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viernes, 25 de diciembre de 2015

Por nuevas «identidades» no identitarias

 

Por ANDREA PAPI

Europa, es decir Occidente, está persiguiendo sus propios fantasmas. Occidente nace y toma forma en Europa, creando un tipo de cultura, una lógica de dominio y un modo de ser sociedad, que se han dilatado creando diversas vías y una millonada de aplicaciones, siempre dentro del mismo territorio. También América (particularmente Norteamérica) forma parte por derecho propio de Occidente. Históricamente es una derivación de Europa que, tras el descubrimiento de 1492, la colonizó, masacró a las poblaciones nativas y se apoderó de ella, separándose después de la «madre patria» de origen. También las actuales estructuras territoriales y situación política de África son fruto del colonialismo despiadado de Europa, que desde hace varios siglos considera normal imponerse como amo de una buena parte del mundo. Todavía, aunque de modo más atenuado, continúa considerándose como tal.

Sin embargo, hoy su antiguo imperio está declinando sin remedio; tanto es así que está mostrando signos manifiestos de cansancio y crisis. Su incapacidad para resistir y absorber a las masas de prófugos y migrantes que a oleadas comprimen sus fronteras, es el signo más evidente y dramático, con episodios trágicos, del declive de Occidente, de la decadencia de su credo, de su arrogancia milenaria, de su inquietud reducida a expresiones de un afán cada vez más patológico.

Un signo de los tiempos

Con frecuencia hemos leído y escuchado de todas las fuentes de información que millones de miserables, angustiados por las prevaricaciones inenarrables en sus países de origen, están llamando a las puertas de Europa. Aparecen como una incontrolable masa crítica, empujados por guerras, violencias y brutalidades, los seres queridos asesinados con métodos terriblemente crueles, hambre y miseria como condiciones imprescindibles. Su viaje de fuga hacia una ansiada salvación imaginaria es como horcas caudinas, donde despiadadas mafias de esclavistas y negreros contemporáneos les estupran, les torturan, les despojan de lo poco que poseen y, por tierra y por mar, los amontonan a la fuerza en medios de transporte en lo que a cada instante arriesgan la vida, constreñidos en condiciones donde prima la precariedad y la falta de higiene. Sus testimonios concuerdan: afrontan todo ese martirio porque si retornasen sería todavía peor. Estamos más allá de toda ferocidad imaginable, porque en tales «círculos infernales» actuales, efecto colateral de la modernidad occidental, no hay nada que envidiar a la trata de esclavos de dieciochesca memoria.

En este tsunami de seres humanos infelices que huyen de su tierra, tornada inhabitable por la desmesurada avidez de los amos asalvajados, veo algo más que la contingencia que empuja a esas personas a huir y emigrar, a aceptar incomodidades extremas y peligros porque en cualquier caso son siempre más aceptables que los del país que abandonan. Lo veo como un signo de los tiempos, que se propone como una ruptura capaz de derribar las barreras y los esquemas consolidados con los que Occidente había creído poder encerrarse en un recinto impenetrable, con la esperanza de que no pudiera agrietarse. Datos actualizados de las agencias de la ONU informan de un fenómeno planetario que supera ampliamente los 500 millones de personas migrantes en todo el mundo. Las razones, aparte de ser obviamente específicas de tanto en tanto, son en conjunto muy similares en todas partes: los sistemas de dominio están creando sistemáticamente mucha desesperación.

Detrás de todo esto existe un sueño rompedor de cambiar lugares y situaciones, de experimentar, de ponerse a prueba. La tecnología informática unida a la red global es capaz de informar velozmente sobre las condiciones existentes en cualquier rincón del planeta, desafiando al deseo y a la imaginación, empujando a emprender proyectos de vida. La tecnología contemporánea, continuamente actualizándose y perfeccionándose, ofrece muchas posibilidades de viaje, más allá de que estos desesperados de hecho empleen meses y años para trasladarse sin la certeza de que van a llegar, constreñidos como están por implacables mercaderes de esclavos. Nada impide que su imaginario individual enlace con la posibilidad de movimiento que les hace soñar, haciéndoles aceptar condiciones que en otras circunstancias serían inaceptables. Incluso sin los desastres de la guerra y del hambre que producen las oleadas humanas a que estamos asistiendo, estoy convencido de que de manera más débil se producirá una transmigración endémica constante, porque es la misma condición tecnológica y social que continuamente se produce para servir de estimulante y detonante para las constantes y continuas migraciones.

Pero el viejo mundo está oscilando

Desde el momento en que los sistemas de dominio vigentes, con su tarea especulativa antihumana, están determinando condiciones de masa humanamente inaceptables, el mundo en que vivimos es cada vez más inhabitable. Y por eso es una reacción justa y compartible la de los marginados que se están trasladando para intentar no sufrir la imposición de un destino tal. A pesar de todo, esta sacrosanta necesidad se enfrenta con las estructuras de poderes políticos obsoletos que todavía regulan la convivencia social. Es una especie de contraste involuntario entre el nivel de dominio y el del ejercicio de poder. Los sistemas de dominio, hegemonizados en primer lugar por la especulación financiera con sus oligarquías fluctuantes, que son universales y se mueven en un ámbito supraestatal, determinando condiciones extraterritoriales engobladoras y obligatorias. Incluso la economía productiva misma es cada vez más global y continuamente rebasa o viola las fronteras nacionales.

La cultura y la práctica de la gestión de los territorios son ahora, por el contrario, el emblema de los poderes nacionales y de las exclusividades territoriales. Afrontan el problema de los movimientos migratorios, que se están convirtiendo en parte constitutiva de la convivencia global, como si fuesen una complicación del control estatal para contener una invasión, con tensiones y dificultades de gestión cada vez mayores. El viejo mundo, que todavía impera con sus lógicas de control policial de los territorios, con sus visiones de pertenencia identitaria nacionalista y con su atávica voluntad de hegemonía jurisdiccional, está oscilando. Corre seriamente el riesgo de encontrarse desarticulado de las tendencias hegemónicas superestatatales que se enaltecen menospreciando y superando los lugares nativos, sobre todo determinadas tendencias por las que los pueblos están destinados a no tener más patrias, a desaparecer en cuento etnias o culturas distintas o separadas. Es un futuro mucho más cercano de lo que se puede suponer.

Para comprender cómo afrontar el problema de las migraciones en vez de sufrirlo, sería necesario proyectarse imaginativamente en una dimensión que ahora no tiene lugar, pero que muy probablemente está destinada a convertirse en una constante planetaria. En todos los campos en los que se mueve el hombre, las nuevas tendencias que surgen tienden a traspasar, si no a triturar, las fronteras políticas y nacionales, determinando una superación de hecho de esas barreras, de esas obligaciones, de esas visiones de las que la histórica expresión son los Estados políticos.

La enseña del mestizaje

Nosotros los anarquistas, únicos y legítimos herederos de la perspectiva simbolizada por el conocido «nuestra patria es el mundo entero», teóricamente tendremos a nuestra disposición todas las herramientas y el patrimonio cultural y de proyectos para proponer y experimentar cosas adecuadas. En cualquier caso, las dimensiones y el impacto disolvente de estos nuevos fenómenos migratorios nos encuentran sin preparar, no a la altura de los tiempos. El anarquismo tiene en su ADN el rechazo del concepto de frontera y de la lógica de los muros y de la segregación racial. Quisiéramos que la gente llegara a autogestionarse, no que sea absorbida y englobada, como está sucediendo con las «ayudas del Estado», cuando decide «acoger» a los nuevos expulsados. Nuestro punto de vista representa sin duda un horizonte valiosísimo para encontrar nuevas perspectivas y nuevas modalidades de agregación y convivencia.

Sería necesario determinar una tendencia que contuviera la posibilidad de dilatarse y enriquecerse recíprocamente, según la cual hombres y mujeres de toda especie pudieran moverse y encontrarse sin ser obligados, encapsulados, constreñidos o coaccionados de ninguna manera. El modo común y mutuo de relacionarse el uno con el otro a través de formas de autoeducación recíproca deberá ser el del intercambiar ideas, proyectos, modalidades organizativas, haciendo posible compartir los bienes, las emociones y la calidad de vida.

Con la enseña del mestizaje como nueva frontera debemos estar seriamente implicados en la búsqueda de nuevas y universales «identidades no más identitarias».

miércoles, 12 de septiembre de 2012

Las razas humanas

Daniel Closa i Autet

Muy a menudo las cosas no son lo que parecen y, encima, los hábitos del lenguaje nos condicionan todavía más. Esto lo podemos notar en los libros de antropología que afirman que la división de los humanos en razas no tiene sentido. Que esto que denominamos razas no existe.

Hombre, pues quizás tienen razón, pero cuando me miro y me comparo con un oriental, un africano o un indio americano, las diferencias me parecen bastante evidentes como para decir que no pertenecemos a razas diferentes. Y en este punto se me dispara la alarma.

¿No será que se niega la existencia de las razas simplemente porque queda políticamente correcto? Barbaridades más grandes se han dicho, en nombre de esta corrección superficial.

Ciertamente, nadie confundiría un japonés con un etíope, o un peruano con un sueco. La diversidad de la especie humana se muestra de mil maneras, como por ejemplo el color de la piel, la altura, la forma de los cabellos, la anatomía de la cara o el perfil de los ojos. Pero también otros menos evidentes: el grupo sanguíneo, la sensibilidad a algunos fármacos, los niveles de expresión de diferentes genes, la sensibilidad a enfermedades…

El problema aparece a la hora de definir las categorías y marcar los límites. Hay quien es muy aficionado a las clasificaciones estrictas sin caer en enormes contradicciones o arbitrariedades. Según algunas clasificaciones, yo no estoy incluido en la raza blanca como me hicieron creer en la escuela. Soy de raza «mediterránea». Parece que la blanca se limita a pieles más blancas y cabellos más rubios. Pero, ¿cuál es el límite de blancura? Lo mismo sucede con la raza negra. Esta denominación incluye mil tonalidades de color de la piel, desde el negro más intenso de los negros nilóticos hasta tonos ligeramente oscuros de algunos americanos descendientes de varios cruces entre esclavas y esclavistas. ¿Todo se agrupa bajo una única denominación? Y, si es así, ¿por qué motivo?

Es interesante comprobar que hay divisiones que parecen evidentes, pero que en realidad no lo son tanto. Una vez tuve una conversación muy divertida con un grupo de orientales que no comprendían cómo era posible que yo confundiera los japoneses con los coreanos. Para ellos, ¡las diferencias eran clarísimas! En cambio, ellos no podían distinguir un noruego de un italiano.

Y, encima, muchos de los caracteres que nos permitirían hacer una clasificación no coinciden con otros caracteres que nos dan otras clasificaciones. De manera que, al final, la definición de raza acaba siendo completamente arbitraria. Esto explica por qué, aunque de pequeño me enseñaron que hay cinco razas, se pueden encontrar libros que describen doce, en incluso algunos más detallistas llegan a hablar de hasta treinta razas diferentes. Al no haber unos límites claros, cada cual puede ponerlos donde le plazca.

Pero una clasificación tan arbitraria simplemente no tiene ningún valor científico.

Esto no quiere decir, ¡ni mucho menos!, que no existan las diferencias. Lo que hay que tener claro es que las agrupaciones que hacemos bajo la definición de raza son simples convenciones para hacer más fácil entendernos. Unas divisiones tan arbitrarias como si estableciéramos que las personas altas y las bajas pertenecen a razas diferentes. Desgraciadamente, demasiado a menudo se han usado con finalidades mucho más turbias.

Y, por supuesto, lo que no existe ni ha existido nunca es una «raza pura». Un detalle que hace aún más inmorales todas las barbaridades que se han hecho con la excusa de la pureza de la raza. Aunque siempre hay gente dispuesta a encontrar excusas para justificar cualquier cosa.

Hace milenios que está teniendo lugar el intercambio de genes entre los humanos. Esta gran mezcla genética imposibilita hablar de cualquier otra raza que no sea la raza humana. Aunque desde un punto de vista estrictamente biológico, hay que hablar, simplemente, de la especie humana.

100 mitos de la ciencia,
Lectio Ediciones, 2012

martes, 4 de septiembre de 2012

En contra del paradigma identitario


En esta era de globalización, la meta adecuada de investigación para la antropología no puede ser otra que el sistema mundial. En cambio, la dispersión etnológica de los estudios de identidades se ha convertido en un obstáculo enorme para entender mínimamente lo que está pasando en nuestro mundo. Ese método resulta tan inadecuado como mirar al horizonte con un microscopio: sólo se verán los microbios que haya pegados a la lente, mientras el verdadero objeto permanece absolutamente borroso.

Lo que llaman identidad (cultural, étnica, nacional) no pertenece realmente al plano de los hechos, sino al de la ideología. En los últimos decenios, esta ideología ha llegado a constituirse en paradigma de buena parte del pensamiento antropológico: el paradigma identitario. A mi juicio, tal ideología resulta perniciosa para la sociedad y para la humanidad. Resulta también perjudicial para la investigación en antropología.

Lo primero es señalar que, cuando la caracterización de una colectividad se designa como «identidad», se está implicando el desconocimiento o la negación de la diversidad interna a esa colectividad. Este enfoque supone, en el fondo, cierta idea de determinismo social, tendente a la imposición de un estereotipo esencialista sobre los individuos concretos: una visión del mundo arcaica, o al menos premoderna. Propende hacia una cosificación sustancialista de la vida social, a partir de la cual se devalúa el papel de los acontecimientos cambiantes y el devenir histórico, como tratando, en último término, de suprimir a toda costa el tiempo.

En el plano práctico, la visión identitaria favorece siempre una ética y una política de signo reaccionario. Pues se opone a la crítica racional, en la medida en que postula o exige a la gente una profesión de fe en un «ser colectivo» hipostasiado e incuestionable. Dicho hiperbólicamente, la identidad impone la obligación de vestirse el burka. Toda identidad sociocultural esencializada, sea étnica, nacional, o sexual, recluye a sus seguidores en una cárcel ontológica. Porque los postulados de la adhesión identitaria reclaman la anulación de la propia libertad personal, así como la exclusión —y hasta la aniquilación— de quienes no la compartan.

Los «marcadores de identidad» consagrados se instrumentalizan como divisa imborrable del colectivo, como la marca de fuego en las reses. Y no faltan nunca los que asumen la función de ganaderos: se erigen en representantes de la entidad ideal sacralizada, arrogándose el derecho de cargar las espaldas de la gente con el peso de un legado que se vuelve forzoso. Se convierten en vigilantes de la obligada pertenencia y reprimen duramente la normal heterogeneidad presente en toda sociedad. Este tipo de prácticas conminatorias se enmascaran bajo el lema propagandístico del «respeto a la diversidad» (colectiva, respecto a los de fuera), que en realidad sirve de excusa y coartada para perseguir la diversidad interna y extender una homogeneidad ortodoxa.

Frente a esta deriva de la confesionalidad identitaria, que pone de manifiesto hasta qué punto se oponen entre sí la identidad y la libertad, hay que subrayar que lo más importante debe ser el respeto a la libertad, a las decisiones libres de cada uno para configurar su modo de pensar, vivir y expresarse. Porque lo que denominan identidad cultural, manipulada políticamente, opera como un sistema de constricciones cuasi religiosas, destinadas a reprimir, y hasta suprimir, las libertades y derechos individuales. Lo peor de la mentalidad identitaria es que aspira a suplantar el razonamiento libre de los individuos, sustituyéndolo por una dogmática que mandan interiorizar como verdad, como ideal sagrado, ante el que todo disidente está de antemano condenado.

Desde el punto de vista teórico y epistemológico, no es de extrañar que el paradigma identitario derive de la peor filosofía de los siglos XIX y XX; una veta que atraviesa desde el romanticismo hasta la posmodernidad. Se sustenta en el discurso de tipo particularista y diferencialista, que exalta por principio cualquier rasgo empírico diferenciador, elevándolo arbitrariamente al rango de clave del propio ser y de la propia singularidad, hasta el punto de producir un ocultamiento de lo que hay en común y de la identidad humana compartida. El mecanismo de fondo se repite una y otra vez, como un esquema mental sectario, subyacente en múltiples variantes, entre las que debemos incluir planteamientos que han recibido nombres como multiculturalismo, nacionalismo, indigenisno, integrismo.

El multiculturalismo —o comunitarismo— defiende una compartimentación de las culturas extremadamente etnocéntrica, que lleva consigo la negación militante del humanismo y el rechazo de la posibilidad misma de constituir una comunidad humana a escala de toda la humanidad.

El nacionalismo, en las sociedades pluralistas modernas, se apoya en principios incompatibles con la democracia, en la medida en que se funda en el privilegio otorgado a unos rasgos poblacionales, lingüísticos, religiosos, etc., que implican la destrucción de la igualdad entre los ciudadanos.

El indigenismo, que surge claramente impregnado con todos los prejuicios del antiguo racismo, lleva a cabo una burda inversión de valores en lo que respecta a la jerarquía de superioridad e inferioridad entre lo ancestral y lo moderno, con la pretensión ilusoria de poner la historia marcha atrás.

El integrismo, cuya característica central es la fusión entre política y religión, se basa en la sacralización del poder, en sentido teocrático o totalitario, generalmente reactualizando una interpretación fundamentalista de la tradición, desde la que promueve la guerra santa contra la modernidad laica.

Esta clase de tendencias patológicas son las que fomentan el auge del enfoque identitario en la antropología social y en la teoría antropológica. Y viceversa, el pensamiento de la identidad viene en auxilio ideológico de esas tendencias. De modo que el identitarismo ha convertido los textos antropológicos en narraciones inconexas y descripciones particularistas, en detrimento de los análisis sistémicos y evolutivos de alcance científico y altura intelectual. Por esa vía, se desemboca en una panorámica de las culturas en la que éstas parecen constituir un inventario de cofradías o agrupaciones totémicas, acerca de las cuales se coleccionan historietas edificantes y banderitas. Lamentablemente, la jerga de la identidad ha acabado con la antropología como teoría general de la humanidad, y ya sólo quedan «etnologías» y «etnografías» dispersas, en un sentido peyorativo.

Ante este panorama, me parece más necesario que nunca recordar, siquiera esquemáticamente, algunos de los sólidos fundamentos que deben sustentar la teorización antropológica, conforme a un paradigma complejo, que permita ir superando la ideología del particularismo identitario.

Tengamos en cuenta, en todo momento, la distinción e interrelación entre tres niveles: 1) La especie humana se entiende por referencia a la evolución biológica. 2) Las sociedades humanas se forman en procesos históricos; tienen historia (no esencia). 3) Los individuos desarrollamos una biografía.

En lo que respecta a la estructura fundante y generativa: 1) El genoma humano es común a todas las poblaciones de la especie. 2) La cultura humana constituye un patrón universal, presente en todas las sociedades. 3) La mente humana es básicamente la misma en todos los individuos.

Desde el punto de vista de la transformación y la emergencia que explica la diversidad: 1) El genoma produce todas las variaciones poblacionales e individuales, que le pertenecen. 2) La cultura humana genera todos los códigos, mensajes y objetivaciones socioculturales. 3) Los individuos humanos desarrollan sus proyectos en interacción.

Se da una autonomía relativa de cada nivel emergente: La cultura no se encuentra preinscrita en el genoma (aunque éste la hace posible). La libertad individual no surge automáticamente de la cultura establecida (aunque ésta proporcione los medios que posibilitan su ejercicio).

La identidad en sentido estricto no sólo es falsa sino imposible: En la vida social, cuando alguien invoca la «ley natural» como norma de comportamiento, se engaña o miente, porque no hay determinismo biológico. Cuando alguien invoca la «identidad cultural», como apologista de una configuración social idealizada que debe mantenerse o recuperarse, oculta la dinámica propia de la realidad social. Todo lo que somos existe en el acontecer del tiempo y, por tanto, no puede clausurarse como definitivo. El tiempo es real y creativo. Y toda innovación creativa rompe necesariamente con el principio de identidad.

En efecto, pensemos que, si se hubiera preservado la identidad biológica de los primeros homínidos, aún seríamos australopitecos. Si se hubiera preservado la identidad cultural originaria, aún estaríamos en las cavernas del Paleolítico. Si uno preservara su primera identidad personal, nunca pasaría de la edad infantil.

Por consiguiente, debemos andar muy precavidos frente a los riesgos que conlleva esa fantasía que se designa como «identidad», esa idea tras la cual lo que con frecuencia se esconde no es otra cosa que costumbrismo, pintoresquismo, folclorismo, tradicionalismo, esencialismo que escamotea la realidad del tiempo histórico, de la estructura social cambiante, de la libertad individual.

En esta era de globalización, la meta adecuada de investigación para la antropología no puede ser otra que el sistema mundial. En cambio, la dispersión etnológica de los estudios de identidades se ha convertido en un obstáculo enorme para entender mínimamente lo que está pasando en nuestro mundo. Ese método resulta tan inadecuado como mirar al horizonte con un microscopio: sólo se verán los microbios que haya pegados a la lente, mientras el verdadero objeto permanece absolutamente borroso.

lunes, 6 de agosto de 2012

La construcción de la identidad personal


Por CAPI VIDAL


Si el anarquismo realiza una crítica permanente a las instituciones estatales, basadas en reglas y códigos rígidos e inamovibles, es interesante llevar esa crítica al terreno de la persona y su psique. Así, la «institucionalidad» de los elementos que configuran nuestra identidad personal puede ser un impedimento para diferenciar y elaborar nuestro campo perceptual. El estatismo político y social tiene su analogía en las normas y códigos que podemos construir a nivel personal y que nos llevan igualmente a dificultades, distorsiones y dogmatismos. Algunos expertos han insistido en que las ideas nunca deben ser «institucionalizadas», muy al contrario, deben permanecer en constante revisión y ser reemplazadas para promover nuevas formas de organización. Es una concepción anarquista, es decir, dinámica y cambiante, tanto de la sociedad como de los procesos de construcción personales. El objetivo final de una identidad personal emancipadora es permanecer siempre fresco y abierto, preparado para enfrentar la realidad, en cada momento, con formas nuevas y efectivas, sin vínculos rígidos con reglas preestablecidas. Llegamos aquí a un debate irresuelto en la historia del pensamiento humano: la diferencia entre las convicciones morales (la ética deontológica) y la valoración de las conductas por sus consecuencias (la ética teleológica). Parece ser que, finalmente y frente a todo intento de preceptos y conceptos preestablecidos, son las experiencias de relaciones humanas y la interacción social las que acaban impulsando y orientando el desarrollo moral. Así, los patrones de moralidad se entenderían como construcciones que los individuos realizar para ordenar sus interacciones. Las regulación de las conductas humanas constituyen un complejo conjunto de normas, las cuales abarcan desde las que son indispensables para la convivencia cotidiana hasta los más altos imperativos morales; es por eso que se ha insistido en que esa dicotomía entre hechos y valores, entre el «ser» y el «deber ser», resulta falsa y no puede establecerse una rígida línea de separación entre los dos polos.

En el proceso de construcción de la identidad personal, se busca la autonomía moral y la maximización de las oportunidades de emancipación del sujeto. El objetivo es, a un nivel pedagógico, no solo el desarrollo de habilidades y la ejecución de tareas, también la capacidad de afrontar y comprender las situaciones problemáticas que el sujeto va a encontrar una y otra vez. Más que nunca, es necesaria la formación de un sentido crítico en el sujeto, lo que contribuye a su crecimiento autónomo y al proceso de formación de una identidad auténticamente personal. Desarrollar el sentido crítico y la autonomía es dejar a un lado todas las presiones ambientales de naturaleza sociocultural; se entiende que es una crítica positiva que trata de diferenciar lo que es valioso de lo que no lo es. Por supuesto, esa capacidad crítica del sujeto depende de la calidad de las interacciones con el medio social, de la cultura que se le presenta y de la manera en que se hace. El sujeto crítico busca con su reflexión una posible verdad, pero sabiendo que no existe ninguna absoluta; del mismo modo, se evita la «institucionalización» de una idea inmutable. Por otra parte, el sentido crítico no se construye adecuadamente sin el conocimiento reflexivo de ciertos hechos personales y sociales, los cuales pueden hallarse en polémica desde el punto de vista de los valores y requieren ejercicios prácticos de juicio, de comprensión y de transformación. Una comprensión crítica de la realidad requiere, tanto de un desarrollo de habilidades morales, como de una capacidad de modificarlas en base a la argumentación, el debate y la discusión. Es por eso que el intercambio de ideas y opiniones constante, en aras de llegar a un entendimiento, lleva a la evitación de todo dogmatismo y autoritarismo.

Recapitulemos. No existe propiamente sujeto, identidad personal, sin los otros, los cuales contribuyen de manera decisiva a su propia configuración. De sus relaciones con la comunidad, la persona toma modos de ser y estilos de hacer, desarrolla unas capacidades e inhibe otras, en suma, forma su identidad. Somos animales simbólicos, es decir, seres capaces de innovar y de crear; es por ello que han ido aumentando las posibilidades de acción racional, de los individuos y de la especie, gracias a esas grandes capacidades de aprendizaje. También nos define como humanos nuestra capacidad de actuar, lo cual a veces se manifiesta como incertidumbre o es incluso pernicioso, ya que en no pocas ocasiones las elecciones se realizan en contextos de fatalidad. Así, se ha asumido la complejidad e incertidumbre de los fenómenos humanos o, lo que es lo mismo, del fenómeno moral. La tradicional diferenciación entre una ética de las convicciones y una ética consecuencialista ha dado paso a una especie de síntesis entre ambas, lo que ha apoyado una educación basada en la autonomía moral de la persona y en el desarrollo de su sentido crítico, basado en la capacidad para revisar viejas convicciones, en transgredir todo legado cultural y en buscar nuevas argumentos racionales en un sentido siempre dialógico. Por otra parte, esa preocupación por las actitudes individuales, por la construcción de una identidad personal no erosionada por fuerzas externas ni colectivas, es paralela a una realización de la libertad que exija la moralización de las instituciones, las costumbres y los hábitos sociales.


http://reflexionesdesdeanarres.blogspot.com.es/2012/07/la-construccion-de-la-identidad.html