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jueves, 13 de febrero de 2014

Sobre Max Stirner

 

El 26 de octubre de 1806, nace en Bayreuth (Baviera) Johann Kaspar Schmidt al que se recordaría por su pseudónimo Max Stirner («el cejas»). Estudió teología, filosofía y filología clásica, aunque no llegará a doctorarse y se le terminó impidiendo, como era su deseo, dedicarse a la docencia. Acabó sobreviviendo como publicista y traductor. A partir de 1837, será asiduo durante años del grupo de la izquierda hegeliana («los libres»), y Engels parece que llegó a decir de él que era la cabeza más lúcida y profunda de aquel círculo de filósofos revolucionarios. Con el tiempo, los jóvenes hegelianos se escinden en dos tendencias: unos, integrados por Ruge, Hess y Marx, marcan distancias respecto a Hegel; otros, entre los que se encuentra Stirner se esfuerzan en una revolución de las conciencias mediante una crítica pura de carácter ateo, carente de reglas y absolutamente negativa. La espectacular obra con la que Stirner pasaría a la posteridad supuso un gran escándalo y causó gran revuelo entre los intelectuales. Muestras de que atrajo gran atención son las reseñas críticas que le dedicaron Moses Hess y Ludwig Feuerbach, así como el hecho de que Marx y Engels le dediquen, en La ideología alemana, más atención que a cualquier otro autor. La primera edición de 1844 se agotó rápidamente, por lo que se reimprimirá enseguida, aunque la gloria será efímera. La vida personal de Stirner no fue muy alentadora e incluso acabaría en prisión, durante 1853 y 1854, por deudas impagadas, para morir por enfermedad el 25 de junio de 1856.

La obra de Stirner, aunque escribió sobre todo tipo de temas, no es muy extensa. El único y su propiedad (Leipzig, 1844) fue su primer título publicado y solo escribiría otro más: Historia de la reacción (en 2 volúmenes, Berlín, 1852). Con carácter póstumo, John H. Mackay editaría una recopilación completa de los artículos de Stirner. Se ha dicho que las dos coordenadas que sitúan a este autor son el anarquismo individualista, aunque él nunca se consideró como tal, y la crisis de la filosofía idealista alemana. Karl Löwith escribió lo siguiente: «La crisis de la filosofía hegeliana puede dividirse en tres fases: Feuerbach y Ruge intentaron transformar la filosofía de Hegel conforme al espíritu de una época diferente; B. Bauer y Stirner, en líneas generales, hicieron morir la filosofía en un criticismo radical y en el nihilismo; Marx y Kierkegaard extrajeron las últimas consecuencias de la situación cambiada». La obra de Stirner es coetánea, nada menos, que del existencialismo de Kierkegaard, del humanismo de Feuerbach y del materialismo histórico. Puede decirse que Stirner es quien mejor sintetiza aquel momento y El único y su propiedad hay que considerarla como el canto de cisne de los jóvenes hegelianos. Franz Mehring, teórico de la socialdemocracia alemana, consideró algo que resulta apabullante: Stirner transforma en realidad corpórea la idea abstracta de Hegel, la autoconsciencia de Bauer, el humanismo de Feuerbach y la anarquía de Proudhon.

En El único y su propiedad se considera que, para cada ser humano, el único universo con sentido es el propio. Constantemente, el único es acosado por ideas y entidades que le son extrañas, entre las que se encuentran en primer lugar la religión y el Estado. Por supuesto, la crítica no se queda ahí y Stirner arremete contra todo obstáculo que suponga una merma en el desarrollo de la personalidad. Se trata de la voluntad individual contra toda causa general y contra toda abstracción. Resulta imprescindible acabar con los tópicos y falsedades vertidas contra la obra de Stirner; ya se ha mencionado que uno de sus primeros objetivos es el Estado e igualmente arremeterá contra el liberalismo. Del mismo modo, el pensamiento estirneriano no desemboca en un solipsismo antropológico que imposibilite la sociedad; apuesta por la afectividad, la sensualidad natural y por una afirmación de la identidad que renuncia al aislamiento y busca la unión con otros egoístas. Para llegar tan lejos, Stirner pide una crítica permanente a toda la moral heredada e interiorizada, que no transija ante nada y que abra el camino a una nueva sensualidad. Esta nueva conciencia del único sobre su personalidad anulará toda alienación, substituirá el Estado por la potencia individuo, la sociedad por la libre unión y el humanismo por el placer particular.

Frente a todos aquellos que repudian a Stirner, e incluso parecen temer su pensamiento, vertiendo toda suerte de etiquetas cuestionables sobre él, hay que decir que resulta significativo que ello se produzca con tanta asiduidad incluso en la actualidad. El único y su propiedad es un mazazo feroz a todo lo instituido y a todo prurito reaccionario, una obra comparable a algunas otras que sacudieron el tiempo en que se publicaron y que fueron en un principio lógicamente negadas. Frente a tanto colectivismo, tanta enajenación y tanta manipulación intelectual, obras como la de Stirner son tremendamente necesarias para comprender la cantidad de falsedades que, permanentemente, tratan de seducir al individuo e impiden el desarrollo de su personalidad y de su conciencia.

lunes, 10 de febrero de 2014

La muerte de la autoridad: Sylvain Maréchal y la legión de tiranicidas


Febrero 2014

Sylvain Maréchal (1750-1803) podría ser el único anarquista verdadero de la Revolución Francesa. Conocido por su participación en 1796 en la Conjura de los Iguales de Babeuf, cuyo manifiesto redactó, es uno de los raros pensadores de la época cuya obra sienta las bases —de manera a veces vacilante— de las teorías libertarias. No es casualidad que fuera valorado en ese sentido por diversas figuras de nuestro movimiento. Kropotkin ve en él «una vaga aspiración hacia lo que hoy denominamos comunismo anarquista» [1], mientras que Nettlau considera que «formula un anarquismo muy claramente razonado, aunque bajo la ficción de la vida feliz de un estado pastoral arcaico» [2]. Además, en el plano político, su influencia se deja sentir desde el verano de 1841: inspira el grupo comunista libertario organizado en torno al efímero periódico L'Humanitaire. Para el historiador marxista Maurice Dommanget, las ideas de Maréchal sirven también de modelo bajo la Monarquía de Julio para difundir el pensamiento anarquista en los medios de extrema izquierda [3].

¿Cuáles son, exactamente, sus ideas? Su ateísmo intransigente ha llamado la atención de Guérin. Éste ve en Maréchal a uno de los responsables, con su amigo Chaumette —jefe de filas de los ultrarrevolucionarios denominados los «Exagerados»— de la campaña de descristianización que culmina en 1793 y simboliza la dinámica revolucionaria. Cuestionando la existencia de Dios, al que considera una creación humana, Maréchal está del lado de los pensadores materialistas más radicales. Del mismo modo que Robespierre y los deístas afirman con cinismo que la religión es fundamental para mantener el orden social —pues sin ella, según ellos, el pueblo no tiene motivos para someterse al poder— él es partidario encarnizado de una moral laica que huya de la superstición. Es, por otra parte y precisamente, el fracaso de esta tendencia ateísta, violentamente combatida por los jacobinos en el máximo momento del Terror, lo que ha marcado, según Guérin, el verdadero estancamiento de la Revolución [4].

Pero si Maréchal puede ser declarado anarquista, es sobre todo por otros dos temas fundamentales en su obra, que son el rechazo del Estado, expresado en nombre de la igualdad entre los hombres, y la voluntad de luchar sin concesiones contra el autoritarismo. Entre los revolucionarios de su tiempo, se desmarca sistematizando el rechazo de los gobernantes tal como vemos de vez en cuando en Marat. Un poco a la manera de Rousseau, evoca con nostalgia una perdida edad de oro igualitaria, anterior a la sociedad, bajo cual las relaciones de dominio y la propiedad no existirían. Según una fórmula recurrente en sus textos, sueña, en 1788, en sus Apologues modernes à l'usage du Dauphin, con un tiempo «en el que no haya sobre la tierra ni amos, ni lacayos, ni soberanos, ni súbditos» [5]. El nacimiento del Estado, la aparición de las leyes y el mundo político en general son otras etapas del proceso de decadencia que lleva a las distinciones sociales, la desigualdad y la confiscación del poder por una minoría.

Esta utopía, percibida a la vez como un pasado lejano y como un ideal a reconstruir, permite a Maréchal hacer una crítica virulenta de los gobiernos. Reclama la desaparición del Estado, y apela a su autodisolución: en los Apologues modernes, imagina un rey que, constatando con lucidez el carácter nefasto y superfluo de su función, decide reunir a sus súbditos para anunciarles su partida y la restitución del poder en ellos. Es la misma lógica que lo lleva en 1791, en Dame Nature, en la Asamblea Nacional a exhortar con aplomo a los diputados para que no se limiten a proclamar la libertad, sino que actúen por la igualdad real, absoluta, a que, por tanto, no descansen hasta que se haya abolido el Estado. Cree que la revolución se desinfla y que sus dirigentes olvidan demasiado rápido que el fin de la aristocracia no significa en ningún caso la desaparición de las injusticias sociales.

Dos años más tarde, en 1793, su decepción atañe esta vez a la República. Se da cuenta de que el cambio de gobernantes sólo ha producido reformas superficiales. En Correctifs à la révolution, compara la sucesión de los regímenes con los ataques incesantes de bandidos que hay que rechazar una y otra vez: cualquiera que sea la forma de Estado, siempre es fuente de dominio y genera las mismas desigualdades [6]. Frente a ese estancamiento, pues la revolución se contenta con sustituir un despotismo por otro, los individuos deben resistir al sentimiento patriótico —que es una quimera— y abandonar la sociedad: todo hombre debería tener el derecho a separarse de ella para vivir según sus gustos y sus propias leyes. Anticipando el rechazo anarquista de todos los tipos de gobierno (da igual que sean republicanos en vez de monárquicos), Maréchal defiende por tanto el derecho de secesión, la libertad de separarse de aquellos de quienes se reprueban los valores o la forma de organización.

Queda el modelo ideal, que se construye a modo de utopía para dejarnos perplejos. Maréchal, en efecto, preconiza la desaparición del cuerpo social en beneficio de un comunismo agrario (las tierras son colectivas) basado en la familia y bajo la égida patriarcal. En sí, podemos comprender el aspecto pastoral del proyecto. Se trata del mismo aliento idealista del retorno a la naturaleza y a la autenticidad rural que el de los narodnikis rusos del siglo posterior. Y la voluntad de disolver la sociedad —cuya amplitud demográfica hace inevitable la aparición de un gobierno— prefigura la idea anarquista de una organización cuya unidad de base (la comuna) sea lo más restringida posible. Más dudoso, no obstante, es el puesto central otorgado al padre de familia, cuya tutela supuestamente «vigilante» se extiende sobre una comunidad de individuos ligados por la sangre [7]. Sin olvidar el aspecto terriblemente misógino de este sistema: para que las mujeres se limiten a su función de guardianas del hogar familiar, Maréchal les niega toda actividad política llegando a pedir que se les prohíba aprender a leer. El interés de su obra, por otra parte innegable, conoce aquí una seria limitación [8].

Pero hay un segundo tema que merece una atención especial: el rechazo del Estado lo incita a desarrollar un antiautoritarismo inflexible que, a pesar de su violencia, no puede evitar atraer a los anarquistas. A finales de 1790 escribe en Révolutions de Paris —periódico a la cabeza de las exigencias revolucionarias— dos artículos de gran repercusión dedicados a la práctica antigua del tiranicidio [9]. Fascinado (como Robespierre y Saint-Just) por la sacralización grecorromana del asesinato político y por figuras como Escévola o Bruto, defiende la legitimidad del asesinato de los déspotas. Anima a crear una «legión de tiranicidas» lanzada contra los reyes. Formada por una centena de voluntarios armados con pistolas y puñales, sería enviada por toda Europa para aterrorizar a los monarcas, poner fin brutalmente a su reino y abatir a los generales enemigos. Maréchal, a la manera de un Marat, considera que la muerte de un puñado de individuos permitiría salvar a miles.

¿Es este el delirio de un soñador confundido en política y cercano al fanatismo? En el clima de la Revolución Francesa, fueron muchos los que se vieron herederos de los ciudadanos atenienses y romanos, para los que matar al tirano era un acto glorioso. Más aún, durante la fiebre republicana y antimonárquica que se adueña de París tras la insurrección popular del 10 de agosto de 1792, la idea fue seriamente retomada por el diputado Jean Debry: exige a la Asamblea Legislativa la formación de un cuerpo de mil doscientos tiranicidas dedicados a enfrentarse cuerpo a cuerpo con los soberanos en guerra contra Francia. Suscitando la exaltación de una parte del auditorio, apoyada después por una petición procedente de las secciones revolucionarias parisinas, la proposición llegó a ser votada antes de ser enterrada bajo la presión hostil de los girondinos.

A pesar de su aspecto irreal, el proyecto de Maréchal encontró un eco favorable en un sector de la opinión. Pero lo más interesante es la respuesta que da desde 1790 a quienes le replican que nada impediría a los reyes europeos enviar a su vez a sus propios asesinos para eliminar a los jefes revolucionarios. Según él, «de este grave inconveniente surgiría al menos la ventaja (…) de que los altos cargos, los elevados rangos, se convertirían en los puestos menos solicitados» [10]. El resultado no sería tan nefasto si se tratara de hacer pesar una amenaza constante sobre quienes, tanto en Francia como en otros sitios, aspiran a las funciones del Estado y ceden «a la tendencia de la dominación» que Maréchal deplora en los hombres. A modo de filigrana, se dibuja un mundo en el que la autoridad es continuamente perturbada; en la que hormiguean los asesinos dedicados a acorralar sin descanso a los aprendices de déspotas para eliminarlos; donde acaparar el poder es un riego mortal. Y en ese mundo, los apuñaladores de tiranicidas serían «paseados por todas las plazas de las principales ciudades de Francia» [11] para recordar a todos el precio que se paga cuando se destruye la igualdad para someter a los demás.

Que quede claro, el interés no reside en esto, en la generalización de los asesinatos, sino en lo que simboliza: la búsqueda de un método para inmunizar por fin a la sociedad contra el deseo de superioridad social. Esta idea toma varias formas en el pensamiento de Maréchal. En 1799, en sus Voyages de Pythagore, cuenta la historia del pueblo de los ausonios, que vivían cerca del Vesubio y estaban tan preocupados por mantener la igualdad que deciden arrojar al volcán a todos los ambiciosos, a todos «los mortales lo suficientemente audaces como para considerarse gigantes ante sus iguales» [12]. La desconfianza hacia el poder y sus desigualdades llevó a la instauración de un rito destinado a purgar regularmente a la sociedad y sus jefes. Como en el caso de los tiranicidas, la violencia del proceso puede chocar. Pertenece sin duda a otra época. Pero, a pesar de su aspecto excesivo, Maréchal lanza un claro mensaje a los anarquistas: el hombre no perderá jamás su gusto por la dominación; por ello, una sociedad igualitaria, sin amos, sin jerarquía, no podrá sobrevivir si no se inventan los adecuados modos de disuasión de las derivas autoritarias. Día tras día, a su manera, para seguir existiendo, habrá que ser tiranicida.

Erwan
Grupo Louise Michel de la Federación Anarquista
(7-13 noviembre 2013)



NOTAS:

[1] Piotr Kropotkin, La Gran Revolución, Editora Nacional, México 1967, tomo II, p.272.

[2] Max Nettlau, La anarquía a través de los tiempos, Júcar, Madrid 1977, p.20.

[3] Maurice Dommanget, Sylvain Maréchal, l'égalitaire, Spartacus, París 1950, p.423. L'Humanitaire fue publicado por Gabriel Charavay, un comunista antiautoritario. Sólo salieron dos números hasta su prohibición.

[4] Daniel Guérin, La lutte de classes sous la Première République, tomo I, Gallimard, París 1946, p.410-421.

[5] Apologues modernes à l'usage du Dauphin, Bruselas 1788, lección XLIII, p.47-48. El Manifiesto de los Iguales, que escribió ocho años más tarde, incluye esta fórmula: «Desapareced, por fin, indignantes diferencias entre ricos y pobres, entre grandes y pequeños, entre amos y lacayos, entre gobernantes y gobernados».

[6] Correctifs à la révolution, Cercle Social, París 1973, p.96.

[7] En absoluto estrambótico, Maréchal se inspira en modelos que existían en la época (especialmente los de la «familia comunitaria» de los Quittard-Pinon) considerados como un protosocialismo del siglo XVIII. Véase Maurice Dommanget, op. cit., p.243-245.

[8] Eso no le impide ser favorable al divorcio, rechazando que la mujer esté en posición de inferioridad en la pareja. Véase Françoise Aubert, Sylvain Maréchal: passion et faillite d'un égalitaire, Goliardica, Pisa 1975, p.70-71.

[9] Révolutions de Paris. n.74, 1790, p.445-455 y n.77, 1790-91, p.615-627.

[10] Ibídem, p.622.

[11] Ibídem, p.619.

[12] Voyages de Pythagore, t.5, Deterville, París 1799, p.38-39.

viernes, 2 de noviembre de 2012

Precursores del anarquismo durante la Revolución Francesa


Por VICTOR GARCÍA

Con el gran advenimiento de 1789, surge poderoso e irresistible el sentimiento de llevar a la libertad hacia lo más avanzado posible. Los revolucionarios extremistas que consiguen alcanzar el poder se vuelven centristas por rebasarlos quienes se proyectan más lejos aún. Así que aparecen Les enragés (Los rabiosos) quienes, en su deseo de ver una revolución sin gobierno revolucionario y manifestándose fervientes partidarios de la acción directa abrazan abiertamente tácticas y finalidades anarquistas.

La toma del poder significará el estancamiento de la fracción que lleve a cabo la empresa. La Gironda, la Montaña, la propia oposición representada por las figuras de proa de Babeuf y Herbert, partirá siempre del principio de que es necesario un gobierno que haga la revolución y la solidifique desde la cúspide. Sólo Marechal, redactor del Manifiesto de los Iguales, tendrá sus dudas sobre la eficacia gubernamental y las hará patentes en el manifiesto: «Disparessez, en fin, revoltantes distintions de riches, de pauvres, de grands et de petits, maitres et de valets, de gouvernats et de gouvernés.» [«Desapareced, en fin, sublevantes distinciones de ricos, de pobres, de grandes y de pequeños, de dueños y de lacayos, de gobernantes y de gobernados.»]. El resto de los Iguales no pensará como Marechal, y el propio Babeuf fue el primer sorprendido por este párrafo que clama por la desaparición de los gobernantes y gobernados.

Se puede decir que Sylvain Marechal se sumó a Babeuf por las grandes ansias que tenía de actuar, pero sus alcances sociales no iban paralelos con el comunismo estatal anunciado por los Iguales. La frase introducida en el manifiesto era una corroboración a sus ideas de arcadias sin gobierno exteriorizados en L’Âge d'Or, recueil de contes pasturaux pour le Berger Sylvain (1782) y en Livre échappé au déluge ou Psaumes nouvellement découvers (1784). Más adelante, en 1788, escribe Apologues modernes, à l'usage d'un Dauphin, donde mediante la huelga general los productores proclaman la sociedad libre y los gobernantes y reyes se autodestruyen en una isla desierta:

«Algún día, los trabajadores, llevados al extremo por la crueldad de los ricos, se negarán a continuar sirviéndoles y contestarán a sus amenazas: Somos tres contra uno. Nuestro propósito es restablecer para siempre las cosas sobre sus antiguas bases, sobre el estado de cosas primitivo, es decir, sobre la más perfecta y legítima igualdad. Pongamos la tierra en común entre sus habitantes. Si hay alguien entre nosotros que tenga dos bocas y cuatro brazos, es justo, asignémosle doble ración. Empero, si todos estamos hechos por el mismo patrón, repartamos el pastel en igualdad de condiciones. Y, al mismo tiempo, metamos todos las manos en la masa. Que todos los hombres, de un punto a otro del universo, se den la mano.»

Marechal está más próximo al anarquismo de lo que Babeuf se imagina. Su personalidad intelectual impone el derrotero anarquista al manifiesto en muchos de sus apartados y esto origina que durante el proceso contra los Iguales éstos desaprueben algunos de los enunciados del manifiesto, especialmente el que dice: «Desapareced, en fin, distinciones sublevantes... de gobernantes y gobernados.»

En realidad, todo el manifiesto rezuma una nitidez de expresión perfecta y en el mismo no asoma el menor atisbo de demagogia. «La inteligencia no aumenta la capacidad del estómago» dirá para aquéllos que sean partidarios del a cada uno según su necesidad, y añadirá: «Hay opresión cuando uno se agota trabajando y le falta todo, mientras que otro nada en la abundancia sin hacer nada... Nadie ha podido, sin cometer un crimen, apoderarse exclusivamente de los bienes de la tierra o de la industria... En una verdadera sociedad no debe haber ni ricos ni pobres.»

La obra escrita por Sylvain Maréchal tiene cierta amplitud. Además de los títulos ya señalados más arriba, Maréchal escribió Almanach des Honnetes Gens, en el que suprimió todos los santos. Colaboró asiduamente en el periódico de Proudhomme: Révolutions de Paris. Fue uno de los iniciadores del Calendario Republicano; en 1793 publicó su Correctif à la Révolution, más tarde escribe Dictionnaire des Athées anciens et modernes (1800) y acto seguido —muere en 1803— Pour et contre la Bible.

El verdadero puesto de Maréchal estaba junto a les enragés, junto a Jacques Roux, Leclerc d’Oze y Jean Varlet, les enragés que más se distinguieron en la Revolución Francesa. Éstos serían denunciados en la barra de la Convención por la viuda de Marat, quien presenta una moción, redactada por Robespierre con toda seguridad, acusando a Roux y a Leclerc de instigar al pueblo para que éste proscriba toda clase de gobierno. (A. Mathiez, 1949.)

Ahora bien, el ideal anarquista ha ido adquiriendo, a medida que Proudhon, Bakunin, Kropotkin, Reclus y Malatesta, por no nombrar más que a unos pocos, han aportado sus sugerencias, un bagaje inmenso que ampara todas las actividades de la vida humana; empero, la jácena maestra sobre la que se apoya la multitud de facetas del ideal libertario es la negación del Estado, y les enragés, en este aspecto están pisando terreno anarquista, como lo prueba la denuncia de la viuda de Marat, instrumento del dictador Robespierre.

Jacques Roux, por ironía de la historia, fue un sacerdote, como lo había sido el propio Meslier, aunque ya había declarado y publicado que desde hacía tiempo había deseado «abandonar su estado, casarse, montar una imprenta y fundar un periódico». Con atisbos de crueldad fanática se negó a aceptar el testamento que le tendía Luis XVI al tiempo que le decía: «Yo sólo estoy aquí para levantaros al cadalso.» Jean Jaurés y A. Mathiez no regatean citas, el primero en su Historie socialiste: La Convention, y el segundo en La vie chere et le mouvement social sous la Terreur, para poner de manifiesto las veces en que Roux, producto de un período de violencia, exteriorizaba sus iras y sus odios. Su humanidad estaba llena de contrastes, y si por un lado lo vemos cruel frente a Luis Capeto, también veremos que adopta a un huérfano, y que en 1792, cuando Marat tiene que esconderse, es en Roux en quien confía, aunque más tarde lo atacará sin piedad y hasta con la calumnia, obligando a Roux a echarle en cara la hospitalidad que le diera a riesgo de su seguridad física: «Durante seis días he dormido en el suelo, he cocinado y hasta he tenido que vaciar el pote de tus necesidades; he hecho en una palabra, todo lo que pude por ti, todo lo que un buen patriota podría y lo que haría de nuevo para mis perseguidores y mis verdugos.»

El programa de Jacques Roux toma forma en un 1 de diciembre de 1792, cuando pronunciaba su célebre discurso «Sobre el último de los Luises», sobre «la persecución de los agiotistas, los acaparadores y los traidores», en la sesión del Observatorio. La exposición tiene una primera parte de crítica: «Hay cobardía —dice—, en tolerar a los que se apropian de los productos de la tierra y de la industría, que amontonan en los graneros de la avaricia los víveres de primera necesidad...» y una segunda parte de análisis en la que el anarquismo tiene un punto de apoyo: «El despotismo que se propaga bajo un gobierno de muchos, el despotismo senatorial es tan terrible como el cetro de los reyes, ya que tiende a encadenar al pueblo, sin que él se dé cuenta, ya que se encuentra envilecido, y subyugado por las leyes que él mismo ha dictado. Empero, ciudadanos, vosotros no os habréis sacudido el yugo de los agentes prevaricadores, después de haber franqueado irrevocablemente el intervalo inmenso entre el esclavo y el hombre, no vais a permitir que vuestros mandatarios atenten contra la opinión pública, la única en dictar leyes, mostrándose siempre recta y poderosa.»

Otra figura destacada de les enragés es la de Jean Varlet, quien en 1792 alcanzaba a tener veinte años solamente. Es la edad de la generosidad, en la que el ser humano se da completamente. La Revolución hizo presa de él y a ella se volcó todo entero, sin apartarse del pueblo, al que considera un punto de referencia infalible para pisar terreno firme: «Desde hace cuatro años, siempre en la plaza pública entre los grupos del pueblo, en la sans-culotterie, entre los andrajos que estimo, he aprendido que, ingenuamente y sin coacción, los pobres diablos de los zaguanes razonan con más seguridad, más atrevidamente, que los señores, los grandes habladores, los sabios tentadores; si éstos quieren aprender ciencia de la buena que hagan como yo y vengan a escuchar el pueblo.»

El pensamiento de Varlet coincide con el de Roux antes de que lleguen a cruzarse en el camino de la revolución. Como Roux, Varlet duda de que un representante pueda dejar en buen lugar el pensamiento y el sentir del representado: «inclusive sobre aquellos que han reunido nuestros sufragios nosotros no podemos evitar la desconfianza» porque raramente se limitan a invocar la voluntad de los sufragistas y degeneran hacia el despotismo, ya que «los palacios de los reyes no son las únicas moradas de los déspotas».

Al igual que Roux, que edita Le publiciste, y Leclerc, quien también aparece con el Ami du peuple, Varlet hace irrupción en la prensa de París con L'Explosión, tan explosivo como su título lo indica. Robespierre ha sido ejecutado, pero la tiranía continúa, y toca a Varlet el denunciarla desde las páginas de su portavoz: «¡Qué monstruosidad social, qué obra maestra del maquiavelismo, en efecto, es este gobierno revolucionario: Para todo ser que razone, Gobierno y Revolución son incompatibles!»

Varlet se anticipa a los temores que los anarquistas exteriorizaron frente a la provisionalidad que Marx, Engels, Lenin y el propio Stalin aseguraban que tendría el Estado comunista: «Sentimos ahora que es necesario frenar, tenerlas por la brida, a las autoridades creadas, sin lo cual éstas se vuelven todas potencias opresoras; no busquemos el contrabalancearlas entre ellas: todo contrapeso que no sea el del pueblo mismo es falso. El soberano debe constantemente presidir el cuerpo social. Bajo ningún modo quiere que se le represente.»

Junto con Roux y Varlet podemos incluir, en las filas de les enragés a Leclerc, tan joven como Varlet, ya que había nacido en 1771. Llegado de Lyon a la vorágine parisina, Théophile Leclerc representa un apoyo considerable para el pensamiento de les enragés y lo vemos figurar en numerosos actos y comités. Crea su periódico también, L'Ami du Peuple (El Amigo del Pueblo), con lo que quiso dar perdurabilidad al órgano de Marat cuando éste fue asesinado por La Corday. Del número correspondiente al 30 de agosto de 1793 es lo que sigue: «Tres horas pasadas frente a la puerta de un panadero formarían un legislador mucho más competente que cuatro años de residencia en los bancos de la Convención.»

En el paralelogramo de las fuerzas, la de les enragés no puede con la de los de la Montaña, ni, terminado el Terror, con la de los Termidorianos. Las jornadas del 31 de mayo [1793] fueron decisivas para ellos. «Los gérmenes de los falsos insurgentes», como dice Varlet, impidió que el Eveche, (lugar donde se efectuó la asamblea del 31 de mayo que decidió llamar al pueblo a la insurrección y en cuya asamblea ejercieron gran influencia les enragés) no se hiciera dueño de la situación en la ciudad.

La Montaña, más oportunista, tomó la iniciativa, y Danton, después de haber conseguido que la Convención votara la detención de los girondinos se vuelve ya contra les enragés y proclama que «Hay que hacer entrar el Eveche en la nada.»

El 9 Termidor y su consecuencia, Napoleón, sofocan los sentires revolucionarios en Francia. Los sociólogos franceses que, con posterioridad a la Revolución Francesa, aportan sus contribuciones en el campo de la ciencia social, si en algo se han aproximado a las ideas libertarias, ya hemos tenido ocasión de citarlos en el capítulo anterior.

Hasta Proudhon, pues, ese paso no nos ofrece nada nuevo y hemos de franquear el Canal de la Mancha para dar con el más destacado y el más importante de los precursores anarquistas: William Godwin.

Utopías y Anarquismo
(1977)

domingo, 10 de junio de 2012

«Manifiesto de los Iguales»


Por SYLVAIN MARÉCHAL (1796)

¡PUEBLO DE FRANCIA!

Durante quince siglos has vivido esclavo y, por tanto, infeliz. Desde hace seis años respiras apenas, esperando la independencia, la felicidad y la igualdad.

¡La Igualdad! ¡Primer deseo de la naturaleza, primera necesidad del hombre y principal vínculo de cualquier asociación legítima! ¡Pueblo de Francia! ¡Tu no has sido más favorecido que las demás naciones que malviven en este desafortunado mundo!... Siempre y en todas partes la pobre especie humana confiada a antropófagos más o menos hábiles sirvió de juguete de todas las ambiciones, de pasto de todas las tiranías. Siempre y en todas partes se adormeció a los hombres con bellas expresiones: nunca y en ningún lugar obtuvieron, junto a la palabra, la cosa. Desde tiempo inmemorial se nos repite de manera hipócrita que los hombres son iguales y desde tiempo inmemorial la más degradante y monstruosa desigualdad pesa insolentemente sobre el género humano. Desde que hay sociedades civiles, el más bello patrimonio del hombre es reconocido sin contradicción, pero aún no ha podido realizarse ni una sola vez: la igualdad no ha sido más que una bella y estéril ficción de la ley. Hoy, cuando es reclamada con voz más fuerte, se nos responde: ¡callaos, miserables! La igualdad real es sólo una quimera; contentaos con la igualdad condicionada; sois todos iguales ante la ley. Chusma ¿qué más necesitáis?

¿Que qué más necesitamos?

Legisladores, gobernantes, ricos propietarios, escuchad ahora vosotros.

Somos todos iguales, ¿no es eso? Nadie niega ese principio porque, salvo si se padeciese locura, no podría decirse en serio que es de noche cuando es de día.

Pues bien, a partir de ahora pretendemos vivir y morir iguales, como hemos nacido; queremos la igualdad real o la muerte; eso es lo que necesitamos.

Y tendremos esa igualdad real, no importa a qué precio. ¡Maldito sea quien se oponga a ese deseo expreso!

La revolución francesa es sólo la precursora de una revolución mucho más grande, mucho más solemne, y que será la última.

El pueblo ha pisoteado el cadáver de los reyes y los curas que se aliaron contra él: hará lo mismo con los nuevos tiranos, con los nuevos políticos mojigatos sentados en el lugar de los antiguos.

¿Que qué necesitamos además de la igualdad de derechos?

Necesitamos que esa igualdad no sólo esté escrita en la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano; la queremos entre nosotros, bajo el techo de nuestras casas. Aceptamos cualquier cosa por ella, empezar de cero para obedecer a ella sólo. ¡Perezcan todas las artes, si es preciso, mientras nos quede la igualdad real!

Legisladores y gobernantes que tenéis tan poco talento como buena fe, propietarios ricos y sin entrañas, en vano tratáis de neutralizar nuestra sagrada acción diciendo: lo único que hacen es reproducir esa ley agraria pedida ya más de una vez antes de ellos.

Calumniadores, callaos vosotros y, en el silencio de la confusión, escuchad nuestras pretensiones dictadas por la naturaleza y basadas en la justicia.

La ley agraria o el reparto de los campos fue el deseo inmediato de algunos soldados sin príncipe, de algunos pueblos primitivos movidos por su instinto más que por la razón. Tendemos hacia algo más sublime y más equitativo, ¡el bien común o la comunidad de bienes! No más propiedad individual de las tierras; la tierra no es de nadie. Reclamamos, queremos, el goce comunal de los frutos de la tierra: esos frutos son de todos.

Declaramos que no podemos soportar por más tiempo que la inmensa mayoría de los hombres trabaje y sude al servicio y para en disfrute de la más ínfima minoría.

Mucho menos de un millón de individuos, y durante demasiado tiempo, dispone de lo que corresponde a más de veinte millones de sus semejantes, de sus iguales.

¡Que cese de una vez este gran escándalo que nuestros descendientes no querrán creer! Que desaparezcan de una vez las escandalosas distinciones entre ricos y pobres, grandes y pequeños, amos y lacayos, gobernantes y gobernados.

Que no haya entre las personas más diferencia que las de la edad y el sexo. Puesto que todos tienen las mismas necesidades y las mismas facultades, que haya para ellos una única educación, un único sustento. Si se contentan con un solo Sol y con mismo aire para todos, ¿por qué no habría de ser suficiente la misma porción y la misma calidad en alimentos para cada uno de ellos?

Pero los enemigos del más natural de los órdenes de cosas que se pueda imaginar gritan ya contra nosotros. Desorganizadores y rebeldes, nos dicen, sólo queréis masacres y botín.

¡PUEBLO DE FRANCIA!

No perderemos el tiempo contestándoles, pero te diremos que la sagrada acción que organizamos no tiene más objetivo que poner fin a las disensiones civiles y a la miseria pública.

Nunca ha sido concebido y puesto en marcha un propósito mayor. De tarde en tarde, algunos hombres de talento, algunos sabios, han hablado de ello en voz baja y temblorosa. Ninguno de ellos tuvo el coraje de decir la verdad completa.

Ha llegado el momento de las grandes medidas. El mal está en su punto más alto; cubre la faz de la tierra. El caos, con el nombre de política, reina en ella desde hace demasiados siglos. Que todo retorne al orden y vuelva a su lugar.

¡Que todos los elementos de la justicia y la felicidad se organicen ante la llamada de la igualdad!

Ha llegado el momento de fundar la República de los Iguales, ese gran hospicio abierto a todos los hombres. Han llegado los días de la restitución general. Familias quejumbrosas, venid a sentaros a la mesa común levantada por la naturaleza para todos sus hijos.

¡PUEBLO DE FRANCIA!

¡La más pura de las glorias te estaba reservada! Sí; tu debes ser el primero en ofrecer al mundo ese conmovedor espectáculo.

Viejas costumbres, antiguas prevenciones, querrán de nuevo poner obstáculos al establecimiento de la República de los Iguales. La organización de la igualdad real, la única que responde a todas las necesidades, sin provocar víctimas, sin que cueste grandes sacrificios, puede que de entrada no le guste a todo el mundo.

El egoísta, el ambicioso, temblará de rabia. Los que poseen injustamente clamarán que es injusticia. Los goces exclusivos, los placeres solitarios, los acomodos personales provocarán fuerte rechazo a algunos individuos hastiados de los sufrimientos ajenos. Los amantes del poder absoluto, los viles secuaces de la autoridad arbitraria replegarán con pena sus orgullosas cabezas bajo el nivel de la igualdad real. Su corta visión penetrará con dificultad en la próxima llegada de una felicidad común, pero ¿qué pueden algunos millares de descontentos contra una masa de hombres, todos ellos felices y sorprendidos de haber buscado tanto tiempo una felicidad que tenían al alcance de la mano?

Inmediatamente después de esta verdadera revolución, se dirán extrañados: ¡qué cosa! ¿La felicidad común dependía de tan poco? No teníamos más que quererla. ¡Por qué no la habremos querido antes! Sin duda, con un sólo hombre en la tierra que sea más rico, más poderoso que sus semejantes, que sus iguales, el equilibrio se rompe; el crimen y la desdicha se hacen presentes.

¡PUEBLO DE FRANCIA!

¿En qué signo, a partir de ahora, debes reconocer la excelencia de una constitución?... Aquella que, en su totalidad, reposa sobre la igualdad de hecho es la única que puede convenirte y satisfacer todos tus deseos.

Las constituciones aristocráticas de 1791 y de 1795 remachaban tus cadenas en lugar de cortarlas. La de 1793 era un gran paso hacia la igualdad real; nunca antes nos habíamos acercado tanto a ella; pero aún no llegaba al objetivo y no acometía en absoluto la tarea de la felicidad común que, sin embargo, consagraba solemnemente como un gran principio.

¡PUEBLO DE FRANCIA!

Abre los ojos y el corazón a la plenitud de la felicidad: reconoce y proclama con nosotros la República de los Iguales.

domingo, 27 de mayo de 2012

Niveladores y cavadores en la Revolución Inglesa

Clara Moreno Cubas
Extraído del blog Vivir la historia

[Los anarquistas ingleses siempre vieron en los levantamientos de los Diggers y los Levellers un antecedente de las comunas libertarias. Quizá a algún libertario le parezca esto un tanto "herético" pues estos grupos rebeldes eran religiosos (protestantes radicales llamados "dissenters") pero hay que recordar uno de los primeros pensadores anarquistas de la era moderna, el británico William Godwin, procedía del calvinismo, y de hecho llegó a ejercer como pastor en su juventud. ]




“En el principio, el gran creador, la Razón, hizo la tierra para que fuera un tesoro común, para mantener a las bestias, a los pájaros, a los peces y al hombre […] Ni una sola palabra se dijo en el principio de que una rama de la humanidad fuera a dominar sobre la otra […] Pero […] las imaginaciones egoístas […] erigieron a un hombre para que enseñara y dominara a otro. Y de este modo […] el hombre fue sometido a la esclavitud y se convirtió con respecto a algunos hombres de su propio género en un mayor esclavo de lo que las bestias lo eran para él.”

Gerrard Wistanley (1609-1676)


La última clase de la asignatura de Teoría y práctica política en la Edad Moderna que nos impartió la Profesora Gloria Franco me resultó especialmente interesante y también sorprendente en el sentido de que versó sobre un tema del que no se acostumbra a hablar en las aulas de la Universidad. Sin embargo, este tema me parece de un interés especial y de una asombrosa modernidad. Por eso quiero trasladaros aquí un breve resumen con los aspectos que llamaron más mi atención.

El tema al que me quiero referir es al de los grupos de puritanos radicales que se desarrollaron al calor de la revolución inglesa del siglo XVII y, en especial, a los niveladores o levellers y a los cavadores o diggers por ser los que más llamativos me han resultado. Estos grupos se expanden en los años 40 del siglo XVII, en los que a la problemática generada por la revolución inglesa se suman otras dificultades como las malas cosechas, el desarrollo del proceso de cercamiento de tierras o enclosures, la subida de los impuestos, la vuelta de soldados licenciados que trataban de recuperar su medio de vida, etc; y van a empezar a exigir drásticas reformas políticas, económicas y sociales imbuidas de un fuerte componente religioso. Aunque me voy a centrar en las sectas que ya he mencionado, no puedo dejar de nombrar otras que también cumplieron un importante papel como los ranters, los seekers, los Hombres de la Quinta Monarquía o los cuáqueros. De entre todos los elementos relacionados con estas sectas que a los que podríamos dedicarnos voy a centrarme en sus propuestas en el terreno político.


Los niveladores no constituyeron un movimiento unido y uniforme. En términos generales pueden diferenciarse dos sectores: un ala más moderada y constitucional y otra más radical dentro del ejército, de la clase más popular de Londres y de los distritos campesinos. Éstos últimos van a defender la igualdad de todos los individuos por naturaleza. Del mismo modo eran partidarios de un reparto igualitario de la propiedad o de la propiedad comunal. En cambio, los niveladores constitucionalistas no ponen en duda la propiedad privada sino que la defienden aunque pueden ser partidarios de dejar abiertos algunos cercamientos o de cercarlos en beneficio de los pobres. Por otro lado, los niveladores más radicales son partidarios del sufragio universal masculino mientras que los niveladores oficiales excluyen del sufragio a indigentes y sirvientes. Además, los niveladores radicales son defensores de la tolerancia religiosa. Así, llos planteamientos de los niveladores no oficiales llegaron mucho más lejos que los de los dirigentes constitucionalistas.

En cuanto a los cavadores, podemos ubicar su origen en 1649 cuando un grupo de pobres se reunieron en la colina de St. George, en la parroquia de Walton-on-Thames, y comenzaron a cavar la tierra baldía, acto cargado de un simbolismo vinculado con la idea de la propiedad comunal. El número de cavadores se fue elevando rápidamente. Esta zona tenía una importante tradición radical y seguiría teniéndola hasta la expulsión de los cavadores. Gerrard Wistanley, líder de los cavadores, llegó a la región antes de 1643 y en 1649-1650 escribió una serie de folletos tratando de atraer a diversos sectores de la población. En 1650 Wistanley, junto con otros cavadores, recorrió los condados que rodean Londres visitando a los simpatizantes. La influencia de los cavadores se difundió por todo el sur y el centro de Inglaterra.

En 1648-1649 Wistanley se fijó en la gran cantidad de tierras baldías existente en Inglaterra para idear un proyecto que pusiera fin a las necesidades de los campesinos pobres. Para él, la solución más justa al problema era la ocupación de estas tierras y su cultivo comunal. Calculaba que existía tierra de sobra para mantener a toda la población y que el cultivo colectivo sería la base para la creación de una comunidad justa en Inglaterra. Más tarde los cavadores van a reivindicar también que las tierras confiscadas a la Iglesia, la Corona y los realistas fueran transferidas a los pobres. Para Wistanley la dignidad humana no era posible sin la propiedad comunal y sin el cese de la compra y venta de tierras y trabajo.

Por otro lado, Wistanley va a defender que la ley debería ser correctiva y no punitiva, por lo que suprime las prisiones, y que el ejército sería una milicia popular que no obedecería a un Parlamento que no fuera representativo del pueblo. Así, se respetaba el derecho de resistencia popular como garantía de la libertad. Por otro lado, se instituía la tolerancia universal. Otro elemento fundamental para Wistanley era la educación que habría de ser universal e igual. Tanto niños como niñas recibirían educación y no habría estudiosos especializados que no trabajaran. Igualmente la experimentación y la invención se verían estimuladas y recompensadas.

Así, con esta brevísima introducción a las ideas defendidas por niveladores y cavadores quiero dar a conocer un tema que desde mi punto de vista debería ser más abordado en la Universidad porque ofrece unos planteamientos muy diferentes a lo que estamos acostumbrados a ver en torno al siglo XVII, y quiero tratar de atraer la atención hacia este aspecto tan interesante de la Historia de Inglaterra y de la Humanidad.

Bibliografía:

HILL, Christopher: El ideario popular extremista en la revolución inglesa del siglo XVII, Madrid, Siglo XXI, 1983


Leon Rosselson rindiendo homenaje a los diggers con su canción
The World Turned Upside Down