Carlos de Lorenzo
Tierra y Libertad, nº. 284, marzo de 2012
En 1784 se publicaba en Madrid el Compendio de Derecho Público y Común de España, un vademécum legislativo en el que se recogían, entre otras, las penas que recaían sobre los que blasfemaban. A nadie extrañaba que a las puertas del siglo XIX un pecado como la blasfemia fuese considerado, además, un delito; como tampoco sorprendía a nadie que el mismo crimen mereciese distintas penas para los diferentes grupos sociales, que en el caso de los que no profesasen la religión católica quedaban a la arbitrariedad del monarca.
Porque todos los españoles del siglo XVIII aceptaban que la sociedad en la que vivían se basaba en la más descarada desigualdad, una discriminación que no estaba causada por las distintas aptitudes y actitudes individuales, sino que era una desigualdad colectiva, propia de una sociedad estamental, en la que los hombres y mujeres, "así tomados de uno en uno" como diría José Agustín Goytisolo, no eran nadie, no eran nada.
Desigualdad para los de abajo, arbitrariedad de los de arriba, Iglesia y Estado en íntimo maridaje, absolutismo del monarca, desprecio para el individuo… así era España al comenzar el siglo XIX. La Revolución francesa, que estaba alterando la política europea, corría paralela a la Revolución Industrial, que estaba transformando la economía inglesa, mientras las élites españolas habían liquidado apresuradamente la Ilustración y cerrado filas con el absolutismo en cuanto llegaron a la Península los primeros vientos del cambio.
En este país en acelerada decadencia, que parecía haber perdido su pulso vital, nada hacía pensar que se pudiese desencadenar un proceso revolucionario tan intenso como el que se vivió a partir de 1808. El 2 de mayo de ese año el pueblo madrileño, entre la pasividad de los estamentos privilegiados y la traición cómplice del ejército, se lanzó a la calle a luchar contra las tropas napoleónicas: por primera vez, el pueblo salía del fondo del escenario y se convertía en protagonista de la Historia.
El catalizador de la protesta no podía ser más reaccionario, la resistencia a que abandonasen el Palacio Real madrileño los últimos miembros de la familia Borbón, pero la acción no por eso dejaba de ser revolucionaria; un contraste que se repitió a lo largo del siglo XIX, como puso en evidencia el nutrido apoyo campesino al carlismo. En cualquier caso, no puede negarse que esa irrupción del pueblo en el debate político mostraba la quiebra de las clases jornaleras y artesanales con la tutela de las élites.
Es natural que, ante el vértigo del cambio, las capas populares se moviesen por intuiciones no siempre acertadas o que se refugiasen en un pasado idealizado, pero esa incoherencia no resta validez al levantamiento madrileño, el primero de significado auténticamente popular en el que las élites no manipularon la voluntad del pueblo, como había sucedido en los recientes motines de Esquilache o de Aranjuez. Muy por el contrario, fue la inercia de las élites cortesanas —aristócratas y eclesiásticos—, incapaces de dar una respuesta a la altura de los retos políticos del momento, la que dejó desamparado al pueblo español y le permitió tomar las riendas de su destino.
Ese mismo espíritu cívico animó, a partir de esa primavera de 1808, la formación de Juntas por toda la Península y las colonias. Aunque, como advirtió Karl Marx, las clases populares elegían a la burguesía para dirigir su combate contra las tropas napoleónicas, no puede negarse que, por primera vez, se consideraba necesario su consenso. La burguesía, que se aprestó a sustituir a los inoperantes estamentos privilegiados, comprendió que sola no podía derrotar a los soldados de José I Bonaparte y derribar al Antiguo Régimen, y buscó el apoyo necesario de artesanos y campesinos, que de este modo mantuvieron un protagonismo que ya habían tenido el 2 de mayo.
Pero fue, muy especialmente, el desarrollo de la guerra lo que consolidó esta irrupción de las clases populares en el escenario político y social. La severa derrota de los militares españoles, incapaces de resistir el empuje de las tropas napoleónicas, provocó la práctica disolución del ejército regular y la resistencia armada sólo pudo encontrar acomodo en unas partidas guerrilleras nutridas, fundamentalmente, por los campesinos de los pueblos y los artesanos de las ciudades. Fueron, por lo tanto, las clases populares las que salvaron al país y las que, en justa correspondencia, reclamaron su participación en el gobierno de la nación.
La convocatoria de las Cortes en 1810 demostró sobradamente la profundidad de este cambio político. Por primera vez la representación se hizo por territorios —¡incluidos los de las colonias americanas!— y no por estamentos y, también por primera vez, todos los diputados fueron elegidos por la voluntad popular. Sólo este hecho basta para subrayar la importancia de esta convocatoria; porque, frente a interesadas ensoñaciones historicistas, las antiguas Cortes medievales nada tenían de democráticas —en Castilla sólo tenían representación dieciocho ciudades— y mucho menos de eficaces.
Frente al elitismo e inoperancia de las Cortes medievales, las de Cádiz de 1810 nacieron con un amplio respaldo popular y con una clara voluntad política, que se puso de manifiesto en su decisión de reconstruir, sobre nuevas bases, a la nación española. En contra de lo que sostenían, y aún sostienen, los defensores del Antiguo Régimen, en las Cortes de Cádiz no se fundó el Estado español, pues el Estado moderno en tierras peninsulares era una realidad política desde los Reyes Católicos, sino que se instauró la nación, es decir, que desde entonces la organización política dejaba de estar subordinada al capricho del monarca -que hasta entonces podía entregar o repartir sus dominios- y nacía de la voluntad de sus habitantes, que dejaban de ser súbditos para pasar a ser ciudadanos.
Es cierto que esta nueva nación española no dejaba margen para la libertad de los antiguos reinos que conformaron la monarquía hispánica, y mucho menos para el moderno federalismo ácrata de raíz pimargalliana, pero tampoco puede olvidarse que la formación de un Estado único y centralizado había nacido de la vengativa decisión de un monarca —Felipe V de Borbón— y que aquellos nacionalistas románticos que, ayer y hoy, critican esa configuración de la nación española tendrían que explicar qué tiene de revolucionario pretender volver al reinado de Felipe II.
El fruto principal de esas Cortes gaditanas fue, sin duda, la Constitución de 1812, que firmaba el certificado de defunción del Antiguo Régimen y de la monarquía absoluta, del Estado despótico y de los privilegios aristocráticos. No deja de resultar sorprendente que una sociedad decadente y periférica, como la española de esos años, fuese capaz de un impulso revolucionario de tan largo alcance. No fue, desde luego, una revolución social —ni podía serlo—, pero fue una transformación profunda y radical de la organización política de los españoles: soberanía nacional, división de poderes, sufragio universal, libertad de imprenta, unidad jurisdiccional…
Naturalmente, la Constitución de Cádiz tenía muchas carencias —como la confesionalidad del Estado y su opción por la monarquía—, pero todas deben atribuirse a la influencia de los estamentos privilegiados y a la necesaria transacción entre lo viejo que no acababa de morir y lo nuevo que no terminaba de nacer, por seguir a Gramsci. Las clases populares tenían el valor suficiente para defender la nación con las armas en la mano pero aún confiaban más en la inteligencia política de la burguesía para gobernarla; una falta de convicción en su propia capacidad para dirigir la revolución que, fatalmente, se repitió en otras ocasiones históricas.
Ya Piotr Kropotkin, en su obra sobre la Revolución francesa, nos advertía que "al lado opuesto [de la burguesía] se ve al pueblo, con su empuje, su entusiasmo y su generosidad, dispuesto a hacerse matar por el triunfo de la Libertad, pero al mismo tiempo pidiendo ser conducido, dejándose gobernar por los nuevos dueños instalados". Y más recientemente, si las comparamos con el proceso de Transición iniciado en 1975, las conquistas populares de las Cortes de Cádiz resisten bien el careo.
Así pues, el proceso revolucionario iniciado el 2 de mayo de 1808 y cristalizado en la Constitución de 1812 fue una auténtica revolución que derribó el carcomido edificio del Antiguo Régimen; y sólo por eso, debe de ser celebrado. Además, aun con sus dudas y titubeos, permitió la primera irrupción de las clases populares en el escenario político español, sustituyendo al Estado absolutista por la nación de todos; y por eso mismo, también debe de conmemorarse. Y, por último, inició un nuevo tiempo que, más pronto que tarde, trajo de la mano las ideas de emancipación social, libertad individual y solidaridad económica que están en la base del anarquismo. Con el triunfo del imperialismo napoleónico o del absolutismo medieval, nada de todo esto habría sido posible.
No fue nuestra revolución, pero fue una revolución. No lo olvidemos.