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jueves, 8 de septiembre de 2022

Tierra y Libertad

   (Lema atribuido por error al zapatismo, en origen proviene del populismo ruso decimonónico y de ahí pasó al anarquismo. En México fue el lema del PLM y que adoptó el movimiento zapatista. La primera vez que se usó fue en este artículo del periódico REVOLUCIÓN —que relevaba al clausurado REGENERACIÓN.)

 

Por RICARDO FLORES MAGÓN

De las aberraciones en que incurre el derecho de propiedad, es de las más odiosas, sin duda alguna, la que pone las tierras en posesión de unos cuantos afortunados.

Las leyes escritas sancionan la apropiación de tierras; pero como dice Montesquieu «la igualdad natural y las leyes naturales son anteriores a la propiedad y a las leyes escritas», y, agregamos nosotros, deben prevalecer sobre las legislaciones artificiosas que ha forjado el egoísmo para favorecer a las castas privilegiadas, arrojando a la miseria y al abandono a la mayoría, a la inmensa mayoría de los seres humanos.

La Naturaleza no hace distingos; no formó este globo que la avaricia ha convertido en infierno de los desheredados, para que fuera la «cosa» de un reducido grupo de explotadores. Formó este globo de inagotables riquezas, fecundo, prodigioso, magnificente, para que nadie careciera de lo necesario, para que en él la humanidad toda viviera feliz y satisfecha. La Naturaleza es igualitaria: leyes semejantes, precisas, invariables, rigen la vida universal de los astros, y de la misma manera, leyes semejantes, precisas, invariables determinan el nacimiento de todos los hombres. No hay quien sea superior a los demás: todos los hombres nacen iguales, tienen idéntico origen y viven sujetos a las mismas leyes biológicas. ¿Por qué han de ser unos poderosos y otros miserables? La tierra, obra de la Naturaleza ¿por qué ha de ser el feudo de los mimados de la fortuna, en vez del patrimonio de la colectividad, de la humanidad entera?

El derecho a acaparar tierras individualmente, a adueñarse de lo que corresponde a la colectividad, es un atentado contra las leyes naturales que están muy por encima de las leyes escritas que rigen a la sociedad actual. Y ese atentado resulta más odioso si se observa que no es la laboriosidad o alguna otra virtud lo que determina el enriquecimiento de los hombres; al contrario, son pasiones bajas, el egoísmo, la avaricia, la rapacidad, las que generalmente conducen al solio de los próceres.

Uno de los mayores absurdos del régimen capitalista estriba en la injusta y desproporcionada división de las tierras. En México, para no hablar de otros países, esa división, tal como subsiste hoy, es una verdadera calamidad nacional. El territorio mexicano está poseído, casi en su totalidad, por un grupo reducidísimo de terratenientes, quedando cortas extensiones en poder de los pequeños propietarios. La masa de la población, el proletariado tan numeroso como hambriento, no posee ni un palmo de terreno.

Si examinamos esta cuestión, encontraremos que la violencia y la corrupción oficiales han contribuido principalmente a despojar a la colectividad de las tierras que por derecho natural le pertenecen. El Estado, el Gobierno, ha sido un aliado eficaz de los despojadores, de los acaparadores de tierras que en virtud de su crimen, se convierten en grandes, en poderosísimos Señores de vidas y haciendas.

La conquista española nos trajo una irrupción de soldados aventureros y de nobles ambiciosos que mediante la influencia de que gozaban cerca del trono de España o cerca de los Virreyes, les era fácil, sencillísimo, obtener títulos de propiedad sobre terrenos rústicos o urbanos, aunque éstos pertenecieran de antiguo a los indios. Desalojar a los indígenas de sus tierras era cosa trivial y corriente en tiempos de la dominación española, lo mismo que ahora. Así se formaron grandes propiedades, muchas de las que, pasando de generación en generación, aún subsisten en poder de los descendientes de los despojadores primitivos.

Ya independientes, vino la interminable sucesión de guerras civiles que engendraron el caudillaje, tan ávido de riquezas como los dominadores ibéricos. Cualesquier «caudillo» que se insurreccionaba y que alcanzaba éxito en la aventura, una vez encaramado al Poder, se llamaba a sí mismo 'salvador de la patria' y en premio a sus meritorios servicios se adjudicaba terrenos y más terrenos. Sus compañeros de armas también tenían parte en el botín y se improvisaban rancheros o hacendados.

Desde los tiempos del presidente Bustamante hasta las revoluciones de Díaz, los «caudillos» que luchaban por el medro personal y no por la defensa de ideales, jamás perdieron la oportunidad de hacerse de un pedazo de la patria. Hubo «caudillos» que llegaron a poseer estados enteros. En nuestra época tenemos ejemplos vivientes de esos voraces detentadores de tierras, siendo el principal Luis Terrazas, amo y señor de Chihuahua y de parte de Sonora.

Los «caudillos» no reconocieron límites a su ambición: Santa Anna fue dueño de haciendas incontables, lo mismo que Márquez, Miramón y Mejía. Santiago Vidaurri se declaró propietario de gran porción de Nuevo León y Coahuila, y lo mismo hizo Manuel González en Tamaulipas y Guanajuato, Pacheco en Tamaulipas y cien más cuyos nombres callamos.

Habiéndose apoderado los «caudillos» y los favoritos del Gobierno de todas las tierras apetecibles, siendo ya difícil encontrar aunque sea un sobrante qué denunciar, los hombres de dinero y de influencia que quieren engrandecer su feudo, entablan por cualquier pretexto pleitos con los propietarios pequeños e indefectiblemente triunfan en nuestros corrompidos tribunales.

Así, los terratenientes van absorbiendo rápidamente el territorio nacional, que, puede asegurarse, está en manos de unos cuantos. Pero tales propiedades son perfectamente ilegítimas y el pueblo tiene pleno derecho a apropiárselas y distribuirlas de una manera equitativa. Esta solución justa y radical del problema agrario no es de nuestros días, es de un porvenir todavía remoto, bien lo sabemos. Estamos aún distantes de la época en que la colectividad tome posesión de las tierras y se evite así que por medio de ellas, se explote al trabajador que las cultiva y que ve con cólera y desesperación que los productos pasan a los cofres de los propietarios holgazanes e insolentes.

Estamos muy lejos de abolir la explotación del hombre por el hombre, pero nuestro deber es avanzar hacia ese fin noble y fulgente. No podemos instituir nuestra sociedad sobre la base de la igualdad económica porque nos falta educación; no podemos enarbolar como regla de conducta la sentencia de Proudhon: «la propiedad es el robo», pero sí podemos contribuir al mejoramiento del proletariado y a ponerlo en aptitud de que más tarde destruya el monstruo de la explotación y se emancipe por completo.

No suena aún la hora de que la colectividad entre en posesión de todas las tierras, pero sí se puede hacer en México lo que ofrece el Programa del Partido Liberal: tomar las tierras que han dejado sin cultivo los grandes propietarios, confiscar los bienes de los funcionarios enriquecidos bajo la actual Dictadura y distribuirlas entre los pobres. Y esas tierras y esos bienes son inmensos. Hay muchas tierras sin cultivar y favoritos de la Dictadura como Limantour, Terrazas, Corral, Torres, Cárdenas, Molina, Reyes, Dehesa y muchos más, han formado fortunas colosales y son dueños de grandes extensiones de terreno.

El Partido Liberal no defiende principios de relumbrón: lucha por las libertades políticas y por la emancipación económica del pueblo. Quiere para los oprimidos reformas positivas, reformas prácticas. Al mismo tiempo que por la conquista de los derechos cívicos, se preocupa porque el trabajador obtenga mejores salarios y pueda hacerse de tierras.

Por eso nuestro Programa es de verdadera redención, por eso nuestro grito de combate será:

¡TIERRA Y LIBERTAD!

REVOLUCIÓN
N.º 8, 20 julio 1907

miércoles, 13 de diciembre de 2017

Organización vegetal descentralizada


Por STEFANO MANCUSO

«El contrato social por excelencia es un contrato de federación:
un contrato sinalagmático y conmutativo para uno o muchos
objetos determinados, cuya condición esencial es que los
contratantes se reserven siempre una parte de soberanía
y de acción mayor de la que ceden.»
P.J. PROUDHON

El mundo vegetal podría ser hoy un óptimo modelo de lo moderno. Todo cuanto la humanidad ha construido hasta ahora lo ha hecho inspirándose inevitablemente en cómo está hecho el propio ser humano. El hombre tiene una organización centralizada basada en un cerebro que gobierna el conjunto de los órganos. Nuestro cuerpo tiene una estructura jerárquica que se refleja en el modo en que se organiza todo lo que construimos. Nuestras sociedades son jerárquicas; los dispositivos, aparatos y máquinas de que nos servimos para los más variados fines están construidos a nuestra imagen y semejanza, por así decir. Y, por tanto, con una estrecha relación jerárquica entre un centro de mando y todo cuando depende de éste. Ahora bien, si las observamos con atención, las plantas pueden brindarnos un ejemplo de organización del todo distinto. Si bien manifiestan una complejidad indudablemente no inferior a la del mundo animal, ellas han evolucionado siguiendo un camino distinto que las ha llevado a desarrollar una organización del cuerpo que nada tiene que ver con la de los animales. Los organismos vegetales están constituidos por una serie de módulos que se repiten. Se asemejan mucho más a una colonia de insectos que a un individuo. En otras palabras, no tienen una organización centralizada; en ellas todo es difuso y nada queda delegado a un órgano específico. En cierto sentido, es como si la planta fuese una colonia. El conjunto de la colonia, más que la hormiga individual, es lo que mejor representa el modo en que están hechas y funcionan las plantas. Hasta el punto de que la estructura del aparato radical [las raíces], el modo en que éste explora el terreno y explota sus recursos, ha sido descrito recientemente mediante modelos de comportamiento de enjambre, similares a los que utilizan para el estudio de los insectos sociales.

El cuerpo de las plantas presenta una reiteración de módulos base, una construcción redundante diríamos hoy, constituida por muchos elementos repetidos que interactúan entre sí y que, en determinadas condiciones, pueden sobrevivir de forma autónoma. Además, carecen de órganos vitales individuales. Una decisión muy sabia tratándose de organismos sometidos continuamente a la depredación y cuyo cuerpo está construido para resistir la eventualidad.

Las plantas tienen una inteligencia y un gobierno distribuidos, articulados, ramificados, es decir, que cada módulo es capaz de autogestionarse. Por este motivo … la organización … constituida por una serie de pequeños círculos que actúan de forma autónoma aunque con una idea concreta del resultado que quieren alcanzar, tiene mucho de vegetal.

Recuerdo que una vez, en la India, vi un fresco que reproducía la organización de la sociedad hindú dividida en castas. El esquema estaba construido tomando como modelo el cuerpo de un hombre: la cabeza representaba la clase más elevada, esto es, la de los brahmanes; luego estaban los guerreros, representados por los brazos; los mercaderes, por las piernas; los campesinos y los ciudadanos comunes, por la barriga, y los intocables, por los pies. Sin embargo, hoy en día las plantas podrían ser un modelo de inspiración mucho más interesante que nuestro propio cuerpo. Una inspiración en absoluto trivial si consideramos que éstas no sólo están hechas de forma distinta a nosotros, sino, sobre todo, de un modo que les ha permitido llegar a representar la práctica totalidad de la vida del planeta. Las plantas están descentralizadas. Cada vez que el hombre ha tenido que construir algo descentralizado, crear una organización compleja y articulada, ha emulado el mundo vegetal sin ser consciente de ello.

Pensemos, por ejemplo, en internet. Esta enorme red global nace en los años setenta como un sistema de intercambio de datos entre bases militares estadounidenses —por entonces se llamaba Arpanet—, un sistema que debía ser resistente y capaz de sobrevivir a la pérdida de gran parte de la red. Antes de Arpanet, la comunicación entre los distintos organismos militares o civiles que integraban el sistema de defensa de Estados Unidos estaba construida a partir de un mando central por el cual debía pasar por fuerza toda la información. Igual que ocurre con nuestro cerebro. Sin embargo, un sistema como ése no poseía ninguna de las características de robustez y solidez que requiere una red de defensa militar. Un solo ataque dirigido contra el centro de mando habría sido suficiente para anular la capacidad defensiva de Estados Unidos. Para remediar esta vulnerabilidad, se creó un sistema descentralizado, sin mando central, que con el tiempo fue extendiéndose hasta convertirse en internet.

Los mandos centralizados son estructuralmente débiles, siempre. El hombre está muy orgulloso de la constitución de su cuerpo, pero desde el punto de vista de la resistencia creo que no hay duda de que nos faltan las precauciones más elementales. Que tener un centro de mando sea inevitablemente un defecto de diseño no es en absoluto una intuición reciente. Uno de los primeros en señalarlo fue Marx, que escribió que «todo lo que es sólido se desvanece en el aire». Recuerdo que esta frase del Manifiesto comunista con la que Marx y Engels describen la fuerza destructiva del capitalismo, que todo lo arrasa (sociedad, economías, clases, jerarquías), fue también el título del exitoso libro de Marshall Berman sobre la experiencia de la modernidad. ¿Cuál es el significado más profundo de esa afirmación? Por poner un solo ejemplo: que el Estado centralizado como emblema moderno está destinado, antes o después, a caer… Todas las organizaciones que nosotros tenemos por solidas e inamovibles en virtud de su centralizada y férrea jerarquía son, por el contrario, muy frágiles. Es por eso que una sociedad y un futuro sólidos deberían tomar como ejemplo —por extraño que pueda sonar— el modo en que las plantas están construidas y funcionan.

Biodiversos
(2015)

domingo, 3 de diciembre de 2017

Cataluña después de la tormenta


Por TOMÁS IBÁÑEZ

Todo lo que se construya desde abajo es bueno... a no ser que se eleve sobre unos pedestales preparados desde arriba...

Cuando está a punto de empezar la campaña electoral y volvemos a contemplar el insufrible espectáculo de la competición entre partidos para cosechar el máximo número de votos, quizás sea buen momento para hacer balance del intenso periodo de enfrentamiento entre el Gobierno y el Estado Español, por una parte, y el aspirante a ser un Estado catalán, por otra. Un enfrentamiento en el que sectores revolucionarios, así como bastantes anarquistas y anarcosindicalistas, se involucraron al considerar que había que tomar partido, que era necesario estar allí donde estaba el pueblo, y que era preciso optar por luchar.

Hoy, la cuestión ya no consiste en saber si tenía sentido colaborar, desde posturas libertarias, con un proyecto cuya finalidad última era la creación de un Estado, ni si era coherente entrar en la contienda liderada por el nacionalismo catalán. Ahora, se trata más bien de saber si la parte del movimiento anarquista que se involucró en esa batalla va a valorar los pros y contras de su andadura, o si, por lo contrario, va a elaborar un relato que le permita justificar su participación en la contienda, buscando la confirmación de que, finalmente, hizo lo más adecuado en una situación ciertamente compleja.

Lo cierto es que los principales argumentos de ese relato ya se están perfilando y apuntan a una mitificación de determinados eventos, magnificándolos en grado sumo. Si se tratase de una simple disparidad en cuanto a la apreciación subjetiva de esos eventos, el tema no sería preocupante, su relevancia radica en que cuando nos engañamos a nosotros mismos acerca de como ha sido el camino que hemos recorrido engendramos una serie de puntos ciegos que enturbian nuestra percepción de como, y por donde, seguir avanzando.

Ese relato recoge el hecho cierto de que el desafío catalán presentaba unas facetas capaces de motivar la participación de quienes se muestran disconformes con el statu quo existente. En efecto, el conflicto desencadenado en Cataluña movilizaba a quienes deseaban avanzar hacia una sociedad más justa y más libre, con tintes de democracia participativa, acompañados de algunas pinceladas anticapitalistas, y se oponían, por mencionar tan solo algunos problemas:

— al Régimen del 78, a los vergonzantes pactos de la Transición, a la Monarquía, a la monopolización bipartidista del poder político, y a la sacralización de la Constitución.

— al gobierno derechista y autoritario de un Partido Popular corrupto y empeñando en recortar derechos sociales y libertades.

— a la represión policial y a la violencia de sus intervenciones.

— a las trabas contra la libre autodeterminación de los pueblos.

Quienes se involucraron en la lucha tienen razón en señalar la pluralidad de los aspectos que justificaban su participación, sin embargo, se auto-engañarían si no reconocieran, al mismo tiempo, que las riendas de la batalla contra el Estado español estaban totalmente en manos del Govern y de sus asociados nacionalistas (ANC y Ómnium Cultural), con el único objetivo de forzar la negociación de un nuevo reparto del Poder, y de conseguir, a plazo, el reconocimiento del Estado catalán.

También se auto-engañarían si no se percatasen que el carácter políticamente, y no solo socialmente, transversal del conflicto catalán respondía, en buena medida, a la necesidad absolutamente imperativa que tenían los artífices y dirigentes del embate contra el Estado español de construir la única arma capaz de conferirles cierta capacidad de resistencia frente a su potente adversario, a saber: la magnitud del respaldo popular en la calle, donde era vital congregar tantos sectores como fuese posible y, por lo tanto, muchas sensibilidades dispares.

El relato justificativo que está apareciendo descansa fuertemente sobre la mitificación de las jornadas del 1 y del 3 de octubre, y pasa por la sobrevaloración de la capacidad de autoorganización popular que se manifestó en torno a la defensa de las urnas.

No cabe la menor duda de que el 1 de octubre fue un éxito considerable, no solo por la enorme afluencia de votantes, en una cifra imposible de verificar, sino porque se burlaron todos los impedimentos levantados por el Gobierno. Sin embargo, nos engañamos a nosotros mismos cuando pasamos por alto que si tantas personas acudieron a las urnas fue también porqué así lo pidieron las máximas autoridades políticas del país, desde el Gobierno catalán en pleno, hasta la alcaldesa de Barcelona, pasando por más del 80% de los alcaldes de Cataluña.

Es totalmente cierto que se desobedecieron las prohibiciones del Gobierno español, pero no conviene ignorar que se obedecieron las consignas de otro gobierno y de muchos cargos institucionales.

La mitificación del 1 de octubre se basa también en magnificar la capacidad de autoorganización del pueblo en defensa de las urnas, olvidando que, paralelamente a las encomiables muestras de autoorganización, también se contó, en toda la extensión del territorio catalán, con la disciplinada intervención de miles de militantes de los partidos y de las organizaciones comprometidas con la independencia (desde ERC a la CUP, y desde la ANC a Ómnium Cultural). Poner el acento sobre los incuestionables ejemplos de autoorganización no debería ocultar por completo la verticalidad de una organización que contó con personas entrenadas durante años a cumplir escrupulosamente y disciplinadamente en las manifestaciones del 11 de septiembre las instrucciones recibidas desde los órganos dirigentes de las organizaciones independentistas.

Ya sabemos, aunque solo sea por propia experiencia, que la desobediencia frente a la autoridad, el enfrentamiento con la policía, y la lucha colectiva contra la represión, procuran sensaciones intensas e imborrables que tejen fuertes lazos solidarios y afectivos entre unos desconocidos que se funden repentinamente en un «nosotros» cargado de significado político y de energía combativa. Eso forma parte del legado más precioso de las luchas, y justifica ampliamente que las valoremos con entusiasmo, sin embargo, no debería servir de excusa para que nos engañemos a nosotros mismos. Pese a que supuso un fracaso estrepitoso para el Estado español, el 1 de octubre no marca un antes y un después, y no reúne las condiciones para pasar a la historia como uno de los actos más emblemáticos de la resistencia popular espontánea, y nos auto-engañamos si así lo creemos.

El 3 de octubre fue, también, un día memorable donde se consiguió paralizar el país y llenar las calles con cientos de miles de manifestantes. Sin embargo, si no queremos auto-engañarnos y mitificar ese evento, debemos admitir que la huelga general, por mucho que los sindicatos alternativos la impulsaran con eficacia y entusiasmo, nunca hubiese alcanzado semejante éxito de no haber sido porque la «Mesa por la Democracia»(compuesta por los sindicatos mayoritarios, por parte de la patronal, y por las grandes organizaciones independentistas) convocó un «paro del país», y porque el Govern respaldó ese paro del país cerrando sus dependencias y asegurando que no aplicaría la retención de sueldo a los huelguistas.

La constante y multitudinaria capacidad de movilización demostrada por amplios sectores de la población catalana en los meses de septiembre y de octubre ha hecho aflorar la tesis de que el Govern temió perder el control de la situación. Es cierto que el miedo desempeñó un papel importante en la errática actuación del Govern durante esos meses, pero no fue el miedo a un eventual desbordamiento promovido por los sectores más radicales de las movilizaciones el que explica las múltiples renuncias de las autoridades catalanas, sino la progresiva toma de consciencia de que no conseguirían doblegar finalmente a su adversario y que este disponía de los suficientes recursos de poder para penalizarlas severamente.

Un tercer elemento que ciertos sectores libertarios, algunos de ellos involucrados en los Comités de Defensa de la República, están mitificando tiene que ver con la perspectiva de construir una República desde abajo.


Quizás porque he vivido durante décadas en una República (la francesa), quizás porque mis progenitores nunca lucharon por una República, sino por construir el comunismo libertario, y tuvieron que enfrentarse a las instituciones republicanas, no alcanzo a ver la necesidad de situar bajo el paraguas republicano el esfuerzo por construir una sociedad que tienda a hacer desaparecer la dominación, la opresión y la explotación.

No alcanzo a entender la razón por la cual debemos acudir a unos esquemas convencionales, que solo parecen poder distinguir entre Monarquía, por una parte, y República, por otra. Conviene repetir que luchar contra la Monarquía no tiene porque implicar luchar por la República, y que no hay que referenciar nuestra lucha en la forma jurídico-política de la sociedad que queremos construir, sino en el modelo social que propugnamos (anticapitalista, y beligerante contra cualquier forma de dominación). El objetivo no debería expresarse en términos de «construir una república desde abajo», sino en términos de «construir una sociedad radicalmente libre y autónoma».

Por eso me parece interesante retomar aquí la expresión utilizada por Santiago López Petit en un reciente texto :


cuando dice: «Desde una lógica de Estado (y de un deseo de Estado) nunca se podrá cambiar la sociedad», pero insistiendo, por mi parte, en que tampoco se cambiará la sociedad desde cualquier «deseo de República».

Por supuesto, tras la tempestad que ha sacudido Cataluña estos últimos meses no deberíamos dejar que le suceda la calma chicha. Es preciso trabajar para que no se desperdicien las energías acumuladas, para que no se desvanezcan las complicidades establecidas, y para que no se marchiten las ilusiones compartidas. Se trata de no partir desde cero otra vez, sino de utilizar lo hecho para proseguir en otro «hacer» que evite la diáspora militante. Recomponer fuerzas no es tarea fácil, pero para conseguirlo es imprescindible recapacitar acerca de los errores cometidos y, sobre todo, no engañarnos a nosotros mismos magnificando los momentos más espectaculares de las luchas y sobrevalorando algunos de sus aspectos los más positivos.

Por supuesto, sea anarquista o no, cada persona es libre de introducir una papeleta en una urna si así lo desea, sin embargo, lo último que nos faltaría a estas alturas sería que los anarquistas se involucrasen, aunque solo fuese indirectamente en la actual contienda electoral catalana pensando que esa es la forma de mantener viva la esperanza de un cambio revolucionario, o, más prosaicamente, considerando que esa es la forma de avanzar hacia el punto final del Régimen del 78. López Petit lamenta en su texto, antes citado, que en lugar de aceptar participar en unas elecciones impuestas, los partidos políticos no hayan optado por «sabotearlas mediante una abstención masiva y organizada». Esa es, a mi entender, la opción que los sectores libertarios deberían adoptar, y llevar a la practica, de cara al 21 de diciembre.

Barcelona, 1 diciembre 2017.

domingo, 29 de octubre de 2017

Anarquía y sindicalismo


Por ERRICO MALATESTA

[...] El sindicalismo, o más exactamente el movimiento obrero (el movimiento obrero es un hecho que nadie puede ignorar, mientras que el sindicalismo es una doctrina, un sistema, y debemos evitar confundirlos) ha encontrado siempre en mí un defensor a ultranza, pero no ciego. Ello es debido a que veía en él un terreno particularmente propicio para nuestra propaganda revolucionaria, a la vez que un punto de contacto entre las masas y nosotros. No necesito insistir en esto. Se me debe en justicia reconocer que no he sido nunca de esos anarquistas intelectuales que, cuando se disolvió la vieja Internacional, se encerraron benévolamente en la torre de marfil de la pura especulación; no he dejado de combatir, donde quiera que me encontrara, en Italia, en Francia, en Inglaterra o en otra parte, esta actitud de aislamiento altivo, ni de empujar a los compañeros de nuevo hacia esa vía que los sindicalistas, olvidando un pasado glorioso, llaman nueva, pero que ya había sido vista y seguida en la Internacional por los primeros anarquistas.

Hoy como ayer, quiero que los anarquistas entren en el movimiento obrero. Soy, hoy como ayer, un sindicalista, en el mismo sentido en que soy partidario de los sindicatos. No pido unos sindicatos anarquistas que serían tan legítimos como los sindicatos socialdemócratas, republicanos, monárquicos u otros, y servirían para dividir más que nunca a la clase obrera contra sí misma. No quiero tampoco esos sindicatos llamados rojos, porque no quiero tampoco los sindicatos llamados amarillos. Quiero, por el contrario, los sindicatos ampliamente abiertos a todos los trabajadores sin distinción de opiniones, los sindicatos absolutamente neutros.

Por tanto, soy partidario de la participación más activa posible del movimiento obrero. Pero lo soy sobre todo en interés de nuestra propaganda, cuyo campo es considerablemente amplio. Esta participación no puede equivaler por sí sola a una renuncia a nuestras ideas más queridas. En el sindicato debemos seguir siendo anarquistas, con toda la fuerza y amplitud del término. El movimiento obrero no es para mí sino un medio; el mejor, evidentemente, de todos los medios que se nos ofrecen. Este medio me niego a tenerlo por un fin, e incluso no lo desearía si nos hiciera perder de vista el conjunto de nuestras concepciones anarquistas, o más simplemente nuestros demás medios de propaganda y agitación.

Los sindicalistas, por el contrario, tienden a hacer del medio un fin, a tomar la parte por el todo. Y es así como, en la mente de algunos de nuestros compañeros, el sindicalismo se está convirtiendo en una doctrina nueva y amenaza al anarquismo en su propia existencia. [...]

martes, 3 de octubre de 2017

Comunicado del colectivo AMOR Y RABIA ante el conflicto actual

  [Alguien comentaba que el lugar de los anarquistas es estar siempre con el pueblo; cuando se le inquirió qué si el pueblo quería un dictador, respondía que nuestro deber debería ser avisar del error e intentar mitigarlo. Algo parecido han querido hacer humildemente desde AMOR Y RABIA con nuestros compañeros 'libertarios' que se han dejado arrastrar por los recientes acontecimientos, alentados por unos políticos con intereses oligárquicos contrapuestos a los del pueblo que dicen representar...]


1) Denunciamos sin matices la brutal intervención policial ordenada por el Gobierno central —con el apoyo de PSOE y Ciudadanos— y que sólo sirve a los intereses electoralistas del PP y de JxSí.

2) Rechazamos por completo apoyar un «Procés» puesto en marcha y dirigido por una casta política tan corrupta y represora como la gobernante desde Madrid y los partidos que les apoyan.

3) Recordamos como parte del Movimiento Libertario que el objetivo del anarquismo es un mundo sin clases ni fronteras, basado en la democracia directa y la igualdad.

Lo que está pasando en Cataluña es justo lo contrario: interclasismo y apoyo a un Govern neoliberal que está instrumentalizando el descontento social para sus intereses en nombre de un falso bien común, así como a la creación de un nuevo Estado en manos de los que en su día apoyaron el llamado Régimen del 78. El fin de la globalización neoliberal está dando paso a un proteccionismo de cariz identitario.

Desde AMOR Y RABIA vemos como algo fundamental combatir el capitalismo y concentrar nuestras fuerzas en combatir la sociedad de clases, centrando nuestras actividades en la cuestión social en lugar de la «cuestión nacional», que nos convierte en peones de las luchas internas de las diferentes oligarquías.

«Cambiar de amos no es lo mismo que emanciparse de ellos.»
JOAN PEIRÓ

sábado, 16 de noviembre de 2013

El anarquista y la familia

Por ÉMILE ARMAND

Respecto de la familia, el anarquista se halla en profundo desacuerdo con las ideas dominantes, las cuales basan aquélla sobre bienes con gran frecuencia puramente circunstanciales y que conceden al padre una autoridad tiránica, como la de dirigir la educación del niño, inclinándolo a una carrera dada, falseando las más de las veces su porvenir intelectual y moral. Casi todos los padres tienden a hacer de sus hijos, considerados como otra forma de la propiedad, no seres capaces de pensar por sí mismos y reaccionar contra las influencias hereditarias, no focos de iniciativa, sino fotografías o reproducciones reflejando las ideas y los gestos progenitores. Basta que un niño no sienta afinidad familiar y que a los veinte años haga gala de ideas contrarias a las aprendidas en el hogar para que sea tachado de mal sujeto y acusado de baldón de los suyos.

El anarquista sabe que, producto de la fecundación del huevo por el espermatozoide, toda criatura, por una aplicación algo oscura de los fenómenos del atavismo, reproduce los rasgos del carácter de sus ascendientes, a veces muy lejanos, que los resume o los mezcla a los de sus padres o parientes más inmediatos y que no es sorprendente que algunas de estas características hagan irrupción en el medio familiar y obliguen al inadaptado o mala cabeza a buscar un nuevo terreno más favorable a su desarrollo.

Creerse en el derecho de dirigir la vida ulterior de un vástago, porque durante algún tiempo se le ha asegurado la subsistencia, es para el anarquista tan tiránico como la pretensión de algunos patronos que, por el hecho de proporcionar el trabajo, quisieran imponer a sus asalariados la obligación de asistir a misa.

La verdadera familia es la que se une por afinidad de ideas, caracteres y temperamentos y aunque tal pueda suceder también por la única base del lazo genital, lo cierto es que toda presunción autoritaria perjudica al buen acuerdo entre sus miembros. Dicho esto, se comprenderá que el anarquista es adversario únicamente del concepto estrecho que hoy se aplica a la familia.

El anarquismo individualista
(1916)