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miércoles, 8 de junio de 2011

Falacias de la democracia representativa

Por Ángel J. Cappelletti

La palabra «democracia» y, por ende, el mismo concepto que ella designa, tienen su origen en Grecia. Parece, pues, lícito, y aun necesario, recurrir a la antigua lengua y cultura de la Hélade cuando se intenta comprender el sentido de dicha palabra, tan llevada y traída en nuestro tiempo.

Para los griegos, «democracia» significaba «gobierno del pueblo», y eso quería decir simplemente «gobierno del pueblo», no de sus «representantes». En su forma más pura y significativa, llevada a la práctica en la Atenas de Pericles, implicaba que todas las decisiones eran tomadas por la Asamblea popular, sin otra intermediación más que la nacida de la elocuencia de los oradores. El pueblo, reunido en la Ekklesía, nombraba jueces y generales, recaudadores y administradores, financistas y sacerdotes. Todo mandatario era un mandadero. Se trataba de una democracia directa, de un gobierno de todo el pueblo. Pero ¿qué quería decir aquí «pueblo» (demos)? Quería decir «el conjunto de todos los ciudadanos». De ese conjunto quedaban excluidos no sólo los esclavos sino también las mujeres y los habitantes extranjeros (metecos). Tal limitación reducía de hecho el conjunto denominado «pueblo» a una minoría.

La democracia directa de los griegos, que en lo referente a su principio y su forma general, aparece como cercana a un sistema de gobierno ideal, se ve así desfigurada y negada en la práctica por las instituciones sociales y los prejuicios que consagran la desigualdad (esclavitud, familia patriarcal, xenofobia).

Por otra parte, a esta limitación intrínseca se suma en Atenas otra, que proviene de la política exterior de la ciudad. En su momento de mayor florecimiento democrático desarrolla ésta una política de dominio político y económico en todo el ámbito del Mediterráneo. Somete directa o indirectamente a muchos pueblos y ciudades y llega a constituir un imperio marítimo y mercantil.

Ahora bien, esta política exterior contradice también la democracia directa. Una ciudad no puede gozar de un régimen tal en su interior e imponer su prepotencia tiránica hacia afuera. El imperialismo, en todas sus formas, es incompatible con una auténtica democracia. Los atenienses no dejaron de cobrar conciencia de ello y Tucídedes reporta los esfuerzos que hicieron por conciliar ambos extremos inconciliables. Cleón acaba por expresar su convicción de que «la democracia es incapaz de imperio».

La democracia moderna, instaurada en Europa y América a partir de la Revolución Francesa, a diferencia de la originaria democracia griega, es siempre indirecta y representativa. El hecho de que los Estados modernos sean mucho más grandes que las ciudades-estado antiguas hace imposible —se dice— un gobierno directo del pueblo. Este debe ejercer su soberanía a través de sus representantes. No puede gobernar sino por medio de aquellos a quienes elige y en quienes delega su poder.

Pero en esta misma formulación está ya implícita una falacia. El hecho de que la democracia directa no sea posible en un Estado grande no significa que ella deba de ser desechada: puede significar simplemente que el Estado debe ser reducido hasta dejar de serlo y convertirse en una comuna o federación de comunas. Entre los filósofos de la Ilustración, teóricos de la democracia moderna, Rousseau y Helvetius vieron muy bien la necesidad de que los Estados fueran lo más pequeños posible para que pudiera funcionar en ellos la democracia.

Pero ya en esa misma época comienza algunos autores a oponer «democracia» y «república», lo cual quiere decir, «democracia directa» y «democracia representativa». Los autores de The Federalist y muchos de los padres de la constitución norteamericana, como Hamilton, se pronuncian, sin dudarlo mucho, por la segunda, entendida como «delegación del gobierno en un pequeño número de ciudadanos elegidos por el resto». No podemos dejar de advertir que aquí el pueblo es simplemente un «resto».

Con Stuart Mill, sin embargo, este «resto» se define como la totalidad de los seres humanos, sin distingos de rango social o de fortuna. «There ought to be no pariahs in a fullgrown and civilized nation, except through their own default» [No debe haber parias en una nación desarrollada y civilizada, excepto por propia incapacidad]. «Sólo los niños, los débiles mentales y criminales quedan excluídos.»

Pero esta idea del sufragio universal tropieza enseguida con una grave dificultad. El ejercicio de la libertad política y del derecho a elegir resulta imposible sin la igualdad económica. La gran falacia de nuestra democracia consiste en ignorarlo. Esto no lo ignoraban los miembros del Congreso constituye de Filadelfia que proponían el voto calificado y querían que sólo pudieran elegir y ser elegidos los propietarios. Hamilton afamaba: «A power over a man’s subsistence amounts to a power over his will» [El poder sobre los medios de subsistencia de un hombre aumenta el poder sobre su voluntad]. El mismo Kant hacía notar agudamente que el sufragio presupone la independencia económica del votante y dividía a todos los ciudadanos en «activos» y «pasivos», según dependieran o no de otros en su subsistencia. Pero lo que de aquí se debe inferir no es la necesidad de establecer el voto calificado o el voto plural, como pretenden algunos conservadores, sino, por el contrario, la necesidad de acabar con las desigualdades económicas, si se pretende tener una auténtica democracia. Ya antes de Marx, los así llamados «socialistas utópicos», como Saint-Simon, veían claramente que no puede haber verdadera democracia política sin democracia económica y social. ¿Quién puede creer que la voluntad del pobre está representada en la misma medida que la del rico? ¿Quién puede suponer que la preferencia política del obrero o del marginal tiene el mismo peso que del gran comerciante o la del banquero? Aunque según la ley todos los votos sean equivalentes y todos los ciudadanos, tanto el que busca su comida en los basurales como el que se recrea con las exquisiteces de lo restaurantes de lujo, tengan el mismo derecho a postularse para la presidencia de la república, nadie puede dejar de ver que esto no es sino una ficción llena de insoportable sarcasmo. Y no es sólo la desigualdad económica en sí misma la que torna írrita la pretensión de igualdad política en la democracia representativa y el sufragio universal. Lo mismo sucede con la desigualdad cultural que, en gran medida, deriva de la económica. Una auténtica democracia supone iguales oportunidades educativas para todos; supone, por una parte, que todos los ciudadanos tengan acceso a todas las ramas y todos los niveles de la educación, y, por otra, que toda formación profesional y toda especialización deban ser precedidas por una cultura universal y humanística. Pero en nuestras modernas democracias y, particularmente, en la norteamericana arquetípica, la educación resulta cada día más costosa y más inaccesible a la mayoría, mientras la ultra-especialización alienante se impone cada vez más sobre la formación humanística y sobre lo que Stuart Mill llamaba «school of public spirit».

Por otra parte, hoy no se trata sólo de las desiguales oportunidades de educación que en un pasado bastante reciente oponían la masa de los ignorantes a la élite de los hombres cultos. La inmensa mayoría de los gobernantes es lamentablemente inculta, incapaz de pensar con lógica y de concebir ideas propias. Bien se puede hablar en nuestros días de la recua gubernamental.

Y no podemos entra en el terreno de la cultura moral. Si la democracia se basa; como dice Montesquieu, en la virtud, y medimos la virtud de una sociedad por la de sus «representantes», es obvio que nuestra democracia representativa carece de base y puede hundirse en cualquier momento.

De todas maneras, estos hechos indudables (sobre todo en América Latina) nos fuerzan a replantear uno de los más profundos problemas de toda democracia representativa: el del criterio de elegibilidad. Si el conjunto de los ciudadanos de un Estado debe escoger de su seno a un pequeño grupo de hombres que lo represente y delegar permanentemente todo su poder en ese grupo, será necesario que cuente con un criterio para tal elección. ¿Por qué designar a fulano y no a mengano? ¿Por qué a X antes que a Z? Se trata de aplicar el principio de razón suficiente. Ahora bien, a este principio parece responder, desde los inicios de la democracia moderna en el siglo XVIII, la norma de la elegibilidad de los más justos y los más ilustrados. Se supone que ellos son los mas aptos para administrar, legislar y gobernar en nombre de todos y en beneficio de todos. Se supone asimismo que la masa de los ciudadanos ha recibido la educación intelectual y moral requerida para discernir quiénes son los más justos y los más ilustrados. Todo esto es, sin duda, demasiado suponer. Pero, aún sin entrar a discutir tales suposiciones, lo indiscutible es que, en el actual sistema de democracia representativa, la propaganda y los medios de comunicación, puestos al servicio del gobierno y de los partidos políticos, de los intereses de los grandes grupos económicos y, en general, de la sobrevivencia y la consolidación del sistema, manipulan y deforman de tal manera las mentes de los electores que éstos, en su inmensa mayoría, resultan incapaces de formarse un juicio independiente y de hacer una elección de acuerdo con la propia conciencia. En algunos casos extremos, cuando la democracia representativa entra en crisis, debido a un general e inocultable deterioro de los valores que supuestamente la fundamentan la mayoría abjura del sistema y reniega de los partidos, pero aún así se muestra incapaz de asumir el poder que le corresponde y de autogestionar la cosa pública. El condicionamiento pavloviano es tan potente que, después de cada explosión popular, se da siempre una reordenación de los factores de poder y, cuando eso no se logra satisfactoriamente, se produce una explosión militar. Pero el sistema sobrevive y el capitalismo de la «libre empresa» y la «libre competencia» campea por sus fueros sin que lo adverse siquiera el viejo capitalismo de Estado (alias «comunismo»). Aquí está la clave del entusiasmo del Pentágono y de la CIA, de la Casa Blanca y del FMI por la «democracia representativa» en América Latina y en el mundo.

Es evidente, pues, que el criterio de elegibilidad no es el de «moral y luces» sino el de «acatamiento y adaptabilidad» (al status quo). Para que los más justos y los más sabios fueran elegidos sería preciso, entre otras cosas, que se eligiera a quienes no quieren ser elegidos.

La gran ventaja que la democracia representativa tiene, a los ojos de los poderosos del mundo, consiste en que con ella el pueblo cree elegir a quienes quiere, pero elige a quienes le dicen que debe querer. El sistema cuida de que todo pluralismo no represente sino variantes de un único modelo aceptable. Las leyes se ocupan de fijar los límites de la disidencia y no permiten que ésta atente seriamente contra el poder económico y el privilegio social. Se trata de cambiar periódicamente de gobernantes para que nunca cambie el Gobierno; de que varíen los poderes para que permanezca el Poder. Esto siempre fue así, pero se ha tornado mucho más claro para los latinoamericanos desde el fin de la Guerra Fría, con el nuevo orden mundial de Reagan y Bush. Por otra parte, la democracia representativa implica en su propio concepto una grave falacia. ¿Cómo se puede decir que el diputado o el presidente que yo elijo representa mi voluntad, cuando dura en su cargo cuatro o cinco años y mi voluntad varía, sin duda alguna, de año en año, de mes en mes, de hora en hora, de minuto a minuto? Afirmar tal cosa equivale a congelar el libre albedrío de cada ciudadano en un instante inmutable y negar al hombre su condición de ser pensante por un cuatrienio o un quinquenio. No hay falacia más ridícula que la del mandatario que afirma que la mayoría lo apoya porque hace cuatro años lo votó. Pero, aún si nos situáramos en los supuestos de la representatividad, deberíamos preguntarnos: ¿Cuando yo elijo a un diputado, éste es un simple emisario de mi voluntad, un mandadero, un portavoz de mis ideas y decisiones, o lo elijo porque confío absolutamente en él, a fin de que él haga lo que crea conveniente? En el primer caso, no delego mi voluntad sino que escojo simplemente un vehículo para darla a conocer a los demás. Si esta concepción se lleva a sus últimas consecuencias, la democracia representativa se convierte en democracia directa.

En el segundo caso, no sólo delego mi voluntad, sino que también abjuro de ella, mediante un acto de fe en la persona de quien elijo. Si esta concepción se lleva a sus últimas consecuencias la democracia representativa desemboca en gobierno aristocrático u oligárquico.

En el primer caso, el representante es un simple mensajero, en nada superior, sino más bien inferior, a quien lo envía. En el segundo, no se ve por qué el representante debe ser elegido por el voto popular, ya que por sus propios méritos puede confiscar definitivamente la voluntad de los demás. Más valdría entonces aceptar la teoría conservadora de Burke acerca de la representación virtual, según la cual inclusive quienes no votan están representados en el gobierno cuando realmente desean el bien del Estado. La democracia representativa se enfrenta así a este dilema: o los gobernantes representan real y verdaderamente la voluntad de los electores, y entonces la democracia representativa se transforma en democracia directa, o los gobernantes no representan en sentido propio tal voluntad, y entonces la democracia deja de serlo para convertirse en aristocracia. Stuart Mill, que era un liberal sincero, no gustaba de la aristocracia, pero tampoco se atrevía a postular una democracia directa y, por eso, proponía un camino intermedio. Para él, los gobernantes elegidos por el pueblo deben gozar de cierta iniciativa personal al margen de la voluntad de sus electores y, aún cuando siempre han de considerarse responsables ante éstos, no deben ser sometidos a plebiscitos o juicios populares. El filósofo inglés llega hasta donde puede llegar un liberal que no osa ser libertario. Como los autores de The Federalist, que se decían «republicanos» y no «demócratas», considera necesario el liderazgo de los hombres justos e ilustrados para el desarrollo político del pueblo, cuyo buen sentido ha de ser iluminado por la sabiduría de aquéllos. Tal concesión a la aristocracia del saber suscita, sin embargo, algunas objeciones. Un diputado puede saber de finanzas, o de educación, o de agricultura, o de política internacional, o de salud pública, pero no puede saber de todas esas cuestiones al mismo tiempo. Sin embargo, en los debates parlamentarios puede opinar y debe votar sobre todas ellas. Es obvio que opinará y votará sobre lo que no sabe. Opinará y votará, pues, con frecuencia, no como hombre ilustrado, sino como ignorante. ¿Cómo puede un ignorante contribuir al desarrollo político del pueblo? Se dirá que puede asesorarse con los expertos o «sabios» que tiene a su disposición. Pero, si se trata de aprender de quienes saben, también pueden hacerlo los electores sin necesidad de delegar su ignorancia en ningún representante.

La democracia representativa se vincula, por lo común, con los partidos políticos y no funciona sino a través de ellos. Es dudoso, sin embargo, que se trate de una vinculación necesaria y esencial ya que bien se puede concebir una representación estrictamente grupal o personal. Nada impide imaginar que los partidos sean remplazados por grupos de electores formados ad hoc o que el electorado vote sólo por personas con nombres y apellidos cuyos programas de gobierno hayan sido dados a conocer previamente. Es una falacia más, por consiguiente, aunque no de las más graves, afirmar que no puede existir democracia indirecta sin partidos políticos.

El papel desempeñado por éstos origina, de hecho, algunas de las más graves contradicciones que dicha democracia implica. Los partidos representan intereses de clases o de grupos y se fundan en una ideología. Ellos proponen al electorado las candidaturas y establecen las listas de los elegibles.

Ahora bien, es muy posible que un ciudadano no se identifique con ninguna de las clases o grupos representados por los partidos existentes y que no comparta ninguna de sus ideologías. ¿Tendrá que votar por alguien que no expresa de ninguna manera sus intereses y su modo de pensar? Le queda el recurso —se dirá— de fundar un nuevo partido. Pero es obvio que éste es un recurso puramente teórico, ya que en la práctica la función de un partido político (y sobre todo de uno que tenga alguna probabilidad de acceder al gobierno) resulta nula no sólo para los ciudadanos individuales sino también para casi todos los grupos formados en torno a una idea nueva y contraria a los intereses dominantes.

En general, el elector elige a ciegas, vota por hombres que no conoce, cuya actitud y cuyo modo de pensar ignora y cuya honestidad no puede comprobar. Vota haciendo un acto de fe en su partido (o, por mejor decir, en la dirigencia de su partido), con la fe del carbonero, confiando en el azar y en la suerte y no en convicciones racionales. Pero, si esto es así, ¿no sería preferible reintroducir la ticocracia y, en lugar de realizar costosas campañas electorales, sortear los cargos públicos como los premios de la lotería? Este procedimiento no deja de tener un fundamento racional, si se supone que todos los hombres son iguales e igualmente aptos para gobernar.

No deja de ser escandalosamente contradictorio que partidos políticos cuya proclamada razón de existir es la defensa de la democracia en el Estado sean en su organización interna rígidamente verticalistas y oligárquícos. Ello obliga a pensar que la escogencia de los candidatos difícilmente tiene algo que ver con la honestidad, con el saber o siquiera con la fidelidad a ciertos principios.

En nuestros días parece advertirse en los partidos políticos un proceso de desideologización. En realidad no se trata de eso sino, más bien, de una creciente uniformización ideológica en la cual el pragmatismo y la tecnocracia encubren una vergonzante capitulación ante los postulados del capitalismo salvaje. Hoy, menos que nunca, optar por un partido significa defender una idea o un programa, frente a otra idea y otro programa. El nuevo orden mundial, cuya bandera es gris, impone la mediocridad como sustituto de la libertad y de la justicia.

Uno de los más ilustres ideólogos de la democracia, Jefferson, el cual sabía bien que el mejor gobierno es el que menos gobierna, confiaba en que el gobierno del pueblo por medio de sus representes aboliría los privilegios de clase sin suprimir las ventajas de un liderazgo sabio y honesto. Al cabo de dos siglos, la historia nos demuestra que tal esperanza no se ha realizado.

Sólo la democracia directa y autogestionaria puede abolir los privilegios de clase y, sin admitir ningún liderazgo, reconocer los auténticos valores del saber y de la moralidad en quienes verdaderamente los poseen.

Caracas, 1992.


lunes, 11 de abril de 2011

Pacifismo y violencia

Por Ángel J. Cappelletti

El anarquismo repudia las guerras entre Estados, ante todo porque repudia al Estado. Toda guerra de este tipo, en efecto, tiene por fin afirmar y expandir el poder de un Estado en detrimento de otro.

A partir de Bakunin, la guerra se interpreta como una lucha por imponer los intereses de un sector de la clase burguesa sobre otro. Puesto que lo que importa es la defensa de los capitales y de las empresas vernáculas, que peleen los capitalistas y los empresarios, arguye la propaganda anarquista antibélica, dirigida sobre todo a obreros y campesinos. En este punto tal propaganda coincidió durante mucho tiempo con la de los socialistas marxistas.

Pero el anarquismo no se detiene en condenar el hecho de la guerra. Condena también la institución misma del ejército. No es sólo antibelicista sino también antimilitarista. Y ello no solamente porque ve en las Fuerzas Armadas uno de los más sólidos soportes del Estado y de la clase dominante, sino también porque considera a cualquier Ejército una institución basada en la obediencia absoluta y estructurada vertical y jerárquicamente. Hasta podría decirse que ve en el Ejército el arquetipo o la idea pura del Estado, con sus dos elementos esenciales (coacción-jerarquía).

Esta oposición a la guerra, basada en el internacionalismo y en el antiestatismo, parece comportar una oposición a la violencia.

Sin embargo, la mayoría de los anarquistas considera que la acción directa, bajo la forma de acción violenta y terrorista contra el Estado y contra la burguesía, es no sólo un medio lícito sino también el único medio posible en muchas circunstancias para alcanzar los fines propuestos, a saber, la sociedad sin clases y sin Estado. Más aún, durante mucho tiempo (y aún hoy), prevalece en la fantasía popular, en el periodismo y en la literatura, la imagen del anarquista como dinamitero y «tira bombas».

Los críticos del anarquismo suelen encontrar aquí una de las más graves contradicciones de esta ideología.

Es preciso aclarar, por consiguiente, el punto.

En primer lugar, debe hacerse notar que hay y ha habido muchos anarquistas adversos al uso de la violencia. Ni Godwin ni Proudhon la propiciaron nunca: el primero como hijo de la Ilustración, confiaba en la educación y en la persuasión racional; el segundo, consideraba que una nueva organización de la producción y del cambio bastaría para acabar con las clases sociales y con el gobierno propiamente dicho. Más aún, algunos anarquistas, como Tolstoi, eran tan radicalmente pacifistas que hacían consistir su Cristianismo, coincidente con su visión anárquica, en la no resistencia al mal. Para ellos, toda violencia engendra violencia y poder, y no se puede combatir el mal con el mal.

Pero aun entre aquellos que admiten la violencia bajo la forma del atentado y del terrorismo, no hay ninguno que la considere como algo absolutamente indispensable o como la forma única de lucha social. Todos, sin excepción, ven en ella un mal impuesto a los oprimidos y explotados por los opresores y explotadores. El mismo Bakunin no tiene otro punto de vista, y en esto se diferencia profundamente del puro adorador de la violencia, esto es, del nihilista al estilo de Nechaiev. Kropotkin, Malatesta y cuantos vienen en pos de ellos la consideran como un recurso extremo, como una lamentable necesidad.

En segundo lugar, es preciso advertir que esta relativa aprobación de la violencia no supone ninguna contradicción con la negación de la guerra entre Estados y con la condena del militarismo. Para quien parte del principio de que el verdadero sujeto de la historia y de la moralidad es la persona humana y la sociedad libremente constituida no puede haber nada más inmoral que la privación de la libertad y de la igualdad para las personas ni nada más criminal que su subordinación a instituciones consideradas artificiales y, más aún, esencialmente enemigas de la libertad y la igualdad, como son los gobiernos, las dinastías, los Estados.

El hombre puede y debe sacrificarse por los altos valores que lo hacen hombre, morir y aun matar por la libertad y la justicia; no tiene porqué morir ni matar en defensa de quien es un natural negador de tales valores, es decir, del Estado (y de las clases dominantes). La revolución y hasta el terrorismo pueden parecer así derechos y obligaciones; la guerra, por el contrario, no será sino una criminal aberración.


La cuestión que, en último análisis, aún queda planteada es, sin embargo, la siguiente: ¿Cuando se ejerce la violencia, cualquiera que ésta sea y cualquiera que sean sus motivos y sus fines, no se está ejerciendo ya el poder? Los anarquistas contestarán que ellos luchan contra el poder establecido y permanente que es el Estado, no contra cualquier forma de poder y que el poder que la violencia comporta es lícito cuando es puntual y funcional, ilícito cuando se consolida y se convierte en estado-Estado. Pero cabría preguntar todavía: ¿La violencia puntual y funcional no tiende siempre a convertirse en permanente y estatal?

(Extraído de La ideología anarquista de Ángel J. Cappelletti)

jueves, 6 de enero de 2011

Ángel Cappelletti: mi maestro



Ángel Cappelletti (1927-1995) fue un filósofo, historiador y anarquista de Argentina, por muchos años radicado en Venezuela. Nació y murió en Rosario, Argentina, pero los 27 años que vivió en Venezuela entre 1968 y 1994 fueron los más prolíficos en su producción intelectual y académica. Fue experto en el pensamiento sociológico, político y filosófico contemporáneo.

Egresó de la Universidad Nacional de Buenos Aires (1951) como profesor de enseñanza secundaria, normal y especial en filosofía. Doctorado en la misma universidad en 1954. Una vez en Venezuela fue profesor titular de la Universidad Simón Bolívar desde 1972. Fue redactor general de la Revista Venezolana de Filosofía. Entre 1968 y 1994 desarrolló una inmensa labor de investigación filosófica y política, estudiando filosofía clásica como Heráclito, Séneca y Marco Aurelio, el positivismo de Venezuela, e investigando la historia y el pensamiento anarquista mundial y latinoamericano, fruto de lo cual publicó en vida alrededor de 45 libros y en total unos 80 (después de su muerte la Universidad de los Andes y la Simón Bolívar, han publicado trabajos inéditos del autor), más de un millar de artículos sobre tópicos filosóficos y literarios.

Tuvo una presencia constante en cátedras de postgrado en toda la América Latina, enseñando en diversas universidades de Argentina, Uruguay, Venezuela, México y Costa Rica. Cappelletti fue profesor de postgrado en filosofía en la Universidad de los Andes (Mérida, Venezuela). De regreso en Argentina, se radica en Rosario, ciudad en la cual continuó su labor intelectual hasta su muerte.

Entre sus publicaciones se destacan: Los fragmentos de Heráclito (1962); Utopías antiguas y modernas (1966); El socialismo utópico (1968); La filosofía de Heráclito de Éfeso (1970); Inicios de la filosofía griega (1972); Cuatro filósofos de la Alta Edad Media (1972, 1993); Introducción a Séneca (1973); Introducción a Condillac (1974); Los fragmentos de Diógenes de Apolonia (1975); La teoría aristotélica de la visión (1977); Ciencia jónica y pitagórica (1980); Protágoras: naturaleza y cultura (1987); Sobre tres diálogos menores de Platón (1987); Noias de filosofía griega (1990); La estética Griega (1991, 2000); Positivismo y evolucionismo en Venezuela (1992); Textos y estudios de filosofía medioeval (1993); Estado y poder político en el pensamiento moderno (1994).

Como compilaciones hizo, Séneca: De brevitae vitae (1959); Epístolas pseudos-heraclíteas (1960); Abelardo: Ética (1966); Platón: Georgias (1967).

Cappelletti es, sin duda alguna, un representante genuino de las letras latinoamericanas, no sólo por su condición de poeta y ensayista, sino por madurar a cada instante su razón de vida: el oficio de escribir.

En 1991, en una de tantas tertulias de café, Cappelletti nos decía que la literatura debía ser vista como una caja negra en la cual destellan pequeñas pelusas de diversos colores, y que esas pelusas eran las ideas que brotaban de la conjugación de dos actos humanos: la imaginación y la constancia en el trabajo escritural. No puede concebirse un esfuerzo creador sin el trabajo constante y duro de enriquecer la sapiencia del hombre.

Eso nos recuerda las siglas mágicas C.P.S., definidas por Juan Alonso (hombre de letras sin más), como alegoría a lo dicho por el maestro Raúl H. De Pasquali, y que significan «c... puesto en la silla»; es decir, el esfuerzo intelectual en su más característica posición. Un poco más allá, el escritor Renato Rodríguez nos dijera: «Escribir es una vaina tan buena, que se tiene que vivir haciendo para que pueda dar frutos».

El acercamiento de Cappelletti a la literatura es netamente espiritual, en él no hay medias tintas, escribes o no escribes, pero no es que escribes como alguien te dice; pueden sugerirte ideas, pero escribes lo que tú deseas escribir; es decir, y con esta expresión contamino la frase espiritual que pueda expresar, la literatura es la identidad del hombre con su razón de vida, de existencia, de querencia, de «ser ahí», como lo expresara Martín Heidegger. Adolfo Bioy Casares, dijo al respecto que la literatura es un milagro que surge y aparece de la mano de unos elegidos, en este caso la figura del escritor. Y si en algo coinciden, quienes han tenido a las letras como excusa de vida, es en que la literatura es un diálogo solitario de un ejecutante de signos hacia un universo de lectores. No falsa es la expresión de que la poesía, por nombrar un género literario, «no es del poeta sino de quien la lee». Aquí está la «cosa», la esencia, la verdadera virtud del servicio que presta la literatura al hombre común.

Hay una grata historia de Cappelletti, referida a una pregunta mía sobre su hijo José, que es cineasta en Rosario, Argentina: ¿Hace el vástago una película acerca de su vida? El maestro me respondió: «sería una historia muy aburrida, a ratos leyendo, a ratos escribiendo, a ratos leyendo, a ratos escribiendo...». Y ciertamente coincidimos que era una verdadera tortura inducir a un espectador, acostumbrado a Rambo, Robocop, entre otras, a pernoctar en una silla para ver al maestro en su acción creadora.

Cappelletti siempre estuvo inmerso en el debatir de las ideas que mantenían la temática de la libertad, una libertad que él entendía como representación y vivencia del destino, frente al poder político y militar, y frente a la presencia divina, como creación de valor y pugna por el ideal.

La visión política que tuvo Cappelletti de Venezuela fue una visión eminentemente revolucionaria; siempre percibió del venezolano ese fuero interno por el cambio y hacia el cambio. No teorizó mucho sobre cómo vendría ese cambio, pero sí lo intuyó producto de un grupo formado en aptitudes de liderazgo que en cualquier momento, ya sea por las armas del pueblo o por las armas aliadas de la revolución sigilosa continental, harían estallar un torbellino que daría cambios trascendentales en el entorno social, político y económico.

Esa experiencia la vivió con el 4 de febrero de 1992, y pudo constatar de que quienes insurgieron venían de una formación estigmatizada por el liderazgo, militares en ejercicio; asimismo, pudo captar, y lo manifestó abiertamente, que las voces de cambio planteaban un trasfondo mayor: el debilitamiento de un Estado de Partidos y el levantamiento de un nuevo Estado, pero en este caso, un Estado monopartido. Si el maestro estuviera con nosotros actualmente, vería como se reafirma su hipótesis de Estado monopartido, puesto que la tendencia del polo patriótico, es precisamente crear una figura homogénea en razón de la cual sostener el liderazgo del presidente vigente de Venezuela.

Cappelletti nos legó, aparte de sus reflexiones acerca de la vida nacional, toda una línea de investigación sobre el positivismo en Venezuela. La revisión que hizo de autores nacionales, produjo importantes conclusiones, las cuales representan al pensamiento venezolano como uno de los precursores de esta tendencia científica en América Latina, caracterizada por atribuir a los sentidos la vía idónea para acceder al conocimiento.

En un día de 1995, Cappelletti falleció, producto de una penosa enfermedad que lo venía maltratando desde hacia varios años; su muerte no sólo ha significado un luto para quienes desde el campo intelectual le conocimos, sino para el desarrollo del pensamiento sociológico, político y filosófico contemporáneo. Al partir se fue con su añoranza ática, con su sueño libertario y con la mirada concentrada en un reencuentro con los versos divinos del parnaso español.

Produjo unos cuarenta y cinco libros en vida —después de su muerte la Universidad de los Andes y la Simón Bolívar, han publicado trabajos inéditos del autor—; más de un millar de artículos sobre tópicos filosóficos y literarios, y mantiene una presencia constante en cátedras de post-grado en toda la América Latina.

Uno de sus más importantes aportes fue dirigir la investigación acerca del pensamiento federal en Occidente, trabajo cuya autoría nos pertenece (La revelación de Oane. Ensayos acerca del federalismo libertario. Caracas, Gobernación del Estado Portuguesa, 1997), y que constituye uno de los primeros levantamientos serios de información sobre una estructura de organización política que hoy toma auge.

Sean las presentes líneas una motivación para acercarse al pensamiento de Ángel J. Cappelletti (1927-95), hombre impregnado de la sapiencia y la constancia dirigidos hacia los valores profundos de la naturaleza y de los hombres: «Lo cierto es —nos dice— que con insólita facilidad echan los hombres al olvido su originaria libertad y su dignidad innata».

22 de abril de 2009.

domingo, 2 de enero de 2011

Rudolf Rocker: El socialismo como anti-absolutismo (y II)

Por Ángel J. Cappelletti
El medio y la época en que Rocker vivió lo llevaron a plantearse, como problema central del socialismo, las relaciones entre éste y las concepciones absolutistas del Estado.

Formado en los años culminantes del imperialismo alemán, presenció desde su primera militancia en la socialdemocracia, el espíritu autoritario, la burocracia creciente y la paulatina claudicación de los ideales internacionalistas que reinaban en sus filas y que culminaron en el apoyo mayoritario y masivo a la política belicista del Kaiser en 1914.

La gran esperanza puesta por el movimiento obrero mundial en la Revolución Rusa se frustró pronto con Stalin y ya, para Rocker y la mayoría de los anarquistas, con Lenin. La revolución proletaria daba lugar a una estructura política precursora, en la práctica, de las concepciones fascistas y nacionalsocialistas del Estado.

Por otra parte, le tocó a Rocker vivir el ascenso tan vertiginoso como absurdo del nazismo y la inoperancia (para otros inexplicable) del colosal Partido Socialdemócrata Alemán ante la brutalidad insolente de Hitler y su camarilla. Para Rocker, el socialismo no es —no debe ser— sino el complemento y la continuación natural en lo socio-económico de lo que es el liberalismo en lo político-cultural.

Oponiéndose frontalmente a la interpretación marxista, que vincula el liberalismo con la libre empresa y con la Escuela manchesteriana, considera, por el contrario, que el capitalismo no es sino la concreción económica del espíritu absolutista, al cual el liberalismo se opone. Si éste llega a ser, pues, enteramente autoconsecuente, no podrá dejar de ser anticapitalista y, por tanto, socialista.

Sin embargo, la mayoría de los socialistas no han comprendido esto así y en su lucha contra la tiranía del Capital han sucumbido a la tentación de oponerle una nueva forma de tiranía, esto es, de absolutismo.

A este hecho debe atribuirse, para Rocker, el fracaso de las tentativas por edificar una sociedad verdaderamente socialista: el absolutismo (hoy diríamos mejor: el totalitarismo) puede producir un capitalismo de Estado, que abolirá la propiedad privada sin dejar por eso de hallarse en las antípodas del socialismo. «El socialismo moderno no es, en el fondo, sino la continuación natural de las grandes corrientes liberales de los siglos XVII y XVIII. Fue el liberalismo el que asestó el primer golpe mortal al sistema absolutista de los príncipes, abriendo, al mismo tiempo, nuevos cauces para la vida social. Sus representantes intelectuales, que vieron en la máxima libertad personal la palanca de toda reforma cultural, reduciendo la actividad del Estado a los más estrechos límites, abrieron perspectivas completamente nuevas en cuanto al desarrollo futuro de la humanidad, desarrollo que, forzosamente, hubiera llevado a la superación de toda tendencia absolutista, así como a una organización nacional en la administración de los bienes sociales, si sus concepciones sobre la economía hubieran avanzado al mismo paso que su conocimiento de lo político y social. Mas, desgraciadamente, éste no fue el caso».


Hubo, ciertamente —añade Rocker—, hombres, como Godwin, Owen, Thompson, Proudhon, Pi y Margall, Pisacane, Bakunin, Guillaume, De Paepe, Reclus, Kropotkin, Malatesta y otros, que tendieron el socialismo como la conclusión económica de las premisas políticas del liberalismo. Para éstos, no se trataba de oponer el socialismo al liberalismo, sino de hacer que éste llegara a ser «él mismo» por medio de aquél.

La mayoría no siguió, sin embargo, este camino. Reafirmó la antigua fe en la omnipotencia del Estado y sus ideólogos tomaron prestadas muchas veces sus armas «del arsenal del absolutismo, sin que este fenómeno haya sido ni tan sólo advertido por la mayoría de ellos».

En ciertos casos, la vertiente ideológica por la cual las concepciones absolutistas llegaban al socialismo, era la filosofía de Hegel, con su concepción del Estado. El ejemplo más típico de esta «estatolatría» la constituye el fundador de la socialdemocracia alemana, el duelista aristocratizante Lasalle, que aspiraba a ser «el rey de los obreros».

En otros casos, fue el jacobinismo, con su centralismo sanguinario. Babeuf y Blanqui, por ejemplo, no podían concebir el tránsito al socialismo sino bajo la forma de una dictadura de la élite revolucionaria.

Otros socialistas, en fin cayeron en ilusiones más burdas y acabaron creyendo en una teocracia social o concibieron la esperanza de un líder providencial (una especie de «Napoleón socialista»).

En cuanto a Marx, su teoría de la dictadura del proletariado deriva de su concepción de la «misión histórica» de éste, destinado a convertirse en el «sepulturero de la burguesía». Rocker critica, en primer término, el concepto mismo que Marx tiene de las clases: «La palabra clase no constituye, en el mejor de los casos, sino un concepto de clasificación social, concepto que puede no ser válido en determinadas circunstancias, pero ni Marx ni nadie ha sido capaz, hasta hoy día, de trazar un límite fijo para ese concepto, dándole una definición exacta. Sucede con las clases lo que con las razas: nunca se sabe dónde termina una y dónde empieza la otra».

En segundo lugar, constituye, para Rocker, un grave error el atribuir determinadas tareas históricas a una clase, convirtiéndola así en representante de una ideología.

Prescindiendo en absoluto de la dialéctica y ateniéndose a la más directa experiencia histórica, hace notar Rocker, que «el mero hecho de que casi todos los grandes vanguardistas de la idea socialista hayan salido no del proletariado, sino de las llamadas clases dominantes, debería darnos que pensar». Por otra parte —agrega—, por más que los marxistas insistan en que el fascismo no es sino un movimiento de la clase media, ello no altera el hecho de que los casi catorce millones de votos que obtuvo Hitler provinieran en gran parte del proletariado.

Pero Rocker va todavía más al fondo, en su ataque a la teoría de la misión histórica del proletariado: la base de la misma, que es el determinismo económico, y que supone «la necesidad interna de un proceso natural, que se desarrolla independientemente de la volición humana», no pasa, para él, de ser una especulación o una mera creencia.


El error fundamental del materialismo histórico consiste, para Rocker, en equiparar las causas de los acontecimientos sociales a las de los hechos físicos: «La ciencia se ocupa exclusivamente de los fenómenos que se operan en el gran cuadro que llamamos naturaleza y están, en consecuencia, ligados al tiempo y al espacio, siendo accesibles a los cálculos del intelecto humano, pues el reino de la naturaleza es el mundo de las conexiones internas y de las necesidades mecánicas, en el que todo suceso se desarrolla de acuerdo con las leyes de causa y efecto. En ese mundo no hay ninguna casualidad, cualquier arbitrariedad es inconcebible. Por esta razón cuenta la ciencia sólo con hechos estrictos; un sólo hecho que contradiga las experiencias hechas hasta aquí, que no se deje integrar en la teoría, puede convertir en ruinas el edificio más ingenioso... Fue precisamente esa regularidad férrea en la inmutabilidad eterna del proceso cósmico y físico la que llevó a algunas cabezas ingeniosas la idea de que los acontecimientos de la vida social humana están sometidos a las mismas necesidades férreas del proceso natural y que, en consecuencia, se pueden calcular e interpretar de acuerdo con métodos científicos. La mayor parte de las interpretaciones históricas se basan en esa noción errónea que sólo pudo anidar en el cerebro de los hombres porque colocaron en un mismo plano las leyes de la existencia y las finalidades que están en la base de todo acontecimiento social; en otras palabras, porque confundieron las necesidades mecánicas del desarrollo natural con las intenciones y los propósitos de los hombres, que han de valorarse simplemente como resultados de sus pensamientos y de su voluntad».

Alejándose inclusive del determinismo naturalista de su admirado amigo Kropotkin, aunque coincidiendo con su no menos estimado Malatesta, agrega con palabras que de algún modo parecerían traducir influencias del pensamiento neokantiano, tan en boga en los años de la juventud de Rocker en Alemania: «No negamos que también en la Historia hay relaciones internas que se pueden atribuir, como en la naturaleza, a causa y efecto; pero se trata, en los procesos sociales, siempre de una causalidad de fines humanos, y en la naturaleza siempre de una causalidad de necesidades físicas. Estas últimas se desarrollan sin nuestro asentimiento; las primeras no son más que manifestaciones de nuestra voluntad. Las nociones religiosas, los conceptos éticos, las costumbres, los hábitos, las tradiciones; las concepciones jurídicas, las formaciones políticas, las condiciones previas de la propiedad, las formas de producción, etc., no son condiciones necesarias de nuestra existencia física, sino, simplemente, resultados de nuestras finalidades preconcebidas. Pero toda finalidad humana preestablecida es una cuestión de fe, y ésta escapa al cálculo científico. En el reino de los hechos físicos sólo rige el debe ocurrir; en el reino de la fe, de la creencia, existe sólo la probabilidad: puede ser, pero no es forzoso que ocurra». Y poco más adelante, añade: «La existencia del planeta Neptuno ha sido calculada de esa manera antes que el ojo humano lo haya visto. Pero semejante previsión es sólo posible cuando se trata de acontecimientos de carácter físico. Para el cálculo de motivos y propósitos humanos no hay ninguna medida exacta, porque no son accesibles de ninguna manera, al cálculo. Es imposible calcular y predecir el destino de pueblos, razas, naciones y otras agrupaciones; ni siquiera nos es dado encontrar una explicación completa de todo lo acontecido. La Historia no es otra cosa que el gran dominio de los propósitos humanos; por eso toda interpretación histórica es sólo una cuestión de creencia, lo que, en el mejor de los casos, puede basarse en probabilidades, pero nunca tiene de su parte la seguridad inconmovible».

Pero, además de estas objeciones epistemológicas, lo que Rocker niega principalmente al materialismo histórico son sus consecuencias morales: «La creencia en un desarrollo mecánico de todo acontecer histórico sobre la base de un proceso inevitable, que tiene su fundamento en la naturaleza de las cosas, es lo que más daño ha hecho al socialismo, pues destruye todas las premisas éticas, imprescindibles precisamente para la idea socialista. El absolutismo de la idea conduce, en ciertas circunstancias históricas, a un absolutismo de la acción. La historia más reciente ilustra ese hecho con los más impresionantes ejemplos».

De hecho, el mecanicismo y el fatalismo histórico que Rocker atribuye a la interpretación marxista de la sociedad, han tenido un efecto paralizador sobre la génesis y desarrollo de la idea socialista, aunque Marx (que en esto se diferencia de Lasalle) pensase que el desarrollo de los hechos económicos conduciría a una superación del Estado.

Rocker cita inclusive las palabras del Manifiesto Comunista de Marx, donde éste reconoce que el gobierno o la fuerza política es la fuerza organizada de una clase para oprimir a otra, y el párrafo del violento libelo antibakuninista titulado L'Alliance de la Démocratie Socialiste et l´Associatión Internationale des Travailleurs, donde se repiten las palabras contenidas en Les pretendus scissions dans l'Internationale: «Todos los socialistas entienden por anarquía esto: una vez alcanzada la meta del movimiento proletario, es decir, la supresión de las clases, desaparecerá el poder del Estado, que sirve para mantener a la gran mayoría productora bajo el yugo de una minoría explotadora y las funciones de gobierno se convertirán en simples funciones administrativas.»

Desde este punto de vista, Marx seguía bajo la influencia de Proudhon, ya que, para él, la meta era la supresión del Estado. Pero su oposición a Bakunin en el seno de la Internacional se debió a que difería de éste en cuanto a los medios para lograr tal supresión. Mientras para el revolucionario ruso sólo se podía llegar a ello suprimiendo el Estado junto con la explotación económica, el alemán pretendía utilizar al Estado, bajo la forma de dictadura del proletariado, para acabar con el capitalismo y establecer una sociedad sin clases.

Para Rocker, la historia contemporánea ha decidido ya esta controversia: «El experimento del bolchevismo en Rusia ha demostrado claramente que por medio de la dictadura se puede llegar al capitalismo de Estado, pero nunca al socialismo. También una sociedad sin propiedad privada puede esclavizar a un pueblo. La dictadura puede suprimir una vieja clase, pero siempre se verá obligada a acudir a una casta gobernante formada por sus propios partidarios, otorgándoles privilegios que el pueblo no posee. La dictadura como «movimiento de liberación» es impulsada por lógica de las circunstancias a ser un instrumento de opresión, sustituyendo cualquier forma antigua de esclavitud por otra nueva. También la llamada «dictadura del proletariado» no es, en realidad, sino una dictadura sobre el proletariado, incluso si es imaginada tan sólo como provisional, como período de transición. Porque «todo gobierno provisional muestra la tendencia a convertirse en permanente», como predijo Proudhon, con su profunda comprensión de los fenómenos».

Rocker, por otra parte, al atacar la «distinción artificial entre los socialistas titulados utópicos y el so cialismo científico de los marxistas, diferencia que existe sólo en la imaginación de estos últimos», cuestiona seriamente la misma originalidad de Marx y Engels.


Basándose especialmente en los trabajos de Varlaam Cherkezov (Pages d'Histoire socialiste; les précurseurs de l'Internationale), sostiene que el Manifiesto comunista, al que los marxistas consideran «como una de las primeras obras del socialismo científico», no constituye sino una traducción libre del Manifiesto de la democracia, de Víctor Considerant, discípulo de Charles Fourier, y, por consiguiente, socialista «utópico». Proudhon, a quien Marx no dejó de denigrar como representante del socialismo «burgués», cuya obra carece de todo valor científico, fue en realidad, según Rocker, el que lo convirtió al socialismo.

El poderoso influjo que Proudhon ejerció sobre Marx puede advertirse especialmente en La Sagrada Familia, donde éste reconoce a aquél todo cuanto los marxistas han atribuido más tarde a su maestro: dice, en efecto, que ¿Qué es la propiedad? constituye el primer análisis científico de la propiedad privada y que, gracias a este opúsculo, la economía política pudo llegar a ser una verdadera ciencia. Además —hace notar Rocker, aludiendo al calificativo de «socialista burgués», que Marx aplicara a Proudhon— también pueden leerse en La Sagrada Familia estas palabras: «Proudhon no solamente escribe en favor de los proletarios, sino que él es también un proletario, un obrero; su obra es un manifiesto científico del proletariado francés». La influencia que las ideas proudhonianas ejercieron sobre Marx puede verse, por ejemplo, en un artículo publicado por éste en el número 63 de «Vorwaerts», donde realiza una interpretación esencialmente anarquista de la naturaleza del Estado.

En julio de 1870, Marx escribía a Engels que el triunfo de Prusia sobre Francia tendría como resultado la centralización del poder estatal y, con él, del movimiento obrero, y el triunfo del marxismo sobre el proudhonismo. Y, en efecto, Marx tenía razón —observa Rocker—, ya que la victoria alemana sobre Francia señaló un nuevo camino al movimiento obrero europeo: «El socialismo revolucionario y liberal de los países latinos fue hecho a un lado, dejando el campo a las teorías estatales y anti-anarquistas del marxismo. La evolución de aquel socialismo vivificante y creador se vio turbada por el nuevo dogmatismo férreo que pretendía poseer un pleno conocimiento de la realidad social, cuando era apenas un conjunto de fraseologías teológicas y de sofismas fatalistas, y resultó ser luego el sepulcro de todo verdadero pensamiento socialista». En lugar de los grupos revolucionarios de propaganda y organización económica, donde podían verse las simientes de la sociedad futura y los órganos adecuados para la socialización de los medios de producción e intercambio, empezó la época de los partidos socialistas y del parlamentarismo proletario. Más tarde, también en nombre del marxismo, Lenin atacó el parlamentarismo y la democracia: por medio de una serie de citas bien arregladas intentó demostrar que los fundadores del socialismo científico fueron enemigos de la democracia. Pero Lenin —explica Rocker— hizo este descubrimiento recién cuando en las elecciones de la Asamblea Constituyente (1918) su partido quedaba en minoría. Ello le permitió disolver la Asamblea. Por una parte, Lenin hacía concesiones a las tendencias antiestatales de los anarquistas; por otra, se veía obligado a demostrar que su actitud no era anarquista, sino legítimamente marxista: de ahí que su libro El Estado y la Revolución contenga una serie de contradicciones. Más aún, Lenin debería recordar, continúa Rocker «que fueron precisamente Marx y Engels quienes trataron de obligar a las organizaciones de la vieja Internacional a desarrollar una acción parlamentaria, haciéndose, de este modo, responsables del empantanamiento colectivo del movimiento obrero socialista en el parlamentarismo burgués». En efecto, en la conferencia de Londres de 1871 se resolvió, bajo la inspiración directa de Marx y Engels, que cada sección debía organizar un partido político proletario en oposición a los partidos de las clases dominantes y mantener las luchas de la clase obrera indisolublemente vinculadas a la actividad política.

Durante el año 1921, en un momento crucial para la Revolución rusa, escribió Rocker una serie de trabajos reunidos y traducidos en Buenos Aires en 1922 bajo el título de Bolcheviquismo y anarquismo. Mientras anarquistas y sindicalistas, aun sin estar de acuerdo con todo lo que hacía el gobierno bolchevique, defendieron al principio celosamente la revolución contra los ataques contrarrevolucionarios, los bolcheviques mismos respondieron con ciega saña a todos los que, en el campo socialista, no comulgaba enteramente con sus ideas. Pero —dice Rocker— los tiempos han cambiado: los 21 puntos de Lenin, el intento de la Tercera Internacional para imponer sus ideas a todo el movimiento obrero mundial, la guerra abierta que Lenin declaró a los anarquistas en el X Congreso del Partido Comunista y la persecución desatada contra aquéllos en toda Rusia, «son acontecimientos de tal importancia que han creado, de una vez por todas, una situación perfectamente clara y están exigiendo una definida y resuelta actitud. Tomar una actitud en esta cuestión significa también tomar una actitud frente al Socialismo de Estado».

Muchos viajeros de Occidente (algunos después de una permanencia de pocos días) cantaron loas al régimen bolchevique en los primeros tiempos. Hoy —dice Rocker— las cosas han cambiado y son muchos los fervientes partidarios que retornan desilusionados. Y no son las desastrosas circunstancias económicas, sino el clima de sofocante despotismo que reina en Rusia lo que los ha llevado a semejante cambio. «La represión brutal de todo pensamiento libre, la no aceptación de determinadas garantías para el amparo de la libertad personal, por lo menos dentro de ciertos límites, como ocurre en los Estados capitalistas, el despojo a la clase trabajadora de todo derecho que le permita emitir su propia opinión, como la libertad de reunión, la libertad de huelga, etc., el desarrollo de un sistema de espionaje y de policía peor que en los tiempos del zarismo, la corrupción de los «señores» comisarios y la rutina sin espíritu de una nueva jerarquía de subalternos que aniquiló hace tiempo ya aquella iniciativa vital del pueblo, todo esto e infinidad de otras cosas que ya no se pueden ocultar, como hasta ahora, abrió los ojos que estuvieron antes completamente hipnotizados».

La misma marcha atrás en el terreno económico no obedece a una nueva actitud más moderada de Lenin, sino a la férrea necesidad del sistema. Todo ello explica precisamente las persecuciones de que se hace objeto a anarquistas y anarcosindicalistas. Estos «son los únicos que están en oposición al "camino hacia la derecha" y, por tanto, hay que limpiarlos del paso, porque así lo exige la razón estatal».

Todas las medidas despóticas del gobierno bolchevique se justificaron en un momento dado por las circunstancias que atravesaba el naciente Estado socialista, acechado por feroces enemigos de adentro y afuera. Tal interpretación es comprensible, pero lo malo de ella consiste en que debilita la capacidad de análisis hasta anularla, de manera que el sujeto pierde poco a poco y sin advertirlo todo juicio propio y toda comprensión de la realidad.

«Por esta razón se aprobaba todo lo que venía de Rusia y aun cuando no encantaban sus atrocidades, se las encontraba necesarias para proseguir la Revolución. Y, finalmente, ni siquiera impresionaron ya a muchos la violación brutal de los más elementales derechos humanos, ni tampoco les llamó mayormente la atención el hecho de que esa opresión iba dirigida en contra de revolucionarios honestos, a quienes el socialismo era tan querido, por lo menos, como a los defensores del Estado bolchevique».

El ejemplo que aducen los defensores del gobierno bolchevique suele ser el de la Revolución francesa, pero la historia de esta Revolución desvirtúa por completo el pretendido paralelismo: aun en los momentos de peor peligro para la causa revolucionaria, cuando la insurrección de la Vendée, cuando la invasión de los ejércitos extranjeros, hubo una entera libertad de crítica, y hombres tan odiados por Robespierre, como los «izquierdistas» Roux, Varlet, Dolivier, etc., realizaban su propaganda oral y escrita y no escatimaban ataques al gobierno.

En Rusia los soviets pudieron haber desempeñado el papel que en Francia tuvieron las «secciones». Pero, en realidad, Lenin y los bolcheviques nunca fueron partidarios de los soviets, que consideraban como una institución anacrónica. Por eso, no perdieron ocasión de desvirtuar su funcionamiento, quitándoles todo poder efectivo y sometiéndolos al poder central. «El haberlo logrado —nos dice Rocker— es, a nuestro entender, toda la tragedia de la Revolución Rusa». Rocker detalla el comportamiento del gobierno bolchevique con los anarquistas: en los momentos difíciles requirieron su ayuda y obtuvieron de ellos la más heroica colaboración para la defensa de la revolución socialista; cuando se sintieron seguros en el poder, los encarcelaron, los desterraron o, directamente, los asesinaron. Llamaron sistemáticamente «contrarrevolucionarios» a quienes se negaban a trocar el socialismo por el capitalismo de Estado y a renunciar a la libertad creadora del pueblo en aras de una cuartelaria disciplina de partido. Al legendario guerrillero Majno se lo atacó «como el peor contrarrevolucionario, cooperador de Denikin y de Wrangel», aunque antes la misma prensa oficialista «lo presentaba como buen revolucionario y consocio de la República soviética». De la insurrección anarquista de los marinos de Kronstadt, que representaban la auténtica vanguardia de la Revolución, la propaganda bolchevique hizo «una conjuración de los “blancos” preparada con tiempo por los elementos contrarrevolucionarios del extranjero».

La filosofía social de Rocker debe ser entendida a la luz de las circunstancias históricas en que se desarrolló. Más cerca de Kropotkin que de Bakunin, y más cerca de Malatesta que de Kropotkin, encuentra una perenne fuente de inspiración en Proudhon y en los pensadores mutualistas. Toda ella está dirigida a mostrar que no es con y por el Estado que puede realizarse un auténtico socialismo, sino sin él y aun contra él. La crítica al burocratismo y el espíritu de estrecha disciplina castrense reinante en el viejo Partido Socialdemócrata Alemán constituye la primera etapa de esta lucha contra el autoritarismo y el estatismo dentro del movimiento socialista y proletario. La segunda está dada por la crítica valiente y aguda al anquilosamiento de la Revolución rusa, a su capitalismo de Estado, a su centralismo totalitario y a la negación radical de los «soviets» por parte del Estado «soviético». La tercera, en fin, la constituye otra vez su crítica a la socialdemocracia alemana en la medida en que ésta se muestra asombrosamente incapaz de oponer resistencia a la «peste parda» del nacional-socialismo.


La idea central del socialismo como un desarrollo del liberalismo que llega a sus últimas consecuencias lógicas e históricas resulta fundamentalmente acertada. Sus reproches a las reiteradas claudicaciones de los pensadores y militantes socialistas ante el absolutismo no son ciertamente arbitrarios. No debemos olvidar que el nazismo surgió con el nombre de «Partido Obrero Alemán» y que luego no dejó de llamarse nacionalsocialismo.

Tampoco podemos pasar por alto el hecho de que en el llamado «Tercer Mundo» el socialismo se ve frecuentemente unido a regímenes autoritarios, de partido único, de tendencia fuertemente estatizante y nacionalista, violadores sistemáticos de todas las libertades públicas y de todos los derechos humanos. Ni es posible callar las tergiversaciones de la idea socialista en la mente de los partidarios de regímenes básicamente fascistas, como el peronismo en Argentina.

Sólo cabría ponerle, pues, a Rocker algunos reparos o formularle algunas objeciones de detalle. Valgan como ejemplos:

A) Es verdad que pensadores como Babeuf, Blanqui y otros provenían ideológicamente del jacobinismo y estuvieron siempre bajo su influencia. No se puede negar, sin embargo, que en ellos, de un modo secundario y tal vez no muy coherente, se habían desarrollado también ciertos elementos libertarios.

B) Es verdad que el mecanicismo y el determinismo económico resultan paralizantes en la lucha revolucionaria, pero cabe, según lo han mostrado Rodolfo Mondolfo y Erich Fromm, entre otros, una interpretación diferente del pensamiento de Marx, como un humanismo realista, donde el hombre no deja de ser verdadero actor de la historia.

C) Es verdad que el socialismo debe ubicarse en la misma línea del liberalismo, como una continuación de éste, en cuanto se opone a la opresión del individuo por el Estado no menos que a la opresión económica, pero convendría subrayar el hecho de que cuando se habla de liberalismo no solamente desvinculamos este término de la economía de libre empresa y del capitalismo (cosa que ya hizo un liberal como Benedetto Croce), sino que entendemos precisamente que la meta económica del liberalismo es la negación radical del capitalismo, por lo cual el liberalismo se convierte en socialismo libertario o se niega a sí mismo en lo que tiene de ideológicamente válido y perenne, llegando a ser, como bien lo demuestran Pinochet y los militares brasileños, instrumento económico del Estado totalitario y fascista.

La teoría de la propiedad en Proudhon
y otros momentos del pensamiento anarquista
.
Ediciones La Piqueta, 1980.

sábado, 1 de enero de 2011

Rudolf Rocker: El socialismo como anti-absolutismo (I)

Por Ángel J. Cappelletti
[En el libro La teoría de la propiedad en Proudhon y otros momentos del pensamiento anarquista de Cappelletti, el penúltimo capítulo esta dedicado a este libertario alemán. Como es muy largo, me he permitido cortarlo en dos partes, esta primera parte está dedicada a su vida. Mañana os pondré la segunda parte.]
Rudolf Rocker, una de las figuras más activas del anarcosindicalismo alemán en la primera mitad de nuestro siglo, fue también un brillante escritor y pensador. Muy pocas veces se ha logrado un análisis tan serio y profundo de la ideología y la actitud nacionalistas como el que él llevó a cabo en su gran obra Nacionalismo y cultura.

Nacido en Maguncia en 1873, huérfano desde muy niño, internado en un asilo y sometido luego al duro aprendizaje de un oficio manual, obtuvo muy poco de sus maestros y casi puede afirmarse que no recibió educación formal alguna. Grumete, zapatero, hojalatero, sastre, tonelero, talabartero, carpintero, recaló, al fin, en un pequeño taller de encuadernación donde comenzó a almacenar ávidamente en su cerebro los libros que sus manos aparejaban para otros.

El primer contacto con el socialismo lo hizo, como casi todos los proletarios alemanes de su época, a través de las ideas y organizaciones marxistas. Conoció en su incipiente militancia a algunos de los principales jefes de la socialdemocracia: August Bebel y Wilhelm Liebknecht. Del primero dice en La juventud de un rebelde, que «no sólo era un orador brillante, sino que era también un orador nato, pues había en él aquel cierto algo que no se puede enseñar ni aprender»; del segundo, que también «era un orador hábil y experimentado».

Sin embargo, no deja de advertir que cuando Liebknecht hablaba «lo hacía siempre con una seguridad de juicio que excluía toda contradicción» y que «era ante todo hombre de partido y casi sólo hombre de partido». Su impresión personal de Bebel es mejor, ya que lo considera «amable y atento para todos», pero tampoco pasa por alto la dualidad que en él encuentra entre el revolucionario de mítines y asambleas y el moderado reformista del Reichstag.

Pero, como dice Diego Abad de santillán, «tuvo la suerte de entrar pronto en relación con el movimiento berlinés de oposición al dogmatismo y a la rigidez de los jerarcas socialdemócrátas, que tenían por divinidad suprema a Marx y por único profeta a Engels». Una de las cosas que los opositores de la socialdemocracia reprocharon por entonces a los jefes del partido y a los miembros de su fracción parlamentaria fue que hubiesen impedido «por propia decisión la fiesta del Primero de Mayo en Alemania», según dice el propio Rocker en La juventud de un rebelde.


Hacia aquellos días conoció también los escritos de Bakunin y la actividad revolucionaria de Johann Most y se relacionó con los jóvenes heterodoxos del socialismo berlinés, entre los cuales se encontraba Bruno Wille, el futuro autor de Die Religion der Fraude (1898) y Gemeinschaftsgeist und personlichkeit (1902); y Gustav Landauer, el más profundo de los pensadores libertarios alemanes.

En 1893 sus actividades socialistas —ya claramente orientadas hacia el anarquismo— se hicieron muy peligrosas para él, y se vio obligado a emigrar a Francia, donde participó en las luchas del movimiento obrero, conoció al sabio geógrafo Reclus y a otras figuras sobresalientes del mundo socialista. Pero, obligado nuevamente por la reacción, tuvo que emigrar por segunda vez y en 1895 se encontraba ya en Inglaterra. Allí permaneció hasta fines de la Primera Guerra Mundial.

En el segundo tomo de su autobiografía, titulado significativamente En la borrasca, narra con admirable vivacidad y equilibrada mesura, aquellas dos décadas de vida dedicadas íntegramente a la propaganda, a la acción sindical, a la educación de la clase obrera. Si alguna vez tuvo sentido hablar de «realismo socialista» (un realismo impregnado por cierto del más vivo idealismo), es en el caso de estas «Memorias» del gran sindicalista alemán.

«Se admira uno de la resistencia física de Rocker para sobrellevar la tarea intensa de esos veinte años sin desfallecer, sin perder la fe en sí mismo y en la humanidad. El vigor de su juventud y el ansia de saber y de enseñar lo que sabía le hicieron superar los escollos del camino espinoso. Su repugnancia instintiva contra todo autoritarismo, contra todo dogmatismo, le salvó del naufragio y de toda tentación bastarda. Era ya un hombre libre, un verdadero amante de la libertad en el campo social, religioso, político, racial», dice Diego Abad de Santillán.

En Londres se vinculó primero con los exiliados socialistas alemanes y con el Kommunistische Arbeiter-Bildungs-Verein, que tenía su sede en el Grafton Hall, donde se le confió el ordenamiento de la vieja biblioteca, rica en valiosos documentos para la historia del socialismo y del movimiento obrero. Allí conoció a Louise Michel, a Errico Malatesta y a Pietro Gori. De la primera dice que «poseía el carácter de un apóstol, tan hondamente persuadido de la justicia de su causa, que no pudo adaptarse a las menores concesiones a la injusticia». Sobre el segundo escribe: «Me lo había imaginado siempre un hombre de talla gigantesca, como Bakunin. Mi sorpresa no fue pequeña cuando vi ante mí a un hombre bajo, algo flaco, cuya apariencia física no correspondía de ningún modo a mis presentimientos. Sin embargo, aun cuando Malatesta no era el gigante que había creado mi imaginación, su rostro de finos contornos, expresivo, causó una profunda impresión en mí. La soberbia cabeza con el negro cabello frondoso y los ojos vivos, chispeantes, de los que irradiaba tanta bondad de corazón como energía indomable, hacía que fuese inolvidable para el que le ha visto una vez. El rostro pálido, cuya expresión varonil era realzada más aún por la corta y tupida barba, mostraba decisión tranquila y una rica vida espiritual interior. Se sentía a la primera mirada la energía secreta de una personalidad de gran aliento, que no se perdía nunca en cuestiones accesorias y tenía siempre en vista un gran objetivo». De Pietro Gori dice que «era, sin duda, uno de los oradores más poderosos que ha producido Italia» y que «su fino talento poético le permitía formar imágenes de belleza perfecta, que daban a sus manifestaciones ingeniosas un encanto irresistible y que se grababan profundamente en el alma».


En los primeros tiempos de su vida londinense, se dedicó Rocker a conocer también la gigantesca y oscura ciudad, y en especial sus enormes «ghettos» de miseria («el estrecho hormiguero callejero entre Hackney y Bethnal Green, Shoreditch y Whitechapel, los lugares de la más profunda pobreza en torno a Limehouse y a Shadwell, la zona desconsolada que se agrupa en torno a las instalaciones portuarias de Londres y, al otro lado del Támesis, los distritos lóbregos de Lambeth, Deptford, etc.»). Adecuado prolegómeno a sus años de lucha en pro de las clases desposeídas es el espectáculo de la profunda miseria en la metrópoli imperial: «Había entonces en Londres muchos millares de seres que nunca habían dormido en una cama y que se acurrucaban por la noche en algún rincón sucio donde la policía no podía estorbarles. He visto con mis propios ojos millares de seres humanos que apenas podían ser juzgados tales y que no eran capaces de un trabajo ordenado cualquiera. Seres increíblemente andrajosos, cubiertos de harapos sucios que no ocultaban ninguna desnudez, seres humanos llenos de piojos, de suciedad, víctimas del hambre eterna, que revolvían codiciosamente los desperdicios semipodridos que quedaban después del cierre de los mercados para obtener un bocado. He recorrido callejas y callejuelas sucias, con las fachadas de las casas semiderruidas, tan tristes y tétricas que ninguna pluma sería capaz de trazar un cuadro exacto del espanto gris que hacía en ella sus círculos tenebrosos. Y en esos infiernos de la pobreza y de la pálida penuria nacían niños, vivían seres humanos consumidos por las privaciones, quebrantados antes de tiempo por la tortura infinita y eludidos por todos los otros estratos de la sociedad como una horda de leprosos y de marcados por el destino». Durante estas excursiones por el Londres tenebroso se puso en contacto con los obreros judíos de la parte oriental, predominantemente anarquistas, con quienes había de colaborar luego durante largos años.

Cuando en julio de 1896 se reunió en Londres el Congreso Obrero Socialista Internacional (del cual fueron excluidos por cierto los anarquistas), tuvo Rocker ocasión de conocer personalmente a Kropotkin y Landauer, dos de los pensadores que más influyeron en su vida militante y en su obra. También conoció en aquella oportunidad al Dr. Max Nettlau, especialista en dialectología céltica y en historia del anarquismo, a quien había de consagrar más tarde un volumen biográfico. En el seno del movimiento obrero judío y del grupo Arbeiterfreund encontró Rocker a la que había de ser su compañera de toda la vida, Milly Witkop, inmigrante ucraniana y activa militante anarquista.


Sin conocer casi nada de yídish se convirtió pronto en redactor principal del periódico de los obreros libertarios judíos, el Arbeiterfreund, temporalmente suspendido, pero que contaba ya con doce años de antigüedad. Desde octubre de 1898 hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial, hizo conocer a dicho órgano y, con él, a toda la prensa obrera anarquista de Inglaterra, su más brillante, combativo y fructífero período.

En un momento económicamente difícil, el periódico fue sustituido por el quincenario Germinal, subtitulado «Órgano de la concepción anarquista del mundo». Acerca de la posición ideológica allí defendida, dice el propio Rocker: «Aunque estaba muy próximo a las ideas de Kropotkin, ya entonces era para mí bastante claro que las adjetivaciones usuales, mutualista, colectivista o comunista, sólo tenían una significación subordinada. Lo que importaba ante todo era educar a los hombres para la libertad y alentarles a la creación y al pensamiento propios. Todas las hipótesis económicas para el futuro, que tenían que ser probadas primero por experiencias prácticas, eran buenas mientras aseguraran al hombre el producto de su trabajo y tuviesen en vista una transformación social de la vida, en la que se ofreciese al individuo la posibilidad de desarrollar libremente sus aptitudes naturales, sin ser influidos por disposiciones rígidas y dogmas vacíos. Mi más íntima convicción me decía que el anarquismo no puede ser interpretado como un sistema cerrado ni como una solución para el milenio venidero, que tiene la libertad como condición previa en todos los dominios de la acción y del pensamiento humanos y justamente por eso no puede estar ligado a directivas rígidas e inalterables. Por esta razón sus aspiraciones son ilimitadas y no pueden ser encerradas en un programa determinado ni ser prescriptas como reglas fijas del porvenir». De la revista Germinal se seleccionaron luego los ensayos que aparecieron más tarde en Buenos Aires, traducidos al español por Salomón Resnick, con el título de Artistas y rebeldes (1922).

Al sobrevenir en el movimiento obrero judío una grave crisis, originada de una parte por la desocupación y la emigración forzosa; de otra, por la escisión del grupo Freiheit, Rocker se trasladó a Leeds, donde con la cálida ayuda del grupo local continuó publicando Germinal. Su actividad como propagandista, como orador, y como organizador se extendió de los grupos judíos (donde siempre estuvo, sin embargo, centrada) a otros círculos, ya continentales, ya ingleses. Al retornar, un año después, a Londres, donde «se había roto realmente el hechizo, y la crisis interna que había paralizado casi dos años el movimiento obrero judío, fue felizmente vencida», reinició la publicación del Arbeiterfreund, al mismo tiempo que la labor de organización obrera y de educación general.

Rocker, que más tarde escribiría La maldición del practicismo, no entendía la militancia anarquista como adoctrinamiento ni como mera propaganda. Creía que elevar el nivel cultural de los obreros constituye de por sí una tarea revolucionaria; estaba convencido de que la belleza y la verdad son siempre factores de liberación humana.

«La insuficiencia irritante del orden económico vigente para las grandes masas del pueblo y la injusticia notoria en numerosos dominios de nuestra vida política y social, no son ninguna medida de nuestra cultura como tal. Lo que la civilización humana ha creado en valores intelectuales y sociales en el curso de los tiempos, no se puede juzgar exactamente más que en su totalidad. Ha ensanchado nuestro saber en una proporción que apenas se puede abarcar y ha atestiguado en todos los dominios del pensamiento humano conquistas que son imperecederas. Lo que ha producido el espíritu del hombre en el reino de la ciencia, del arte, de la literatura y en todos los dominios de la creación estética y filosófica, es y permanece una posesión cultural nuestra y de las futuras generaciones. Aquí está el punto natural de conexión para todo desarrollo social ulterior, el puente que conduce desde el pasado al futuro. El hecho de que a causa de las condiciones económicas existentes millones de hombres apenas estén hoy en condiciones de hacer uso de las mejores conquistas de la vida cultural, no es menos deplorable que la circunstancia de que, a pesar de la elevada capacidad productiva de los modernos métodos de trabajo, no puedan hallar ninguna seguridad para su existencia material y tengan que contentarse siempre con las migajas de la mesa de la vida. Por eso justamente, el problema de nuestro tiempo no es un simple problema económico sino un asunto que abarca todos los dominios de la vida cultural. No sólo hay un hambre del cuerpo, sino también un hambre del espíritu y del alma que exige sus derechos. Llevar esto a la conciencia de los seres humanos es la tarea principal de una propaganda que se apoye en la educación de las masas y enseñe a pensar, no sólo con el estómago, sino también a tener presentes las aspiraciones de la vida y a apropiarse de los bienes intelectuales de la cultura, lo que siempre es posible».

La labor de Rocker entre los obreros judíos de Londres, que algunos consideraron insólita para un alemán que no tenía ninguna ascendencia hebrea, es una prueba más de su auténtico internacionalismo socialista y libertario. He aquí cómo él mismo se expresa en sus Memorias sobre este hecho: «Pero tengo que agradecer todavía otra gran experiencia en mi actividad de entonces, que no quiero silenciar, como no judío, para provecho y edificación de aquellos que han metido la cuchara en las ollas de la llamada teoría racial o que no pudieron vencer nunca los prejuicios artificialmente implantados frente a los judíos. Tengo que dejar sentado aquí que no existe nada para lo cual el llamado espíritu judío no sea tan receptivo o que reaccione de otro modo a como reacciona el espíritu de otros pueblos, si es que se puede hablar de un espíritu de los pueblos en general. He vivido veinte años en el ghetto, he tenido relaciones diarias con trabajadores judíos, he conocido sus dolores y privaciones, he tomado parte incansablemente en sus luchas por el pan cotidiano, he despertado su anhelo, he compartido sus alegrías y esperanzas y estuve con ellos como un igual sobre la misma base. He empleado los mejores años de mi vida en estimular su cultura intelectual, en fortalecer su voluntad y encender su resistencia contra la arbitrariedad y la tiranía... Su amistad, su ligazón interior, su confianza ilimitada son para mí la más hermosa recompensa y serán siempre un recuerdo luminoso, especialmente hoy, cuando ha llegado el otoño de mi vida y se ciernen sobre mí las sombras de la noche».

Su testimonio resulta particularmente significativo por sintetizar una visión teórica, basada en sólidos y extensos conocimientos históricos y filosóficos-sociales, con una prolongada asiduidad y un largo trato personal: «Si quisiera reunir brevemente mis experiencias personales con personas de origen judío, sólo podría decir que no he encontrado en ellas ninguna cualidad que no se encontrase también en los descendientes de otros pueblos. La burda afirmación de que el judío representa una posición singular entre todos los demás pueblos, no es más que yerma habladuría, que no tiene por base ninguna experiencia auténtica, sino sólo el prejuicio ciego. Los representantes de esas chistosas nociones no comprenden el testimonio lamentable de pobreza que con ello ofrecen. Si fuese realmente verdad que una minoría insignificante es responsable de todos los males del mundo, entonces la gran mayoría de la raza humana no merecería mejor destino. Débiles de espíritu que se persuaden seriamente de que son las víctimas indefensas de un pequeño grupo humano disperso por el mundo, sólo demuestran su propia incapacidad y su minoría de edad intelectual». Ya en 1903, en ocasión del pogromo de Kishinev, organizó Rocker un gran mitin de protesta en Hyde Park, y su lucha contra el antisemitismo, que alcanzó lógicamente su clímax con el genocidio perpetrado por los nazis, se prolongó hasta el fin de sus días.

Particular importancia, desde el punto de vista obrero y sindical, adquirió la lucha promovida luego por Rocker contra el llamado «sweating system», por el cual se establecía una cadena de explotación, donde los grandes comerciantes obligaban a los pequeños empresarios a una cruel competencia mutua, mientras éstos explotaban a sus obreros, los cuales, a su vez, acicateaban a los auxiliares (generalmente inmigrantes recién llegados). En 1906 el movimiento obrero libertario judío inauguró su club en un edificio propio de Jubilee Street, gracias, en gran parte, al esfuerzo de Rocker. Al año siguiente acudió Rocker, en representación del movimiento judío, al Congreso de Amsterdam, donde quedó fundada, con intervención de delegados de casi todos los países, la Internacional Anarquista.


Hallándose en 1909 en París, donde había sido invitado para dictar un cursillo de conferencias sobre temas artístico-literarios, participó en un mitin de protesta por el monstruoso proceso al que la reacción monárquico-clerical española había sometido a Francisco Ferrer y Guardia, el fundador de la Escuela Moderna. Fue por eso expulsado de Francia.

Aún en Inglaterra arreció por entonces la campaña anti-anarquista, con ocasión del caso de Houndsditch, en que tres letones, a quienes se vinculó con el anarquismo, mataron durante un asalto a varios policías. Inclusive algunos periódicos socialistas, como el Justice, llegaron en 1911 a acusar a Emma Goldman de espía del zarismo. En 1912 estalló en Londres una gran huelga de la industria textil, que, según palabras del mismo Rocker, «se convirtió rápidamente en una de las luchas más enconadas por mejores salarios». Iniciada en la parte occidental por obreros ingleses y de diferentes nacionalidades, tuvo pronto, gracias a la decidida acción de Rocker, el apoyo de los miles de trabajadores judíos de la parte oriental, que se plegaron a ella. La pelea no careció de altibajos y de dramáticas vicisitudes; duró varias semanas, pero al fin concluyó con una completa victoria de los obreros. «La gran huelga de 1912 no sólo dio a los trabajadores judíos grandes beneficios materiales, sino que creó por primera vez las verdaderas condiciones para un trabajo ordenado; pero al mismo tiempo, la intervención viril y decidida de los obreros judíos en esa lucha difícil les atrajo el respeto de sus colegas ingleses, respeto que no podría ser ya conmovido por nada». Cuando hacia esa misma época, Malatesta fue condenado por haber querido desenmascarar a un espía de la policía italiana, Rocker organizó un Malatesta Defense Comitee, cuya decidida acción (que incluyó la organización de dos grandes manifestaciones), logró que el gobierno inglés no desterrara, como se temía, al luchador libertario.

En el año 1914 emprendió Rocker su primer viaje a Canadá y Estados Unidos. Invitado por los compañeros de Montreal para realizar una gira de propaganda, recorrió el vasto territorio norteamericano, celebró reuniones y dio conferencias en Montreal, en Ottawa, en Toronto, en Winnipeg, en Chicago, en London (Ontario), en Hamilton, y en Quebec, no sin hacer una visita a las cataratas del Niágara y otra a Waldheim, el cementerio alemán donde reposan los restos de los mártires de Chicago. Las charlas y conferencias obtuvieron gran éxito y durante el viaje tuvo la alegría de reencontrar a muchos viejos amigos y compañeros de Londres y de otros lugares. El día 3 de junio, en las últimas horas de la tarde, se hallaba de regreso en Liverpool.


Al estallar la Primera Guerra Mundial, Rocker fue detenido en Londres como alemán y súbdito de una potencia enemiga. La libre Inglaterra vivía en aquellos días una histeria anti-germánica, que condujo, entre otras cosas, a la internación de millares de pacíficos ciudadanos alemanes en grandes campos de concentración.

Lo que más le dolió a Rocker no fue, sin embargo, el hecho mismo de la privación de su libertad, sino la tremenda defección del movimiento obrero y socialista en todos los países beligerantes frente al problema de la guerra. «Los movimientos socialistas y obreros de Europa habían abdicado y se habían entregado dócilmente a los respectivos amos nacionales. Apenas un diputado socialdemócrata, Karl Liebknecht, intentó salvar el honor. Había terminado un capítulo de la historia del socialismo y Rocker vio claramente entonces ya que el nacionalismo era incompatible con la paz, con la solidaridad humana, con el socialismo, con la cultura que son fruto de la libertad y solamente pueden prosperar en ella», comenta Diego Abad de Santillán. De más está decir que Rocker no se dejó abatir por la prisión, y que desarrolló en ella una labor más educativa que propagandística, a través de docenas de conferencias, pero, sobre todo, a través del ejemplo cotidiano.

En marzo de 1918, próximo ya el fin de la guerra, fue liberado y enviado a Holanda, desde donde debía pasar a Alemania. Pero el agonizante Imperio no olvidaba: le negó la entrada so pretexto de que, al permanecer más de diez años fuera del país, sin inscribirse en ningún consulado alemán, había perdido la ciudadanía. Se vio obligado a volver a Holanda.

En Tilversum fue huésped del viejo militante Domela Nieuwenhuis, que «había previsto la guerra hacía mucho tiempo y predicho también en el Congreso de la Segunda Internacional en Bruselas (1891), que la paz armada y la loca competencia armamentista de los Estados tenían que conducir ineludiblemente a una catástrofe espantosa de incalculable alcance, si el proletariado de todos los países no reconocía a tiempo el peligro y no se preparaba para una acción en contra de esas amenazas».


En noviembre de 1918 puede, al fin, regresar a Alemania, junto con su mujer y su hijo. Kater, el presidente de la Freie Vereinigung Deutscher Gewerkschaften, lo hospeda en Berlín. Con un entusiasmo que las tristes condiciones de posguerra y las poco alentadoras perspectivas del movimiento obrero no consiguen entibiar, se lanza otra vez a la tarea de organizar un movimiento sindical revolucionario y libertario. En medio de las luchas que sostenían entre sí las diversas facciones del movimiento socialista y poco antes de la insurrección espartaquista «cuya sangrienta represión suscitó en el país una impresión terrible», asiste Rocker al duodécimo congreso de la Freie Vereinigung (diciembre de 1919).

Sus ideas, nada demagógicas, acerca de la responsabilidad de los pueblos en el surgimiento de la tiranía y en el estallido de la guerra alcanzan gran resonancia en aquellos días. «Era la hora —dice Santillán— en que Alemania, cansada de la guerra, clamaba en todos los tonos: Nieder die Waffen! (¡Abajo las armas!). Rocker habló ante los obreros de la industria de los armamentos de la responsabilidad del proletariado, de la labor consciente, de la no cooperación en fines antisociales. Sí, ¡abajo las armas! Pero ¡abajo también los martillos que las forjan! No habrá más armas mortíferas cuando los sabios, los técnicos y los trabajadores se nieguen a fabricarlas». El sindicalismo revolucionario, de inspiración anarquista, logró por entonces, y en buena parte gracias a la incansable labor de Rocker, su mayor florecimiento en Alemania. En algunas regiones industriales, como en Frankfurt, llegó inclusive a constituirse en la corriente obrera mayoritaria.


Su simpatía por la República Bávara de los Consejos y, sobre todo, por algunos de sus protagonistas, como Landauer, Mühsam y Toller (asesinado el primero, condenados a quince y cinco años de prisión, respectivamente, los otros dos) corre pareja por entonces con el repudio y la creciente indignación que provocan en él los gobernantes socialistas plegados al militarismo, como Noske. Fue durante «la era nefasta» de este socialista «patriota», «que mostró a todos los gobiernos posteriores de la República alemana el camino para eludir la Constitución y sofocar todos los derechos legales, cuando el Estado se hallaba presuntamente en peligro», que Rocker fue detenido y puesto en la «Schutzhaft» (prisión preventiva) en febrero de 1920. La acusación era simplemente la de ser «el propagandista principal del movimiento sindicalista en Alemania». Durante seis semanas permaneció preso junto con su amigo Fritz Kater.

Por aquel entonces comenzó a exponer en artículos (publicados, sobre todo, en Der Syndikalist y otros órganos del movimiento obrero) y en charlas y conferencias (algunas de ellas inclusive en la Universidad de Berlín) sus ideas acerca del nacionalismo como enemigo de la cultura, elaborando así, desde entonces, el contenido de su gran obra Nacionalismo y cultura.


Al mismo tiempo que el fallido Putsch de Kapp y los avances del nacionalismo militarista lo confirman cada vez más en su convicción de que la socialdemocracia alemana no es sino un gigante con pies de barro, las noticias que llegan a Berlín desde Rusia corroboran cara vez más su temprano juicio acerca del rumbo autoritario y, en definitiva, antisocialista, que toma la revolución bolchevique. Los testimonios de Piotr Arshinov, de Emma Goldman, de Alexander Berkman, ilustran con la elocuencia de los hechos vividos su pesimismo a este respecto.

Para contrarrestar los esfuerzos bolcheviques de crear una Internacional obrera que respondiera exclusivamente a los designios e intereses del Estado soviético, Rocker y un grupo de militantes convocaron a todas las federaciones nacionales sindicalistas a un Congreso Internacional. Este Congreso, que contó con representantes de Argentina, Chile, Alemania, Holanda, México, Portugal, Francia, Suecia y España, entre otros países, sesionó en Berlín desde el 25 de diciembre de 1922 hasta el 2 de enero de 1923. De allí surgió la Asociación Internacional de Trabajadores. El secretariado internacional de la misma, elegido en el propio Congreso, estaba formado por Rudolf Rocker, Augustin Souchy y Alexander Shapiro.

La AIT pretendía constituir una organización natural de las masas, que, según el concepto bakuninista, «es una asociación que surge de las diversas determinaciones de su vida real cotidiana, de las distintas modalidades de su trabajo», o, en otras palabras, «la organización por corporaciones de oficio y secciones profesionales». Contra esta idea o, por mejor decir, contra este ideal del sindicalismo, dirigieron todas sus energías los agentes del Komintern (la Internacional Comunista). Pero, además de su labor sindical, desplegó Rocker durante la década del 20, una vasta actividad literaria y estableció múltiples contactos con refugiados y visitantes anarquistas de todos los países.

Algunos de los trabajos, destinados principalmente a combatir la idea marxista-leninista de la dictadura del proletariado, fueron recopilados y publicados en edición española con el título de Ideología y táctica del proletariado moderno (Barcelona, 1926). Pero, según recuerda Santillán, escribió también en esta época «ensayos literarios como Los seis, sobre seis caracteres centrales de la literatura mundial, Don Quijote, Hamlet, Don Juan, etc.; examinó la llamada racionalización de la industria y sus consecuencias; divulgó conocimientos sobre el socialismo constructivo, la corriente de pensamiento anterior al marxismo, calificada despectivamente como socialismo utópico, y los presentó en su esencia verdaderamente socialista; resumió una posición ponderada contra el revolucionarismo palingenésico y palabrero en el trabajo La lucha por el pan cotidiano».

Tal actividad literaria, favorecida paradójicamente a comienzos de la década del 30 por el auge de la reacción nacionalista y por lo que podría denominarse el clima pre-nazi, culminó en la gran obra de filosofía política, Nacionalismo y cultura, obra que Albert Einstein calificó de «extraordinariamente instructiva» y Thomas Mann de libro «hondo y altamente espiritual». Esta obra recién pudo ver la luz en alemán en 1949, aunque antes había sido publicada en castellano (1935-1937; 1940; 1946) y también en inglés, en holandés, en sueco, en yidish, etc.

Entre los deportados rusos, por cuya suerte tuvo que preocuparse Rocker, estuvieron V.M. Volin (autor de La revolución desconocida) y otros siete anarquistas llegados al puerto de Stettin en 1922; Maximov (autor de La guillotina en acción: Veinte años de terror en Rusia), Yarchuk, Mrachny, el célebre guerrillero ucraniano Néstor Majno, Mollie Steimer, Senya Fleshin, etc. Entre los huéspedes españoles con quienes trató Rocker por entonces en Berlín se contaban Diego Abad de Santillán, quien sería después su traductor al castellano y el gran divulgador de su obra en España; Buenaventura Durruti y Francisco Ascaso, que tanto habían de destacarse durante la Guerra Civil española por su actuación al frente de las brigadas anarquistas; Ángel Pestaña, que enviado por la CNT, había viajado a Rusia, de donde retornaba profundamente desilusionado. Sofía Kropotkin, que llegó a Berlín a comienzos de 1922, le refirió muchos detalles de los últimos días de su compañero, Pedro, fallecido un año antes. Igualmente de Moscú llegaron dos jóvenes anarquistas italianos, Ugo Fedeli (Treni) y Francesco Ghezzi: Rocker debió luchar duramente junto con sus compañeros para impedir que el gobierno alemán los entregara a Italia, que los reclamaba por un presunto delito político. También recibió Rocker la visita de Armando Borghi, el secretario de la Unione Sindicale Italiana (autor después de una larga serie de obras, como Mussolini in caricia, L'Italia tra due Crispi, Mischia sociale, Errico Malatesta in 60 anni di lotte anarchiche, etc.).


En junio de 1929 viajó Rocker a Estocolmo, como representante de la AIT en el congreso anual de la organización sueca Sveriges Arbetaren Centralorganisation. Después de la celebración del Congreso, pronunció una serie de conferencias tanto en Estocolmo y localidades vecinas como en ciudades del interior del país.

En junio de 1931 la CNT española convocó a un Congreso Nacional en Madrid, al cual había de seguir, de acuerdo con el secretariado de la AIT, el IV Congreso de esta central obrera internacional. A fines de mayo, Rocker se trasladó a Madrid representando, junto con Augustin Souchy, al secretariado internacional. En agosto de aquel mismo año hizo también un breve viaje a Holanda, para asistir a la inauguración del monumento erigido a Domela Nieuwenhuis en Ámsterdam (29 de agosto). Mientras tanto, Alemania recorría a pasos acelerados el camino hacia el Tercer Reich.

Ya el gobierno de Brüning y del Partido Católico Zentrum era en realidad, según expresión del propio Rocker, «una dictadura con hoja de parra, que desembarazó el camino para la dictadura de la cruz gamada». La socialdemocracia, con su vieja historia de claudicaciones, marchaba a remolque del Partido Católico, y sus representantes «se veían forzados a aprobar todas las medidas del gobierno del Reich, por antipopulares y reaccionarias que fuesen». Brüning, sin embargo, que se burló de sus aliados socialdemócratas, acabó burlado por el círculo de Hindenburg, que lo obligó a retirarse, para colocar en su sitio a von Papen. Este, por su parte, estaba destinado a abrir directamente las puertas a Hitler. Cuando Hindenburg recibió, al fin, la dimisión de Scheleicher, Hitler fue nombrado canciller, y von Papen ocupó la vicecancillería. Poco después, el nuevo canciller y su Partido Nacional-Socialista, lograron una convocatoria a elecciones generales, para marzo de 1933.

He aquí cómo, según palabras del propio Rocker, se prepararon los nazis para aquellos comicios: «Primero era necesario aprovechar el tiempo antes de las elecciones con todos los medios a su disposición y fortalecer las posiciones conquistadas. Hitler había entregado a Goering, el nuevo ministro del Reich, toda la policía prusiana, y este morfinómano, dominado por instintos sádicos, fue elegido como por el destino para su papel. La famosa ordenanza policial con que Goering inició su actividad en el cargo suscitó un ligero espanto, incluso en aquellos círculos a los que no se podía ciertamente acusar de marxismo. Goering exigió a sus funcionarios que hiciesen uso de las armas despiadadamente y prometió apoyar a todo el que en este concepto cumpliese con su deber, mientras que a todos los que quisieran conservar todavía un poco de humanidad, los amenazaba con el castigo más severo y la inmediata exoneración. Toda la ordenanza era una abierta excitación al asesinato, que testimoniaba la brutalidad sanguinaria de este incendiario rabioso, al que se había confiado la seguridad del país. Hay que imaginarse cómo tenían que resultar esas y otras excrecencias semejantes de una mente perturbada, en tiempos de la mayor tensión psíquica. En realidad, las elecciones de marzo de 1933 se efectuaron poco después del incendio del Reichstag, época del peor terror, calculado para el aplastamiento más brutal del adversario, y fue como un escarnio cuando Hindenburg, ante una demanda del partido católico del centro, aseguró que «el gobierno se preocupaba de que la libertad electoral fuese protegida de todas maneras». Mientras millares de personas fueron arrestadas en todo el Reich y la soldadesca parda de Hitler se dedicaba en todas partes a las violencias más indignantes, ejecutando cada noche nuevos asesinatos, demoliendo casas del pueblo y locales sindicales, penetrando en los domicilios de adversarios para «liquidarlos», el gobierno reprimía la más ligera protesta contra esas iniquidades, puso la radio exclusivamente al servicio de los reaccionarios y consintió con la mayor tranquilidad que se lanzase todo un diluvio de calumnias repulsivas contra los adversarios, sin que éstos tuvieran la menor ocasión de defenderse».

En realidad, fue el incendio del Reichstag, obra de un cerebro enfermo pero cónsono con la enfermedad de su época, el que dio el poder a los nazis. «Todo mal acaba por dar impulso en última instancia a un mal mayor: todo crimen a un crimen más grande —anota Rocker—. El incendio del Reichstag proporcionó a los nazis el poder sobre Alemania; pero condujo con lógica inflexible a un incendio mayor, que dejó en ruinas y en escombros a media humanidad». Era evidente que hombres como Rocker no solamente no tenían ya en Alemania ningún campo de acción, sino que desde entonces corrían grave peligro de ser arrestados, torturados y asesinados. Erich Mühsam, crítico y poeta anarquista, su gran amigo, fue detenido y enviado a un campo de concentración por haber demorado unas horas su partida.

Aconsejado por compañeros y allegados, Rocker emprende la huida y llega a cruzar la frontera suiza en el último tren no controlado por los guardias nazis. Después de pasar unos días en Basilea y en Zurich (donde se encuentra con el viejo pensador socialista Fritz Brupbacher), es huésped de Emma Goldman en Saint-Tropez durante algunas semanas.

Entra ilegalmente a Francia y al llegar a París, se esfuerza, a través de una serie de charlas y de contactos personales, por alertar a los compañeros del movimiento libertario y a las fuerzas socialistas y democráticas en general del grave peligro que para Europa y para el mundo entero supone la toma del poder por parte de los nazis en Alemania. Con excepción del economista holandés Cornelissen, son pocos, sin embargo, los que llegan a comprender entonces la gravedad de la situación.

De Francia pasa Rocker sin dificultad a Inglaterra. En Londres lo reciben con alegría y afecto los parientes de su mujer Milly, y una multitud de viejos amigos judíos, ingleses, y de otras nacionalidades. Después de permanecer allí algunos meses (y no sin antes haber realizado otro viaje a París para asistir a una conferencia de la AIT), se embarca el 27 de agosto en Southampton, rumbo a Nueva York, adonde llega el 2 de septiembre de 1933.

A los sesenta años, está aún lejos de renunciar a su actividad intelectual y a su militancia libertaria. Emprende una nueva gira de conferencias por Estados Unidos y Canadá. Reanuda viejos contactos, polemiza cuando es necesario con los bolcheviques, realiza un esfuerzo gigantesco por dar a conocer al público americano y en especial a los intelectuales liberales, que tienen una visión distorsionada e ingenua de la situación política europea, el aluvión de barbarie que el nacionalsocialismo triunfante amenaza con descargar sobre el mundo entero. La campaña de apoyo a las fuerzas antifascistas que luchan en la Guerra Civil Española contra la conspiración militar-clerical encabezada por Franco, llena largos meses de su nueva vida en América.

Por otra parte, ya en Towanda, ya en Nueva York, ya en Mohigan Colony, ya, finalmente, en California, no ceja en su prolífica labor literaria. Además de revisar su gran obra Nacionalismo y cultura (para la edición inglesa), escribe diversos libros, artículos y folletos, sobre la guerra civil española (The Tragedy of Spain, 1937; The Truth About Spain, 1936); sobre problemas del socialismo y del anarquismo (Anarcho-Syndicalism, 1938; La influencia de las ideas absolutistas en el socialismo, 1945, etc.) y sobre historia de las ideas libertarias (Fermín Salvochea, 1945; Pedro José Proudhon, 1935; Michael Bakunin and his Time, 1946; Pioneers of American Freedom, 1949; Der Leidensweg von Zensl Mühsam, 1949; Max Nettlau: El Herodoto de la Anarquía, 1950, etc.). También compone una extensa y jugosa autobiografía en tres tomos (La juventud de un rebelde, 1947; En la borrasca, 1949; Revolución y regresión, 1952).

Muere en Nueva York, el 10 de septiembre de 1958.

La teoría de la propiedad en Proudhon
y otros momentos del pensamiento anarquista
.
Ediciones La Piqueta, 1980.


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