Mostrando entradas con la etiqueta Pierre Joseph Proudhon. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Pierre Joseph Proudhon. Mostrar todas las entradas

miércoles, 5 de agosto de 2015

La propiedad sigue siendo un robo


A 150 AÑOS DE LA MUERTE DE PROUDHON
TIERRA Y LIBERTAD
(Nº 325 - Agosto 2015.)

Proudhon nació el 15 de enero de 1809, en Besançon (Francia), la misma ciudad en donde vieron la luz Charles Fourier y Victor Hugo, y murió en Passy a los 56 años de edad. Por ser hijo de familia humilde tuvo que dedicarse a trabajar desde su más temprana infancia, oficiando de pastor y otros menesteres de la vida campesina. A los 18 años entró en una imprenta, en la que pronto se hizo cajista y luego corrector. Como siempre había acusado una inteligencia excepcional y un singular cariño por los libros, su nuevo trabajo fue para él una universidad. Con motivo de que en dicha imprenta se imprimió una edición de la Biblia, se le despertó la curiosidad de saber latín. Luego aprendió el griego y el hebreo sobre los mismos textos teológicos para entrar más tarde, con energía y pasión únicas, en el estudio de las graves cuestiones económicas y sociales, en las que tanto había de brillar.

También por una edición de El nuevo orden industrial, Proudhon entró en conocimiento de la obra de su conciudadano Fourier, el cual, a pesar de sus excentricidades intelectuales, no dejó de tener ideas luminosas y anticipaciones ideológicas de verdadero precursor. Como su pasión por el saber era incontenible, pronto adquirió amplísimos conocimientos de todas las ramas del saber humano, pero especialmente de filosofía y economía. De ahí que, aun siendo autodidacta, resultó uno de los hombres que más han escrito, a pesar de que murió en plena madurez. Basta decir que sus obras fueron extensas y numerosas, y que sólo su correspondencia enriqueció y nutrió catorce voluminosos tomos, que al decir de algunos biógrafos es donde está contenido lo más selecto de su fino espíritu y lo más agudo de su ingenio.

Casa natal de Proudhon.

Después de leer a Adam Smith y a otros clásicos de la Economía Política y estudiar la dialéctica hegeliana, arriba al socialismo demostrando escandalosamente «que la propiedad es un robo». Sus tres Memorias sobre el tema de la propiedad, que luego sirvieron como fundamento del socialismo, le originaron persecuciones, procesos, destierros e incluso la suspensión de la beca Suard, que representaba su medio de vida, y que por sus méritos propios obtuvo de la Academia de Besançon. Que sus libros resultaron tremendamente ruidosos en aquella época nos lo prueba el hecho de que, antes de publicar la primera de las Memorias mencionadas, y consciente de cómo sería acogida por los académicos, le decía en carta a un amigo: «He aquí cuál será el título de mi nueva obra, sobre el cual deseo que conserves el secreto: ¿Qué es la propiedad? Es el robo o Teoría de la igualdad política, civil e industrial. La dedicaré a la Academia de Besançon. Este título es atroz; pero no les dejaré medio para que puedan morderme; soy un demostrador, expongo hechos; actualmente ya no se castiga por decir verdades sin herir a nadie, aunque sean molestas. Pero si el título es alarmante, la obra lo es mucho más. Si tengo un editor hábil y que se mueva verás pronto al público sumido en la consternación. Toma la proposición que sirve de frontispicio a mi carta y figúrate verla probada por razón matemática, lo que es mucho más decisivo para los hombres de hoy que por pruebas morales y metafísicas».

Por éstas y otras causas, toda su vida fue azarosa y llena de privaciones económicas, dada su integridad moral, rectitud de carácter e inconformismo con la sociedad burguesa y el misticismo religioso. Era, pues, un indomable que con singular entereza renunciaba a los bienes que le podía proporcionar la adaptación al medio político y social de su época. Para él, por encima de todas las comodidades estaban la razón, la justicia y la verdad.

Proudhon, como precursor del socialismo, precedió a Marx. Mucho antes de que el economista y filósofo alemán entrase en conocimiento de la idea socialista, nuestro hombre había estudiado a Saint-Simon, Owen y Godwin, amén de las utopías que se lanzaran como anticipaciones de lo que debiera ser la sociedad organizada sobre bases de mayor justicia y equidad. Por eso se le consideraba como el escritor más denso de ideas renovadoras; el más avanzado de la época y el que más a fondo removiera la conciencia social de su tiempo. La fuerza activa y fecunda de su concepción consistió en hacer del socialismo un movimiento cuyo porvenir estará seguro con las actividades y desarrollo de la clase obrera y de la producción en su conjunto, cuyas instituciones van abriendo cauce e iluminando un nuevo ordenamiento de la sociedad regida por ese principio moral de la justicia y por las esencias federalistas que concibió él antes que nadie.


Fue un pensador profundo y genial; nos lo prueba el hecho de que sobre su vida y su obra se ha escrito mucho. Su cultura era tan rica que le permitió escribir páginas abordando temas de toda índole: sobre la idea de Dios, sobre la propiedad, la dialéctica, la justicia, la certidumbre, la moral, las costumbres, etc.; pero especialmente sobre economía política, a la que atribuyó tanto función metafísica como práctica. Por eso el 4 de junio de 1847 respondía a objeciones de su amigo Bergman: «Persisto en creer que las cuestiones acerca de Dios, del destino humano, de las ideas, de la certidumbre, en una palabra, que todas las altas cuestiones de la filosofía forman parte integrante de la ciencia económica, que no es, después de todo, más que su realización exterior».

Karl Marx fue un admirador de Proudhon, y probablemente debe su evolución —del hegelianismo al socialismo— a los escritos del pensador francés. Nos lo demuestra claramente —antes de escribir su violenta crítica titulada Miseria de la Filosofía— al reconocer con Engels, en La Sagrada Familia, que ellos encontraron en la obra de Proudhon sobre la propiedad un progreso científico «que revoluciona la economía política y por vez primera hace realmente posible una verdadera ciencia de la economía política»; además, llegaron a declarar paladinamente que nuestro pensador no sólo escribía en interés del proletariado, sino que él mismo era proletario y que su obra era «un manifiesto científico del proletariado francés», de «importancia histórica». Pero todo esto lo dijeron me dio año antes de que comenzaran a redactar la polémica contenida en su agria Miseria de la Filosofía. Es cierto que cuando Marx publicó este libro polémico ya Proudhon había publicado su Sistema de las contradicciones económicas o filosofía de la miseria, pero esta obra no constituía una modificación sustancial de su pensamiento, sino la evolución de sus interpretaciones, que le condujeron directamente a convertirse en precursor del socialismo antiautoritario.


Sin embargo, sépase que Marx, cuando estuvo en Francia, se pasó noches enteras discutiendo con Proudhon, y que más tarde invitó a éste a colaborar en una «correspondencia» que sirviera para «un intercambio de ideas y para una crítica imparcial», porque —escribe Marx— «creemos todos que, por lo que respecta a Francia, no podríamos encontrar mejor corresponsal que usted». Proudhon contestó lo siguiente: «Busquemos conjuntamente, si usted lo desea, las leyes de la sociedad y el modo cómo se realizan, pero, por el amor de Dios, una vez que hayamos escombrado todos esos dogmatismos a priori, no pensemos en cargar al pueblo con doctrinas por nuestra parte. No incurramos en el error de su compatriota, Martín Lutero, que, después de haber derrocado la teología católica, sin perder tiempo se dedicó con gran derroche de excomuniones y anatemas a fundar una teología protestante... Por el hecho de que estemos al frente de un movimiento, no nos convirtamos en jefes de una nueva intolerancia, no nos comportemos como apóstoles de una nueva religión, aunque esa religión fuera la de la lógica, la de la razón». Aquí se trata, como muy bien dice Martin Buber, «esencialmente del modo de proceder político, pero muchas manifestaciones de Proudhon atestiguan que también veía la meta bajo la luz de la libertad y la diversidad». Y el mismo Buber añade que cincuenta años después de aquella carta, Kropotkin resume la idea fundamental del objetivo en estas frases: «El desarrollo máximo de la individualidad deberá ir unido al máximo desarrollo de la asociación voluntaria en todos sus aspectos, en todos los grados posibles y para los fines más variados: una asociación en cambio constante que lleve en sí misma los elementos de su duración y adopte las formas que en todo momento correspondan mejor a las aspiraciones de todos». Es exactamente lo que quería Proudhon en la madurez de su pensamiento.

Es muy posible que Proudhon viese en la carta que le envió Marx, como también en las conversaciones particulares que habían tenido, al hombre que acariciaba el sueño de llegar a ser un redentor mediante la elaboración de una doctrina despótica y centralista que el filósofo francés no compartió. Pero aunque algunos han argüido que la finalidad del pensamiento de Marx no difiere mucho del «utopismo» proudhoniano, no es menos cierto que nuestro hombre no creía en el centralismo, ni tampoco en el salto posrevolucionario vislumbrado por Marx, sino que juzgó que era preciso crear desde ahora el ambiente necesario al cambio que se operará mediante el triunfo de la revolución. Es decir, Proudhon abogaba por una continuidad dentro de la cual la revolución significa solamente el cumplimiento la liberación y ampliación de una realidad que, en lo posible, se ha desarrollado ya.


Enfocándola desde otro ángulo, esta diferencia aún se puede aclarar más, pero como el espacio es limitado nos vemos obligados a dar de lado a más razonamientos para poder tomar nota de algunas ideas esbozadas por Proudhon respecto al socialismo, y que son esenciales para una justa interpretación de sus aportaciones.

En 1844 escribió Proudhon en una carta: «Cuando las contradicciones de la comunidad y de la democracia, una vez descubiertas, corran la suerte de las utopías de Saint-Simon y Fourier, entonces el socialismo, que no es otra cosa que la economía política, se apoderará de la sociedad y la empujará con poder irresistible a su ulterior destino... El socialismo no tiene aún conciencia de sí mismo; en la actualidad se denomina comunismo».

Y hablando del predominio del principio económico sobre el de la religión y del gobierno, dice: «Este principio es el que con el nombre de socialismo removerá a Europa con una nueva revolución, la cual, después de haber constituido la república federativa de los Estados civilizados, organizará la unidad y solidaridad de la especie humana en toda la superficie del globo terrestre». Y después de afirmar que una genuina reforma de la sociedad sólo puede lograrse partiendo de una modificación radical de las relaciones entre el orden social y el político, y de que no se trata de sustituir una constitución política por otra, en vez de la organización política impuesta a la sociedad autoritariamente, es preciso que aparezca una que provenga de la sociedad misma, dice: «La causa primera de todos los desórdenes que afligen a la sociedad, de la opresión de los ciudadanos y de la ruina de las naciones, consiste en la centralización exclusiva y jerárquica de los poderes públicos (...); es preciso acabar cuanto antes con ese enorme parasitismo». Y luego: «Desde la Reforma, y en particular desde la Revolución francesa, un nuevo espíritu ilumina al mundo. La libertad se ha enfrentado al Estado, y desde que se universalizó la idea de libertad se comprendió que no es meramente cuestión del individuo, sino que debe existir asimismo en el grupo».

También, declarándose contra las doctrinas dogmáticas y centralistas, advierte: «Al pueblo le gustan las ideas sencillas, y tiene razón. Desgraciadamente, esa sencillez que busca sólo puede hallarse en las cosas elementales, indisolubles, de principios opuestos y de fuerzas antagónicas. Organismo significa complicación, pluralidad significa contradicción, antagonismo, independencia. El sistema centralista puede ser muy hermoso por su grandeza, simplicidad y desarrollo; sólo le falta una cosa: en él el hombre ya no se pertenece a sí mismo, en él no se siente, en él no vive, en él no es tenido en cuenta».

Mas, como se sabe, el ideal verdadero de Proudhon es la anarquía, o sea, la ausencia de gobierno, el contrato libre en sustitución de la autoridad. Lo demuestra brillantemente cuando afirma: «Habiéndose cambiado la sociedad de adentro afuera, todas las relaciones quedan trastornadas. Ayer andábamos cabeza abajo, hoy la erguimos, y todo ello sin que se haya causado interrupción en nuestra vida. Sin que hayamos perdido nuestra personalidad, cambiamos de existencia. Tal es la revolución en el siglo XIX.

»¿No es, en efecto, la idea capital y decisiva de esta revolución: 'No más autoridad', ni en la Iglesia, ni en el Estado, ni en la tierra, ni en el dinero?

»Ahora bien, no más autoridad quiere decir lo que no se ha visto nunca, lo que nunca se ha comprendido: el acuerdo del interés de cada uno con el interés de todos; la identidad de la soberanía colectiva y de la soberanía individual.

»¡No más autoridad!, es decir, además, el contrato libre en lugar de la ley absolutista; la transacción voluntaria en lugar del arbitraje del Estado; la justicia equitativa y recíproca en lugar de la justicia soberana y distributiva; la moral racional en lugar de la moral revelada; el equilibrio de las fuerzas sustituyendo al equilibrio de los poderes; la unidad económica en lugar de la centralización política. Una vez más, ¿no es esto lo que me atreveré a llamar una conversión completa, una vuelta sobre sí mismo, una revolución?»

Dibujo hecho en su lecho de muerte.

Pero Proudhon demostró ser un gran visionario cuando ya a mediados del siglo antepasado predijo para Europa sistemas parecidos al fascismo y al estalinismo. La amenaza para el futuro es, dice, «una democracia compacta con apariencia de estar fundada en la dictadura de las masas, pero en la que las masas no tendrán más poder que el necesario para asegurar la general servidumbre de acuerdo con los siguientes preceptos tomados del antiguo absolutismo: indivisibilidad del poder público, centralización agotadora, destrucción sistemática de todo pensamiento individual, corporativo y regional (que se considerará perturbador), policía inquisitorial (…) No nos engañemos. Europa está enferma de ideas y de orden; está entrando en una era de fuerza bruta y desprecio de principios. (…) Después empezará la gran guerra entre las seis grandes potencias (...) Habrá una carnicería, y la debilidad que seguirá a esos baños de sangre será terrible. No viviremos para ver la obra de la nueva época; lucharemos en las tinieblas; debemos prepararnos para aguantar esa vida sin entristecernos demasiado, cumpliendo nuestro deber. Ayudémonos unos a otros, llamémonos en las tinieblas, y practiquemos la justicia siempre que haya ocasión. (…) La civilización está hoy en las garras de una crisis a la que sólo puede encontrarse otra parecida en la historia: la crisis que trajeron consigo los comienzos del cristianismo. Todas las tradiciones están agotadas, todos los credos, abolidos; pero el nuevo programa todavía no está listo, con lo que quiero decir que todavía no entró en la conciencia de las masas. De ahí lo que yo llamo disolución. Es el momento más cruel en la vida de las sociedades (…) No me hago ilusiones y no espero despertar una mañana para ver la resurrección de la libertad en nuestro país, como por arte de magia (...) No, no; podredumbre durante un tiempo cuyo fin no puedo precisar y que no durará menos de una o dos generaciones: eso es lo que nos ha tocado en suerte (...). Sólo veré lo malo, moriré en medio de las tinieblas».

He ahí, pues, trazada a grandes rasgos la figura genial del más grande creador del anarquismo.

J. P. V.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Regreso de la conferencia

Por Pierre-Joseph Proudhon

Gustave Courbet, el artista de las violentas paradojas, acaba de realizar una obra cuyo escándalo habría borrado todos aquellos de los que se ha hecho culpable desde hace quince años, si el gobierno no se hubiese preocupado de poner orden en el asunto excluyendo pura y simplemente de la exposición (1863) esta pintura temeraria. Por disposición superior, el Regreso de la conferencia no ha figurado en el Palacio de la Industria ni entre los admitidos, ni entre los excluidos. Con este motivo, los adversarios del autor no han perdido la ocasión de manifestar que esta pequeña persecución era precisamente lo que él buscaba. «Courbet, dicen, utiliza su último truco. Después de haber irritado al público con sus rebuscadas fealdades, ha recurrido ahora a la inconveniencia de los temas. A fuerza de cinismo, no podía dejar de encontrar atractivo un golpe de Estado: único medio que le quedaba para que se siguiese hablando de él. Ahora, que los extranjeros entre los que va a difundir su obra maestra le testimonian en florines, guineas y dólares su indiscreta curiosidad, es todo lo que pide. Que sepan únicamente que este pretendido maestro pintor, fundador equivoco de una escuela sin discípulos que jamás ha sabido formular su principio, ese injuriador del arte, está juzgado; ya no tiene nada que enseñar a los papanatas; ya no le quedan más sorpresas ni más charlatanismo…». Y el público —que no entiende nada de estas querellas de artistas—, mediocre aficionado a la pintura, pero muy engolosinado con el escándalo, abre los ojos de par en par.

Imagínense, en un ancho camino, al pie de un roble bendito, frente a una santa imagen, bajo la mirada sardónica del moderno campesino, una escena de borrachos todos ellos pertenecientes a la clase más respetable de la sociedad, al sacerdocio: el sacrilegio uniéndose a la embriaguez, la blasfemia cayendo en el sacrilegio; los siete pecados capitales, la hipocresía a la cabeza, desfilando con hábito eclesiástico; un vaho libidinoso circulando a través de los grupos; finalmente, mediante un último y vigoroso contraste, toda esta pequeña orgía de la vida clerical se desarrolla en medio de un paisaje a la vez encantador y grandioso, como si el hombre, en su más elevada dignidad, sólo existiese para manchar con su indeleble corrupción a la inocente naturaleza: he aquí, en pocas líneas, lo que se ha atrevido a representar Courbet. ¡Y si solamente se hubiese contentado, para desahogar su inspiración, con algunos pies cuadrados de lienzo! Pero no; ha construido un inmenso artilugio, una vasta composición, como si se hubiese tratado de Cristo en el Calvario, de Alejandro Magno entrando en Babilonia, o del Juramento del Juego de la Pelota.

De esta forma, cuando este chiste pictórico apareció ante el jurado, se produjo un clamor justiciero; la autoridad decidió su exclusión. Pero Courbet recrimina: más que nunca, acusa a sus colegas, en masa, de desconocer el pensamiento íntimo y la elevada misión del arte, de depravarlo, de prostituirlo con su idealismo; y es preciso confesar que la decadencia señalada hoy por todos los aficionados y críticos da al proscrito al menos una apariencia de razón. ¿Quién está equivocado, el pretendido realista Courbet, o sus detractores, campeones del ideal? ¿Quién juzgará este proceso, en el que el propio arte, con todo lo que constituye y con todo lo que de él depende, está puesto sobre el tapete?

Sobre el principio del arte y su destino social (1865).

domingo, 8 de agosto de 2010

PREHISTORIA DEL ANARQUISMO: Ideólogos e impulsores de la Acracia

[Como añadido a las entradas que hemos puesto sobre los antecedentes del pensamiento anarquista, pongo este texto del artículo «El anarquismo», que el historiador de la UNED Javier Paniagua hizo para Historia 16, y salió, también, en el número 157 de la colección Cuadernos Historia 16.]

Desde finales del siglo XVIII hasta el primer tercio del siglo XX una serie de autores conformaron las bases del pensamiento antiautoritario sin que pueda establecerse ninguna relación de escuela entre ellos. Cada uno corresponde a un contexto diferente y sus escritos tienen motivaciones dispares, pero en mayor o menor medida fueron reivindicados por los militantes y dirigentes del movimiento libertario como fuentes de inspiración para sus justificaciones políticas.

Entre ellos un clérigo inglés, William Godwin (1756-1836), que colgó los hábitos, pasa por ser el primer teórico del anarquismo. En 1793 publicó un voluminoso libro con el título de Investigación acerca de la Justicia y su influencia en la virtud y la dicha generales. Influido por las obras de Rousseau, Helvecio y D’Holbach y por los acontecimientos de la Revolución Francesa, conecta con el optimismo de la Ilustración y defiende la educación como el verdadero camino hacia la razón, única fuente de sabiduría para el hombre. El Estado es la causa que impide la justicia absoluta y, ya tenga un origen democrático o despótico, atenta contra la razón al suponer la abdicación de nuestro propio juicio a favor del gobernante. Ha nacido de la maldad de los humanos en el pasado y sólo con el triunfo de la razón desaparecerá. Por motivos similares propone la abolición de la propiedad privada que nos convierte en esclavos de una minoría poseedora, facultada para disponer de los productos del trabajo de otros hombres.

El matrimonio es, igualmente, una institución nefasta que obliga a dos personas a vivir juntas permanentemente, sin contar con la evolución personal de cada uno, y donde los instintos y los sentimientos aplastan a la razón y hacen a uno propiedad del otro. Sin embargo su vida privada no giraría de acuerdo con sus teorías: se casó secretamente a los 41 años con Mary Wollstonecraft, de 38, una escritora conocida de su tiempo, que murió pronto, al dar a luz a su hija Mary, quien huiría de su casa por la intransigencia y el conservadurismo paternos cuando se unió al poeta Shelley. Más tarde, sería autora de la famosa novela Frankenstein, publicada en 1818.

La obra de Godwin ejerció, sobre todo, una profunda influencia entre los poetas ingleses de principios del siglo XIX, Wordsworth, Coleridge y el mismo Shelley, y tuvo escasa repercusión sobre otros autores políticos. Cuentan que el premier inglés de entonces, Mr. Pitt, no hizo mucho caso de las teorías radicales expuestas en su libro, y no ejerció censura alguna para su difusión. Un libro que cuesta tres guineas —afirmó Pitt— no origina ninguna revolución. Muchos años más tarde, Kropotkin recuperaría su obra y destacaría su aportación al pensamiento libertario.

En medio de la Revolución Francesa distintos grupos y figuras contribuyeron con sus acciones y escritos a la formación del anarquismo. Uno de los más conocidos extremistas fue otro clérigo, Jacques Roux, que encuadrado en el movimiento de los enragés destacó por sus proclamas incendiarias, en las que insistía que la libertad política sin libertad económica nada representaba. Igualmente, Jean grave luchó contra el gobierno de los jacobinos y dedujo que revolución y gobierno son términos contradictorios.

Los anarquistas también reivindicaron a Graco Babeuf y la Conspiración de los Iguales, de 1776, que consideraban la propiedad privada como fuente principal de cuantos males afligen a la sociedad. Su manifiesto afirmaba: Ha llegado el momento de fundar la República de los Iguales, este inmenso albergue abierto a todos los hombres.

Uno de los colaboradores de Babeuf, que escribiría más tarde la primera historia de la conspiración, fue Filippo Buonarroti (1761-1837), aristócrata pisano de nacimiento y francés por adopción revolucionaria. Paradigma de conspirador permanente, huyó a Ginebra y desde allí contribuyó a crear sociedades secretas, como la italiana de los Carbonari para combatir la dominación austriaca, difundir la lucha contra los gobiernos e implantar el igualitarismo. Ya viejo, regresó de nuevo a Francia con la revolución de 1830, y todavía tuvo fuerzas para fundar un comité que produjera un levantamiento en Saboya y se expandiera por toda Italia.

En una perspectiva diferente, se inscribe la obra de Charles Fourier (1772-1837), comerciante de profesión, que pertenece a esa amplia nómina de primeros socialistas, posteriores a la Revolución Francesa, calificados —con poco rigor— como utópicos, más preocupados por describir la sociedad perfecta que por la conspiración revolucionaria. Fourier partió de una crítica despiadada del Estado capitalista controlado por unos pocos y convertido en instrumento de opresión para los trabajadores. Recalcaba que la nueva economía industrial estaba regida por una libre competencia que suponía el dominio de los más fuertes, con unos comerciantes sin capacidad productiva en comparación con los agricultores y manufactureros, que con su función de intermediarios controlaban la distribución de los bienes en beneficio propio.

Su propuesta más original consistía en la construcción de los falansterios, especie de comunas autosuficientes donde hombres y mujeres vivirían en plena igualdad —fue un claro defensor de la emancipación femenina—, de forma armónica. Las actividades productivas de los individuos, realizadas en régimen cooperativo, cambiarían con el tiempo para evitar la monotonía y el aburrimiento. La base económica estaría sustentada por la agricultura, mediante una racionalización de los cultivos que proporcionaría alimentos en abundancia para todos. Por el contrario, las industrias tendrían un carácter artesanal, muy alejadas de las grandes fábricas, con la elaboración de los bienes considerados estrictamente necesarios, en clara contraposición a su contemporáneo Saint-Simon, defensor de la nueva economía industrial. En este sentido, Fourier conectará con el antiindustrialismo de determinados círculos anarquistas que también quisieron distinguir entre lo necesario y lo superfluo del consumo.

Sus críticas y propuestas tuvieron cierto eco entre los años treinta y cincuenta del siglo XIX en España y así, personajes como Joaquín Abreu, residente en una ciudad comercial en decadencia como Cádiz, y rodeado de un mundo agrario, fue un difusor que intentó fundar falansterios, mientras que en Cataluña se extendió el pensamiento industrialista de Saint-Simon.

Uno de los conocidos como jóvenes hegelianos, el alemán Max Stirner (1806-1856), en su obra El único y su propiedad publicada en 1843, reflejó uno de los aspectos presentes en mayor o menor medida en el anarquismo: la defensa del individuo frente a la colectividad, y por tanto el rechazo de instituciones preestablecidas como el Estado, la familia o las clases sociales opresoras de la personalidad individual. Sólo desde la libertad del yo pueden constituirse federaciones voluntarias de personas que siempre han de estar fijadas por la libre decisión. Cualquier programa, idea o teoría que sustente un orden social o económico son prisiones que impiden la libertad de pensamiento y la capacidad de creación del hombre. El mismo comunismo libertario formulado a finales del siglo XIX intentaría solucionar la posible contradicción entre individuo y sociedad, pensando que una buena organización económica permite la libre expansión personal.

Su libro pasó desapercibido al principio pero fue recuperado posteriormente como un claro antecedente de Nietzsche, quien también ejerció un cierto impacto en los medios libertarios por su negación de la moral tradicional. Ambos tuvieron gran aceptación en lo que ha sido denominado anarquismo individualista, que sirvió en parte como justificación teórica de muchos artistas de finales del siglo XIX y principios del XX para romper con estilos vigentes, o proponer formas expresivas nuevas. Las piezas del dramaturgo Ibsen son un claro exponente, y no en balde ejercieron fuerte impacto entre los ácratas españoles, por su crítica de los convencionalismos. Su obra Un enemigo del pueblo, por ejemplo, fue representada en muchos ateneos obreros españoles.

Autores, entre otros, como Marquina, Azorín, Julio Camba, Benavente, Maragall, Gómez de la Serna o Pío Baroja adoptaron, en mayor o menor grado, al principio de sus carreras literarias actitudes nietzschianas que los llevaron a simpatizar con el movimiento libertario y colaborar en sus publicaciones, con un anarquismo vital y estético en el que se hacía exaltación del individuo y de la rebeldía frente a la vulgaridad y el conformismo. Como se decía en Juventud, revista editada en Valencia en 1903. El principio que yo y vosotros y todos debemos proclamar es (que) sobre mi conciencia, mi corazón, mi inteligencia no puede haber una ley despojadora, ni un organismo privilegiado (…) Por eso os digo que no se trata de una cuestión de estómago, ni del odio atávico de castas siempre malditas y vencidas (…) Enrique Ibsen tiene razón: no se trata de un problema económico sino de la remoción de toda la entraña humana.

Entre los autores del siglo XIX que más influencia ejercieron en la configuración teórica del anarquismo está Pierre-Joseph Proudhon (1809-1864), que pasa por ser el fundador del socialismo libertario. Es en sus escritos donde se formulan por primera vez una opción clara por una sociedad sin gobierno, diferenciándose así de otros pensadores anteriores que pueden ser reivindicados en menor o mayor proporción tanto por socialistas marxistas como anarquistas.

Historia 16.

sábado, 8 de mayo de 2010

NACIMIENTO DEL ANARQUISMO: PIERRE JOSEPH PROUDHON

Por Ángel J. Cappelletti

En el curso de la Revolución Francesa se usó con relativa frecuencia la palabra «anarquista». Los elementos más conservadores (girondinos, etc.) designaban con ella a quien formaba parte de uno de los clubes de barrio situados más allá del jacobinismo, los cuales propiciaban, no la estatización de la tierra, como Babeuf y los iguales, sino la autogestión, el federalismo integral, la toma de posesión de los instrumentos de trabajo por parte de los trabajadores mismos.

Como es evidente, los moderados concedían un sentido peyorativo a dicha palabra: sólo quien no está en sus cabales puede oponerse al mismo tiempo a la monarquía y a la república y puede pensar en la supresión radical de la propiedad privada.

El primero que usó la palabra «anarquista» en sentido positivo, con el propósito de autodefinirse dentro del abigarrado cuadro de las ideologías en la Francia de 1848, fue Pierre Joseph Proudhon. Él fue, al mismo tiempo, el que le dio un contenido; más aún, el primero que elaboró una filosofía social y política y una interpretación de la cultura y de la historia que con propiedad puede denominarse «anarquismo», aunque más tarde prefiriera sustituir este término negativo por otros de significado positivo (mutualismo, democracia industrial, etc.).

Proudhon nació en Besançon, en el Franco Condado, el 15 de enero de 1809 y murió en Passy, el 19 de enero de 1865. Provenía de una familia de artesanos y campesinos. Su padre, tonelero y cervecero, nunca comprendió que la cerveza que fabricaba debía venderse a más que el precio de costo (incluido su salario) y por eso vivió pobre y dejó hijos pobres. Su madre era cocinera.

Él mismo trabajó toda su vida manualmente: primero, como tonelero, junto a su padre; después, como mozo de labranza, luego, como tipógrafo; en fin, como carretero. A decir verdad, fue el único de los grandes teóricos del socialismo que podemos llamar «trabajador manual» y que ganó su vida literalmente con el sudor de su frente. Resulta por eso al mismo tiempo indignante y gracioso escuchar a los marxistas (comenzando por el propio Marx) cuando afirman que Proudhon era un pequeño burgués (sobre todo si se considera que Marx era hijo de un respetable abogado, se casó con la baronesa Jenny von Westphalen y vivió durante mucho tiempo con el dinero que su amigo Engels extraía de la plusvalía producida por los obreros de sus fábricas). Originario, como Fourier, del Franco Condado, en el que, como dice G. Lefranc, «hasta la revolución de 1789, hubo siervos al servicio de las abadías, pero que desde la Edad Media iba orientándose hacia fórmulas cooperativas, mediante la constitución de fruterías», sus concepciones económicas y sociales tienen una primera y profunda raíz en las observaciones de su infancia sobre el trabajo, la propiedad, la venta, el justo precio.

Gracias a la beca Suard pudo estudiar Proudhon durante algún tiempo en el Colegio de Besançon, pero razones económicas le impidieron concluir allí su bachillerato. Básicamente se le debe considerar, pues, como a Fourier (y también a Owen, a Saint-Simon y a casi todos los socialistas utópicos) un autodidacta. También en esto sus orígenes lo oponen a Marx. El carácter no sistemático, las contradicciones (reales o aparentes), el vuelo grandioso y el brillante rigor de su estilo son el resultado de su genio francés, campesino-artesanal, autodidáctico.

El pensamiento de Proudhon ha merecido calificativos muy diversos.

Para los marxistas, Proudhon es un ideólogo de la pequeña burguesía, lo cual parece fundamentalmente falso, no sólo porque él fue el verdadero iniciador del movimiento obrero internacional (proudhonianos fueron los obreros que fundaron la Asociación Internacional de Trabajadores; proudhoniana siguió siendo tal Asociación en su mayoría, durante los primeros Congresos; discípulos de Proudhon configuraron también la mayoría durante la Comuna de París, etc.), sino también porque el socialismo francés (y, en cierto modo, el socialismo de los países latinos, sin excluir los de Ibero América) fue durante muchas décadas (hasta 1920, por lo menos) más proudhoniano que marxista. ¿Puede concebirse que una ideología pequeño burguesa haya logrado durante tanto tiempo, en tantos países, una tan grande influencia en el movimiento obrero?

Algunos autores como Touchard, en su Historia de las ideas políticas, prefieren definir al proudhonismo como «un socialismo para artesanos»; otros han hablado de «un socialismo para campesinos». Pero tales definiciones sólo pueden aceptarse si se tiene en cuenta que, en el momento en que Proudhon pensaba y escribía, la mayoría de los trabajadores asalariados eran artesanos y agricultores más que obreros industriales.

En todo caso, tan justo parece llamarlo, con Bourgeois, «padre del socialismo francés», como con Stekloff, «padre del anarquismo» y como Dolléans, «gran filósofo y tribuno de la plebe europea».

La primera obra que Proudhon escribió fue un ensayo sobre las categorías gramaticales (1835), con el cual optó al premio en un concurso promovido por la Academia de Besançon. En 1839 publicó un trabajo de carácter histórico-sociológico, sobre La celebración del domingo, que, igual que el primero, no llamó mucho la atención.

Pero su tercera obra, ¿Qué es la propiedad?, aparecida en 1840, le hizo repentinamente famoso en París, en Francia y en el mundo. Al año siguiente, en 1841, y luego en 1842, completó las teorías allí expuestas con una Segunda y Tercera memoria. En 1843 escribió dos obras importantes: La creación del orden en la humanidad y El sistema de las contradicciones económicas o la Filosofía de la miseria.

Esta última dio lugar a una réplica de Marx, quien dialécticamente escribió así su Miseria de la filosofía. Precisamente un año después de publicar su Filosofía de la miseria (1844) Proudhon conoció a Marx en París; al año siguiente (1845) conocerá a Bakunin. Y aunque es verdad que Proudhon recibió la influencia del joven filósofo alemán, no es menos cierto que, a su vez, influyó grandemente sobre él. Baste recordar que Proudhon fue el primero que habló del socialismo como ciencia, en su ¿Qué es la propiedad? Marx admiraba este libro e hizo de él un gran elogio en La Sagrada Familia, al afirmar que reviste una importancia por lo menos igual al folleto del abate Sièyes, ¿Qué es el Tercer Estado? Dice textualmente Marx: «Proudhon no escribe solamente en nombre de los proletarios; él mismo es un proletariado. Su obra es el manifiesto científico del proletario francés y presenta una importancia histórica distinta de la elucubración literaria de un crítico cualquiera».

Las cordiales relaciones entre Proudhon y Marx no duraron, sin embargo, mucho. Marx, que rompió con cuantos le precedieron, quiso atacar, en cierto momento, al alemán Grün, representante del llamado «verdadero socialismo», y quiso arrastrar consigo a Proudhon, el cual, lo mismo que Bakunin, no se prestó a ello. He aquí lo que en tal ocasión escribe el «padre del socialismo francés» al «padre del socialismo alemán»: «Después de haber demolido todos los dogmas a priori, no caigamos, a nuestra vez, en la contradicción de vuestro compatriota Lutero; no pensemos también nosotros en adoctrinar al pueblo; mantengamos una buena y leal polémica. Demos al mundo el ejemplo de una sabia y previsora tolerancia, pero, dado que estamos a la cabeza del movimiento, no nos transformemos en jefes de una nueva intolerancia, no nos situemos como apóstoles de una nueva religión, aunque ésta sea la religión de la lógica».

Si Marx ataca a Proudhon cuando éste publica su Sistema de las contradicciones económicas, tres o cuatro años después de haberlo alabado por su ¿Qué es la propiedad?, no se debe, evidentemente, al hecho de que Proudhon haya variado su doctrina, sino a la negativa de éste frente a sus imposiciones dogmáticas y al prurito, muy propio de Marx, de ser el primero en todo. Proudhon nos da la clave de la ruptura en una nota manuscrita al margen de su ejemplar de las Contradicciones económicas: «El verdadero sentido de la obra de Marx es que él deplora que yo haya pensado como él, y que lo haya dicho antes que él».

En 1848 Proudhon es elegido diputado a la Asamblea Nacional, al proclamarse la Segunda República. En el seno de ese cuerpo legislativo combate la propuesta del reformista Luis Blanc, «cuyos talleres nacionales adormecen a los proletarios sin concederles nada de lo esencial». En ese medio republicano-burgués aparece como un extraño disidente.

Él mismo escribe en sus Carnets: «Estos diputados se asombran de que yo no tenga cuernos y garras». Sin embargo, sus ideas, a través del periódico que publica, «Le representant du peuple», llegan a tener entonces gran influencia en los estratos populares de París. Cuando el general Cavaignac reprime violentamente la revuelta Popular del 23 de junio, seiscientos noventa y uno de los seiscientos noventa y tres diputados de la Asamblea aprueban su conducta: Proudhon es uno de los dos que la condena.

En tal ocasión pronuncia un célebre discurso, donde opone taxativa y radicalmente, como nunca nadie se había atrevido a hacer hasta entonces, la burguesía y el proletariado, afirmando que «el proletariado realizará un nuevo orden, por encima de la ley establecida, y procederá a una liquidación de la burguesía».

En este momento, Proudhon, que por lo general tiene una posición no violenta, porque confía en los mecanismos de la organización económica, asume una actitud beligerante, que bien podríamos llamar «de fuerza». «La esperanza de llegar pacíficamente a la abolición del proletariado -dice- es una pura utopía». Poco después, como reafirmando la idea de la lucha de clases, añade: «Pertenezco al partido del trabajo contra el capital.»

El 10 de diciembre de aquel mismo año, Luis Napoleón es proclamado Presidente de la República por la Asamblea Nacional. Dos años y medio después este Presidente se convertiría en Emperador, del mismo modo que el primer Napoleón había pasado del Consulado al Imperio.

Proudhon ataca duramente a Luis Napoleón en su periódico «Le voix du peuple», y lo considera como el peor enemigo del proletariado y del socialismo. Por esta razón es condenado, en 1849, a varios años de cárcel. Huye a Bélgica, donde vive en el anonimato durante un tiempo, ganándose la vida como profesor particular de matemáticas.

En una ocasión, al regresar por motivos privados a Francia, es descubierto, y encerrado en la famosa prisión de Santa Pelagia. Allí se dedica con apasionado fervor al estudio y escribe, entre otros libros, La idea general de la revolución. Mantiene también una nutrida y clandestina correspondencia con muchas figuras de la oposición, y propicia una alianza del proletariado con la clase media para derrocar a Luis Napoleón, actitud que le será reprochada por algunos socialistas, los cuales recordaban que pocos años antes Proudhon había contrapuesto de un modo tajante el proletariado y la burguesía. En 1858 escribe, contra el católico Mirecourt, una de sus más extensas e importantes obras histórico-filosóficas: Sobre la Justicia en la Revolución y en la Iglesia, la cual le vale una nueva condena, por su ataque contra la religión del Estado, y un nuevo exilio en Bélgica. Una amnistía le permite retornar a su país, donde en 1863 publica otra de sus obras fundamentales: El Principio federativo. En ella desarrolla ampliamente su concepción del federalismo integral, que pretende no sólo descentralizar el poder político y hacer que el Estado central se disgregue en las comunas, sino también, y ante todo, descentralizar el poder económico y poner la tierra y los instrumentos de producción en manos de la comunidad local de los trabajadores. Este concepto del federalismo es quizá el que mejor resume esa totalidad móvil que es el pensamiento de Proudhon.

Hasta tal punto se adhiere a él, que por defenderlo llega en ocasiones a consecuencias inaceptables y bastante absurdas. Así, por ejemplo, cuando en Estados Unidos estalla la Guerra de Secesión, donde la justicia estaba claramente definida a favor del Norte antiesclavista, Proudhon parece defender la causa del Sur, por el mero hecho de que los Estados meridionales se autoproclamaban partidarios de la confederación y enemigos del centralismo. En los últimos dos años de su vida escribe otra obra de gran importancia doctrinal, que influye decisivamente en la formación ideológica de los fundadores de la Primera Internacional: De la capacidad política de la clase obrera, aparecida en 1865.

El pensamiento de Proudhon parte, ante todo, de la filosofía de la Ilustración. Los empiristas ingleses (Locke, Hume, etc.) y los enciclopedistas franceses, como Voltaire, Helvetius, y particularmente Diderot, son con frecuencia el presupuesto tácito o explícito de sus desarrollos doctrinales. Ataca duramente a Rousseau (como antes Godwin y después Bakunin), pero toma de él algunas de sus ideas básicas.

También influyen sobre Proudhon las agudas críticas de los socialistas utópicos, como Saint-Simon y Fourier, aunque nadie más renuente que él a las construcciones ideales y al trazado de brillantes cuadros futurísticos.

Por otra parte, también contribuyen a la formación del pensamiento proudhoniano las últimas manifestaciones de la filosofía germánica. De Kant le interesa a Proudhon en especial no tanto la Analítica trascendental y la teoría de las categorías (en la primera parte de la Crítica de la razón pura) o la doctrina del imperativo categórico y el formalismo ético (en la Crítica de la razón práctica) como la dialéctica trascendental y la teoría de las antinomias (en la última parte de la Crítica de la razón pura). También se pone en contacto con el pensamiento de Hegel, a través de Marx, a quien conoce en 1844, y dirige a la dialéctica hegeliana algunas críticas muy parecidas a las que después le dirigirá el propio Marx. Para éste, Hegel se ha detenido en una dialéctica abstracta y no ha logrado llegar a una dialéctica concreta, esto es, a una dialéctica de la realidad. Esto no quiere decir, para él, una dialéctica de la naturaleza (como lo entendió más tarde Engels) sino una dialéctica de la historia, lo cual equivale a decir, una filosofía de la praxis.

Proudhon, sin embargo, va más allá de esta crítica, y no sólo pretende transformar la abstracta dialéctica hegeliana en un estudio de los movimientos reales de la acción humana en la sociedad y en la historia, sino que cuestiona además, como no lo hace Marx, la estructura misma del movimiento dialéctico, según Hegel lo propone. Para Proudhon, la estructura triádica (tesis-antítesis-síntesis) es una estructura totalitaria. En la realidad -dice- no hay síntesis ninguna. El movimiento plantea sólo antinomias, es decir, tesis y antítesis. Se trata de lograr un equilibrio entre ambos términos contrarios, nunca de anularlos o de «superarlos» definitivamente en una síntesis. Propone así una dialéctica abierta y pluralista, por oposición a la dialéctica unitaria, que se prolonga indefinidamente hacia la síntesis final (la cual es imposible, por ser contradictoria). Al monismo hegeliano-marxista contrapone Proudhon un pluralismo de tipo pitagórico, que busca no la unidad de los contrarios sino una armonía o equilibrio, que es siempre fluctuante y provisorio y no implica necesariamente un paso hacia adelante. La concepción general del mundo que esta dialéctica supone es lo que ciertos historiadores han denominado un «ideo-realismo», es decir, una concepción que resulta del intento de establecer un equilibrio entre la idea y la realidad.

Pero, ¿cómo se traduce esta formulación de la dialéctica por parte de Proudhon, frente a la interpretación de la sociedad y de la historia que deriva de la dialéctica hegeliano-marxista? Marx aplica la dialéctica de Hegel al desarrollo de la estructura económica y a la lucha de clases y sostiene que el feudalismo constituye la tesis; el capitalisno, la antítesis; y el socialismo (cuya última etapa es el comunismo), la síntesis. Proudhon rechaza esta interpretación marxista.

Por una parte considera que el comunismo (tal como lo proponía Cabet, por ejemplo) hace imposible la libertad. Por otra parte, cree que la propiedad privada (tal como la instituye el Código Civil y la defienden los economistas burgueses) hace imposible la justicia: la propiedad privada surge del deseo de asegurar la propia libertad pero priva a otros de su libertad; el comunismo surge del deseo de igualdad, pero también priva a otros de su libertad. Sólo el equilibrio (no la síntesis) entre ambos contrarios puede asegurar al mismo tiempo la libertad y la justicia.

La tesis sostenida por Proudhon en ¿Qué es la propiedad?, a saber: La propiedad es el robo, no carece, sin duda, de antecedentes. Inclusive la fórmula parece haber sido acuñada, según dice Sudre en su Historia del Comunismo, por un oscuro libelista, Brissot de Warville, en 1782, en su obra titulada Recherches sur le droit de propieté et sur le vol. Por otra parte, la teoría del valor como trabajo había sido ya propuesta por Ricardo y desarrollada en sentido socialista por Fourier, por Owen, por Considérant, y aun por autores menos importantes, como Bray y Hodgkins; y escritores franceses, un poco anteriores a Proudhon, como Burlamaqui y Emerich de Vatel, expusieron también ideas y argumentos que encontramos en ¿Qué es la propiedad?

Es célebre la invectiva de Rousseau contra la propiedad privada en El contrato social y en el Emilio. Y aun, si queremos remontarnos más atrás, encontraremos nada menos que a Pascal exclamando: «Mío, tuyo, he aquí el comienzo y la imagen de la usurpación en toda la tierra.»

Pero la obra de Proudhon nos brinda no sólo un análisis crítico exhaustivo de los fundamentos filosóficos y jurídicos de la propiedad, sino también una alternativa a toda la economía clásica que, sin caer para nada en el comunismo estatizante, se basa en la idea de la posesión y del uso.

El éxito universal del librito se debió, en realidad, no tanto a su brillante estilo ni a la contundencia de sus fórmulas ni al escándalo judicial que provoco, como al hecho de haber concretado una expectativa ideológica y expresado precisa y claramente un pensamiento que estaba flotando en el ambiente intelectual francés desde mucho tiempo antes. Bien puede decirse que tal escrito constituye un ataque a fondo de la juridicidad burguesa, tal como aparece legislada en el Código de Napoleón.

En el artículo 544 de dicho código la propiedad es definida, de acuerdo con el viejo Derecho Romano, como ius utendi et abutendi. Proudhon examina el fundamento filosófico de este concepto y desmenuza críticamente las teorías que justifican la propiedad: la teoría de la ocupación, la del trabajo y la del consenso.

La primera de ellas, que está implícita en el Derecho Romano y fue desarrollada por el ius naturalismo antiguo y medieval, supone una sociedad agraria y una concepción dualista del mundo y de la vida (Dios-Mundo; alma-cuerpo; mío-tuyo, etc.).

La segunda que, aunque tiene algunos antecedentes en el pensamiento cristiano (en la medida en que éste cobra conciencia de la dignidad del trabajo humano y del carácter antievangélico del Derecho Romano), aparece recientemente elaborada filosóficamente por Locke, en su Segundo Tratado del Gobierno Civil, tiende a superar el dualismo (sin conseguirlo del todo) y supone una sociedad artesanal donde se pone de relieve la especificidad del trabajo humano. La tercera, que implica una asimilación de las dos anteriores y sostiene que una cosa es mía cuando obtengo el reconocimiento social de mi ocupación o del trabajo que he invertido en producirla, es defendida principalmente por Kant.

Ahora bien, según Proudhon, la teoría de la ocupación no explica el tránsito del hecho al derecho; constituye una mera tautología jurídica, según la cual la propiedad es el derecho de propiedad; la teoría del trabajo no llega a explicar por qué el trabajador no es de hecho propietario y por qué lo son, en cambio, los que nunca han trabajado; la teoría del consenso, en fin, que es la suma de los dos errores anteriores (y de dos errores no puede surgir una verdad) implica una esencial contradicción en cuanto apelar al consenso universal equivale a apelar a la igualdad, mientras admitir y justificar la propiedad quiere decir admitir la desigualdad. La propiedad, tal como Proudhon la concibe y critica, constituye un derecho absoluto. Pero todo absoluto es, para él, falso, y se presenta como raíz de injusticia.

A la propiedad, como institución básica de la economía, le corresponde el gobierno, como institución básica de la política. En realidad, éste se fundamenta en aquélla. Proudhon sostiene, antes que Marx, la tesis general de que lo que explica la naturaleza de una estructura política es una estructura económica. Así, el hecho de que nuestra sociedad capitalista y burguesa se erija sobre la piedra fundamental del derecho de propiedad como dominio irrestricto sobre la tierra y los medios de producción por parte de individuos, explica por qué no puede imperar en ella otra forma de organización societaria que no sea la gubernamental: al dualismo propietario-proletario le corresponde el dualismo gobernante-gobernado. He aquí la tesis central de ¿Qué es la propiedad?: Admitir la propiedad es admitir el Estado; admitir el derecho absoluto sobre las cosas equivale a admitir el dominio absoluto sobre las personas.

El Estado comporta una sociedad dividida, un verdadero dualismo entre el que manda y el que obedece. La propiedad supone un dualismo aún más básico y profundo entre lo mío y lo tuyo.

El poder absoluto del hombre sobre el hombre y el poder absoluto del hombre sobre la cosa implican un desequilibrio. Se trata, de acuerdo con la dialéctica proudhoniana, de la armonía de los contrarios, de establecer un equilibrio. El Estado debe ser sustituido por la comunidad de los productores y por la federación de los grupos locales de trabajadores; la propiedad debe ser sustituida por la posesión.

No se trata de «estatizar» la tierra y los instrumentos de trabajo ni de sustituir la propiedad «privada» por la propiedad «social» o «estatal». Más bien se trata de abolir o de olvidar la noción misma de propiedad, como derecho absoluto. En realidad, las cosas no son de nadie. Pero el uso y la posesión de las mismas, que es un derecho limitado y relativo, corresponde, en cambio, a quien las utiliza. De tal modo, la posesión de la tierra corresponde al individuo o al grupo que la labra, en la medida en que la labra. El fruto de tal labranza, íntegro y completo, sin descuento alguno por concepto de renta o de impuesto, sin adición alguna por concepto de lucro o de ganancia, pertenece a quien lo ha producido con su trabajo. Este fruto, evaluado de acuerdo con el trabajo que ha exigido, puede ser cambiado por un bien o servicio equivalente, es decir, que haya exigido un igual trabajo, sin que en el trueque pueda haber si se quiere conservar la igualdad o justicia, alteración, aumento o disminución alguna por parte de ninguna de las partes. He aquí, en esencia, el mutualismo proudhoniano, base del anarquismo en su primera fase.

Extraído de La ideología anarquista de Ángel J. Cappelletti.