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miércoles, 30 de marzo de 2016

¿Quién fue Élisée Reclus?


A propósito del nuevo libro de Rodrigo Quesada, dejamos una breve nota biográfica sobre Élisée Reclus, el influyente geógrafo anarquista francés autor de El Hombre y la Tierra.

EDITORIAL ELEUTERIO
26 noviembre 2015

Élisée Reclús, nació en Sainte-Foy-la-Grande, en medio de una familia protestante, siendo el cuarto hermano de una decena de hijos del pastor Jacques Reclus, que como tal, sea en secreto o explícitamente, esperó siempre que uno de su descendencia siguiera su camino: lamentablemente para él, tanto Élisée como Élie, su hermano mayor, caminaron juntos el Ideal anarquista.

Desde muy niño, dejó que su imaginación vagara libre por montes, ríos y praderas, acrecentando lo que años después se mostraría en plenitud en las cientos de miles de páginas que van desde la geografía física a la «Geografía Social», estudio y método desarrollados por Élisée Reclus para dar a conocer como las formas de relaciones libres entre las personas y de éstas con la Naturaleza han estado presentes en la evolución de la humanidad, sobre todo en cuanto a lo que él denominó como las tres leyes: la «lucha de clases», la búsqueda del equilibrio y la soberanía del individuo.

Desde un comienzo, su vida está plagada de idas y venidas, cárceles y exilios: si bien cuando joven viajó a causa de sus estudios en Alemania con los hermanos moravos, ya luego como estudiante de teología en Montauban, no tardarían en dar frutos: por un viaje para ver el mar Mediterráneo, junto a su hermano Élie, será expulsado de la facultad.

Aprendiendo idiomas, estudiando geografía con Karl Ritter y resistiendo al golpe de Estado que da Napoleón III (en esta época ya era republicano y socialista), la vida de Reclus estará marcada desde entonces por la exploración de Europa y América, sea por cuenta propia o por los exilios, los que soporta gracias a sus investigaciones y la presencia de su hermano Élie. Mientras va de Irlanda a la actual Colombia, a Estados Unidos o de vuelta a Europa, su espíritu socialista crece, se fortalece, al tiempo en que se modifica. Se unirá a la causa communard que toma París en 1871, siendo arrestado y finalmente expulsado. Desde antes, ya había trabado contacto con Bakunin y Kropotkin. Del primero se hará cargo se sus escritos. Con el segundo, además, le unirá la pasión geográfica.


Obras como La Tierra, Nueva Geografía Universal o El Hombre y la Tierra son demostración cabal de la fortaleza, sabiduría y disciplina de este hombre que, muy por el contrario a lo que muchos creen, en cada página desenvuelve, para dar a conocer, la Anarquía en su estado natural: la de los ríos y montañas, la de los pueblos primitivos o de las sociedades laborales que se ayudan en interés de la libertad.

Se dice que al momento de morir, le comentaban la sublevación en Sebastopol en Rusia, por lo que se le escuchó decir: La Revolución, ¡Al Fin!. Este mismo hombre había expresado que «La Anarquía es la más alta expresión del orden». Murió físicamente un 4 de julio de 1905.

viernes, 12 de diciembre de 2014

Patria y humanidad



Por ÉLISÉE RECLUS

La cuestión —si el patriotismo es incompatible con el amor a la humanidad— no puede tratarse sin una definición preliminar.

¿Qué es el «patriotismo» tomado en el sentido verdaderamente popular, subentendido en toda fraseología? Es el amor exclusivo a la patria, sentimiento que se complica con un odio correspondiente contra las patrias extranjeras. ¿Y qué es la patria? Un territorio grande o pequeño, netamente delimitado por fronteras de origen diverso, obstáculos naturales, barreras artificiales o simples líneas trazadas según la voluntad de alguno, antes sobre el papel, después trasladadas al terreno.

Partiendo de estas definiciones que ciertamente responden a la idea general de los pueblos interesados, tal cual es por lo demás sancionada triplemente por la diplomacia, por el régimen militar y por el sistema fiscal, se debe reconocer que la patria y su derivado, el patriotismo, son una deplorable supervivencia, el producto de un egoísmo agresivo que no puede conducir más que a la ruina de las mejores obras humanas y al exterminio de los hombres.

Pero el pueblo es sencillo, y bajo esa palabra «patria» se le han dado a entender mil cosas dulces y bellas que no implican en manera alguna la división de la tierra en parcelas enemigas.

El suave perfume de la tierra natal, las figuras sonrientes de los viejos que nos aman, los recuerdos queridos de estudio y de investigaciones con compañeros atrevidos, las obras emprendidas en común en la juventud y sobre todo la fábula que resonó primero en nuestro oído, y en la que hemos escuchado las palabras que han decidido nuestra vida, todo esto es herencia natural de todo hombre en cualquier parte del mundo en que esté situada su cuna, todo esto es anterior a la idea de una patria limitada, y es puro sofisma querer coligar estos sentimientos con la existencia de un polígono efímero cortado sobre la redondez de nuestra planeta.

Hay al contrario completa oposición entre estas primeras impresiones que nos ligan a la tierra y a la sociedad humana y todas las líneas de división que impiden la libre formación de los grupos humanos y que intentan limitar lo que por la naturaleza de las cosas es indisciplinable, la simpatía de los hombres entre sí, su espíritu de mutua benevolencia y de solidaridad.

Históricamente, la patria fue siempre mala y funesta. Fue siempre un dominio, reivindicado como propiedad exclusiva por un amo absoluto, o bien por una banda de amos organizados en jerarquía, o, como en nuestros días, por un sindicato de clases privilegiadas y dirigentes. Siempre, por mucho que nos remontemos en el pasado, hallamos que los ciudadanos pacíficos han debido, en nombre de una patria de fronteras siempre diversas, trabajar, pagar y combatir, siempre oprimidos por los parásitos, reyes, señores, guerreros, magistrados, diplomáticos y millonarios. Y fueron esos parásitos en lucha con otras bandas de haraganes los que han marcado las barreras de separación entre pueblos vecinos, hermanos a causa de los intereses comunes. Para defender o ensanchar esos límites absurdos se han sucedido las guerras a las guerras: era preciso que los mojones limítrofes fuesen plantados entre cadáveres, como en un tiempo las puertas de las ciudades.

En nuestros días, las fronteras son más funestas que nunca, aun cuando son más a menudo atravesadas, porque son conservadas más metódica, más científicamente que en el pasado con fortificaciones, puestos de aduana, guardias móviles. Si el comercio consigue penetrar bajo el impulso de necesidades vitales, ocurre sólo después de largas explicaciones entre los Estados y la construcción de grandes obras militares. La zona de separación es tabulada en toda su longitud; y con maquinaciones incesantes, con la ayuda de verdaderos crímenes, se suscitan odios tremendos a ambos lados de la frontera ficticia, trazada a lo largo de algún arroyo entre los bosques y los prados.

Y casi diré que hay de escandaloso este hecho, que en el siglo de las locomotoras y de los motociclos de toda especie no hay más que una línea ferroviaria entre Francia y España, y ni siquiera una carretera viable a través de los Pirineos. A pesar de la geografía, no se quiere que las dos naciones sean vecinas, no se quiere que, cesando de ser patrias diversas, se conviertan en un solo país de una misma familia unida.

El vasto mundo nos pertenece y nosotros pertenecemos al mundo. Abajo todas las fronteras, símbolos de dominación y de odio. Tenemos prisa por poder abrazar al fin a todos los hombres y llamarnos sus hermanos

(Nº 317, DICIEMBRE 2014)

sábado, 15 de febrero de 2014

Elisée Reclus y ‘El hombre y la tierra’


El geógrafo y anarquista Elisée Reclus fallece, en la noche del 4 al 5 de julio de 1905, en la localidad belga de Thourout. Lucien Gallois le dedicará un obituario, en la revista Annales de Géographie, en la que reconocía que Reclus era considerado a nivel internacional «el gran geógrafo francés»; desgraciadamente, esa condición no se reconoció en la geografía francesa por intereses muy concretos. Afortunadamente, de unas décadas a esta parte la figura y la obra de Reclus se ha ido recuperando, seguramente, por la necesidad de una planteamiento geográfico radical y una mayor conciencia ecologista. La cuestión de la relación entre los seres humanos y el medio natural, así como el desigual reparto de la riqueza en el mundo, obligan a otorgar la importancia que merece a la obra del sabio francés.

La escritura de su obra cumbre, El hombre y la tierra, la efectuó durante los últimos años de su vida, cuando tal vez ya no se mostraba muy activo en el movimiento anarquista, pero sin abandonar un ápice las ideas ácratas. En esta obra, Reclus efectúa un recorrido por la historia de la humanidad, desde la Prehistoria hasta el final del siglo XIX, dedicando varios capítulos al estudio de diversos fenómenos como las divisiones y el ritmo de la historia, el trabajo, el cultivo, la propiedad, el progreso, la industria o el comercio.

En el prefacio de la obra, Reclus se expresaba de la siguiente manera:
«Hace algunos años, después de haber escrito las últimas líneas de una larga obra, La Nueva Geografía Universal, expresaba el deseo de poder un día estudiar al hombre, en la sucesión de las edades, como le había observado en las diversas regiones del globo y establecer las conclusiones sociológicas a que había llegado. Trazaba yo el plan de un nuevo libro en que se expondrían las condiciones del suelo, del clima, del todo el ambiente en que se han cumplido los acontecimientos de la historia, donde se mostrase la concordancia de los hombres y de la tierra, donde todas las maneras de obrar de los pueblos se explicasen, de causa a efecto, por su armonía con la evolución del planeta.»
Sin duda, es en esta obra donde mejor se expresa la conexión entre la geografía y el pensamiento anarquista de Reclus. Puede decirse que el planteamiento geográfico de este autor, al igual que el de Kropotkin, es una síntesis de posturas positivistas, evolucionistas y anarquistas. Huelga decir que hablamos de planteamientos que hablan de armonía del hombre con la naturaleza y se alejan del socialdarwinismo imperante en el momento. Reclus nos habla de una ruptura primitiva en esa relación entre el hombre y el medio natural, algo que explica la aparición del Estado y de una sociedad dividida en dominantes y dominados. Por supuesto, Reclus, al igual que el pensamiento anarquista, no niega la lucha de clases, siempre presente en la sociedad. El garante para una sociedad libre será la libertad, la cual otorgue el desarrollo completo a cada individuo, ya que éste es la célula fundamental y debe asociarse libremente con otros individuos en una humanidad siempre en constante evolución. El objetivo es acabar con la dominación política y la explotación económica, por lo que Reclus plantea un conocimiento exhaustivo de la geografía, es decir, de las leyes que rigen la naturaleza; así, sería posible terminar con la falta de recursos que sufren tantos seres humanos cuando la tierra ofrece su riqueza para todos.

La principal aportación de Reclus es considerar la relación entre el hombre y el medio como una dialéctica; es decir, la influencia es mutua, el medio influye al ser humano y éste se ve influido por el medio a lo largo del tiempo. El geógrafo anarquista introduce entonces el factor tiempo como gran novedad en el estudio de estas relaciones. Por lo tanto, una visión amplia de la geografía, que se ocupe de los fenómenos físicos y humanos, debe integrar a la historia, atender tanto el espacio como el tiempo: «Considerada desde elevado punto de vista, la geografía, en sus relaciones con el hombre, no es más que la historia en el espacio, del mismo modo que la historia es la geografía en el tiempo». Reclus distingue en la influencia del medio sobre el hombre entre estático y dinámico. Los elementos que forman parte del medio estático son el clima o la naturaleza del suelo, ante los cuales el hombre poco puede hacer. El medio dinámico estaría compuesto por los elementos que forman el Estado, el comercio o las relaciones laborales, que el ser humano puede obviamente transformar. En cualquier caso, es necesario conocer bien ambos tipos para comprender en profundidad la influencia del medio en las sociedades humanas a lo largo de la historia.

Llegamos así a lo que puede ser cierta paradoja en el pensamiento anarquista y geográfico de Reclus. Si se deduce cierto determinismo geográfico en el devenir de la humanidad, no puede hablarse de progreso y libertad absolutos. Evidentemente, hay que hablar de una tensión permanente entre ambas cuestiones en el conjunto del pensamiento de Reclus. Es precisamente cierto determinismo geográfico, la gran influencia de los fenómenos físicos en algunos pueblos de la Tierra, lo que explicaría el desigual desarrollo de la humanidad; Reclus, como anarquista, creía en la igualdad y libertad del conjunto de la humanidad, por lo que se esforzó en buscar explicaciones ambientales para la existencia de esas grandes diferencias de desarrollo. Cuestiones como la moral, la religión, el carácter o incluso el físico de los diversos pueblos son explicados por Reclus en buena parte por la influencia del medio. «... en virtud de la diferencia de los suelos, de las aguas y del clima hay contraste necesario entre el genero de vida, las ocupaciones, las costumbres, el modo de sentir y de pensar de los que viven al norte de la Gran Muralla china y de los que residen al sur».

No obstante, hay que explicar siempre que el determinismo ambiental en Reclus es siempre matizado, ya que el ser humano influye igualmente en el medio en la relación dialéctica antes mencionada:
«Cada nuevo individuo que se presenta, con acciones que admiran, con inteligencia innovadora, con pensamientos contrarios a la tradición, resulta un héroe creador o un mártir; pero, feliz o desgraciado, obra y el mundo se encuentra cambiado.(...) Las emigraciones, los cruzamientos, las proximidades de pueblos, las idas y venidas del comercio, las revoluciones políticas, las transformaciones de la familia, de la propiedad, de las religiones y de la moral, el aumento o la disminución del saber, son otros tantos hechos que modifican el ambiente y al mismo tiempo influyen sobre la parte de la humanidad bañada en el nuevo medio».
De esa manera, Reclus se aparta de otras visiones de la época más rígidamente deterministas. Incluso, llega a sostener que el determinismo va a desaparecer gracias al progreso técnico y cultural. La influencia del medio, tanto positivo como negativo, se transforma a lo largo del tiempo y llegaría a ser prácticamente inexistente con determinado nivel de progreso y desarrollo. Por lo tanto, Reclus no tiene ningún tipo de añoranza por un supuesto «paraíso natural» perdido, lo mismo que tampoco posee una concepción del progreso ciega y devastadora, tal y se ha desarrollado en las sociedades capitalistas. La insistencia en restablecer una relación armónica entre el ser humano y el medio natural reposa en un esfuerzo constante de la humanidad para dominar el medio: «... se necesita una parte de obstáculos para solicitar un esfuerzo incesante; si las dificultades son demasiado grandes la especie sucumbe; más también perece allí donde la adaptación al medio se cumple con demasiada facilidad. La lucha es necesaria, pero una lucha que se ajuste a las fuerzas del hombre y de las que este pueda salir triunfante».

Reclus también aclara cuáles son las mejores condiciones de desarrollo de las sociedades humanas:
Las condiciones más favorables al desarrollo de un grupo humano, tribu o pueblo, consisten para este en vivir en paz, pero no aislado, en cambios frecuentes de visita con sus huéspedes, en relaciones activas con sus vecinos, teniendo, por lo demás, cada individuo su parte de tierra y de trabajo. De este modo no existe razón alguna para que la libertad y el valor del grupo disminuyan; éste hasta tiene grandes posibilidades de desarrollarse normalmente y de progresar en inteligencia y en moralidad»
Hoy, la relación entre el ser humano y el medio sigue siendo un problema crucial. Reclus deduce de su obra tres principios fundamentales que rigen el devenir humano: la lucha de clases, la búsqueda de equilibrio y la acción libre del individuo soberano; siempre eludiendo toda rigidez y principio absoluto, y observando a la humanidad en constante evolución.


miércoles, 17 de octubre de 2012

Cuanto más anarquista es una sociedad, más progresa


 Élisée Reclus

Sin embargo, una duda podría subsistir en los entendimientos, si la anarquía no hubiese sido nunca más que un ideal, un ejercicio intelectual, un elemento de dialéctica, si nunca hubiese tenido realización concreta; si nunca hubiese sido un organismo espontáneo; si nunca hubiese surgido poniendo en acción las fuerzas libres de los camaradas para el trabajo en común, sin amo que les mandase. Pero esta duda puede fácilmente descartarse, porque en todo tiempo han existido organismos libertarios y otros nuevos se forman incesantemente, cada año más vigorosos, siguiendo los progresos de la iniciativa individual. Podría citar, en primer término, diversos pueblos llamados salvajes que viven en perfecta armonía social, hasta en nuestros días, sin tener necesidad de jefes, de leyes, de cercas, ni de fuerza pública; pero no insisto sobre estos ejemplos, a pesar de su importancia; temería que se me objetase la poca complejidad de estas sociedades primitivas comparadas con nuestro mundo moderno, organismo inmenso en que se entremezclan tantos otros organismos con infinita complicación. Dejemos, pues, a esas tribus primitivas para ocupamos tan sólo de naciones ya constituidas que poseen todo un mecanismo político-social.

Sin duda yo no podría mostraros ninguna en el curso de la historia que se haya constituido como sociedad puramente anárquica, porque todas se encontraban en su período de lucha entre los elementos diversos, aun no asociados; pero lo que sí será fácil comprobar es que cada una de estas sociedades parciales, aunque no fundidas en un conjunto armónico, fue tanto más próspera, tanto más creadora, cuanto más libre era y el valor personal del individuo estaba mejor reconocido. Desde las edades prehistóricas en que nuestras sociedades nacieron a las artes, a las ciencias, a la industria, sin que los anales escritos hayan podido traemos de ello memoria, todos los grandes períodos de la vida de las naciones han sido aquellos en que los hombres, agitados por las revoluciones, hubieron de sufrir menos la amplia y pesada dirección de un gobierno regular.

Los dos grandes períodos de la humanidad, por los numerosos descubrimientos, por la eflorescencia del pensamiento, por la belleza del arte, fueron épocas perturbadas, edades de «peligrosa libertad». El orden remaba en el inmenso imperio de los medos y los persas, pero allí no surgió nada grande; mientras que en la Grecia republicana, perturbada sin cesar, agitada por continuas sacudidas, vio nacer a los iniciadores de todo lo elevado y noble que nosotros tenemos en la civilización moderna. Nos es imposible pensar, emprender una obra cualquiera sin relacionamos en seguida con los libres helenos que fueron nuestros precursores y que son aún nuestros modelos. Dos mil años más tarde, después de tiranías, después de tiempos de sombría opresión que parecían inacabables, Italia, Flandes, Alemania, toda la Europa de las comunidades religiosas, probaron de nuevo a tomar aliento; innumerables revoluciones sacudieron el mundo. Ferrari no cuenta menos de siete mil revueltas locales tan sólo en Italia; pero también comenzó a arder el fuego del pensamiento libre y volvió a florecer la humanidad: con los Rafael, los Vinci, los Miguel Ángel, se sintió por segunda vez joven.

Después vino el gran siglo de la Enciclopedia con las revoluciones que se siguieron en todo el mundo y la proclamación de los derechos del hombre. Enumerad, si podéis, todos los progresos que se han realizado después de esta gran sacudida de la humanidad. Verdaderamente, podemos preguntamos si el siglo XVIII no condensa más de la mitad de la historia. El número de los hombres se ha acrecentado en más de quinientos millones; el comercio se ha hecho diez veces mayor; la industria se ha transformado y el arte de modificar los productos naturales se ha enriquecido maravillosamente; ciencias nuevas han hecho su aparición y, según se dice, comienza un tercer período de arte; el socialismo consciente e internacional ha surgido en toda su amplitud. Por lo menos se siente uno vivir en el siglo de los grandes problemas y de las grandes luchas. Reemplazad con el pensamiento los cien años nacidos de la filosofía del siglo XVIII, reemplazadlos por un período sin historia en que cuatrocientos millones de pacíficos chinos hubiesen vivido bajo la pacífica tutela de un «Padre del pueblo», de un tribunal de los ritos y mandarines provistos de diploma. Lejos de vivir las emociones que nosotros hemos vivido, nos hubiéramos gradualmente aproximado a la inercia y. a la muerte si Galileo encerrado en las prisiones de la Inquisición pudo murmurar sordamente: «¡Sin embargo se mueve!», nosotros podemos ahora, gracias a las revoluciones, gracias a las violencias del pensamiento libre, gritar en todas partes, en la plaza pública: «¡El mundo se mueve y' continuará moviéndose!».

La evolución, la revolución
y el ideal anarquista
(1897)

lunes, 16 de abril de 2012

Anarquistas y darwinistas

Por ARILD HOLT-JENSEN

El discípulo más relevante de Ritter fue el geógrafo francés Elisée Réclus (1830-1905), menos preocupado que los demás por la historia y por el pensamiento teleológico. Le hizo famoso su obra sobre geografía física sistemática, La Terre (1866-1867), pero es más conocido por su geografía regional en diecinueve volúmenes Nouvelle Géographie Universelle (1875-1894). La claridad y precisión de esta obra hizo que fuera mucho más popular que Erdkunde de Ritter que le sirvió en muchos aspectos de modelo pero que contenía pasajes poco claros. La obra de Réclus sirvió de ejemplo para toda una serie de trabajos enciclopédicos de geografía del mundo y de determinados países.

Réclus fue probablemente el geógrafo más productivo de todos los tiempos. Al final de su vida escribió L'Homme et la Terre (publicado en su mayor parte póstumamente, en 1905-1908) que puede considerarse una geografía social, consistente en la exposición, con pinceladas históricas, de la vida del hombre en la Tierra y el aprovechamiento de sus recursos. Réclus escribió asimismo manuales y artículos de viajes. A pesar de que Réclus fue el geógrafo francés más importante de su tiempo nunca ocupó una cátedra universitaria en Francia y tuvo que ganarse la vida con sus escritos. A pesar de que la mayor parte de sus libros fueron publicados por Hachette en París, se vio obligado a vivir exiliado en el extranjero a causa de sus actividades políticas y no pudo influir directamente en el desarrollo de la geografía académica de su país.

Réclus fue ante todo un idealista incomprendido. Fue expulsado del seminario en Montauban en su primer año, por respaldar los ideales de la Revolución de 1848. En 1851 fue a Berlín para estudiar teología, pero empezó a asistir a las populares clases de Ritter que despertaron su interés por la geografía. Al volver a Francia en otoño de 1851, reanudó sus actividades políticas, pero al oponerse al golpe de Estado de Luis Napoleón ni, se vio obligado a huir a Inglaterra en compañía de su hermano. Realizó largos viajes por América del Norte y del Sur pero viajaba más en plan de observación que de investigación. Un trabajo de investigación ininterrumpido iba más allá de las posibilidades de Réclus que tenía que vivir de su escaso sueldo de tutor y trabajador eventual. En 1857 volvió a Francia, donde trabó amistad con el dirigente anarquista Mijail Bakunin (1814-1876). A partir de entonces perteneció al círculo de la asociación anarquista secreta Fraternité Internationale. En 1871 tomó parte activa en la Comuna de París pero fue hecho prisionero a los pocos días de haber empezado la lucha y estuvo en prisión durante casi un año. La sentencia de deportación a Nueva Caledonia le fue conmutada por diez años de destierro gracias a la activa intercesión de las sociedades geográficas y de personalidades como Charles Darwin. Eligió Suiza para vivir en el exilio. A pesar de que la Universidad Libre de Bruselas le había prometido una plaza de profesor adjunto de geografía, en 1892, no cumplió su promesa por miedo a las manifestaciones después de la oleada de violencia anarquista en Francia, en otoño de 1893. Un comité de apoyo a favor de Réclus recogió dinero y fundó finalmente la Nueva Universidad de Bruselas donde Réclus fue catedrático los diez últimos años de su vida, renunciando a todo tipo de salario, ya que sus modestas necesidades podían satisfacerse con las ganancias que obtenía con la venta de sus libros.

Los libros de Réclus, incluyendo su obra más importante, Nouvelle Géographie Universelle, traslucían poco sus ideas políticas. Por esta razón atraían a un gran número de lectores de clase media y proporcionaban a políticos y miembros dirigentes de las sociedades geográficas un modelo de geografía que deseaban introducir como materia en escuelas y universidades. Réclus tuvo, pues, un papel indirecto importante en la institucionalización de la geografía en una época en la que la mayoría de los académicos la tenían tan sólo por una ciencia natural. Al igual que Ritter, Réclus se mostró especialmente interesado por los aspectos humanos de la geografía. No se le escapaban las desigualdades existentes dentro de la condición humana en el mundo e hizo de ello el tema central de sus libros. Fue también el primer geógrafo que respaldó las ideas del geógrafo norteamericano George Parkins Marsh, quien había escrito Man and Nature, or Physical Geography as Modified by Human Action en 1864, describiendo su libro como «un pequeño volumen que muestra que mientras Ritter y Guyot [alumno de Ritter emigrado a Estados Unidos] piensan que la Tierra hace al hombre, de hecho el hombre hace a la Tierra». Marsh expuso que el hombre había destruido muchos de los recursos naturales y paisajes a lo largo de la historia e hizo un llamamiento a una mejor administración de dichos recursos. En su primera obra, La Terre (1866-1867) Réclus reconocía su deuda con Marsh.

Las ideas políticas de Réclus se pusieron de manifiesto de forma más directa en su último libro L'Homme et la Terre, donde introdujo el concepto de geografía social, Dado que Réclus dedicó su vida política a la justicia social, las condiciones sociales aparecían comentadas siempre en sus libros. Había realizado un estudio específico de geografía social y su inclusión en una guía de viajes de una descripción de la pobreza y beneficencia entre los pobres de Londres abrió nuevos horizontes (Beck, 1982).

Réclus estableció también conexiones entre geografía, planificación urbana moderna y sociología. Influyó y mantuvo estrechos contactos con Fréderic le Play, sociólogo francés y Sir Patrick Geddes, biólogo escocés, científico social y planificador. Geddes, a pesar de no ser anarquista, fue íntimo amigo de Réclus en los últimos años de su vida. Propagó sus ideas por Gran Bretaña y se mostró muy interesado por sus ideas sobre la geografía social, que consideraba una base idónea para el desarrollo de sus trabajos de investigación aplicada y planificación. Hemos puesto un énfasis especial en el trabajo y la vida de Réclus para demostrar que los viejos maestros tienen aún algo que decirnos hoy en día. La necesidad de dar relevancia a lo social en el trabajo geográfico no se ha inventado recientemente; estaba ya presente en la vida y trabajo de los geógrafos anarquistas hace cien años. De hecho, Réclus y el príncipe Kropotkin (1842-1921), su amigo anarquista, han despertado un renovado interés. El noble ruso se hizo famoso por sus investigaciones sobre geografía física en el Norte de Europa y en Siberia y fue un orador bien recibido en las sociedades geográficas de la Europa Occidental. Fue de gran ayuda para Réclus en las partes de la Nouvelle Géographie Universelle que versaban sobre Siberia y Europa del Este.

Kropotkin expresó sus ideas políticas de manera mucho más directa que Réclus. Intentó hacer una revolución dentro de la disciplina de la geografía por diferentes caminos. Expuso sus teorías sobre la educación geográfica, las relaciones entre el hombre y la naturaleza, y sobre descentralización, que iban claramente destinadas a intentar evitar el uso de la investigación geográfica para la explotación y el imperialismo. Puso también en evidencia que la educación geográfica era el medio ideal para despertar sentimientos de respeto mutuo entre naciones y personas. Kropotkin había ido formando sus ideas políticas durante sus viajes por Siberia en los años sesenta del pasado siglo XIX. Quedó muy impresionado por el espíritu de igualdad y autosuficiencia de los campesinos rusos, pero muy desanimado por los efectos negativos del centralismo político y la desigualdad social. En 1871 se convirtió en un gran defensor del anarquismo social y fue exiliado. A partir de entonces dedicó su vida a dos revoluciones, una en el campo de las relaciones socioeconómicas y otra dentro de la propia geografía. El anarquismo social de Kropotkin pretendía mostrar que las personas eran capaces de conseguir una sociedad mejor de bases cooperativas, siempre y cuando fueran abolidas las estructuras de dominación y subordinación. Creía que las instituciones centralizadas inhibían el desarrollo de la personalidad cooperativa, promovían la desigualdad y limitaban el progreso económico. Defendía la actividad económica a pequeña escala dentro y entre regiones, con la que según él se obtendrían economías de escala más importantes que con la industria a gran escala. Actualmente recogen estas ideas los movimientos «verdes» y algunos economistas como Schumacher en Small Is Beautiful (1974). Kropotkin proponía que las grandes ciudades-regiones se tenían que dividir en municipios más pequeños, más o menos autosuficientes, en los que pudieran integrarse la vida, el trabajo y los espacios recreativos. Estas ideas fueron puestas en práctica posteriormente por el movimiento «garden city» (ciudad jardín), liderado por Ebenezer Howard, Lewis Mumford y Patrick Geddes.

Lo más significativo para su época fue que Kropotkin se mostraba contrario a la interpretación que de la naturaleza hizo Darwin en su obra El origen de las especies, como un enorme campo de batalla en el que no existía nada más que una incesante lucha por la vida y el exterminio del débil por el fuerte. Del mismo modo se oponía a los puntos de vista social-darwinistas del popular filósofo Herbert Spencer (1820-1903). Spencer veía las sociedades humanas muy parecidas a los organismos animales enzarzados en una lucha constante por la supervivencia en un medio determinado. En el terreno político Spencer era liberal y creía que los «individuos más capacitados» sobrevivirían mejor en un sistema de libre empresa, y harían, de este modo, avanzar la civilización. En su Ley general de la evolución, Spencer defendía que toda civilización se caracteriza por la concentración, diferenciación y determinación. Por otro lado, Kropotkin escribía (El apoyo mutuo): «A pesar de haberla buscado con gran interés no he conseguido hallar esta dura lucha por los medios de subsistencia entre animales de la misma especie». La lucha por la existencia puede ser dura pero no deben llevarla a cabo individuos aislados sino grupos de individuos cooperando entre sí. Según Kropotkin la solución más viable para la civilización, así como para la lucha por la supervivencia, era la ayuda mutua entre pequeñas comunidades autónomas.

Esta discusión ha puesto en evidencia cómo a fines del siglo XIX se consideraba muy importante aprender de la naturaleza como modelo de configuración de sociedades humanas. La influencia del darwinismo se dejaba sentir fuertemente no sólo en el pensamiento social sino también en el desarrollo de la ciencia como tal. Es también importante tener en cuenta el marcado contraste existente entre las ideas de Carl Ritter, defendidas en este momento más que nunca por sus seguidores anarquistas, y los puntos de vista de los social-darwinistas. Ambos, Reclus y Kropotkin, hacían hincapié en que la geografía como disciplina debía abarcar tanto al hombre como a la naturaleza. A Kropotkin le unía una estrecha amistad con Scott Keltie, secretario de la Royal Geographical Society, y apoyó fuertemente los argumentos empleados para la implantación de la geografía como disciplina universitaria en Gran Bretaña.

Hay argumentos suficientes para asegurar que ningún otro libro, aparte de la Biblia, ha ejercido una influencia tan profunda en el pensamiento humano como El origen de las especies de Charles Darwin (1859). Stoddart (1966) señala que a partir de esta época podemos encontrar los cuatro aspectos principales de la obra de Darwin en la investigación geográfica: (1) Cambio en el tiempo o evolución, un concepto general del paso gradual o transición de formas más elementales o más simples a formas más elevadas o más complejas. Darwin utilizaba indistintamente los términos evolución y desarrollo. (2) Asociación y organización: la humanidad como parte de un organismo ecológico vivo. (3) Lucha y selección natural. (4) La casualidad o carácter fortuito de los cambios de la naturaleza. Por ejemplo, la idea de cambio en el tiempo la encontramos en el sistema cíclico de Davis sobre el desarrollo de un paisaje a través de varias etapas: juventud, madurez y vejez, que el mismo Davis describió como evolución. La escuela francesa de geografía regional adoptó también el estudio de la evolución en el estudio del paisaje cultural.

Los conceptos de asociación y organización —que Darwin había heredado de filósofos y científicos— han persistido en la investigación geográfica. El influyente geógrafo alemán Friedrich Ratzel (1844-1904) en su Political Geography (1897) nos habla de «el Estado como un organismo vinculado a la tierra». A pesar de que esta analogía del organismo derivaba de las ciencias naturales, sus raíces pueden también encontrarse en la anterior filosofía idealista y en la idea de Ganzheit o «todo» de Ritter. La región, el campo de estudio particular de los geógrafos, ha sido considerada como un complejo funcional único que, a pesar de la constante aportación de materia y energía, se encuentra en un aparente equilibrio y constituye un «todo» que es algo más que la suma de sus partes. Esta idea de región la encontramos en la escuela francesa de geografía regional y aparece también en libros de texto universitarios más recientes (Broek y Webb, 1973). La idea de región como una unidad orgánica se expandió por la geografía británica durante la primera mitad del presente siglo. Andrew John Herbertson (1865-1915) utilizaba el término «macro-organismo» para designar «la entidad compleja» de los elementos físicos y orgánicos de la superficie terrestre (Stoddart, 1966).

El concepto de lucha y selección, comparable a las ideas políticas contemporáneas tanto de los economistas liberales como de los marxistas, queda reflejada en la investigación geográfica posterior, a pesar de que no se llega a un acuerdo sobre si los cambios se producen de forma fortuita o vienen determinados. Ello refleja cierta ambigüedad en el pensamiento de Darwin. En posteriores revisiones de su obra Darwin renunció a la idea de cambio por azar, debido en parte a que no consiguió encontrar las leyes que anteriormente había creído regían los cambios fortuitos y en parte como respuesta a la Iglesia que pretendía conciliar el proceso evolutivo con la dirección fundamental.

Fue significativo que el nuevo método científico que se imponía en investigación contrastara marcadamente con el pensamiento teleológico del periodo «clásico» que había apoyado y sostenido la continuidad de una ciencia cosmográfica. El objetivo de la ciencia ya no era dar testimonio de Dios o encontrar en su gran proyecto las causas últimas o los fines de lo que se observaba. Los científicos trataban de establecer las leyes de la naturaleza como causa primera para poder explicar la realidad observada. Este cambio de ideas condujo a que el pensamiento hipotético-deductivo fuera reemplazado gradualmente por el inductivo. El razonamiento hipotético-deductivo formula hipótesis para ver hasta qué punto pueden explicar la realidad estudiada. Si al verificar dichas hipótesis los resultados son positivos, los científicos pueden formular leyes científicas. Los científicos se mostraban generalmente de acuerdo en que la religión no podía explicar los fenómenos naturales: algunos teólogos llegaron incluso a aceptar que la Biblia no era una fuente autorizada en cuestiones científicas. La discusión sobre si había o no un Dios detrás de las leyes de la naturaleza o si las leyes naturales eran los medios para alcanzar un fin designado no era considerada científica. La fe y el conocimiento se movían en planos distintos. La ciencia se preocupaba más por las causas que por los fines.

La progresiva confianza en el valor inherente de la ciencia trajo consigo un gran avance en el campo de las ciencias naturales.

Geografía. Historia y conceptos, 1992.

viernes, 22 de abril de 2011

La anarquía y la Iglesia

Por Élisée Reclus

La conducta del anarquista hacia el hombre de iglesia se halla trazada de antemano en tanto que curas, frailes y toda clase de detentadores de un supuesto poder divino se hallen constituidos en liga de dominación, ha de combatirlos sin descanso, con toda la energía de su voluntad y con todos los recursos de su inteligencia y de su fuerza. Esa lucha no ha de impedir que se guarde el respeto personal y la simpatía humana a cada individuo, cristiano, budista, fetichista, etcétera, en cuanto cese su poder de ataque y dominio. Comencemos por libertarnos y trabajemos después por la libertad del adversario.

Lo que ha de temerse de la Iglesia y de todas las Iglesias nos lo enseña claramente la historia, y sobre este punto no hay excusa: Toda equivocación o interpretación desnaturalizada es inaceptable; es más, es imposible. Somos odiados, execrados, malditos; se nos condena a los suplicios del infierno, lo que para nosotros carece de sentido, y lo que es positivamente peor, se nos señala a la venganza de las leyes temporales, a la venganza especial de los carceleros y de los verdugos y aún a la originalidad de los atormentadores que el Santo Oficio, vivo aún, sostiene en los calabozos. El lenguaje oficial de los Papas, fulminado en sus recientes bulas, dirige expresamente la campaña contra los «innovadores insensatos y diabólicos, los orgullosos discípulos de una supuesta ciencia, las gentes delirantes que proclaman la libertad de conciencia, los despreciadores de todas las cosas sagradas, los odiosos corruptores de la juventud, los obreros del crimen y de la iniquidad». Anatemas y maldiciones dirigidas preferentemente a los revolucionarios que se denominan libertarios o anarquistas.

Perfectamente; es lógico que los que se dicen y se consideran consagrados al dominio absoluto del género humano, imaginándose poseedores de las llaves del cielo y del infierno, concentren toda la fuerza de su odio contra los réprobos que niegan sus derechos al poder y condenan todas las manifestaciones de ese poder. «¡Exterminad! ¡Exterminad!» tal es la divisa de la Iglesia, como en los tiempos de Santo Domingo y de Inocencio III.

A la intransigencia católica oponemos igual intransigencia, pero como hombres, y como hombres inspirados en la ciencia, no como taumaturgos y verdugos. Rechazamos por completo la doctrina católica, lo mismo que la de todas las religiones afines; combatimos sus instituciones y sus obras, trabajamos para desvanecer los efectos de todos sus actos. Pero esto sin odio a sus personas, porque no ignoramos que todos los hombres se determinan por el medio en que sus madres y la sociedad los han colocado; sabemos que otra educación y circunstancias menos favorables hubieran podido embrutecernos también, y lo que sobre todo nos proponemos es desarrollar para ellos, si aún es tiempo, y para las generaciones venideras, otras condiciones nuevas que curen a los hombres de la «locura de la cruz» y demás alucinaciones religiosas.

Lejos de nosotros la idea de vengarnos cuando llegue el día en que seamos los más fuertes: los cadalsos y las hogueras serían insuficientes para vengar el número infinito de víctimas que las Iglesias, y la cristiana muy especialmente, han sacrificado en nombre de sus dioses respectivos durante la serie de siglos de su ominosa dominación. Además, la venganza no se cuenta entre nuestros principios, porque el odio llama al odio y nosotros nos sentimos animados del más vivo deseo de entrar en una nueva era de paz social. El firme propósito que nos guía no consiste en emplear «las tripas del último sacerdote para ahorcar al último rey», sino en hacer de modo que no nazcan reyes ni curas en la purificada atmósfera de nuestra nueva sociedad.

Lógicamente, nuestra obra revolucionaria contra la Iglesia comienza por ser destructora antes de que pueda ser constructiva, a pesar de que las dos fases de la acción sean independientes entre sí, aunque bajo diversos aspectos, según los diferentes medios. Sabemos, además, que la fuerza es inaplicable para destruir las creencias sinceras, las cándidas e ingenuas ilusiones, y por lo mismo no tratamos de penetrar en las conciencias para arrancar de ellas las perturbaciones y los sueños fantásticos, pero podemos trabajar con todas nuestras energías para separar del funcionamiento social todo lo que no concuerde con las verdades científicas reconocidas; podemos combatir incesantemente el error de todos los que pretenden haber encontrado fuera de la humanidad y del mundo un punto de apoyo divino que permite a ciertas castas de parásitos erigirse en intermediarios místicos entre el creador ficticio y sus supuestas criaturas.

Puesto que el temor y el espanto fueron en todo tiempo los móviles que subyugaron a los hombres, como reyes, sacerdotes, magos y pedagogos lo han reconocido y repetido bajo diferentes formas, combatamos sin cesar ese vano terror de los dioses y sus intérpretes por el estudio y la serena y clara exposición de las cosas. Persigamos todas las mentiras que los beneficiarios de la antigua necedad teológica han esparcido en la enseñanza, en los libros y en las artes, y no descuidemos la oposición al vil pago de los impuestos directos e indirectos que el clero nos extrae; impidamos la construcción de templos chicos y grandes, de cruces, de estatuas votivas y otras fealdades que deshonran y envilecen poblaciones y campiñas; agotemos el manantial de esos millones que de todas partes afluyen al gran mendigo de Roma y hacia los innumerables submendigos de sus congregaciones y, finalmente, mediante la propaganda diaria, arrebatemos a los curas los niños que se les da a bautizar, los adolescentes de ambos sexos que se confirman en la fe por la ingestión de una hostia, los adultos que se someten a la ceremonia matrimonial, los desgraciados a quienes inician en el vicio por la confesión, los moribundos a quienes aterrorizan en el último momento de la vida. Descristianicémonos y descristianicemos al pueblo.

Pero, se nos objeta, las escuelas en Francia, hasta las que se denominan laicas, cristianizan la infancia, es decir, toda la generación futura, ¿cómo cerraremos esas escuelas, puesto que nos encontramos ante padres de familia que reivindican la «libertad» de la educación escogida por ellos? ¡He aquí que a nosotros, que hablamos siempre de «libertad» y que no comprendemos al individuo digno de ese nombre sino en la plenitud de su fiera independencia, se nos opone también la «libertad»! Si la palabra respondiese a una idea justa, deberíamos bajar la cabeza respetuosamente para ser consecuentes y fieles a nuestros principios; pero esa libertad del padre de familia es el rapto, la sencilla apropiación del hijo, que es dueño de sí mismo, y que se entrega a la Iglesia y al Estado para que le deformen a su antojo. Esa libertad es semejante a la del burgués industrial que dispone, mediante el jornal, de cientos de «brazos» y los emplea como le conviene en trabajos pesados y embrutecedores; una libertad como la del general que hace maniobrar a su antojo las «unidades tácticas» de «bayonetas» o de «sables».

El padre, heredero convencido del pater familias romano, dispone por igual de hijos o hijas para matarlos moralmente o, lo que es peor, para envilecerlos. De estos dos individuos, el padre y el hijo, virtualmente iguales a nuestros ojos, el más débil tiene derecho preferente a nuestro apoyo y defensa, y nuestra decidida solidaridad contra todos los que le dañan, aunque entre ellos se cuenten el padre y hasta la madre que le llevó en su seno.

Si, como sucede en Francia, por una ley especial impuesta por la opinión pública, el Estado niega al padre de familia el derecho a condenar a su hijo a la perpetua ignorancia, los que estamos de corazón con la generación nueva, sin leyes, por la liga de nuestras voluntades, haremos todo lo posible para protegerle contra la mala educación.

Que el niño sea regañado, pegado y atormentado de varias maneras por sus padres; que sea tratado con mimo y envenenado con golosinas y mentiras; que sea catequizado por hermanucos de la doctrina cristiana, o que aprenda en casa de jesuitas una historia pérfida y una falsa moral, compuesta de bajeza y crueldad, el crimen es lo mismo y nos proponemos combatirlo con la misma energía y constancia, solidarios siempre del ser sistemáticamente perjudicado.

No hay duda de que en tanto que subsiste la familia bajo su forma monárquica, modelo de los Estados que nos gobiernan, el ejercicio de nuestra firme voluntad de intervención hacia el niño contra los padres y los curas será de cumplimiento difícil, pero por eso mismo deben dirigirse en ese sentido nuestros esfuerzos, porque no hay término medio: se ha de ser defensor de la justicia o cómplice de la iniquidad.

En este punto se plantea también, como en todos los demás aspectos de la cuestión social, el gran problema que se discute entre Tolstoi y otros anarquistas acerca de la resistencia o no resistencia al mal. Por nuestra parte opinamos que el ofendido que no se resiste entrega de antemano a los humildes y los pobres a los opresores y a los ricos. Resistamos sin odio, sin rencor ni ánimo vengativo, con la suave serenidad del filósofo que reproduce exactamente la profundidad de su pensamiento y su decidida voluntad en cada uno de sus actos. Téngase presente que la escuela actual, tanto si la dirige el sacerdote religioso como el sacerdote laico, va franca y decididamente contra los hombres libres, como si fuera una espada o mejor como millones de espadas, porque se trata de preparar contra todos los innovadores a los hijos de la nueva generación.

Comprendemos la escuela, como la sociedad, «sin dios ni amo» y por consiguiente consideramos como funestos todos esos antros donde se enseña la obediencia a dios y sobre todo a sus supuestos representantes, los amos de todas las clases, curas, reyes, funcionarios, símbolos y leyes. Reprobamos tanto las escuelas en que se enseñan los pretendidos deberes cívicos, es decir, el cumplimiento de las órdenes de los erigidos en mandarines y el odio a los habitantes del otro lado de las fronteras, como aquellas otras en que se repite a los niños que han de ser como «báculos en manos de sacerdotes». Sabemos que ambas clases de escuelas son funestas e igualmente malas, y cuando tengamos la fuerza cerraremos unas y otras.

«¡Vana amenaza!» se dirá con ironía. «No sois los más fuertes y aun dominamos los reyes, los militares, los magistrados y los verdugos». Así parece, mas todo ese aparato de represión no nos espanta, porque también la verdad es una fuerza poderosa que descubre los horrores que se ocultan en las tinieblas de la maldad; lo prueba la historia, que se desarrolla en nuestro favor, porque, si es cierto que «la ciencia ha quebrado» para nuestros adversarios, no por eso ha dejado de ser un solo instante nuestra guía y nuestro apoyo.

La diferencia esencial entre los sostenedores de la Iglesia y sus enemigos, entre los envilecidos y los hombres libres, consiste en que los primeros, privados de iniciativa propia, no existen sino por la masa, carecen de todo valor individual, se debilitan poco a poco y mueren, mientras que la renovación de la vida se hace en nosotros por la acción espontánea de las fuerzas anárquicas. Nuestra naciente sociedad de hombres libres, que trata penosamente de desprenderse de la crisálida burguesa, no podría tener esperanza de triunfo, ni aun hubiese vencido, si hubiera de luchar con hombres de voluntad y energía propias; pero la masa de los devotos y de las devotas, ajada por la sumisión y la obediencia, queda condenada a la indecisión, al desorden volitivo, a una especie de ataxia intelectual. Cualquiera que sea, desde el punto de vista de su oficio, de su arte o de su profesión, el valor del católico creyente y practicante; cualesquiera que sean también sus cualidades de hombre, no es, respecto del pensamiento, más que una materia amorfa y sin consistencia, puesto que ha abdicado completamente su juicio, y por la fe ciega se ha colocado voluntariamente fuera de la humanidad que razona.

Forzoso es reconocer que el ejército de los católicos tiene en su favor el poder de la rutina, el funcionamiento de todas las supervivencias y continúa obrando en función de la fuerza de la inercia. Millones de individuos doblan espontáneamente las rodillas ante el sacerdote resplandeciente de oro y seda; impulsada por una serie de movimientos reflejos, se amontona la multitud en las naves del templo en los días de la fiesta patronal; se celebra la Navidad y la Pascua, porque las generaciones anteriores han celebrado periódicamente esas fiestas; los ídolos llamados la virgen y el niño quedan grabados en las imaginaciones; el escéptico venera sin saber por qué el pedazo de cobre, de marfil o de otra materia tallada en forma de crucifijo; se inclina al hablar de la «moral del Evangelio» y, cuando muestra las estrellas a su hijo, no se olvida de glorificar al divino relojero. Sí, todas esas criaturas de la costumbre, portavoces de la rutina, constituyen un ejército temible por su masa: esa es la materia humana que forma las mayorías y cuyos gritos sin pensamiento resuenan y llenan el espacio como si representaran una opinión. Mas ¡qué importa! Al fin esa misma masa acaba por no obedecer los impulsos atávicos: se la ve volverse indiferente a la palabrería religiosa que ya no comprende; no ve en el cura un representante de Dios para perdonar los pecados, ni un agente del demonio para embrujar hombres y bestias, sino un vividor que desempeña una farsa para vivir sin trabajar: lo mismo el campesino que el obrero no temen ya a su párroco, y ambos tienen alguna idea de la ciencia, sin conocerla aún y, esperando, se forman una especie de paganismo, entregándose vagamente a las fuerzas de la naturaleza.

No hay duda de que una revolución silenciosa que descristianiza lentamente a las masas populares es un acontecimiento capital, pero no ha de olvidarse que los adversarios más terribles, puesto que carecen de sinceridad, no son los infelices rutinarios del pueblo, tampoco los creyentes, pobres suicidas del entendimiento que se ven prosternados en los templos, cubiertos bajo el espeso velo de la fe religiosa que les oculta del mundo real. Los hipócritas ambiciosos que les guían y los indiferentes que sin ser católicos se han unido oficialmente a la Iglesia, los que hacen dinero de la fe, esos son mucho más peligrosos que los cristianos. Por un fenómeno contradictorio en apariencia, el ejército clerical se hace cada vez más numeroso a medida que la creencia se desvanece, debido a que las fuerzas enemigas se agrupan por ambas partes: la Iglesia reúne detrás de sí a todos sus cómplices naturales de los cuales ha hecho esclavos adiestrados para el mando, reyes, militares, funcionarios de todas clases, volterianos arrepentidos y hasta padres de familia que quieren criar hijos modositos, graciosos, cultos, elegantes, pero guardándose con extrema prudencia de cuanto pudiera asemejarse a su pensamiento. «¡Qué decís!», exclamará, sin duda, algún político de esos a quienes apasiona la lucha actual entre las congregaciones y el bloque republicano, especie de fusión del Parlamento francés, «¿no sabéis que el Estado y la Iglesia han roto definitivamente sus relaciones, que los crucifijos y corazones de Jesús y María se quitarán de las escuelas para ser reemplazados por hermosos retratos del presidente de la República? ¿Ignoráis que los niños serán en lo sucesivo preservados cuidadosamente de las supersticiones antiguas, y que los maestros laicos les darán una educación fundada en la ciencia, libre de toda mentira y se mostrarán siempre respetuosos de la libertad humana?» ¡Ah! Harto sabemos que surgen diferencias en las alturas entre los detentadores del poder; no ignoramos que entre las gentes del clero los seculares y los regulares están en desacuerdo sobre la distribución de las prebendas; tenemos por cierto que la antigua querella de las investiduras se continúa de siglo en siglo entre el Papa y los Estados laicos; pero eso no impide que las dos categorías de dominadores, religiosos y políticos, estén en el fondo de acuerdo, aun en sus excomuniones recíprocas, y que comprendan de la misma manera su misión divina respecto del pueblo gobernado; unos y otros quieren someter a los pueblos por los mismos medios, dando a la infancia idéntica enseñanza, la de la obediencia.

Ayer aún, bajo la alta protección de lo que se llama «la República», eran los dueños indiscutibles y absolutos. Todos los elementos de la reacción se hallaban unidos bajo el mismo lábaro simbólico, el «signo de la cruz», pero hubiera sido cándido dejarse engañar por la divisa de esa bandera; no se trataba de fe religiosa, sino de dominación: la creencia íntima era sólo un pretexto para la inmensa mayoría de los que quieren conservar el monopolio de los poderes y de las riquezas; para ellos el objeto único consistía en impedir a todo trance la realización del ideal moderno, a saber: el pan, el trabajo y el descanso para todos. Nuestros enemigos, aunque odiándose y despreciándose recíprocamente, necesitaban, no obstante, agruparse en un solo partido. Hallándose aislados, las causas respectivas de las clases dirigentes resultaban demasiado pobres de argumentos, excesivamente ilógicas para intentar defenderse con éxito por sí solas, y por lo mismo les era indispensable coaligarse en nombre de una causa superior, y echaron mano de su Dios, al que denominan «principio de todas las cosas», «gran ordenador del universo». Y por eso, considerando demasiado expuestos los cuerpos de tropas en una batalla, abandonan las fortificaciones exteriores recientemente construidas, y se reúnen en el centro de la posición, en la ciudadela antigua, acomodada por los ingenieros a la guerra moderna.

Pero excesivamente ambiciosos, los curas y los frailes han incurrido en imprudencia notoria: jefes de la conspiración, en posesión de la consigna divina, han exigido una parte harto ventajosa del botín. La Iglesia, insaciable siempre en la rapiña, exigió un derecho de entrada a todos sus nuevos aliados, republicanos y otros, consistente en subvenciones para todas sus misiones extranjeras, en la guerra de China y en el saqueo de los palacios imperiales. De este modo se han acrecentado prodigiosamente las riquezas del clero: sólo en Francia han aumentado mucho más del doble en los veinte últimos años del siglo pasado: se cuenta por miles de millones el valor de las tierras y de las casas que pertenecen declaradamente a los curas y a los frailes; por no hablar de los miles de millones que poseen bajo los nombres de señores aristócratas y viejas rentistas. Los jacobinos ven con buenos ojos que esas propiedades se acumulen en las mismas manos, esperando que un día de un solo golpe se apodere de ellos el Estado; pero ese remedio cambiará la enfermedad sin curarla. Esas propiedades, producto del dolo y del robo, han de volver a la comunidad de donde fueron extraídas; forman parte del gran haber terrestre perteneciente al conjunto de la humanidad.

Por exceso de ambición, las gentes de iglesia han cometido la torpeza, inevitable por otra parte, de no evolucionar con el siglo, y llevando además a cuestas su bagaje de antiguallas, se han retrasado en el camino. Chapurrean el latín, lo que les ha hecho olvidar el francés que se habla en París; deletrean la trilogía de Santo Tomás, pero esa trasnochada fraseología no les sirve gran cosa para discutir con los discípulos de Berthelot. No hay duda de que algunos de ellos, especialmente los clérigos americanos, en lucha con una joven sociedad democrática, sustraída al prestigio de Roma, han tratado de rejuvenecer sus argumentos renovando un poco su antiguo esplendor; pero esa nueva táctica de controversia ha sido desaprobada por la autoridad suprema, y el misoneísmo, el odio a todo lo nuevo ha triunfado: el clero queda rezagado, con toda la horrible banda de magistrados, inquisidores y verdugos, colocándose detrás de los reyes, los príncipes más ricos, no sabiendo respecto de los humildes más que pedir la caridad y no un amplio y hermoso sitio al buen sol que nos ilumina al presente. Ha habido hijos perdidos del catolicismo que han suplicado al Papa que se declare socialista y que se coloque atrevidamente al frente de los niveladores y de los hambrientos, pero en vano, los millones de su «dinero de San Pedro» y su Vaticano son lo que le priva.

¡Hermoso día fue para nosotros, pensadores libres y revolucionarios, aquel en que el Papa se encerró definitivamente en el dogma de la infalibilidad! ¡He ahí al hombre atrapado en una trampa de acero! Ahí está, atado a los viejos dogmas, sin poder desdecirse, renovarse o vivir, obligado a atenerse al Syllabus, a maldecir la sociedad moderna con todos sus descubrimientos y progresos. Ya no es más que un prisionero voluntario encadenado a la orilla que dejamos atrás, y que nos persigue con sus vanas imprecaciones, mientras nosotros surcamos libremente las olas, despreciando a uno de sus lacayos que, por orden de su amo, proclama «la quiebra de la ciencia». ¡Qué alegría para nosotros! Que la Iglesia no quiera aprender ni saber, que permanezca para siempre ignorante, absurda y atada a ese lecho miserable en que yace, que ya San Pablo llamaba su locura: ¡Eso es nuestro triunfo definitivo!

Transportémonos por la imaginación a los futuros tiempos de la irreligión consciente y razonada. ¿En qué consistirá, dadas esas nuevas condiciones, la obra por excelencia de los hombres de buena voluntad? En reemplazar las alucinaciones por observaciones precisas; en sustituir las ilusiones celestes prometidas a los hambrientos por las realidades de una vida de justicia social, de bienestar, de trabajo libre; en el goce por los fieles de la religión humanitaria de una felicidad más sustancial y más moral que aquella con que los cristianos se contentan actualmente. Lo que éstos desean es no tener la penosa tarea de pensar por sí mismos ni haber de buscar en su propia conciencia el móvil de sus acciones; no teniendo ya un fetiche visible como nuestros abuelos salvajes, se empeñan en tener un fetiche secreto que cure las heridas de su amor propio, que les consuele en sus pesares, que les dulcifique la amargura por las horas de la enfermedad y les asegure una vida inmortal exenta de todo cuidado. Pero todo eso de un modo personal: su religiosidad no se cuida de los desgraciados que continúan peligrosamente la dura batalla de la vida; son como aquellos espectadores de la tempestad de quienes habla Lucrecio, que gozan viendo desde la playa la desesperación de los náufragos luchando contra las olas embravecidas; recuerdan de su Evangelio esa vil parábola de Cristo que representa a Lázaro el pobre, «reposando en el seno de Abraham, negándose a humedecer la punta de su dedo en agua para refrescar la lengua del maldito» (Lucas, XVI).

Nuestro ideal de felicidad no es ese egoísmo cristiano del hombre que se salva viendo perecer a su semejante y que niega una gota de agua a su enemigo; nosotros, los anarquistas, que trabajamos por nuestra completa emancipación, colaboramos por esto mismo a la libertad de todos, aún a la de aquel más rico a quien libraremos de sus riquezas y le aseguraremos el beneficio de la solidaridad de cada uno de nuestros esfuerzos.

No se concibe nuestra victoria personal sin que por ella se obtenga al mismo tiempo una victoria colectiva; nuestro anhelo de felicidad no puede colmarse sino con la felicidad de todos, porque la sociedad anarquista, lejos de ser un cuerpo de privilegiados, es una comunidad de iguales, y será para todos una felicidad inmensa, de la que no podemos formarnos idea actualmente, vivir en un mundo en que no se verán niños maltratados por sus padres ni serán obligados a recitar el catecismo, hambrientos que pidan el céntimo de la caridad, mujeres que se prostituyen por un pedazo de pan ni hombres válidos que se dediquen a ser soldados o polizontes faltos de medio mejor de atender a su subsistencia. Reconciliados todos, porque los intereses de dinero, de posición, de casta, no harán enemigos natos a los unos de los otros, los hombres podrán estudiar juntos, tomar parte, según sus aptitudes personales, en las obras colectivas de la transformación planetaria, en la redacción del gran libro de los conocimientos humanos; en una palabra, gozarán de una vida libre, cada vez más amplia, poderosamente consciente y fraternal, librándose así de las alucinaciones, de la religiosidad y de la Iglesia, y por encima de todo, podrán trabajar directamente para el porvenir, ocupándose de los hijos, gozando con ellos de la naturaleza y guiándoles en el estudio de las ciencias, de las artes y de la vida.

Los católicos pueden haberse apoderado oficialmente de la sociedad, pero no son ni serán sus amos, porque no saben más que ahogar, comprimir y empequeñecer: todo lo que es la vida se les escapa. En la mayor parte su fe es muerta: no les queda más que la gesticulación piadosa, las genuflexiones, los oremus, el recuento del rosario y el coronamiento del breviario. Los buenos entre los clérigos se ven obligados a huir de la Iglesia para encontrar un asilo entre los profanos, es decir, entre los confesores de la fe nueva, entre nosotros, anarquistas y revolucionarios, que vamos hacia un ideal y que trabajamos alegremente para realizarla.

Fuera, pues, de la Iglesia, absolutamente fracasada para todas las grandes esperanzas, se cumple todo lo que es grande y generoso. Y fuera de ella y aún a pesar suyo, los pobres, a quienes los clérigos prometían irónicamente todas las riquezas celestiales, conquistarán al fin el bienestar en la vida presente. A pesar de la Iglesia se fundará la verdadera Comuna, la sociedad de los hombres libres, hacia la cual nos han encaminado tantas revoluciones anteriores contra el cura y contra el rey.

(1903)


Abolición de la Inquisición romana en 1966

lunes, 7 de febrero de 2011

El progreso de la humanidad

[Este texto de E. Reclus ha sido extraído del número 51 de la «Publicación difusora de las ideas anarquistas» Amor y Rabia, de enero de 1999, en la cual Reclus nos defiende la aspiración universal del ideal anarquista: nuestra gran patria que es la humanidad toda.]


Y sin embargo, en nuestros días el sentimentalismo humanitario está en baja; todos nuestros grandes escritores, todos los hombres de Estado derrochan ingenio a expensas de esa pobre sentimentalidad, debido a que la segunda mitad del siglo XIX ha sido fértil en enseñanzas relativas a las formas que a veces toma el progreso. Los revolucionarios de 1848 lanzaron con brillo particular la palabra «humanidad», pero aquellas buenas gentes, en su profunda ignorancia, no tenían idea alguna de las dificultades que habían de encontrar a su propaganda, y fue muy fácil ridiculizarlos después de la derrota. Vino después la Guerra Franco-Prusiana, que elevó a la cúspide de la gloria la política bismarckiana, floreciente en la sentimental Alemania. Se puso empeño en copiar, aunque con general incapacidad, la manera de obrar del Canciller de Hierro, cuya sombra reina aún sobre nosotros. A la libertad de Grecia y de las Dos Sicilias, a las aclamaciones que saludaron un Byron, un Kossuth, un Garibaldi, un Herzen, ha sucedido la conducta más prudente ante las carnicerías de Armenia, las matanzas del África austral y los pogromos de Rusia. En todos los países de Occidente domina un ardiente nacionalismo, y en general las fronteras se han reforzado desde hace cincuenta años. Hemos visto también, en la Gran Bretaña, la idea republicana, que reunía muchos partidarios antes de 1870, borrarse poco a poco de la política corriente, y lo mismo sucede en todos los países civilizados respecto de las «utopías» más generosas. Habría motivo para desanimarse considerando esas evoluciones innegables como retrocesos definitivos, si se perdiera de vista la investigación de las causas; pero cuando se ha comprendido el funcionamiento de esas reacciones, no puede conservarse la menor duda de que ha de resonar nuevamente el grito de «humanidad» cuando los «humillados y ofendidos», que no ha dejado de pronunciarse entre sí, se hayan asimilado un perfecto conocimiento científico; cuando hayan adquirido una mayor destreza en su inteligencia internacional, se sentirán bastante fuertes hasta impedir para siempre toda amenaza de guerra.

Por graves, por llenas de peligros que puedan ser en sus detalles las discusiones entre los gobiernos rivales, esas disputas, aún seguidas de guerras, no pueden tener consecuencias análogas a las de las luchas de otros tiempos que hicieron desaparecer los hititas, los elamitas, los sumerios y acadios, los asirios, los persas y, antes que ellos, tantas civilizaciones cuyos nombres hasta nos son desconocidos. En realidad, todas las naciones, incluso las que se tienen por enemigas, constituyen, a pesar de sus jefes y de las supervivencias de odios, una sola nación cuyos progresos locales reaccionan sobre el conjunto y constituyen un progreso general. Los que el «filósofo desconocido» del siglo XVIII llamaba los«hombres de deseo», es decir, los que quieren el bien y trabajan para realizarlo, son ya muy numerosos y bastante activos y armoniosamente agrupados en una nación moral para que su obra de progreso se sobreponga a los elementos de retroceso y de disociación que producen los odios supervivientes.

A esa nación nueva, compuesta de individuos libres, independientes los unos de los otros, pero tanto más amantes y solidarios; a esa humanidad en formación hay que dirigirse para la propaganda de todas las ideas que parecen justas y renovadoras. La gran patria se ha ensanchado hasta las antípodas, y como tiene conciencia de sí misma, siente la necesidad de darse una lengua común: no basta que los nuevos conciudadanos se adivinen de un extremo a otro del mundo, es preciso que se comprendan plenamente, pudiendo deducirse en conclusión y con toda certidumbre que el lenguaje deseado verá la luz: todo ideal fuertemente deseado se realiza.

Esta unión espontánea de los hombres de buena voluntad por encima de las fronteras, quita todo valor directivo a las «leyes», falsamente denominadas, que se han deducido de la evolución anterior de la historia y que, no obstante, merecen ser clasificadas en la memoria de los hombres como habiendo tenido su verdad relativa.

ELISÉE RECLUS, 1905.