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viernes, 26 de marzo de 2021

Orwell y la Guerra Fría

Por GEORGE WOODCOK

Fue la buena y la mala fortuna de George Orwell escribir y publicar Rebelión en la granja y 1984 cuando lo hizo, la primera en 1945, la segunda en 1949.

Llegado un tiempo en que las relaciones de los aliados de tiempos de guerra estaban cambiando rápidamente, y la URSS estaba siendo transformada de un aliado querido a un rival desconfiado en el balance del juego del poder de la posguerra, sus libros se hicieron inmediatamente populares. Parecieron dar una formidable munición para el fortalecimiento de la propaganda de la «guerra fría».

Especialmente los americanos, que no sabían nada de la afiliación radical de Orwell, supusieron que era un «guerrero frío» y un antisocialista. Tuvo que escribir cartas indignadas desde su lecho de muerte para corregir esa impresión. Pero aún ahora los conservadores americanos lo reclaman como uno de los suyos. Norman Podhoretz, el derechista editor de Commentary, declaró recientemente que si Orwell hubiera vivido hasta 1984 habría sido un radical convertido en Tory, como el propio Podhoretz.

No gustándome especular sobre lo que pudo haber sido, me limitaré a mostrar por qué, mientras estuvo vivo, Orwell no era ciertamente un guerrero frío. Y que él era un conservador sólo en el sentido que la mayoría de los anarquistas comparten, el de estar horrorizados por los usos hechos de los progresos tecnológicos modernos en un mundo capitalista, y el de desear encontrar modos de preservar los factores sociales positivos que hemos heredado del pasado.

Eso, por supuesto, no está muy lejos de donde estaban Proudhon y Kropotkin, ni de los anarquistas que han subrayado la continuidad del principio de ayuda mutua en la historia humana.

La Guerra Fría emergió parcialmente del odio capitalista hacia la URSS, el cual había sido parcialmente disminuido (o tal vez sólo disimulado) durante el periodo de alianza en la Segunda Guerra Mundial. Y salió parcialmente de las rivalidades territoriales entre EEUU y la URSS, las cuales se había desarrollado cuando el mundo se preparaba para estar libre en términos de esferas de influencia. 

El anticomunismo de Orwell precede mucho a la Guerra Fría y tiene diferentes fuentes. Viene de haber aprendido, por experiencia directa en España durante la Guerra Civil, las mismas lecciones que anarquistas como Goldman, Majno, Berkman y Volín aprendieron en Rusia en los años posteriores a 1917: que el comunismo, como fue concebido por Marx, institucionalizado por Lenin y estabilizado por Stalin, se había convertido en una tiranía despiadada.

Mientras correctamente recalcaba el elemento económico en los desarrollos políticos, Marx descuidó desastrosamente el elemento psicológico en las estructuras de poder. Al recomendar que el proletariado debería tomar el poder estatal de sus derrotados predecesores, puso las bases de una nueva tiranía, más eficiente que la vieja debido a que reclutó tecnócratas dentro de su aparato.

Antes de ir a España, Orwell, como muchos intelectuales británicos de su generación, era bastante cándido acerca del comunismo. Incluso fue donde Harry Pollit, el secretario general del Partido Comunista de la Gran Bretaña, a solicitarle ayuda para cruzar la frontera española. Cuando Orwell no aceptó comprometerse a unirse a las Brigadas Internacionales —controladas por los comunistas—, Pollit lo rechazó.

Orwell terminó en Barcelona como miembro de la milicia ligada al POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista, el cual contradecía su nombre al luchar contra los otros marxistas). Fue al soñoliento frente de Aragón con la milicia del POUM, pero aún entonces confiaba en los comunistas. Cuando descendió a Barcelona con licencia, en mayo de 1937, esperó trasladarse a las Brigadas Internacionales, que estaban combatiendo en el más activo frente de Madrid.

Pero sus puntos de vista y su vida fueron cambiados completamente cuando, con los otros milicianos del POUM, se encontró a sí mismo combatiendo al lado de los anarquistas contra los comunistas. Una guerra civil más pequeña estalló en Barcelona cuando los comunistas trataron de apoderarse de la central telefónica defendida por los anarquistas como un preludio para tomar la ciudad. El incidente empezó a abrir los ojos de Orwell acerca de los comunistas. Cuando su propio partido, el POUM, había hecho de chivo expiatorio por los recientes problemas y sus miembros fueron cazados y puestos en prisiones provistas de personal por la policía secreta rusa, no tuvo que darse la vuelta por Barcelona, perseguido por los comunistas, y huyó a través de la frontera hacia Francia.

Cando Orwell regresó a Inglaterra, trató de expresar en la prensa de izquierda el modo en que los comunistas estaban intentando ganar el control de la parte leal (a la República) de España y de destruir no sólo al POUM, sino también a los anarquistas, debido a que éstos tomaron la actitud (que Orwell compartía) de que la Guerra Civil solamente sería ganada convirtiéndola en una muy radical revolución socialista. Los comunistas, dominados por las necesidades políticas extranjeras de los rusos, estaban tomando una posición reformista, la cual esperaban que gustara a Francia y a Gran Bretaña y los indujera a concluir una alianza militar con la Unión Soviética.

Orwell encontró que la prensa izquierdista británica estaba completamente dominada por simpatizantes de los comunistas, excepto el periódico New Leader y los pequeños periódicos anarquistas. Escribió su magnífico informe de experiencias en España, Homenaje a Cataluña, y tuvo dificultad en imprimirlo en 1938. Fue tan boicoteado por la izquierda autoritaria que la primera edición de 1.500 ejemplares aún no estaba vendida cuando Orwell murió doce años después.

Aunque Orwell su posición antiguerrera en 1939 y apoyó la participación británica en la Segunda Guerra Mundial, tenía bastantes reservas acerca de muchas cuestiones. Nunca aceptó la idea de que, convirtiéndose en aliados después de que Hitler atacó Rusia, los líderes comunistas se habían trasformado por un milagro en menos tiránicos. Trabajó por algún tiempo en la BBC, donde llegué a conocerlo. Aún entonces, aunque él tenía que mantener una discreción pública bastante intranquila debido a su posición semioficial, privadamente no dejaba dudas acerca de su continúa oposición al comunismo estalinista, al cual entonces consideraba como un totalitarismo no menos sediento de sangre y no menos repulsivo que el nazismo.

En 1943 dejó la BBC y se convirtió en editor literario del diario socialista de izquierda Tribune (cuyas páginas abrió a una amplia variedad de opiniones izquierdistas y pacifistas) y empezó a escribir Rebelión en la granja. Sus dificultades para publicar ese libro fueron tan grandes como las que tuvo para que viera luz Homenaje a Cataluña. Su propio editor, el correoso Victor Gollance, se había convertido en simpatizante de los comunistas, y no sólo se negó a ocuparse del libro sino que habló a otros editores para indisponerlos en contra de aquel original, como lo supe por Herbert Read.

Algunos otros editores, aunque no simpatizaban con los comunistas pensaban que podría ser antipatriótico editar un libro atacando a la URSS, que era todavía un aliado. Algunos editores de la extrema derecha podían haberlo aceptado, pero Orwell instruyó a su representante para que no negociara con ellos. Él quería que se entendiera que Rebelión en la granja era una exposición de los males del comunismo ruso escrita desde el seno mismo de la izquierda.

En algún momento pensó en publicarlo él mismo como un panfleto de dos chelines y divulgarlo en círculos izquierdistas, y una vez me sondeó acerca de la posibilidad de que se publicara por Freedom Press, la editorial anarquista de Londres, de lo que me encargué, pero desafortunadamente no se realizó la edición, por este medio. Cuando encontró un editor, fue uno con credenciales impecables de izquierdista, pero no comunista, Fred Werberg, que había editado Homenaje a Cataluña y algunos otros libros de crítica al comunismo desde un punto de vista izquierdista. 

Werberg se consolidó como editor y Orwell se convirtió de un pobre a un rico escritor con el cambio en el clima político entre los EEUU y la URSS. Rebelión en la granja —libro que cerca de dos docenas de editores británicos y americanos habían rechazado un año antes— se convirtió en un 'best-seller' de la noche a la mañana. Su éxito comercial se coronó cuando fue escogido por el Club del Libro del Mes en los EEUU. Pero nada de esto afectó la actitud de Orwell. Él no cambió, como algunos suponen, de ser un humanista libertario (lo que él llamó un «socialista democrático») a un 'cripto-Tory'. Permaneció, como él mismo recomendaba a otros escritores, luchando en una «guerrilla inoportuna», peleando su propia batalla como un hombre decente contra aquellos que han traicionado la revolución. Como es lógico, la derecha lo cortejó, y cuando la duquesa de Atholl trató de hacerlo participar en la Liga por la Libertad de Europa —de orientación Tory—, él se negó. Criticó a la Liga porque atacaba el expansionismo ruso en la Europa oriental mientras ignoraba al imperialismo británico en la India, y añadió: «Pertenezco a la izquierda y debo trabajar en su seno por mucho que odie al imperialismo ruso y su venenosa influencia en este país.»

1984 es un libro mucho más ambivalente que Rebelión en la granja, y siempre ha permitido diversas interpretaciones según el lugar donde es leído. En los países comunistas, donde circula en ediciones clandestinas («samizdat»), es considerado como una sátira sobre la URSS y sus satélites, y efectivamente satirizar a los regímenes totalitarios existentes fue uno de los propósitos de Orwell; pero hay otro aspecto del libro que no es esencialmente antisoviético, y es el modo en que él quería que lo vieran los lectores de fuera de Rusia. Es una advertencia a Occidente de que dentro de su propia estructura política están contenidos aquellos deseos de poder y aquellas corrupciones de la comunicación que podrían conducir hacia una clase especial de totalitarismo. INGSOC, la doctrina dominante de Oceanía, era casera, no importada de Moscú y, al inventarla, Orwell estaba —en sus propias palabras— ofreciendo «una muestra de las perversiones hacia las que está sujeta una economía centralizada y las cuales ya han sido parcialmente realizadas en el comunismo y en el fascismo». Continúa, en la famosa carta que escribió desde su lecho de muerte a Francis A. Henson, de la UAW: «La escena del libro es puesta en Gran Bretaña a fin de enfatizar que las razas de habla inglesa no son innatamente mejores que ninguna otra y que el totalitarismo, si no es combatido, podría triunfar en cualquier otra parte.»

Orwell nunca les dio la bienvenida a los intentos de los conservadores americanos —más que sus contrapartes británicos— para atraerlo dentro de sus filas. El hecho de que 1984 apareciera cuando lo hizo y que fuera tomado por mucha gente como buena propaganda para la «guerra fría» no significa que el miso Orwell se hubiera convertido en «guerrero frío».

Los riesgos políticos que él delineó en 1984 no estaban, desde su punto de vista, confinados a Rusia; existían, más disimulados pero tal vez por esa razón más insidiosos, también en las así llamadas «democracias». Todo lo que ha sucedido en los pasados 30 años ha tendido a corroborar sus advertencias.

La idea más importante de 1984, que él compartía con los anarquistas, la de que el deseo de poder es más durable y más peligroso que todas las ideologías, ha sido confirmada con la decadencia de la ideología en Rusia y con el incremento en el número de regímenes en el mundo moderno que dependen completamente del poder desnudo.

Los conservadores americanos que imaginaban que Orwell podría haber estado de su lado deberían considerar la reciente denominación hecha por el presidente Reagan del misil MX como «el Pacificador». Eso, por supuesto, es puro «doble pensar» orveliano. Uno de los 'slogans' dominantes del estado total en su novela es «LA GUERRA ES LA PAZ» y el Ministerio de la Paz en Oceanía se encarga de hacer la guerra.

¿Piensa seriamente Podhoretz que Orwell, que llamaba hipócrita al hipócrita y al pan pan y al vino vino, se habría puesto a sí mismo en tal compañía?

TIERRA Y LIBERTAD -MÉXICO
Nº 455 / JULIO 1985

domingo, 6 de septiembre de 2020

Comunicado del grupo 'Amor y Rabia' sobre Bielorrusia

CONTRA LAS REVOLUCIONES ARTIFICIALES

Una vez más, la hipócrita propaganda 'democrática-liberal' de los medios de comunicación de la oligarquía occidental apoya protestas de la oposición de uno de los Estados del antiguo bloque soviético. El resultado de estas «revoluciones» ha sido el mismo en todos los países que las han sufrido desde la caída de la URSS: la implantación de regímenes autoritarios que aplastan toda protesta, la profundización de las políticas de corte neoliberal que benefician al sector de la oligarquía que impulsaba las protestas a costa de más pobreza y desigualdad social, una política exterior sumisa a los intereses de potencias extranjeras, y una política económica sumisa a los intereses de empresas multinacionales.

Esta vez le ha tocado a Bielorrusia, antaño la república europea más pobre de la URSS y más afectada por el desastre de Chernóbil, y hoy con un PIB que casi triplica el de Ucrania gracias a haber logrado mantener su independencia política y económica, evitando convertirse en un satélite de la oligarquía rusa. Mientras las repúblicas bálticas y Ucrania, las más ricas de la URSS, se transformaban en regímenes neoliberales de ideología ultraderechista aliados a EEUU y la OTAN que se dedicaron a desindustrializar sus países, en Bielorrusia la derrota a comienzo de la década de los 90 del gobierno nacionalista debido a la falta de apoyo popular hizo posible dar marcha atrás en la implantación del modelo neoliberal, permitiendo mantener buena parte de los beneficios sociales del modelo soviético. De esta forma, su población no cayó en la miseria ni tuvo que emigrar, y el gobierno siguió honrando la memoria de los partisanos, en lugar de homenajear a los colaboradores del nazismo, como pasa en el resto de Europa oriental.

El éxito económico y la política exterior independiente de Bielorrusia son lo que molesta, y no los derechos humanos, excusa usada sistemáticamente por Occidente para justificar su injerencia en los asuntos de otros países. Demasiadas veces hemos visto como en nombre de la democracia y los Derechos Humanos se ha bombardeado e invadido países, veremos como en nombre del medio ambiente y el planeta nos pueden imponer medidas económicas duras para pagar transiciones energéticas que beneficien a los principales responsables de la degradación de los ecosistemas. O ahora mismo en nombre de nuestra seguridad sanitaria se violen los derechos de libertad de expresión y de movimiento. Amparándose en causas nobles nos imponen otras injusticias y se valen de un discurso responsable para que las aceptemos. Que nos hablen de la defensa de los valores democráticos en Bielorrusia o Venezuela mientras apoyan a opositores de extrema derecha y golpistas les hace más despreciables.

Desde Amor y Rabia condenamos este nuevo Maidán organizado por Occidente, que en caso de triunfar provocará el hundimiento del nivel de vida de la población de Bielorrusia y dará lugar a la imposición desde el Estado de un modelo neoliberal combinado con la difusión de la ideología de un nacionalismo heredero de los colaboracionistas de los nazis. Y denunciamos la ceguera de la inmensa mayoría de la izquierda, movimiento libertario incluido, al apoyar sistemáticamente unas «revoluciones de colores» patrocinadas por Washington, que no son otra cosa que golpes de Estado al servicio de los intereses del Capital occidental.

«Puedes engañar a todo el mundo algún tiempo.
Puedes engañar a algunos todo el tiempo.
Pero no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo.»

ABRAHAM LINCOLN

 

https://revistaamoryrabia.blogspot.com/2020/09/comunicado-contra-las-revoluciones.html

jueves, 9 de abril de 2020

Preguntas sobre los «expertos»


 Separados por más de un siglo, la mentira sigue uniendo el derrocamiento de la última reina de Hawai, Liliuokalani, en 1893, con el de Sadam Husein, en 2003


Las posiciones de una gran potencia soberana (en el mundo de hoy quedan bien pocas) en materia de política económica o relaciones internacionales, vienen, obviamente, determinadas por los intereses de las fuerzas vivas a las que sirve su gobierno. Cuando un gobierno quiere divulgar esas posiciones echa mano de los medios de comunicación. Cuando quiere crearlas, utiliza a los «expertos».

Los «expertos», como los periodistas, suelen comer de la mano del poder establecido, así que elaboran las posiciones que se espera de ellos. Para eso existe todo un entramado institucional de fundaciones, universidades, institutos y medios de comunicación, cuyo principal vector es esa servidumbre. Suele ser tan difícil encontrar un «experto» con puntos de vista propios o independientes, como toparse con un periodista heterodoxo. Normalmente ni unos ni otros tienen futuro profesional, ni por supuesto lugar, en las instituciones concernidas.

Debemos al libro de Stephen Walt, The Hell of Good Intentions, una rara caracterización de los llamados «laboratorios de ideas» de Estados Unidos, más conocidos por su denominación inglesa think tanks. Walt ya fue coautor, junto con el académico conservador John J. Mearsheimer, de un excelente libro sobre el funcionamiento del poderoso lobby israelí en su país, The Israel Lobby and U.S. Foreign Policy. Ahora nos explica el mundo de los «expertos» en política exterior.

Los define como «una casta disfuncional, formada por privilegiados que en general desdeñan las perspectivas alternativas y están inmunizados con respecto a las consecuencias de las políticas que han puesto en práctica». Un cuerpo disciplinado por las patologías establecidas que se deducen de los intereses de quienes les pagan y dirigen.

La mayoría de los laboratorios de ideas están vinculados a intereses particulares. En Estados Unidos eso viene de muy lejos, con instituciones de pensamiento vinculadas a los nombres de la modernización de los hidrocarburos y el acero, como Rockefeller o Carnegie, pero en los años setenta se produjo una enorme inversión en creadores de opinión que preparó el terreno ideológico a la involución neoliberal. Hoy, la mayoría de los «centros de estudios estratégicos» o «institutos de estudios económicos» que uno encuentra en el mundo que cuenta, emiten desde hace décadas la buena nueva neoliberal / belicista / crematística que ha llegado a formar parte del sentido común del ciudadano informado. Su objetivo no es la investigación de la verdad, o de las verdades, sino «el marketing político de ideas defendidas por sus patrocinadores», explica Walt.

Los norteamericanos inventaron el uso intensivo de la prensa para propagar las mentiras necesarias para generar el consenso que necesita una agresión. Ellos fueron los creadores del periodismo moderno y son sus maestros. Utilizan la crónica internacional, fundamentalmente, para justificar, encubrir o embellecer las fechorías de su gobierno. Fueron ellos lo que estrenaron y rodaron esa relación incestuosa del poder con los periodistas a base de filtraciones y confidencias interesadas al cuerpo de periodistas de la corte, dentro de ese marco de empresas periodísticas estrictamente controladas por el poder empresarial que pasa por «libertad de prensa» y «cuarto poder», cuando es precisamente su perversión. La actual relación entre medios y poder que hoy vemos por doquier, fue un invento americano, como las relaciones públicas y el complejo Hollywood, que, como dice Laurent Dauré, es «la continuación de la política de Washington por otros medios».


A su vez, los periodistas apelan a los «expertos» para apoyar el mensaje buscado cuando se debate sobre aspectos de la política internacional. El resultado suele ser enormemente uniforme, ya que son raras las voces que discrepan de los planteamientos establecidos. La consecuencia de instituciones que tienden a perder de vista la realidad —porque la sacrifican a la disciplina— suele ser una considerable ceguera sistémica. Es así como la «eficacia» del aparato de propaganda imperial contribuye a la degeneración de un sistema cegado. Lo vimos en la URSS, pero es universal: aunque el liderazgo de Estados Unidos sea aplastante, eso ya son cosas que ocurren en diversa medida en casi todas partes.

Walt explica cómo la mayoría de los expertos están formateados por el consenso ideológico-militar de Washington y quienes no lo están tienen pocas probabilidades de hacer carrera. Menciona el destino de los 33 investigadores de relaciones internacionales que en septiembre de 2002 advirtieron contra la guerra de Irak. «A ninguno de ellos se le ha propuesto desde entonces un cargo o un puesto de trabajo en la Administración ni en ninguno de los grupos más prestigiosos dedicados a la investigación exterior», dice. Es tan raro ver a un experto que defienda en una televisión de Estados Unidos la posición de Irán en las actuales tensiones, como ver en un canal europeo a un crítico de la OTAN o del nacionalismo exportador de Alemania y su austeridad en la eurocrisis. No se les paga para eso.

Cada año gobiernos e industrias aportan decenas de millones a las instituciones encargadas de fabricar el consenso. En Estados Unidos los think tanks son considerados instituciones «sin ánimo de lucro», por lo que no están obligadas a declarar los nombres de sus mecenas ni el monto de sus ingresos anuales. A pesar de ello, es notorio que la mayoría de los laboratorios de ideas reciben donaciones millonarias de empresas del sector militar, como Lockheed-Martin o Boeing, del propio Ejército, del sector aeroespacial y de países de Oriente Medio, como Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos, Omán, Qatar, Israel, u otros como Corea del Sur o Japón. Aunque esas instituciones defienden intereses nacionales y específicos de Estados Unidos, financiar think tanks americanos es para esos países una buena inversión para promover sus propios asuntos desde el centro imperial.

La mayor parte de los grandes think tanks de Estados Unidos y de Europa tienen entre sus asociados a notorios exmandatarios de sus parroquias. Gente como Henry Kissinger, Brent Scowcroft, Stephen Hadley, en Estados Unidos, o compañeros de viaje como el exministro de Exteriores sueco Carl Bildt o José María Aznar, figuran como directores y asesores del Atlantic Council, el think tank vinculado a la OTAN. Lo mismo ocurre con los grandes laboratorios de ideas europeos, El European Council on Foreign Relations o la DGAP alemana. El CIDOB de Barcelona, tuvo como presidente al exministro de Defensa Narcís Serra, y como Presidente de Honor a Javier Solana. No hay que extrañarse de lo difícil que resulta encontrar allí puntos de vista que contradigan algo la disciplina del pensamiento establecido en materia de «seguridad europea» o eurocrisis, por citar dos grandes ámbitos. Es una tendencia que llega hasta los últimos rincones de este pequeño mundo de servidumbres y disciplinas intelectuales, en el que, por supuesto, hay excepciones.

La historia sugiere que el incremento del nivel de educación, de cultura y de sofisticación técnica en los países más desarrollados no nos ha hecho más y mejor informados que nuestros tatarabuelos. Separados por más de un siglo, la mentira sigue uniendo el derrocamiento de la última reina de Hawai, Liliuokalani, en 1893, con el de Sadam Husein, en 2003. Lo que Snowden reveló sugiere incluso la posibilidad bien real de un control orwelliano, antes técnicamente impensable.

Por todo ello, de la misma forma que estamos obligados a aprender a leer periódicos, es decir a interpretarlos, cuando nos presentan a un «experto» hay que preguntarse lo más elemental: ¿De dónde sale? ¿Para quién trabaja y quién paga a su institución?

CTXT
29/05/2019

lunes, 16 de mayo de 2016

Una guerra por el petróleo


Por ANTONIO RUBERTI

Si se tuviera que hacer una estadística de las palabras más utilizadas por los medios de comunicación para describir la situación libia, seguramente encontraríamos a la cabeza «caos» (libio) y «avanza» (el Estado Islámico). Poco espacio viene por el contrario dedicado a otras dos palabras que ayudarían a explicar el presunto caos libio: «petróleo» y «gas».

Libia posee las mayores reservas de petróleo de África, las novenas del mundo. Se trata de una cifra imponente, cerca de 48.000 millones de barriles (alrededor del 3 por 100 del total de las reservas mundiales, según datos de 2009).

Si echamos un vistazo al mapa de Libia, vemos que los pozos petrolíferos (véase intereses franceses, británicos y norteamericanos, pero también chinos, rusos y brasileños) están concentrados en el área entre Bengasi y Sirte, donde se encuentran el 80 por ciento de las reservas conocidas de petróleo del país. El gas (léase intereses italianos) se encuentra por el contrario sobre todo en el mar al Este de Trípoli y en la región de Gadames, también al Este de la antigua capital.

Antes de la guerra de 2011, el mayor productor externo de petróleo era la italiana ENI con 24.000 barriles al día, extraídos en 2010; pero estaban también compañías americanas (Chevron, Exxon Mobil, Occidental Petroleum, Phillips) con 124.000 barriles al día, alemanas (BASF), 100.000, chinas (CNPC), españolas (Repsol), francesas (Total), británicas (BP) y rusas (Gazprom). Todas estas compañías tenían un contrato de colaboración con la compañía nacional libia, NOC, que por su parte producía alrededor de un millón de barriles al día. En la práctica, una parte de los beneficios de las multinacionales extranjeras eran ingresados en la NOC, es decir, en el Estado libio.

Esta colaboración con la NOC prosigue aún hoy, exactamente igual que durante el régimen de Gadafi, solo que hoy la NOC ingresa las cuotas del rédito petrolero tanto al gobierno de Tobruk («internacionalmente reconocido», como es definido) como al de Trípoli («islámico moderado», como nos advierten a menudo los medios de comunicación).

Gadafi acostumbraba a decir que a los occidentales, de Libia lo único que les interesaba era el petróleo. Tenía razón.

La guerra de 2011, como bien sabemos, fue deseada por los franceses, y los británicos se apresuraron a acompañarles con la esperanza no muy secreta de volver a entrar en Libia, de donde habían sido expulsados en 1969 por el golpe de los jóvenes coroneles.

En el otoño de 2011, los medios de comunicación franceses no completamente alineados estaban llenos de artículos que denunciaban el papel guerrero de la Total, que hasta ese momento jugaba un papel marginal entre las compañías extranjeras (apenas 55.000 barriles extraídos en 2010). «Entre los agentes franceses infiltrados entre los rebeldes de Bengasi había representantes de la Total», denunció el diario Libération, que reveló también los términos del acuerdo suscrito: los franceses habrían apoyado la rebelión a cambio de la promesa de entregar a la Total el 35 por 100 de las concesiones petrolíferas.

El objetivo era, sin duda, quitar de en medio a la embarazosa figura de Gadafi (que en 2009 había anunciado el proyecto de nacionalizar completamente el sector petrolero) pero el fin último era también arrebatar al ENI una tajada de sus concesiones petrolíferas. Italia, renuente, se posicionó de forma diferente a Alemania, que apoyaba los bombardeos de la OTAN. Los mismos americanos pronto se echaron atrás; una vez liquidado Gadafi, a ellos de Libia no les interesaba nada. Exactamente como ahora.

Pero volvamos a la actualidad. Fracasado el cómico intento de constituir-imponer un gobierno de «unidad nacional» (se podría ironizar con que «se habían olvidado de avisar… a los libios»), los nuevos colonialistas están llevando adelante cada uno su propia estrategia, a menudo en contraste entre ellos. Así, se ha «descubierto que en Libia están las fuerzas especiales francesas y británicas que adiestran a los combatientes del general Haftar y a la milicia de Misurata respectivamente».

También están los americanos, naturalmente, igualmente de parte de Tobruk. Los italianos, como hemos dicho, son pocos, pero pronto llegarán una cincuentena de paracaidistas. Los italianos deberán tomar posiciones en la región de Trípoli (donde el ENI tiene el control del gasoducto de Mellita). De hecho, los italianos van a Libia a proteger los intereses del ENI de… ¡franceses y británicos!

El riesgo concreto es que se llegue a un fuerte contraste entre las potencias europeas: los franceses adiestran a las tropas de Haftar, que está reconquistando Bengasi. El siguiente paso será asegurar el área petrolífera, ahora en manos de milicias independentistas tanto del gobierno de Tobruk como del de Trípoli, pero que responden a la NOC y a las compañías petrolíferas extranjeras, entre ellas la Total. La ambición de Haftar, apoyado por franceses y americanos (además de por los Emiratos Árabes Unidos y por Egipto) es reconquistar Trípoli donde estarán los italianos cuyo gobierno está aliado con la ciudad-Estado de Misurata (donde están los británicos). Trípoli está claramente apoyada por Qatar y Turquía. Hay que subrayar que estos últimos apoyan de hecho al EI libio, como han hecho con el sirio-iraquí.

Y después, naturalmente, está el EI (o Daesh o Califato o ISIS) que, si hacemos caso a los medios de comunicación del régimen, es la causa de la intervención. Asentado en Sirte y sus alrededores, efectúa incursiones sobre todo en la vecina zona petrolífera, intentado hacer el mayor daño posible y tener una gran visibilidad, que los medios de comunicación occidentales están encantados de proporcionarle. En Sirte, último bastión de Gadafi, el EI ha llenado un vacío producido por la incapacidad libia de ofrecer un futuro a esta ciudad. La ocupación de Sirte no se ha producido pacíficamente: en octubre el EI ha ahogado en sangre una revuelta. No se ha dicho que el control de la ciudad sea tan férreo como la propaganda del EI quiere hacer creer. En cualquier caso, es cierto que el EI no «avanza» como pretenden hacernos creer los medios de comunicación.

En realidad, como ha demostrado lo ocurrido en Siria, las potencias occidentales no tienen ninguna intención de eliminar al EI, que ha servido y sirve como pretexto para llevar a cabo misiones militares encaminadas a redistribuir las zonas de influencia y el control de las áreas petrolíferas. La política externa la hacen el ENI, la Total, la BP, la Exxon y las otras multinacionales, y durará se ha dicho al menos treinta años, es decir, hasta que ya no quede petróleo ni gas que rapiñar.

Las guerras «humanitarias» son hoy sustituidas por operaciones militares de «estabilización», una manera refinada de definir los nuevos colonialismos. A pequeños pasos están entrando en guerra. Una guerra por el petróleo. La enésima guerra por el petróleo.

Tierra y Libertad
Nº 334 - Mayo 2016 

martes, 6 de enero de 2015

¿Una tercera guerra mundial?

 

Por Boaventura de Sousa Santos *

Todo indica que se está preparando una tercera guerra mundial, si entendemos por «mundial» una guerra que tiene su principal teatro de operaciones en Europa y repercute en diferentes partes del planeta. Es una guerra provocada unilateralmente por los Estados Unidos, con la complicidad activa de Europa. Su blanco principal es Rusia y, en forma indirecta, China. El pretexto es Ucrania. En un raro momento de consenso entre demócratas y republicanos, el Congreso estadounidense aprobó, el 4 de diciembre pasado, la Resolución 758, que autoriza al presidente a adoptar medidas más agresivas para sancionar y aislar a Rusia, a proporcionar armas y otro tipo de apoyo al gobierno de Ucrania y a fortalecer la presencia militar de EEUU en los países vecinos de Rusia. La escalada de provocaciones a Rusia tiene varios componentes que, en conjunto, constituyen una segunda Guerra Fría. A diferencia de la primera, en ésta Europa es un participante activo, aunque subordinado a EEUU, y ahora se asume la posibilidad de una guerra total y, por lo tanto, nuclear. Varias agencias de seguridad ya están haciendo planes para el día después de un enfrentamiento nuclear.

La provocación occidental tiene tres componentes: sanciones para debilitar a Rusia, instalación de un gobierno satélite en Kiev y guerra de propaganda. Las sanciones son conocidas. La más insidiosa es la baja del precio del petróleo, que afecta de manera decisiva las exportaciones rusas, ya que el petróleo es una de las principales fuentes de financiación del país. El presupuesto de Rusia para 2015 fue elaborado previendo que el barril de petróleo iba a costar 100 dólares. La reducción del precio, combinada con otras sanciones y con la devaluación del rublo, agravará peligrosamente el déficit presupuestario. Además, esta reducción ocasionará graves problemas en otros países considerados hostiles (Venezuela, Irán y Ecuador). La reducción del precio del petróleo es posible gracias al pacto celebrado entre EEUU y Arabia Saudita, a través del cual EEUU protege a la familia real (odiada en la región) a cambio de que se mantenga la economía de los petrodólares (transacciones mundiales de petróleo en dólares), sin la cual el dólar colapsaría como reserva internacional y, con él, la economía de EEUU, el país con la mayor y más obviamente impagable deuda del mundo.

El segundo componente de la provocación es el control total del gobierno de Ucrania, para transformar este país en un Estado satélite. El respetado periodista Robert Parry informa que la nueva ministra de Finanzas de Ucrania, Natalie Jaresko, es una ex funcionaria del Departamento de Estado, una ciudadana estadounidense que obtuvo la nacionalidad ucraniana días antes de asumir el cargo. Hasta ahora presidió varias empresas financiadas por el gobierno norteamericano, creadas para trabajar en Ucrania. Ahora se entiende mejor la explosión, en febrero pasado, de la secretaria de Estado norteamericana para Asuntos Europeos, Victoria Nulland: «A la mierda la Unión Europea». Lo que quería decir era: «¡Maldición! Ucrania es nuestra. Pagamos para eso». El tercer componente es la guerra de propaganda. Los grandes medios de comunicación y sus periodistas están siendo presionados para difundir todo lo que legitime la provocación occidental y para ocultar todo lo que la ponga en cuestión. Los mismos periodistas que, después de mantener reuniones en Washington y en las embajadas de Estados Unidos, llenaban las páginas de los diarios con la mentira de las armas de destrucción masiva de Sadam Husein, ahora las llenan con la mentira de la agresión de Rusia contra Ucrania.

Pido a los lectores que imaginen el escándalo mediático que estallaría si se supiera que el presidente de Siria nombró ministro a un iraní al que días antes había concedido la nacionalidad siria. O que comparen el modo en que se informó sobre las protestas en Kiev en febrero pasado y sobre las protestas en Hong Kong en las últimas semanas. O que evalúen la relevancia que se le dio a la declaración de Henry Kissinger, para quien es temerario que se esté provocando a Rusia. Otro gran periodista, John Pilger, dijo recientemente que si los periodistas hubiesen resistido la guerra de propaganda, quizá se podría haber evitado la guerra de Irak, en la que ya murieron 1.455.590 iraquíes y 4801 soldados estadounidenses. ¿Cuántos ucranianos morirán en la guerra que se está preparando? ¿Y cuántos no ucranianos?

¿Estamos en democracia cuando el 67 por ciento de los estadounidenses está en contra de la entrega de armas a Ucrania y el 98 por ciento de sus representantes votó a favor? ¿Estamos en democracia cuando los países europeos en la OTAN son conducidos, a espaldas de los ciudadanos, hacia una guerra contra Rusia en beneficio de los Estados Unidos? ¿O cuando el Parlamento europeo sigue con sus cómodas rutinas mientras están preparando al continente para ser el próximo teatro de guerra y a Ucrania, la próxima Libia?

Las razones de la locura

Para entender lo que está pasando, es necesario tener en cuenta dos hechos: la declinación de Estados Unidos como país hegemónico y el negocio altamente rentable de la guerra. La declinación del poder económico-financiero de EEUU es cada vez más evidente. Después del 11 de septiembre de 2001, la CIA financió el llamado Proyecto Profecía, diseñado para prever posibles nuevos ataques contra EEUU a partir de movimientos financieros extraños y de gran envergadura. Con diferentes formas, ese proyecto ha continuado y uno de sus participantes prevé un próximo crash del sistema financiero a partir de las siguientes señales: Rusia y China, los mayores acreedores de EEUU, han estado vendiendo los títulos del Tesoro estadounidense y, en cambio, han estado comprando enormes cantidades de oro; extrañamente, esos títulos vienen siendo adquiridos en grandes cantidades por misteriosos inversores belgas, y muy por encima de la capacidad de este pequeño país; tanto Rusia como China están utilizando cada vez más sus monedas y no los petrodólares en las transacciones de petróleo (todos recuerdan que Sadam y Gadafi intentaron utilizar el euro y el precio que pagaron por esa osadía); finalmente, el FMI se prepara para que el dólar deje de ser, en los próximos años, la moneda de reserva y sea sustituido por una moneda global, los SDR (derechos especiales de giro, por sus siglas en inglés). Para los creadores del Proyecto Profecía, todo esto indica que un ataque contra EE.UU. está cerca y que, para defenderse, los norteamericanos deben mantener los petrodólares a toda costa, asegurándose un acceso privilegiado al petróleo y al gas, deben contener a China y debilitar a Rusia, para lo que lo ideal sería provocar su desintegración, al estilo de Yugoslavia. Curiosamente, los «expertos» que ven en la venta de deuda una actitud hostil por parte de potencias agresoras son los mismos que aconsejan a los inversores estadounidenses proceder de la misma manera, es decir, deshacerse de los títulos públicos, comprar oro e invertir en bienes sin los cuales los seres humanos no pueden vivir: tierra, agua, alimentos, recursos naturales, energía.

Transformar las obvias señales de declinación en previsiones de agresión busca justificar a la guerra como medio de defensa. Hoy la guerra es altamente rentable debido a la superioridad de EEUU en la conducción bélica, el suministro de equipamiento y los trabajos de reconstrucción. Y la verdad es que, como escribió Howard Zinn, EEUU ha estado constantemente en guerra desde su fundación. Además, a diferencia de Europa, la guerra nunca se libra en suelo estadounidense, salvo, claro, que se trate de una guerra nuclear. El 14 de octubre pasado, The New York Times difundió un informe de la CIA sobre el suministro clandestino e ilegal de armas y el financiamiento bélico en los últimos 67 años en muchos países, entre ellos Cuba, Angola y Nicaragua. Noam Chomsky dijo que ese documento sólo podía tener el siguiente título: «Sí, nos declaramos como el Estado terrorista más importante del mundo. Estamos orgullosos de eso».

Un país en declive tiende a volverse caótico y errático en su política internacional. Immanuel Wallerstein dice que los EEUU se transformaron en un cañón descontrolado, un poder cuyas acciones son imprevisibles, incontrolables y peligrosas para sí mismos y para los demás. La consecuencia más dramática es que esta irracionalidad repercute y se intensifica en la política de sus aliados. Al dejarse envolver en esta nueva Guerra Fría, Europa no sólo actúa contra sus propios intereses económicos, sino que pierde la relativa autonomía que había logrado construir en el plano internacional después de 1945. Europa tiene todo el interés en seguir intensificando sus relaciones comerciales con Rusia y en contarla como proveedora de petróleo y gas. Las sanciones contra Rusia pueden llegar a afectar más a Europa que a Rusia. Al alinearse con el militarismo de la OTAN, donde EEUU tiene total preponderancia, Europa pone su economía al servicio de la política geoestratégica norteamericana, se vuelve energéticamente más dependiente de EEUU y sus estados satélites, y pierde la oportunidad de ampliarse con la entrada de Turquía en la Unión Europea. Y lo más grave es que esta irracionalidad no es un mero error de evaluación sobre los intereses de los europeos. Es muy probablemente un acto de sabotaje por parte de las élites neoconservadoras europeas para volver a Europa más dependiente de EEUU, tanto en el plano energético y económico como en el plano militar. Por eso, la profundización de la participación en la OTAN y el tratado de libre comercio entre la Unión Europea y EEUU (la Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión) son las dos caras de la misma moneda.

Puede argumentarse que la nueva Guerra Fría, tal como la anterior, no desembocará en un enfrentamiento total. Pero no olvidemos que, cuando comenzó, la Primera Guerra Mundial fue considerada una escaramuza que no duraría más que unos pocos meses. Duró cuatro años y costó entre 9 y 15 millones de muertes.

30 diciembre 2014

 * Doctor en Sociología del Derecho. Traducción: Javier Lorca.

domingo, 20 de julio de 2014

La vuelta de Orwell y el 'Gran Hermano' a la guerra en Palestina, Ucrania y contra la verdad


John Pilger*

La otra noche vi 1984, de George Orwell, representada en los escenarios de Londres. Pese a que pide a gritos una interpretación contemporánea, las advertencias de Orwell sobre el futuro se presentaron como una obra perteneciente a un periodo remoto e inofensivo. Parecía como si Edward Snowden nunca hubiera hecho públicas sus revelaciones, el 'Gran Hermano' no fuera hoy un espía digital y el propio Orwell nunca hubiera dicho aquello de «para dejarse corromper por el totalitarismo no hace falta vivir en un país totalitario».

La producción, aclamada por la crítica, se me antojó una medida de nuestros tiempos culturales y políticos. Cuando se encendieron las luces, el público estaba ya en pie de camino hacia la puerta de salida. Todos parecían indiferentes o, quizás, absortos en otros asuntos. «Menudo rompecabezas», escuché que decía la chica de enfrente, mientras encendía su teléfono.

Cuando las sociedades avanzadas se despolitizan, los cambios se producen de forma tan sutil como espectacular. En el discurso del día a día, el lenguaje político está invertido, tal y como Orwell profetizó en 1984. «La democracia» es ahora un artefacto retórico. La paz es una «guerra perpetua». «Global» significa imperial. El concepto de «reforma», que una vez resultó esperanzador, hoy equivale a regresión e incluso destrucción. «Austeridad» es la imposición del capitalismo extremo a los pobres y la concesión del socialismo a los ricos: un sistema bajo el cual la mayoría está al servicio de las deudas de unos pocos.

En las artes, la hostilidad a la verdad política se ha convertido en un artículo de fe burguesa. Un titular del diario The Observer prefigura «El periodo rojo de Picasso y por qué los políticos no hacen buen arte». Cabe mencionar que este titular se publicó en un periódico que saludaba el baño de sangre en Irak a modo de cruzada liberal. La incesante oposición de Picasso al fascismo se contempla como una nota a pie de página, de igual forma que el radicalismo de Orwell ha desaparecido del premio que se apropió de su nombre.

Hace unos pocos años, Terry Eagleton, entonces profesor de literatura inglesa en la Universidad de Manchester, consideró que «por primera vez desde hace dos siglos no hay poeta, dramaturgo o novelista británico que esté preparado para cuestionar los fundamentos del estilo de vida occidental». Ya no se escriben discursos como los de Shelley a los pobres, sueños utópicos como los de Blake, condenas como las de Byron a la corrupción de la clase gobernante, ni hay un Tomas Carlyle o un John Ruskin que descubran los desastres morales del capitalismo. Ni William Morris, Oscar Wilde, H.G. Wells o George Bernard Shaw conocen equivalentes hoy. Harold Pinter fue el último en alzar su voz. Entre las insistentes voces del feminismo, ninguna hace eco a Virginia Woolf, quien describió extensamente «el arte de dominar a los demás... de gobernar, matar o adquirir tierras y capital».

En el Teatro Nacional, una obra nueva, Gran Bretaña, propone una sátira sobre el escándalo de las intervenciones telefónicas por el que varios periodistas han sido juzgados y condenados, incluyendo a un antiguo editor del periódico News of the World de Rupert Murdoch. Descrita como «una comedia con colmillos afilados [que] pone a toda la incestuosa cultura [mediática] en el banquillo de los acusados y la somete a un ridículo despiadado», el punto de mira de la obra está puesto en los «agraciados y divertidos» personajes de los tabloides británicos. Todo ello está muy bien y resulta familiar. Pero, ¿cuál de los medios que no son tabloides y se consideran respetables y creíbles no sirve a la función paralela de brazo del estado y de los poderes corporativos, tal y como ocurre con la promoción de guerras ilegales?

Las indagaciones de Leveson en torno a las intervenciones telefónicas mostraron lo que era inmencionable. Tony Blair se encontraba declarando, protestando ante su señoría por el acoso del tabloide a su mujer, cuando una voz lo interrumpió desde la galería. David Lawley-Wakelin, un conocido director de cine, exigía el arresto de Blair y su enjuiciamiento por ser culpable de numerosos crímenes de guerra. Hubo un espacioso silencio: la conmoción que siempre produce la verdad. Lord Leveson dio un salto sobre sus pies, ordenó que se expulsara al divulgador de verdades y pidió disculpas al criminal de guerra. Lawley-Wakelin fue enjuiciado y Blair salió en libertad.

Los cómplices de Blair son su invariable respetabilidad. Cuando la presentadora de la BBC Kirsty Wark lo entrevistó en el décimo aniversario de su invasión a Irak, le obsequió con un momento con el que jamás podía haber soñado: le permitió mostrarse agonizante por la «difícil» decisión en torno a Irak, en vez de pedirle cuentas por el épico crimen. Me recordó al desfile de periodistas de la BBC, quienes en 2003 declararon que Blair podía sentirse «libre de culpa» y consiguientemente se emitió la serie «seminal» de la BBC, The Blair Years, para la que eligieron a David Aaronovitch como guionista, presentador y entrevistador. Aaronovitch, lacayo de Murdoch, elogió con pericia la campaña de ataques militares a Irak, Libia y Siria.

Desde la invasión de Irak —ejemplo de agresión no provocada que el fiscal de Nuremberg Robert Jackson denominó «el crimen internacional supremo, que se ha distinguido de otros crímenes de guerra únicamente por contener en sí mismo el mal acumulado de la totalidad»— a Blair y a su portavoz y principal cómplice, Alastair Campbell, les concedieron un espacio generoso en el periódico The Guardian para restablecer su reputación. Descrito como la «estrella» del Partido Laborista, Campbell se ha granjeado la simpatía de los lectores por su depresión y ha expuesto sus intereses, aunque no su reciente nombramiento como consejero de Tony Blair, sobre la tiranía militar de Egipto.

Al tiempo que Irak se desmembra a causa de la invasión Blair/Bush, un titular del The Guardian reza: «Fue correcto derrocar a Saddam, pero nos hemos retirado demasiado pronto». Este coincidió con otro prominente artículo del 13 de junio, escrito por un antiguo funcionario de Blair, John McTernan, quien también sirvió al nuevo dictador de Irak designado por la CIA Iyad Allawi. En su llamamiento a reiterar la invasión del país que su antiguo maestro ayudó a destruir, no hizo referencia alguna a las muertes de al menos 700.000 personas, la huida de cuatro millones de refugiados y una revuelta sectaria en un país que antes se jactaba de su tolerancia comunitaria.

«Blair personifica la corrupción y la guerra», escribió el columnista radical del The Guardian Seumas Milne en un vehemente artículo del 3 de julio. Esto, en la profesión, se conoce como «equilibrio». Al día siguiente, el periódico publicó el anuncio de un bombardero furtivo estadounidense a página completa. Sobre la amenazante imagen del bombardero se leían las palabras: «F-35. El GRAN de Bretaña». Esta otra personificación de «la corrupción y la guerra» costará a los contribuyentes británicos 1.300 millones de libras, con el lastre adicional de que los predecesores de este modelo F han masacrado a miles de personas en el tercer mundo.

En un pueblecito de Afganistán, habitado por los más pobres de los pobres, grabé a Orifa, arrodillada frente a las tumbas de su marido, Gul Ahmed, un tejedor de alfombras, otros siete miembros de su familia, entre ellos seis niños, y dos niños que fueron asesinados en la casa vecina. Una bomba de «precisión» de 500 libras cayó directamente sobre su casita de barro, piedra y paja, dejando un cráter de 15 metros de ancho. Lockheed Martin, el fabricante del avión, obtuvo un puesto de honor en el anuncio del The Guardian.

La anterior secretaria de estado y aspirante a presidente de los EEUU, Hilary Clinton, apareció hace poco en el programa Women´s Hour de la BBC. La presentadora, Jenni Murray, introdujo a Clinton como el paradigma del éxito femenino. No recordó a sus oyentes la obscenidad proferida por Clinton de que Afganistán fue invadido para «liberar» a mujeres como Orifa. No preguntó a Clinton sobre la campaña de terror de su administración en la que se emplearon aviones no tripulados para masacrar a mujeres, hombres y niños. No se mencionó la amenaza de Clinton de «eliminar» a Irán en su campaña por ser la primera mujer presidente, ni tampoco su apoyo a la vigilancia masiva ilegal o a la búsqueda de delatores.

Sí le hizo, sin embargo, una pregunta comprometedora. ¿Había perdonado Clinton a Monica Lewinski por la aventura con su marido? «El perdón es una elección», dijo Clinton, «para mí fue, absolutamente, la elección adecuada». Esto me recordó a los años 90 y la perpetua obsesión por el «escándalo» Lewinsky. El presidente Bill Clinton se encontraba entonces invadiendo Haití y bombardeando los Balcanes, África e Irak. También se dedicaba a destruir vidas de niños iraquíes; UNICEF informó de la muerte de medio millón de menores de cinco años, como resultado del embargo impuesto por EEUU y Gran Bretaña.

Los niños eran los nadies mediáticos, de la misma manera que las víctimas de las invasiones que apoyó y promovió Hilary Clinton —Afganistán, Irak, Yemen, Somalia— son nadies mediáticos. Murray no los mencionó. La página web de la BBC muestra una fotografía de ella junto a su distinguida invitada, en la que ambas aparecen radiantes.


En política, como en periodismo y en arte, parece que la discrepancia que antes el «público» toleraba se ha revertido y convertido en disidencia: una clandestinidad metafórica. Cuando comencé mi carrera en Fleet Street de la Gran Bretaña de los años 60, la crítica del poder occidental como fuerza rapaz era aceptable. Se podían leer los celebrados informes de James Cameron sobre la explosión de la bomba de hidrógeno en el Atolón Bikini, la atroz guerra de Corea y los bombardeos estadounidenses de Vietnam del Norte. El gran espejismo de hoy es el de pertenecer a una era de la información cuando, en realidad, vivimos en una era mediática en la que la incesante propaganda corporativa resulta insidiosa, contagiosa, eficaz y liberal.

En su ensayo de 1859 Sobre la Libertad, al cual los liberales modernos rinden homenaje, John Stuart Mill escribió: «El despotismo es una forma legítima de gobierno cuando se lidia con bárbaros, siempre que su fin sea una mejora de las condiciones y los medios se justifiquen haciendo efectivo tal fin». «Bárbaros» eran amplios sectores de la humanidad de quienes se requería una «obediencia implícita». «Es un mito afable y conveniente que los liberales se consideren pacificadores y los conservadores belicistas», escribió el historiador Hywel Williams en el 2001, «pero el imperialismo de la mecánica liberal puede resultar más peligroso dada su naturaleza no concluyente, su convicción de que representa una forma de vida superior». Él tenía en mente un discurso de Blair en el que el entonces primer ministro prometió «reordenar el mundo que nos rodea» según sus propios «valores morales».

Richard Falk, respetada autoridad en derecho internacional y Relator Especial de la ONU en Palestina, lo describió una vez como una «pantalla moral/legal unidireccional y santurrona [con] imágenes positivas de los valores e inocencia occidentales presentados como gravemente amenazados, justificando así una campaña de violencia política sin restricción». Está «tan ampliamente asumida que se ha vuelto virtualmente inamovible».

La tenacidad y el clientelismo premian a los guardianes. En la Radio 4 de la BBC, Razia Iqbal entrevistó a Toni Morrison, la premio Nobel afroamericana. Morrison se preguntaba por qué tantas personas estaban tan «enfadadas» con Barack Obama, pues era «guay» y deseaba construir «una economía y un sistema sanitario sólidos». Morrison se enorgullecía de haber hablado por teléfono con su héroe, el cual había leído uno de sus libros, y la había invitado a su inauguración.

Ni ella ni su entrevistador mencionaron las siete guerras perpetradas por Obama, incluyendo su campaña de terror con aviones no tripulados, por la cual familias enteras, sus rescatadores y deudos fueron asesinados. Lo que parecía importar de verdad era que un hombre de color con un «discurso muy refinado» había conseguido alcanzar las imponentes alturas del poder. En Los condenados de la Tierra, Frantz Fanon escribió que la «misión histórica» de los colonizados era servir como «línea de transmisión» de los que gobernaban y oprimían. En la era moderna, el uso de la diferencia étnica en los sistemas de poder y propaganda occidentales se contempla como un elemento esencial. Obama parece ser la encarnación de este elemento, aunque el gabinete de George W. Bush —su camarilla belicista— fue el más multirracial en la historia de la presidencia.

Cuando la ciudad iraquí de Mosul cayó bajo el mando de los yihadistas de ISIS, Obama dijo que «el pueblo americano ha hecho grandes inversiones y sacrificios para conceder a los iraquíes la oportunidad de trazar un destino mejor». ¿No es «guay» esa mentira? Qué discurso tan «refinado» dio Obama en la academia militar de West Point del 28 de mayo. En su exposición del «estado del mundo» en la ceremonia de graduación de los que «asumirán el liderazgo de América» a lo largo y ancho del mundo, Obama dijo que «los Estados Unidos emplearán la fuerza militar, de forma unilateral si es necesario, cuando nuestros principales intereses así lo exijan. La opinión internacional nos importa, pero América nunca pedirá permiso...»



Repudiando el Derecho Internacional y los derechos de las naciones independientes, el presidente de los Estados Unidos reivindica una divinidad basada en el poder de su «indispensable nación». Es el consabido mensaje de la impunidad imperial, que pese a todo resulta siempre animoso. Evocando el resurgimiento del fascismo en 1930, Obama dijo: «Creo en la excepcionalidad americana con cada fibra de mi ser». El historiador Norman Pollack escribió: «Para los militaristas, sustitúyase la aparentemente más inocua militarización de la cultura total. Para el grandilocuente líder, tendremos al reformista frustrado, trabajando despreocupadamente, planeando y llevando a cabo asesinatos y sonriendo todo el tiempo».

En febrero, los EEUU organizaron uno de sus golpes de Estado «coloristas» contra el gobierno legítimo de Ucrania, explotando las protestas genuinas contra la corrupción en Kiev. La secretaria de Estado de Obama Victoria Nuland escogió personalmente al líder del «gobierno interino». Lo apodó «Yats». El vicepresidente Joe Biden viajó a Kiev, igual que hizo el director de la CIA John Brennan. Las tropas de choque de su golpe de Estado fueron fascistas ucranianos.

Por primera vez desde 1945, un partido neonazi, abiertamente antisemita, controla las áreas clave de poder en una capital europea. Ningún líder de la Europa occidental ha condenado este resurgimiento del fascismo en la tierra fronteriza a través de la cual las tropas de invasión hitlerianas asesinaron a millones de rusos. Obtuvieron el apoyo del Ejército Insurgente Ucraniano (UPA), responsable de la masacre de judíos y rusos, que ellos llamaban «alimañas». El UPA es la inspiración histórica del actual partido Svoboda y su aliado el Pravy Sektor. El líder de Svoboda Oleg Tyagnibok ha hecho un llamamiento para purgar Ucrania de la «mafia moscovita-judía» y demás «escoria», como gays, feministas y grupos de izquierdas.


Desde el colapso de la Unión Soviética, los Estados Unidos han sitiado a Rusia con bases militares, aviones de guerra nucleares y misiles, como parte de su Proyecto de Ampliación de la OTAN. Incumpliendo la promesa hecha al presidente soviético Mijail Gorbachov en 1990 de que no se extendería «un solo centímetro hacia el este», la OTAN, de hecho, ha ocupado la Europa oriental. En el antiguo Cáucaso soviético, la expansión de la OTAN representa la mayor construcción militar desde la Segunda Guerra Mundial.

El Plan de Acción de Membresía de la OTAN es la concesión de Washington al régimen golpista de Kiev. En agosto, la «Operación Tridente Rápido» situará a las tropas estadounidenses y británicas en la frontera Rusia-Ucrania y el ejercicio militar «Sea Breze» enviará buques de guerra estadounidenses a vista de los puertos rusos. Uno puede imaginarse la reacción si estos actos de provocación o intimidación se llevaran a cabo en las fronteras estadounidenses.

Al reclamar Crimea —que Nikita Jruschiov separó ilegalmente de Rusia en 1954— los rusos no hacen más que defenderse, como han estado haciendo desde hace casi un siglo. Más del 90 por ciento de la población de Crimea votó a favor de devolver el territorio a Rusia. Crimea es el hogar de la Flota del Mar Negro y su pérdida podría significar el final para la Marina Rusa y un premio para la OTAN. Habiendo confundido las partes de guerra en Washington y Kiev, Vladimir Putin retiró las tropas de la frontera Ucraniana y urgió a las etnias rusas del este de Ucrania a abandonar las ideas de separatismo.

De una forma muy orwelliana, a todo esto se le ha dado la vuelta en Occidente convirtiéndolo en «amenaza rusa». Hillary Clinton comparó a Putin con Hitler. Sin ninguna ironía, los comentaristas políticos de la derecha alemana profirieron las mismas palabras. En los medios, se limpia la imagen de los neo-nazis ucranianos llamándolos «nacionalistas» o «ultranacionalistas». Lo que temen es que Putin esté buscando una solución diplomática y que pueda encontrarla. El 27 de junio, en respuesta al último acuerdo de Putin —su petición al Parlamento Ruso de rescindir la legislación que le otorgaba el poder de intervenir en nombre de la etnia rusa de Ucrania—, el secretario de Estado John Kerry lanzó otro de sus ultimatums. Rusia debe «actuar en las próximas horas, literalmente» para acabar con la revuelta en Ucrania del este. A pesar de que a Kerry se lo conoce como un bufón, el grave objetivo de tales «advertencias» era propiciar que Rusia obtuviera el estatus de paria y reprimir las noticias de la guerra del régimen de Kiev contra su propio pueblo.

Un tercio de la población de Ucrania es de habla rusa y bilingüe. Hace tiempo que el pueblo persigue una federación democrática que refleje la diversidad étnica de Ucrania y sea tanto autónoma como independiente de Moscú. La mayoría no es «separatista» ni «rebelde», sino ciudadanos que desean vivir seguros en su patria. El separatismo no es más que una reacción a los ataques que sufren por parte de la junta de Kiev, que ha enviado al exilio en Rusia a unos 110.000 (según datos de la ONU). En general, se trata de mujeres y niños traumatizados.


Como los niños del embargo a Irak y las mujeres y niñas «liberadas» de Afganistán, este pueblo étnico de Ucrania, aterrorizado por los caudillos de la CIA, son los nadies mediáticos de Occidente; su sufrimiento y las atrocidades que han sufrido han sido minimizadas hasta casi desaparecer. Tampoco se ha informado en los medios de comunicación oficiales de Occidente de la escala de los ataques del régimen. Esto no carece de precedentes. Volví a leer la magistral The First Casualty: the war correspondent as hero, propagandist and mythmaker, de Phillip Knightle, con admiración renovada por Morgan Philips Price del Manchester Guardian, el único reportero occidental que permaneció en Rusia durante la revolución de 1917 e informó de la desastrosa invasión de los aliados occidentales. Justo y valeroso, Philips Price agitó él sólo lo que Knightley denomina el «oscuro silencio» antirruso de Occidente.

El 2 de mayo, en Odesa, 41 personas de etnia rusa fueron quemadas vivas en la sede de un sindicato ante la mirada impasible de la policía. Existe un video terrible que lo prueba. El líder de Pravy Sektor Dmytro Yarosh saludó la masacre como «otro día brillante de nuestra historia nacional». En los medios de comunicación británicos y estadounidenses se transmitió la noticia como una «tragedia turbia» resultante de los «enfrentamientos» entre «nacionalistas» (neonazis) y «separatistas» (el pueblo que recogía firmas para convocar un referéndum por una Ucrania federal). El New York Times la enterró, desechando como propaganda rusa sus advertencias sobre las políticas fascistas y antisemitas de los nuevos clientes de Washington. El Wall Street Journal condenó a las víctimas, «Fuego Mortal Ucraniano Probablemente Detonado por los Rebeldes, Según el Gobierno». Obama felicitó a la junta por su «refrenamiento».

El 28 de junio, el Guardian dedicó casi una página entera a las declaraciones del «presidente» del régimen de Kiev, el oligarca Petro Poroshenko. De nuevo se aplicó la ley de inversión de Orwell. No hubo golpe de Estado; no hubo guerra contra la minoría de Ucrania; los rusos tenían la culpa de todo. «Quiero modernizar mi país», dijo Poroshenko. «Queremos introducir la paz, la democracia y los valores europeos. Hay personas a quienes no les gusta. Hay personas a quienes no gustamos».


El reportero del Guardian Luke Harding obviamente no puso en duda tales aseveraciones, ni mencionó la atrocidad cometida en Odesa, los ataques aéreos y de artillería del régimen en las áreas residenciales, el rapto y asesinato de periodistas, el bombardeo de la redacción de un periódico de la oposición y su amenaza de «liberar Ucrania de escoria y parásitos». El enemigo son «rebeldes», «militantes», «insurgentes», «terroristas» y secuaces del Kremlin. Si congregamos a los fantasmas de la historia de Vietnam, Chile, Timor del Este, Sudáfrica o Irak, podremos identificar las mismas etiquetas. Palestina es el imán de este inamovible engaño. El 11 de julio, tras la última matanza en Gaza —80 personas, entre ellas seis niños de la misma familia— perpetrada por el ejército de Israel equipado con armamento estadounidense, un general israelí escribió un artículo en el Guardian bajo el titular «Una muestra de fuerza necesaria».

En los años 70, conocí a Leni Riefenstahl, a quien pregunté sobre las películas que había rodado para glorificar a los nazis. Utilizando una cámara y unas técnicas de iluminación revolucionarias, produjo un documental en un formato que fascinó a los alemanes: era El Triunfo de la Voluntad, donde al parecer vehiculaba las maldiciones de Hitler. Le pregunté sobre la propaganda en sociedades que se imaginaban superiores al resto. Ella respondió que los «mensajes» de sus películas no estaban subordinados a las «órdenes de arriba» sino al «vacío sumiso» de la población alemana. «¿Incluye eso a la burguesía liberal e instruida?» Le pregunté. «A todo el mundo», contestó, «y, por descontado, a la intelligentsia».


    * John Pilger, nacido en 1939 en Australia, es uno de los más prestigiosos documentalistas y corresponsales de guerra del mundo anglosajón. Particularmente renombrados son sus trabajos sobre Vietnam, Birmania y Timor, además de los realizados sobre Camboya, como Year Zero: The Silent Death of Cambodia y Cambodia: The Betrayal.