gustaría recordarles que Eichmann, aparentemente de buena fe, nunca se cansó de repetir que había hecho lo que había hecho según su conciencia, para obedecer lo que creía que eran los preceptos de la moralidad kantiana. Una norma que establece que hay que renunciar al bien para salvar el bien es tan falsa y contradictoria como una que, para proteger la libertad, requiere que se renuncie a ella.

13 de abril de 2020

domingo, 22 de mayo de 2016

Los derechos de los animales y el «especieísmo»


DERECHOS DE LOS ANIMALES

Se han producido recientemente una serie de discusiones en torno al tema de la liberación de los animales y ello en conexión con los diversos movimientos de liberación actuales; de éstos, la gran mayoría son interhumanos (liberación de los oprimidos, sea en lo económico, en lo político, en lo nacional, etc.; liberación de la mujer…). El movimiento pro libertad de los animales es, por así decir, intra-vida, y se refiere a su independencia frente a la especie humana o a grupos de humanos que adoptan ―conscientemente o no― la actitud denominada «especieísmo».

Hay muy diversos ejemplos de la expresión o subyugación a que los animales se ven sometidos. En principio parece que estos ejemplos deberían incluir alguna acción que supusiera el alejamiento del animal de su hábitat natural, pero, de acuerdo con esto, domesticar animales sería opresión —y esto parece excesivo a muchos―. Y aun excluyendo el caso de los animales domésticos, hay muchas formas de tratar a los animales que suponen opresión o mal trato. Hay quienes piensan que sacrificar animales para alimentarse es injusto, ya que el hombre no es necesariamente carnívoro, y se puede obtener proteínas de otros alimentos. Otros aceptan que se coma carne siempre y cuando los animales sean sacrificados en condiciones que eliminen o reduzcan al máximo el dolor y el sufrimiento. Entre los que defienden la liberación de los animales, es común la negativa a que se les sacrifique para elaborar cosméticos —que pueden fabricarse con otras materias primas— o abrigos de piel, que consideran un lujo. También hay acuerdo frente a lo que supone el someterlos a experimentos —sean biológicos, médicos o de comportamiento―, ya que ninguno de ellos está bajo control estricto. Incluso cuando sea razonable utilizarlos para la experimentación biológica o médica, ha de hacerse bajo condición de que no sean atormentados.

El tema está en conexión con el de los derechos de los animales, ya que si alguien defiende su libertad es de suponer que cree que son sujetos de este derecho; se plantea la cuestión de si es al mismo nivel que el hombre, y en general la respuesta es negativa. Una cosa es que los animales sean sujetos de derechos, y otra muy distinta que lo sean en igualdad de niveles con el ser humano. Cada especie tiene sus características propias y sus correspondientes derechos, pero es importante determinar si hay o no unos derechos básicos, comunes al hombre y, al menos, a algunas especies ―como mamíferos y pájaros, por ejemplo—, y si estos derechos se fundan, en último término, en una igualdad básica que sería la «igualdad de los vivientes».

Jeremy Bentham (The Principles of Morals and Legislation, cap. XVII, sec. 1, nota al párrafo 4) manifestaba la opinión de que «puede llegar el día en que la población animal recupere esos derechos que nunca se le hubiesen arrebatado de no ser por la fuerza». Según Bentham esos derechos se apoyan en la noción de una característica común a hombres y animales. Si antes ―y ahora― se mantenía que la razón y el lenguaje distinguían al hombre del animal y le conferían derechos superiores, Bentham arguye que un perro adulto es más racional que un niño de un día, un mes e incluso un año, y que tampoco un idiota congénito se distingue por su racionalidad. La cuestión, para Bentham, no radica en la capacidad de pensar o de hablar, sino en la capacidad de sufrir. Si los animales sufren, al igual que los humanos, y uno cree que debe evitarse el sufrimiento, todo viviente tiene derecho a que no se le maltrate.

Hablando con propiedad, el sufrimiento es una manifestación, como el gozo, de la sensibilidad. Admite mejor la generalización esta característica de ser «sentiente», o capaz de sentir, que la de ser capaz de sufrimiento. De hecho, la mayor parte de los animales son —al igual que el hombre― realidades «sentientes».

De acuerdo con la teoría de Bentham, Peter Singer (Animal Liberation, 1975, pág.9 y sigs.) afirmaba que «la capacidad de sentir… es el único límite defendible en interés de los demás». La posible defensa de los animales deriva de su condición de sentiente. Por lo tanto, la simple aplicación del «principio de igualdad» sería, según Singer, suficiente para justificar la petición de no dañar —o dañar lo menos posible― a todo ser capaz de sentir, incluidos los animales. Ello no significa, como ya se ha dicho antes, que todos los seres con vida tengan el mismo valor, sino solamente que el «especieísmo» no constituye criterio suficiente para atentar contra la vida de nadie. En otras palabras ―y precisamente porque el ser humano se distingue de los otros vivientes―, no hay justificación para que los tratemos sin considerar sus intereses y derechos.

ESPECIEÍSMO

Se ha forjado este término, procedente de la palabra especie, para indicar la actitud humana según la cual la propia especie, o especie humana, es privilegiada respecto a otras especies, y posee derechos que las demás especies no tienen, o se supone que no deben poseer. El especieísmo es respecto a la especie humana entera lo que es el racismo a una raza determinada; ser especieista es ser un «racista humano».

El especieísmo es una versión del antropocentrismo cuando se interpreta a este como resultado de un juicio de valor sobre el hombre. Debe observarse que el especieísmo no es necesariamente sólo el reconocimiento de que todos los hombres constituyen una especie o de que su ser es «ser especie» en el sentido de Feuerbach. Este reconocimiento puede ser una superación de los intereses particulares de grupos particulares y, por tanto, una superación de todas las formas de racismo, nacionalismo, tribalismo, etc. Pero el reconocimiento del hombre como especie se transforma en un especieísmo cuando equivale a la negación de derechos a otras especies que a la humana.

Específicamente, los especieistas niegan los derechos de los animales y, en general, de todos los seres sintientes distintos del hombre.

El término se debe a Richard Ryder, que lo emplea en su artículo «Experiments on Animals» (en Animals, Men and Morals, 1971, ed. Stanley y Roslind Godlovitch, y John Harris, págs. 41-82). Según Ryder, «no hay ningún criterio simple que distinga entre las llamadas especies» (op.cit., pág. 81). Ryder pone de relieve que, ya que no se aceptan hoy discriminaciones en términos raciales: «Similarmente, puede ocurrir que llegue un momento en que los espíritus ilustrados aborrezcan el "especieísmo" tanto como ahora detestan el "racismo"» (loc. cit.).

JOSÉ FERRATER MORA
Diccionario de Filosofía de Bolsillo, 1983.

miércoles, 16 de marzo de 2016

Mito clásico del origen de la democracia


Hubo una vez un tiempo en que existían los dioses, pero no había razas mortales. Cuando también a éstos les llegó el tiempo destinado de su nacimiento, los forjaron los dioses dentro de la tierra con una mezcla de tierra y fuego, y de las cosas que se mezclan a la tierra y el fuego. Y cuando iban a sacarlos a la luz, ordenaron a Prometeo y a Epimeteo que los aprestaran y les distribuyeran las capacidades a cada uno de forma conveniente. A Prometeo le pide permiso Epimeteo para hacer él la distribución. «Después de hacer yo el reparto, dijo, tú lo inspeccionas.» Así lo convenció, y hace la distribución. En ésta, a los unos les concedía la fuerza sin la rapidez y, a los más débiles, los dotaba con la velocidad. A unos los armaba y, a los que les daba una naturaleza inerme, les proveía de alguna otra capacidad para su salvación. A aquellos que envolvía en su pequeñez, les proporcionaba una fuga alada o un habitáculo subterráneo. Y a los que aumentó en tamaño, con esto mismo los ponía a salvo. Y así, equilibrando las demás cosas, hacía su reparto. Planeaba esto con la precaución de que ninguna especie fuera aniquilada.

Cuando les hubo provisto de recursos de huida contra sus mutuas destrucciones, preparó una protección contra las estaciones del año que Zeus envía, revistiéndolos con espeso cabello y densas pieles, capaces de soportar el invierno y capaces, también, de resistir los ardores del sol, y de modo que, cuando fueran a dormir, estas mismas les sirvieran de cobertura familiar y natural a todos. Y los calzó a unos con garras y revistió a los otros con pieles duras y sin sangre. A continuación facilitaba medios de alimentación diferentes a unos y a otros: a éstos, el forraje de la tierra, a aquéllos, los frutos de los árboles y a los otros, raíces. A algunos les concedió que su alimento fuera el devorar a otros animales, y les ofreció una exigua descendencia, y, en cambio, a los que eran consumidos por éstos, una descendencia numerosa, proporcionándoles una salvación en la especie. Pero, como no era del todo sabio Epimeteo, no se dio cuenta de que había gastado las capacidades en los animales; entonces todavía le quedaba sin la especie humana, y no sabía qué hacer.

Mientras estaba perplejo, se le acerca Prometeo que venía a inspeccionar el reparto, y que ve a los demás animales que tenían cuidadosamente de todo, mientras el hombre estaba desnudo y descalzo y sin coberturas ni armas. Precisamente era ya el día destinado, en el que debía también el hombre surgir de la tierra hacia la luz. Así que Prometeo, apurado por la carencia de recursos, tratando de encontrar una protección para el hombre, roba a Hefesto y a Atenea su sabiduría profesional junto con el fuego —ya que era imposible que sin el fuego aquélla pudiera adquirirse o ser de utilidad a alguien— y, así, luego la ofrece como regalo al hombre. De este modo, pues, el hombre consiguió tal saber para su vida; pero carecía del saber político, pues éste dependía de Zeus. Ahora bien, a Prometeo no le daba ya tiempo de penetrar en la acrópolis en la que mora Zeus; además los centinelas de Zeus eran terribles. En cambio, en la vivienda, en común, de Atenea y de Hefesto, en la que aquéllos practicaban sus artes, podía entrar sin ser notado, y, así, robó la técnica de utilizar el fuego de Hefesto y la otra de Atenea y se la entregó al hombre. Y de aquí resulta la posibilidad de la vida para el hombre; aunque a Prometeo luego, a través de Epimeteo, según se cuenta, le llegó el castigo de su robo.

Puesto que el hombre tuvo participación en el dominio divino a causa de su parentesco con la divinidad, fue, en primer lugar, el único de los animales en creer en los dioses, e intentaba construirles altares y esculpir sus estatuas. Después, articuló rápidamente, con conocimiento, la voz y los nombres, e inventó sus casas, vestidos, calzados, coberturas, y alimentos del campo. Una vez equipados de tal modo, en un principio habitaban los humanos en dispersión, y no existían ciudades. Así que se veían destruidos por las fieras, por ser generalmente más débiles que aquéllas; y su técnica manual resultaba un conocimiento suficiente como recurso para la nutrición, pero insuficiente para la lucha contra las fieras. Pues aún no poseían el arte de la política, a la que el arte bélico pertenece. Ya intentaban reunirse y ponerse a salvo con la fundación de ciudades. Pero, cuando se reunían, se atacaban unos a otros, al no poseer la ciencia política; de modo que de nuevo se dispersaban y perecían.

Zeus, entonces, temió que sucumbiera toda nuestra raza, y envió a Hermes que trajera a los hombres el sentido moral y la justicia, para que hubiera orden en las ciudades y ligaduras acordes de amistad. Le preguntó, entonces, Hermes a Zeus de qué modo daría el sentido moral y la justicia a los hombres: «¿Las reparto como están repartidos los conocimientos? Están repartidos así: uno solo que domine la medicina vale para muchos particulares, y lo mismo los otros profesionales. ¿También ahora la justicia y el sentido moral los infundiré así a los humanos, o los reparto a todos?» «A todos —dijo Zeus— y que todos sean partícipes. Pues no habría ciudades, si sólo algunos de ellos participaran, como de los otros conocimientos. Además, impón una ley de mi parte: que al incapaz de participar del honor y la justicia lo eliminen como a una enfermedad de la ciudad.»

Así es, Sócrates, y por eso los atenienses y otras gentes, cuando se trata de la excelencia arquitectónica o de algún tema profesional, opinan que sólo unos pocos deben asistir a la decisión, y si alguno que está al margen de estos pocos da su consejo, no se lo aceptan, como tú dices. Y es razonable, digo yo. Pero cuando se meten en una discusión sobre la excelencia política, que hay que tratar enteramente con justicia y moderación, naturalmente aceptan a cualquier persona, como que es el deber de todo el mundo participar de esta excelencia; de lo contrario, no existirían ciudades. Ésa, Sócrates, es la razón de esto.

PLATÓN
(Protágoras, 320d-323a)

sábado, 1 de agosto de 2015

La pobreza del pensamiento islámico hoy

   [Como complemento a los artículos de los compañeros del Colectivo Amor y Rabia sobre el ateísmo en el mundo musulmán...]

Ibn Rawandi.

Por TARIQ ALÍ

Ibn Hazm, Ibn Sina (Avicena) e Ibn Rusd (Averroes) son exponentes de determinadas corrientes de pensamiento semioficiales que se desarrollaron en los primeros quinientos años del islam. Los dos últimos, en particular, arremetieron contra las restricciones de la ortodoxia religiosa; mas, al igual que Galileo siglos después, no optaron por el martirio sino por continuar en vida y proseguir sus investigaciones. Hubo otros pensadores mucho más explícitos que pusieron en cuestión toda la estructura del islam.

El hereje de Bagdad Ibn Rawandi escribió en el siglo IX varios libros donde cuestionaba los principios básicos de las tres grandes religiones monoteístas. Ibn Rawandi fue mucho más radical que la secta mutazilí a la que había pertenecido. Los mutazilíes creían posible combinar el racionalismo y la fe en un solo dios. Algunos rechazaron la Revelación e insistieron en que el Corán no era un libro revelado sino creado por el hombre. Otros criticaron duramente la calidad de su composición, su falta de elocuencia y la «impureza» de su lenguaje. A su juicio, las obligaciones para con Dios eran dictadas exclusivamente por la razón. Los mutazilíes más extremistas censuraban la impiedad del Profeta y que hubiera tenido demasiadas mujeres.

La secta mutazilí empleaba argumentos racionalistas para explicar el mundo, combinando fragmentos de la filosofía griega con especulaciones basadas en sus propios estudios y observaciones. El Corán era ajeno a este proyecto. Los pensadores mutazilíes crearon teorías para explicar el mundo físico: consideraban que los cuerpos eran conglomerados de átomos; establecieron una distinción entre sustancia y accidente; todos los fenómenos eran explicables mediante la inmanencia de los átomos que constituían los cuerpos. Los mutazilíes consagraron muchos esfuerzos al intento de comprender la ubicación de los cuerpos y el movimiento en el universo. ¿Estaba inmóvil la Tierra? Y, en tal caso, ¿por qué? ¿Qué naturaleza poseía el fuego? ¿Había un vacío en el centro del universo?

Es de señalar que, en la primera mitad del siglo IX, esta secta detentó el poder estatal durante treinta años. Tres califas sucesivos, a partir de al-Mamun, obligaron a aceptar a los funcionarios estatales, a los teólogos y a los cadíes que el Corán era una obra humana y no un texto revelado. Los califas ordenaron que se flagelase en público a los teólogos que se negaban a romper con la ortodoxia coránica. Este periodo, en el que se hicieron demostraciones tan poco atractivas del poder de la razón, no tardó en llegar a su fin. Los mutazilíes huyeron a otras regiones del mundo islámico, donde, conscientes de los peligros inherentes a su filosofía, adoptaron una postura más cautelosa.

Es tentador tratar de imaginar qué habría ocurrido si hubiesen permanecido en el poder. Parece evidente que, si sus ideas hubieran evolucionado más, habrían terminado por poner en tela de juicio la propia existencia de Dios. La comparación con los pensadores islámicos del siglo XX, cuyas obras se enseñan en los principales seminarios y escuelas religiosas de El Cairo y Qom, revela que los pensadores del siglo IX eran más avanzados en todos los aspectos. La pobreza del pensamiento islámico contemporáneo contrasta con la riqueza de la que gozó en los siglos IX y X. Pero los imanes que imparten enseñanzas orales en las escuelas-mezquitas de las ciudades de Europa occidental y de Norteamérica probablemente ni siquiera estarían dispuestos a reconocer la existencia de los mutazilíes. Esta mermada perspectiva es una de las tragedias del islam «moderno».

No es de extrañar que en el fértil ambiente intelectual de mediados del siglo IX apareciera una voz crítica como la de Ibn Rawandi. Este pensador hizo reflexiones muy cáusticas acerca de los profetas, incluido Mahoma, las profecías y los milagros. Ibn Rawandi sostenía que los dogmas religiosos siempre eran inferiores a la razón porque sólo ésta permitía alcanzar la integridad y la superioridad moral. La ferocidad de sus ataques sorprendió tanto a los teólogos islámicos como a los judíos, y unos y otros lo censuraron implacablemente. Ibn Rawandi respondió demostrando que los milagros no eran más que trucos de magia. Lejos de excluir a su propia religión de las críticas, argumentó que la Revelación de la que emanaba el Corán era a todas luces una impostura. En su opinión, el Corán no era una obra revelada ni tampoco original. Repetitiva y poco convincente, distaba mucho de ser una obra maestra. Ibn Rawandi fue creyente en la primera etapa de su vida y terminó siendo ateo. Es de suponer que recorrió un camino duro y solitario. No se ha conservado absolutamente nada de su obra original. Lo que sabemos de él y de sus escritos nos ha llegado a través de los textos de los críticos musulmanes y judíos que consagraron tomos y tomos a refutar sus herejías.

El choque de los fundamentalismos
(2002)

domingo, 25 de agosto de 2013

Diógenes y Alejandro


Acudió una vez Alejandro hasta él y le dijo: «Yo soy Alejandro el gran rey.» Repuso: «Y yo Diógenes el Perro.» Al preguntarle que por qué se llama «perro», dijo: «Porque muevo el rabo ante los que me dan algo, ladro a los que no me dan, y muerdo a los malvados.»


Preguntado que de dónde era, respondió Diógenes: «Cosmopolita.»


Alejandro que, erguido ante él, le preguntó: «¿No me temes», le dijo: «¿Por qué? ¿Eres un bien o un mal?» Como él respondió: «Un bien», dijo: «¿Pues quién teme un bien?»


Tomaba el sol en el Cráneo [gimnasio a las puertas de Corinto] plántose ante él Alejandro y le dijo: «Pídeme lo que quieras.» Y él contestó: «No me hagas sombra.»


Dicen también que Alejandro había dicho después que, de no ser Alejandro, habría querido ser Diógenes.


DIÓGENES LAERCIO
Vida de los Filósofos

domingo, 18 de noviembre de 2012

El caso SOKAL: La verdad de las mentiras


¿No entiendes el lenguaje de algunos filósofos? No pasa nada. A veces, ellos tampoco. Esta es la historia del físico norteamericano Alan Sokal que, harto de tanta impostura, decidió combatirla con sus mismos tics.

Filosofía Hoy


En mayo de 1996, un profesor de física estadounidense, Alan Sokal, cansado del abuso que científicos sociales y humanistas hacían de las ciencias naturales, decidió escribir un artículo paródico y enviarlo a la revista de estudios culturales Social Text. Redactó su trabajo filosófico-científico en un estilo incomprensible, muy propio de algunos textos posmodernos que él pretendía combatir, y lo tituló Transgredir las fronteras: hacia una hermenéutica transformadora de la gravitación cuántica. Plagado de citas absurdas, aunque auténticas, de intelectuales franceses y estadounidenses y sazonado de sinsentidos, el artículo fue publicado, entre alabanzas a su autor.

Posteriormente, éste decidió revelar su argucia en otra revista, Lingua Franca, manifestando que su intención era desenmascarar el uso inadecuado e inexacto de la terminología científica y las extrapolaciones abusivas de las ciencias naturales a las ciencias humanas con el fin de denunciar los estragos intelectuales causados por la posmodernidad.

En 1997 Alan Sokal y Jean Bricmont, un físico belga, ampliaron la crítica en un libro, Imposturas intelectuales, que ponía nombre y apellidos a los representantes de esa corriente posmoderna que, instalada en un relativismo cognitivo, abandonaba el camino racionalista de la Ilustración al considerar a la ciencia como una narración, un mito o, simplemente, una construcción social.

Los impostores desenmascarados

Imposturas intelectuales está plagado de actores principales (Jacques Lacan, Bruno Latour, Jean Baudrillard, Gilles Deleuze, Félix Guattari, Paul Virilio) y secundarios de reconocida trayectoria en el coro de la epistemología del siglo XX (Popper, Quine, Kuhn, Feyerabend). El libro sostiene que el relativismo posmoderno se nutre a base de oscurecer y abusar de conceptos que proceden de las ciencias físico-matemáticas y que, según Sokal, se plasman en hablar sobre teorías científicas de las que solo se tiene una vaga idea e incorporar a las ciencias humanas o sociales nociones propias de las ciencias naturales sin justificación experimental o conceptual. Además, muchos autores exhiben una erudición superficial utilizando términos científicos de manera incongruente. Para el autor de Imposturas intelectuales, no hay nada vergonzoso en la ignorancia, pero sí en la arrogancia con la que determinados intelectuales tratan de profundizar sin pasar de la superficie o usando la ambigüedad como refugio.

¿Por qué se ha llegado a esta situación? La suplantación del pensamiento racionalista moderno por parte de los planteamientos posmodernos ha elevado la tensión entre las «dos culturas» impregnando a las humanidades y ciencias sociales de creencias subjetivas y discursos oscuros. Es preciso, añade Sokal, saber de qué hablamos cuando hablamos de ciencias naturales y diferenciar lo oscuro de lo profundo, desconfiando de los argumentos de autoridad y, fundamentalmente, no ser autómatas subsidiarios de las ciencias naturales, utilizando conceptos como metáforas.

Así que en Imposturas Intelectuales, el físico estadounidense va haciendo crítica del posmodernismo a través de la «topología psicoanalítica» de Lacan, los abusos de los conceptos matemáticos de Kristeva o del barniz verbal con el que Baudrillard trata de dar apariencia de profundidad a observaciones superficiales sobre sociología o historia. El libro finaliza con el artículo comentado que apareció en Social Text con ese título sólo correctamente reproducible por Groucho Marx o Cantinflas.

Para Sokal, las especulaciones del discurso posmoderno sobre la mecánica cuántica representan la tensión esencial de su denuncia: la confusión del sentido técnico de algunos términos y el gusto por la interpretación subjetiva, con respecto a Heisenberg y Bohr, que se refleja de forma definitiva en esa terriblemente conocida afirmación: «Como dice Einstein en su teoría de la relatividad, todo es relativo». El hecho de que la teoría cuántica esté cargada filosóficamente y que lleve de forma natural a la consideración del papel que juega en la sociedad el nacimiento de una teoría, transporta a algunos hasta el limbo del Tao de la física a hombros de variables ocultas (Bohm, Nicolescu).

Y un apunte final sobre el plano argumentativo. Hemos dicho que Sokal había construido su artículo a partir de saltos ilógicos y de frases sintácticamente correctas. Pues bien, ese relativismo tiene mucho que ver con las razones que llevaron a que una parodia con un título ampuloso fuese tomada por un riguroso estudio académico. Su publicación demuestra la negligencia de los responsables que dieron luz verde a un artículo sin consultar a otros expertos, como reconoció posteriormente el coeditor de Social Text, porque procedía de un «aliado con las credenciales adecuadas». En opinión del propio autor el artículo fue aceptado porque «sonaba bien» y «favorecía las concepciones ideológicas de los editores».

Pero la publicación se relaciona, asimismo, con lo convincente que ha de ser (o la ausencia de convicción, en este caso) una buena argumentación. Y es cierto que en el reconocimiento de la buena argumentación, la bondad y la eficacia no siempre se corresponden.

A las imposturas denunciadas por Sokal respondieron los aludidos con una publicación coordinada por Baudouin Jurdant titulada Imposturas Científicas: Los malentendidos del Caso Sokal. Ahí, un numeroso grupo de investigadores franceses se preguntan si Sokal y Bricmont han leído lo que critican, acusándoles de poner en peligro los inestables equilibrios que gestionan las relaciones entre las ciencias de la naturaleza y las humanas. En la Introducción, Jurdant cuestiona el uso que Sokal y Bricmont hacen del concepto «sentido común» para legitimar la existencia de una realidad objetiva independiente de todo ser humano, y denuncia que la crítica de Sokal y Bricmont es, a menudo, caricaturesca y grosera.

Una polémica actual

Casi diez años después, en el año 2008, Alan Sokal publicó Más allá de las imposturas intelectuales: Ciencia, filosofía y cultura, con el fin de denunciar el auge de la desinformación y de la pseudociencia, y defender la argumentación racional y lógica frente al pensamiento basado en los tópicos, la tradición y la superstición. En este libro aborda las implicaciones que se derivaron de su pequeño «experimento» y la sorpresa que le provocó el revuelo levantado. Desde su autorreconocida condición de impenitente hombre de izquierdas, Sokal manifiesta una razón expresamente política que le animó a escribir su artículo: combatir la moda del discurso posmoderno, que es contrario a los valores de la izquierda, y una rémora para su futuro, que no es ningún lugar tranquilo. Entiende Sokal que existe un asalto a la razón y a la ciencia por parte de una derecha política y por la alianza entre grandes empresas que tratan de eludir normativas ambientales y de seguridad, por un lado, e integristas religiosos que tratan de imponer sus dogmas en la política educativa y sanitaria, por otro.

Las implicaciones de esta polémica trascienden el ámbito académico y se sitúan en un territorio social y político de gran actualidad, porque buena parte del debate gira en torno al problema de la importancia de la ciencia en la sociedad: cuánta ciencia deberíamos saber y qué consecuencias tiene ignorarla o despreciarla. Y si evaluamos la trascendencia social del pensamiento científico en relación con los resultados alcanzados por la ciencia y la tecnología, la realidad no resulta muy alentadora: seguimos creyendo en las abducciones extraterrestres, en el horóscopo o en las teorías que se sirven de la física cuántica para demostrar la existencia de Dios y la resurrección de los muertos.

Las reacciones al caso Sokal, como afirma Jorge Wangensberg, son un mar de tinta en el que burbujea de todo «(...) pero, sobre todo, risa, mucha risa, una risa muy sana porque, a la postre, se trata, ni más ni menos, que de la risa de la ciencia riéndose de sí misma, una risa que tanto ha faltado ¡y sigue faltando! en tantas ideologías y tantísimas creencias de la historia de la civilización. En ciencia por lo menos, ya nada volverá a ser exactamente igual que antes del caso Sokal», aunque nada es igual que antes, salvo la permanencia de las imposturas y los obstáculos que impiden abrirse paso al pensamiento racional.

Luis A. Iglesias Huelga
Profesor de Filosofía en el IES Escultor Daniel de Logroño