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lunes, 20 de febrero de 2012

¿Futuro primitivo? No, gracias

Por CAPI VIDAL

REFLEXIONES DESDE ANARRÉS
(28/4/2009)


No conozco, para mi tranquilidad, a nadie que simpatice completamente con las teorías de John Zerzan (y sí a bastantes que no le toman nada en serio). Este hombre, al que se insiste en encuadrar en una supuesta vertiente anarquista llamada «primitivista», viene a rechazar radicalmente la ciencia y la tecnología, y aun la cultura, y aboga por cierta vuelta a un supuesto amanecer idílico de la humanidad en que todos eramos cazadores-recolectores, ya que parece ser que según esta teoría la agricultura supuso el comienzo de la «domesticación de la naturaleza» y de la «dominación social» (algo también improbable). La creencia en ese pasado «bueno» (la separación entre lo bueno y lo malo es un absoluto en según qué visiones) parece ser que es de entrada todo un despropósito, no me gustaría insistir demasiado en ello, ya que mi ignorancia me lleva a contrastar las afirmaciones de Zerzan con las opiniones de otros expertos. Zerzan insiste en apoyarse en afirmaciones históricas cuanto menos cuestionables, considera que el hombre prehistórico tuvo unas capacidades semejantes al actual y rechazó conscientemente el progreso, que conlleva alienación, hasta fechas recientes (no habiéndose producido durante la mayor parte de la historia de la humanidad). En cualquier caso, da la impresión de que las afirmaciones de Zerzan parecen ideología, pura y dura, en la que la base histórica y antropológica queda en un segundo plano. No quiero yo pontificar sobre lo que es o no el anarquismo, o los anarquismos, una tendencia que parece presente en todas las realidades humanas a lo largo de la historia, pero me resulta algo más que irritante considerar una corriente del mismo esa que apuesta por una «regresión» a sociedades primitivas, considerando además que ha habido una especie de Edad de Oro de la humanidad en comunión con la naturaleza (algo que me recuerda a muchos mitos de la Antigüedad). El rechazo a la civilización parece más bien una idea reaccionaria, por mucho que se presente como un ecologismo radical, y más bien místico e irreal, y encuentre eco en algunas tendencias «alternativas» actuales. El anarquismo que surge de la modernidad es seguramente solo uno de los muchos posibles, su confianza en la ciencia y en la tecnología es por supuesto cuestionable en la época en que nos encontramos, objeto de debate en aras de una perfección de las ideas libertarias, pero mirar hacia atrás constantemente y pretender anular toda una tradición histórica y filosófica es un flaco favor a unas ideas auténticamente emancipadoras. Zerzan insiste en que la tecnología no es neutral y en que el bienestar que se busca en las sociedades industriales modernas se produce a costa de la depredación del medio ambiente, sin que haya alternativa posible dentro de este modelo de producción en masa para la sociedad de masas. Bien, estamos de acuerdo en parte de la lectura, pero las conclusiones no pueden ser más dispares, podemos cuestionar lo que es el progreso o la civilización (o civilizaciones en plural. otro tema de un más que interesante debate), pero me niego a rechazarlos sin más. Podemos cuestionar la instrumentalización de la ciencia o el método científico, pero cuestionar sin más la ciencia, la cultura o la razón, en busca de un pasado idílico en el que el hombre sería incapaz de «dominar la naturaleza» (otro tema delicado, pero estaremos de acuerdo en que nuestra capacidad es superior a la del resto de las especies), me parece algo devastador. No nos gusta el sistema en qué vivimos, pensamos que la economía está al servicio de una razón técnica (Zerzan creo que emplea una frase como «el imperio de la razón») en la que son sacrificados gran parte de los individuos y solo manda la lógica económica, pero la respuesta se encuentra a modo de ver las cosas en expandir las posibilidades de la razón, no en pretender acabar con ella, y ponerla al alcance verdaderamente de las personas sin perder el horizonte ético y humanista. Si el capitalismo, además de ser intrínsecamente injusto, supone una pérdida de valores y una pobreza intelectual evidente, la sociedad «primitiva» propone una regresión también en todos esos aspectos (es más, la pérdida de valores o la pereza intelectual parece que son síntomas de ciertas ideas). Lo siento, pero no caben en mi esquema mental las propuestas de este hombre, me lo encuentro de vez en cuando en algún contexto libertario y no creo que estemos hablando de una alternativa seria. Cada vez tengo más dudas sobre lo que es o no «natural», creo que estamos obligados (no en cuanto a una necesidad ajena a la voluntad del hombre, sino por otros factores que me parecen propios de la condición humana y que habría que potenciar) a construir una sociedad caracterizada más por lo justo o lo ecuánime (algo en lo que cabe la emancipación de ciertos elementos naturales que pueden ser nocivos), el respeto al medio ambiente es algo que siempre ha estado presente en las ideas libertarias (incluso puede que en origen hubiera un culto excesivo a supuestas «leyes naturales»), pero la organización social se produce de manera independiente a la naturaleza. Creo yo.

sábado, 22 de enero de 2011

Elogio de la modernidad

“Hay que ser absolutamente moderno”, dicen que afirmó muy lúcidamente Jean Arthur Rimbaud, padre de la poesía moderna y participante en ese primer ensayo de autogobierno obrero que fue la Comuna de París. El “poète voyant” del simbolismo francés sabía que la poesía y la ciencia, el sentimiento y la razón tenían que ir de la mano en pos de la liberación del ser humano. De hecho, la búsqueda de la realización de la utopía en el futuro es lo que distingue el pensamiento revolucionario del conservador. De ahí que al pensamiento de izquierdas se le llame progresista, porque es decidido partidario del progreso y se preocupa por encima de todo de la modernidad.

Pero resulta que vivimos tiempos de reflujo, de gris conservadurismo, en los que impera la confusión ideológica, y así encontramos a cierta “izquierda” que pretende volver a un supuesto edén perdido en un pasado idílico, el pasado preindustrial. Algunos lo sitúan en el medioevo, pero en una Edad Media convenientemente falsificada, en la que se obvian la servidumbre impuesta al pueblo llano por las despiadadas leyes del vasallaje feudal, la esperanza de vida de unos 40 años por la falta de avances tecnológicos que protejan a los seres humanos de las enfermedades y de las inclemencias climatológicas, y el oscurantismo de la omnipresente Iglesia Católica, todavía no desafiada ni por la Reforma Protestante ni por los movimientos racionalistas que cristalizaron en lo que se dio en llamar la Ilustración. En no pocos casos, a todas estas omisiones interesadas las acompañan anacronismos de lo más burdos, como el confundir las cortes y concejos medievales con parlamentos modernos democráticos o incluso con el asambleísmo ácrata, cuando en la Edad Media en esos órganos se reproducía la férrea división social en estamentos y además el pueblo trabajador no estaba presente ya que al Tercer Estado lo representaba indefectiblemente la burguesía adinerada. Y lo que es peor, como consecuencia de todo esto, se postula una vuelta a los particularismos, las antiguas fronteras, los viejos fueros, las lenguas aisladas y moribundas, el casticismo, el amor al terruño, las curaciones chamánicas y demás supercherías populares, y toda una serie de ideas trasnochadas otrora reivindicadas por esa derecha troglodita -p. ej., el carlismo- que hoy día está, afortunadamente, en vías de extinción. Otros van más allá en el dislate y fantasean con la vuelta a las sociedades de cazadores recolectores, al remoto paleolítico, siguiendo al gurú del nuevo oscurantismo de la New Age, John Zerzan, si bien esta alternativa es menos creíble porque ¿cuántos de estos esnobs de clase media, fans del pope del antiindustrialismo, estarían realmente dispuestos a sacrificar su portátil y su móvil 3G por la “utopía” primitivista?

En cualquier caso, buscar un paraíso en el pasado remoto es algo típico del pensamiento reaccionario; lo hacen las religiones, ahí está la Biblia y ese paraíso sin inteligencia, sin ciencia, sin técnica, sin espíritu crítico en el que nuestros “primeros padres” vivían como menores de edad, o peor aún, como animalitos obedientes a un Creador que les negaba su capacidad de raciocinio, o lo que es lo mismo, su humanidad. Bien es verdad que los primeros románticos -como William Blake-, grandes revolucionarios y partidarios de eliminar las fronteras nacionales, abjuraron del maquinismo porque lo primero que causó la Revolución Industrial inglesa, aparte del enriquecimiento de la burguesía, fue contaminación, enfermedades y miseria, pero también es verdad que las siguientes generaciones de románticos empezaron a entender que la industrialización había venido para quedarse y que bien encauzada y puesta al servicio de todos podía pulverizar parte de las limitaciones que atenazan al ser humano -éste es, precisamente el punto de partida del socialismo-. Ahí está, por ejemplo, el Caín, drama poético en el que Lord Byron dibuja a un Caín no “malvado” como en la Biblia, sino humano, con defectos pero que piensa por sí mismo hasta el punto de rechazar la idea de Dios como un insulto a la inteligencia -no es extraño que dicha obra fuera una de las favoritas de Bakunin y de los nihilistas rusos-. Finalmente, en las últimas décadas del XIX los poetas parecen haberse reconciliado con la ciencia y la tecnología y como prueba cabe citar el poema “A una locomotora en invierno”, con el que Walt Whitman se adelanta a la vanguardia futurista.

El antecedente del pensamiento de estos nuevos refractarios a la modernidad no parece estar tanto en el primer romanticismo -como podría parecernos a primera vista- como en aquel romanticismo trasnochado, en absoluta descomposición, de la segunda mitad del XIX. Nos referimos a ese romanticismo etnicista y patriotero que en Centroeuropa extendió el mito de los arios -un inexistente pueblo de superhombres rubios, altos y de ojos azules perdido en Asia Central- que más tarde, en el siglo XX, serviría de base para las teorías racistas del nacionalsocialismo, o la “celtomanía” de algunos historiadores románticos tardíos británicos que fue aprovechada por algunos nacionalistas del norte de la Península Ibérica, especialmente los gallegos, y eso que incluso hoy día la historiografía más seria no sabe a ciencia cierta quiénes eran y ni cómo vivían -y mucho menos cómo hablaban o qué música tocaban- esas gentes de la remota II Edad del Hierro que los griegos llamaron genéricamente “keltoi”. Pura fantasía, pero fantasía puesta, en este caso, al servicio de la alienación humana.

En resumen, el concepto de modernidad ha de ser recuperado como ideal por el pensamiento crítico, que debe dejar claras las cosas en estos tiempos revueltos: los avances científicos y técnicos son parte esencial de las conquistas de la clase obrera y del ser humano en general. Y las “utopías” que se basan en la idea de que cualquier tiempo pasado fue mejor no son más que palabrería oscurantista.


La Torre Eiffel, símbolo de modernidad,
pintada por Robert Delaunay.