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jueves, 26 de enero de 2012

La clara torre

por André Breton 
Texto publicado en Le Libertaire , 11 de enero de 1952.


Fue en el negro espejo del anarquismo donde el surrealismo se reconoció por primera vez, mucho antes de definirse a sí mismo y cuando todavía no era sino asociación libre entre individuos que rechazaban espontáneamente y en bloque las opresiones sociales y morales de su tiempo. Entre las fuentes de inspiración en que abrevamos, al concluir la guerra de 1914, cuyo poder de convergencia era a toda prueba, se hallaba este final de la Balada de Solness , de Laurent Tailhade:

            Golpea nuestros corazones a la deriva, despedazados

            ¡Anarquía!¡Oh, portadora del luz!

            ¡Expulsa a la noche!¡Aplasta a los gusanos!

            ¡Y levanta hacia el cielo, así fuese con nuestras tumbas,

            La clara torre que domina sobre las olas!

En ese momento, la impugnación surrealista es total, absolutamente contraria a dejarse canalizar en el plano político. Todas las instituciones en las que se funda el mundo moderno y que han demostrado sus resultados en la Primera Guerra Mundial, son consideradas por nosotros aberrantes y escandalosas. Para comenzar, nos oponemos contra todo el aparato defensivo de la sociedad: Ejército, «justicia», policía, religión, medicina mental y legal, enseñanza escolar. Tanto las declaraciones colectivas como los textos individuales del Aragon de entonces, de Artaud, Crevel, Desnos, del Eluard de entonces, de Ernst, Leiris, Masson, Péret, Queneau, y yo mismo, testimonian la voluntad común de hacer que fueran reconocidos como flagelos y, en esa misma medida, combatidos. No obstante, para combatirlos con alguna posibilidad de éxito, es preciso que se ataque su armadura, que es, en última instancia, de orden lógico y moral . La pretendida «razón» de uso corriente que, bajo una etiqueta fraudulenta, disimula el «sentido común» más obstruso y la moral falseada del cristianismo, con la finalidad de desalentar cualquier resistencia contra la explotación del hombre.

Un gran fuego se levantaba sobre esas brasas –éramos jóvenes–, y creo que es justo reconocer que se le avivaba constantemente, para que estuviese a merced de la vida y obra de los poetas:

            ¡Anarquía, oh portadora de luz!

Estos poetas fueron Tailhade, Baudelaire, Rimbaud, Jarry, y todos aquéllos que nuestros jóvenes camaradas libertarios deberían conocer, tanto como a Sade, Lautréamont o el Schwob del «Libro de Monelle».

¿Qué hizo que no se operara en aquél momento una fusión orgánica entre los elementos anarquistas propiamente dichos y los surrealistas? Aún me lo pregunto veinticinco años después. Sin duda una idea de eficacia, que fue una motivación en toda esa época, lo decidió de otra manera. Lo que pudo tomarse como el triunfo de la revolución rusa y la realización de un estado obrero, implicaba un profundo cambio de perspectiva. La única sombra en el cuadro –que habría de revelarse como una mancha indeleble– residía en la represión del levantamiento de Kronstadt, el 18 de marzo de 1921. Nunca podría perdonarse algo así. Es verdad que en los alrededores de 1925, únicamente la IIIª Internacional parecía disponer de los medios ansiados para la transformación del mundo. Aún se podía pensar que los signos de degeneración y regresión, ya fácilmente observables en el Este, llegasen a ser conjurables. Los surrealistas vivían, por entonces, con la convicción de que la revolución social extendida a todos los países no podía dejar de promover un mundo libertario (algunos decían un mundo surrealista,   pero es lo mismo). Todos en un comienzo lo entendieron así, inclusive aquellos (Aragon, Eluard, etc.) que rápidamente desmerecieron de los ideales de su juventud hasta el punto de hacer, en el stalinismo, una carrera envidiable (esto, desde la mirada de los mercaderes). Pero el deseo y la esperanza humanas nunca estarán a merced de los traidores.

            ¡Expulsa a la noche!¡Aplasta a los gusanos!
 
Es por demás conocido el despiadado saqueo que se hizo de estas ilusiones, durante el segundo cuarto de siglo. Por una terrible ironía, el mundo libertario con el que se soñaba fue sustituido por un mundo en el que resulta de rigor la más servil obediencia, donde le son negados al hombre sus derechos más elementales, donde la vida social gira en torno a comisarios y verdugos. Como en todos los casos en los que un ideal humano llega a semejantes cotas de corrupción, el único remedio consiste en regenerarse desde el interior de la corriente sensible que le dio vida, remontarse a los principios que le permitieron constituirse.   En los límites extremos de esta marcha, hoy más necesaria que nunca, es donde volveremos a encontrarnos con el anarquismo, y solamente con él –no con esa caricatura que nos presentaron, con ese espantapájaros–, que nuestro camarada Fontenis describe «como el socialismo mismo, vale decir, esa reivindicación moderna de la dignidad del hombre (tanto de su libertad como de su bienestar); el socialismo, no ya concebido como una simple resolución de un problema económico o político, sino como la expresión de las masas explotadas en su deseo de crear una sociedad sin clases, sin Estado, en la que todos los valores y aspiraciones humanas se puedan realizar».
 
Esta concepción de una rebelión y una generosidad mutuamente indisociables, y, a despecho de Albert Camus, ilimitada, hoy los surrealistas la hacen suya sin reservas. Despejada de los nubarrones de muerte de este tiempo, la consideramos como la única capaz de hacer resurgir ante los ojos cada vez más numerosos:

            ¡La clara torre que domina sobre las olas!

jueves, 13 de octubre de 2011

La Independencia de los países atrasados

[En el capítulo titulado «Imperialismo y Nacionalismo», del libro Surrealismo y Anarquismo, hay un texto de Benjamin Péret —aunque han pasado más de cincuenta años sigue siendo igual de válido al día de hoy—. Ésos que defienden el supuesto «Derecho a la Autodeterminación de los Pueblos o las Naciones» pecan de ingenuos. Este autor surrealista estaba mucho más acertado que muchos de ahora...]


La Independencia de los países atrasados

La Primera Guerra Mundial provocó la desaparición de los imperios centrales como potencias imperialistas y el debilitamiento de Francia, aun cuando ésta haya heredado una buena parte de los despojos de los vencidos. Permanecían frente a frente el imperio británico un poco reforzado y los Estados Unidos en rápida ascensión. El período 1920-1940 vio la eliminación progresiva del capital inglés en América Latina, suplantado por el americano. Con la guerra, Inglaterra tuvo que abandonar toda pretensión a la hegemonía mundial en beneficio de Washington, que ha quedado como el único en disputarla con Stalin. El imperio británico entró en descomposición desde ese momento. Después del cese de las hostilidades, se asiste a su retroceso ininterrumpido, principalmente en Asia. Ayer, era la independencia de la India y de Birmania, que lazos bastante débiles todavía ligan a la Commonwealth. Hoy, Persia se apropia de los yacimientos de petróleo que los capitalistas ingleses explotaban y los expulsa, despertando así a una parte del mundo árabe y animando hasta al fascista Dr. Malan, de Sudáfrica. Si las reivindicaciones iraquíes y egipcias pueden ser consideradas como la consecuencia inmediata de la derrota del imperialismo inglés en Persia, la de Sudáfrica marca el punto de partida de una nueva etapa en la descomposición del imperio inglés, la de su destrucción. Los países sometidos a Londres no se contentan con la libertad que les es concedida en el marco de la Commonwealth, ya quieren arrancarle a la metrópolis sus posesiones coloniales. Mañana, desearán liberarse de ella totalmente. Ya no les basta estar nominalmente asociados con la Corona, quieren despojarla.

Se está tentado, a primera vista, a dar sentimentalmente razón a los países que procuran liberarse del yugo inglés así como de cualquier otro yugo extranjero, pero si se examina el contenido real de la palabra de orden de independencia nacional en nuestra época, se cambia inmediatamente de opinión.

Esa palabra de orden se ve surgir de todas partes en el curso del siglo XIX, en la época de la ascensión burguesa, generalmente ligada con las aspiraciones democrático-burguesas. La burguesía, sintiendo que ella representa la principal fuerza económica del país, tiende a traducir esa situación en términos jurídicos a fin de subordinar a las otras clases sociales a sus intereses. En el fondo, bajo esa reivindicación, se descubre fácilmente la aspiración de los burgueses a la explotación exclusiva, a través de sus métodos, de la fuerza de trabajo de los obreros. No obstante, no es menos cierto que, en relación con las sociedades anteriores, la democracia burguesa constituye, así, un elemento positivo. Su reivindicación de independencia nacional, oponiéndose al feudalismo que dominaba entonces la mayor parte de Europa, está, por ende, totalmente justificada. En todos los lugares en los que ella pudo triunfar, en ese momento, acompañada de un régimen democrático, provocó una mejoría del nivel de vida y de la cultura de los trabajadores, no sin lucha, evidentemente, pero la posibilidad de esa lucha ya era un elemento positivo.

La guerra de 1914 dio a esa reivindicación una nueva vía, pero su significado ya había cambiado por completo. Desde hacía un cuarto de siglo, por lo menos, el capitalismo se concentraba en trusts y monopolios por los cuales las fronteras sólo tenían sentido en el marco de sus intereses. Éstas se tornaban biombos detrás de los cuales se cerraban los más fructíferos negocios. La independencia de los Estados emanados del Tratado de Versalles era apenas aparente, pues esos Estados creados enteramente para satisfacer intereses capitalistas inconfesos, a veces enmascarados por necesidades de estrategia, estaban sometidos ya sea al imperialismo francés, ya sea a su competidor inglés, y a veces a los dos. Desde luego, no se vio a un solo país conquistar una independencia real. Todos aquellos que se liberaban de una opresión extranjera conseguían hacerlo gracias a la ayuda de otro imperialismo que tomó inmediatamente el lugar del precedente. Desde la Segunda Guerra Mundial, se vio entrar en escena al imperialismo ruso, que favorece en su propio provecho los movimientos de independencia, en Vietnam, por ejemplo, en tanto que su rival americano, apoyando a los antiguos imperialismos aunque socavándolos en su provecho, lucha por la «liberación», siempre en su provecho directo o indirecto, de territorios dominados por Stalin. Un ejemplo de ello es el apoyo que da al nacionalismo ucraniano. Los capitalistas nacionales y los trabajadores que ellos oprimen no hacen, por lo tanto, otra cosa que cambiar de señores, pasándose a Washington, que les deja una libertad relativa en su jardín zoológico, o para Moscú, que los doma en la jaula de su circo. En esas condiciones, la independencia nacional no es señal de otra cosa que de un anzuelo presentado por el capitalismo nacional, destinado a enmascararles a los trabajadores la verdadera solución: supresión del capitalismo y edificación de un nuevo mundo sin opresores ni oprimidos.

No quiero decir con esto en absoluto que las aspiraciones de los pueblos a la independencia sean reaccionarias. Los trabajadores de esos países, doblemente oprimidos por su burguesía (o por la burguesía estalinista detrás de la cortina de hierro) y por el imperialismo extranjero, sienten más que en ningún otro lugar una inmensa necesidad de liberación, y es esa necesidad la que las clases dominantes explotan para sus propios fines. Los revolucionarios deben mostrar la oposición real que existe entre las aspiraciones de los trabajadores y aquellas de los capitalistas, incluso si esas aspiraciones parecen coincidir en la liberación o independencia nacional. Esa coincidencia sólo existe, en realidad, en las palabras a las cuales las clases antagónicos dan un contenido opuesto. Para los de arriba, se trata de explotar en su provecho exclusivo el trabajo de los de abajo, en tanto que los trabajadores procuran más o menos conscientemente liberarse de la explotación capitalista cuyo amo extranjero es apenas el representante más visible.

Puesto que es así, se torna fácil estimar en su justo valor los últimos movimientos nacionalistas de Asia y de África, sobre todo si se observa que, en todos los casos, Washington interviene como «mediador», esto es, procura sentar en el trono imperialistas expulsados o amenazados de expulsión, mientras que Moscú espía, apenas disimulado tras su quinta columna. Si se piensa en la acuidad de las rivalidades que oponen Washington a Moscú, se está obligado a constatar que todo el movimiento de independencias es utilizado actualmente por ellos como una maniobra de la guerra fría, ella misma maniobra estratégica en vista de la próxima guerra. Ello torna todavía más urgente la necesidad de esclarecer a los trabajadores que participan de los movimientos de independencia, pues no se trata de ignorarlos o de desentenderse de ellos, sino de darles su verdadero contenido revolucionario, resituar el problema en sus términos reales: la independencia total de los trabajadores mediante el derrumbamiento del sistema capitalista y no independencia nacional bajo la dirección de los capitalistas o feudalistas, como es el caso en Oriente o en el África del Norte.

Entretanto, el movimiento nacionalista actual estremece la dominación inglesa en Asia y en África podría, en caso de tener éxito, tener serias consecuencias, aunque indirectas, para el futuro de la revolución social en Europa. En efecto, si la guerra se demora, el dislocamiento de la Commonwealth, minado por el imperialismo americano que se acomoda perfectamente a la independencia nacional, es inevitable, así como la evicción del capital inglés de las regiones en las que se implantó. A propósito, el retroceso de la guerra supone un retroceso paralelo del estalinismo, que vive en gran parte del temor que sienten los pueblos de un nuevo conflicto. En esas condiciones, se puede esperar que, frente al recrudecimiento de las luchas de clases en amplia escala en Inglaterra y en Francia, los capitalistas de esos países, privados entonces de los superlucros coloniales, deberán intentar compensar sus pérdidas con una superexplotación de los obreros que provocaría, entonces, su protesta general. Son las únicas perspectivas condicionales y tal vez remotas que el actual movimiento de independencia permite entrever.

Benjamin Péret
Le Libertaire, 19 de octubre de 1951

miércoles, 12 de octubre de 2011

Patria y religión

Retazos del capítulo «Lo que piensan, lo que quieren los surrealistas», publicado en Surrealismo y Anarquismo. «Proclamas surrealistas» en Le Libertaire.

RELIGIÓN

En 1931, los surrealistas declaran, en ocasión de las primeras luchas en España: «Todo lo que no es la violencia cuando se trata de religión, del espantapájaros Dios, de los parásitos de la oración, de los profesores de la resignación, es asimilable a esos innumerables gusanos del cristianismo, que deben ser exterminados». (¡Al fuego!)

«La religión cristiana, la más evolucionada y la más hipócrita de todas las religiones, representa el gran obstáculo espiritual y material para la liberación del hombre occidental, pues es el auxiliar indispensable de todas las opresiones. Su destrucción es una cuestión de vida o muerte.»

Benjamin Péret, 1948

«Es preciso destruir definitivamente la abominable noción cristiana del pecado, de la caída original y del amor redentor… Una moral basada en la exaltación del placer barrerá, tarde o temprano, la innoble moral del sufrimiento y de la resignación, mantenida por los imperialistas sociales y por las iglesias.»

Jean-Louis Bédouin,
Notas sobre André Breton, 1950

PATRIA, ESTADO

En 1925, los surrealistas declaran: «Más aun que el patriotismo, que es una histeria como cualquier otra, y no obstante más vacía y más mortal que cualquier otra, lo que nos repugna es la idea de Patria, que es verdaderamente el concepto más bestial, menos filosófico, el cual intentan hacer penetrar en nuestro espíritu.»

¡La Revolución primero y siempre!

En 1935, los surrealistas declaran: «Todo sacrificio de nuestra parte a la idea de patria y a los famosos deberes que de ella resultan entraría inmediatamente en conflicto con las razones iniciales más ciertas que conocemos para habernos tornado revolucionarios… Es la inanidad absoluta de semejantes conceptos lo que atacamos y, sobre ese punto, nada nos forzará a redimirnos.»

Benjamin Péret,
Del tiempo en que los surrealistas tenían razón

martes, 11 de octubre de 2011

Libertad es una palabra vietnamita

Texto publicado en Le Libertaire, nº 78, el 22 de mayo de 1947.

[Ayer Vietnam, hoy Libia... ¡Qué poco han cambiado las cosas! Este texto de repulsa a la guerra de Indochina fue escrito por los surrealistas franceses y publicado en el periódico anarquista francés Le Libertaire en los años 40 del siglo pasado.]




¿Hay una guerra en Indochina? Casi se dudaría; los diarios de la Francia «libre», sometidos más que nunca a la consigna, hacen silencio. Publican tímidamente los partes militares victoriosos, aunque confusos. Para reconfortar a los familiares, se asegura que los soldados son «economizados» (los banqueros se traicionan por el estilo de los comunicados). Ni una palabra sobre la feroz represión ejercida allá lejos en nombre de la Democracia. Se hace todo lo posible para ocultar a los franceses un escándalo que subleva al mundo entero.

Porque hay una guerra en Indochina, una guerra imperialista emprendida en nombre de un pueblo que, por su parte, acaba de ser liberado de cinco años de opresión, contra otro pueblo que unánimemente busca la libertad.

Esta agresión encierra un grave significado.

Por una parte, demuestra que nada ha cambiado: el capitalismo, al igual que en 1919, después de haber explotado tanto el patriotismo como las más nobles palabras, tales como la de la libertad, intenta asegurarse la suma del poder, reinstaurar su burguesía financiera, su ejército, su clero, persiste en aplicar su política imperialista tradicional.

Por otra parte, demuestra que los representantes de la clase obrera aceptan, con un desprecio hacia la tradición anticolonialista que fue uno de los pilares del movimiento obrero, en flagrante violación del derecho tantas veces proclamado de los pueblos a disponer de sí mismos, unos por corrupción y otros por ciega sumisión, una estrategia impuesta desde arriba, cuyas exigencias, desde ahora ilimitadas, tienden a eludir o invertir los verdaderos móviles de la lucha – ya sea que asuman la responsabilidad por la opresión o, a despecho de una cierta ambivalencia de comportamiento, decidan convertirse en sus cómplices.

A los hombres que conserven un resto de lucidez y sentido de honestidad, les decimos:

Es falso que aquí se pueda defender la libertad imponiendo la servidumbre en otros lugares. Es falso que, en nombre del pueblo francés, se pueda emprender un combate tan odioso sin que, por ello, inmediatamente se deriven dramáticas consecuencias.

La matanza hábilmente organizada por un monje almirante, no hace sino defender la opresión feroz de los capitalistas, burócratas y sacerdotes. Y aquí, ¿no es verdad? basta de bromas: no se trata de impedir que Vietnam caiga en manos de un imperialismo en competencia, porque, ¿cuándo se ha visto que el imperialismo francés conservase alguna suerte de independencia, cuándo se ha visto, al cabo de un cuarto de siglo, que hiciese algo más que ceder y venderse? ¿Qué clase de protección puede jactarse de haberles asegurado a tales o cuales de sus esclavos?

Los surrealistas, cuya principal reivindicación ha sido y continúa siendo la liberación del hombre, no pueden callarse frente a un crimen tan estúpido como repugnante. El surrealismo carecería de sentido a menos que se opusiese a un régimen cuyos miembros, solidarios en su totalidad, no han sabido ofrecer como feliz acontecimiento otra prenda que esta ignominia sangrienta, régimen que, apenas nacido, se desploma en el barro de los compromisos, de las concusiones y que no representa sino un preludio calculado para el establecimiento de un próximo totalitarismo.

El surrealismo declara, en ocasión de esta nueva felonía, que no ha renunciado a reivindicación suya alguna, y menos aún a su voluntad de una transformación radical de la sociedad. Pero sabe cuán ilusorios son los reclamos a la conciencia, la inteligencia e inclusive a los intereses de los hombres, qué fáciles resultan en estos planos el engaño y el error e inevitables las divisiones: es por ello que el dominio que ha escogido como propio es más ancho y más profundo, a la medida de una verdadera fraternidad entre los hombres.

Por lo tanto ha escogido, para elevar su vehemente protesta contra la agresión imperialista y dirigir su saludo fraterno, a todos aquellos que encarnan, inclusive en este momento, el devenir de la libertad.

Adolphe Acker, Yves Bonnefoy, Joël Bousquet, Francis Bouvet, André Breton, Jacques Brunius, Jean Brun, Eliane Catoni, Jean Ferry, Guy Gillequin, Jacques Halperin, Arthur Harfaux, Maurice Henry, Marcel Jean, Pierre Mabille, Jehan Mayoux, Francis Meunier, Maurice Nadeau, Henri Parisot, Henri Pastoureau, Benjamin Péret, Henri Seigle, NoHenri Seigle, Iaroslav Serpan e Yves Tanguy.

(Traducción: Juan Carlos Otaño).