
Es habitual escuchar el argumento, por parte de personas religiosas (el
propio Papa actual lo ha utilizado en alguna ocasión), de que fue la
ausencia de Dios la que dio lugar a los horrores provocados en el siglo
XX por regímenes como el nazi o el totalitarismo. No es que merezca
mucha profundización dicha afirmación, ya que no solo es simplista,
también sumamente distorsionadora, pero dado que hay que tantas personas
que siguen vinculando moral a religión merece alguna atención. Esto es
así porque la substitución de un dogma por otro, y es posible que
algunas ideologías hayan encontrado un terreno fecundo en la mentalidad
religiosa para desarrollarse, es el auténtico problema. El pensamiento,
que sería fecundo de otro modo, también en el terreno moral, haya un
obstáculo en doctrinas, religiosas o no, que se limitan a cambiar el
objeto de su idolatría y subordinación. Que la moral dependa o no de la
religión, a estas alturas, no debería ser ya ni un debate. Es más,
algunas virtudes son más evidentes en personas no religiosas que se
rigen por la honestidad intelectual más que por cualquier dogma. Tal y
como entendía Bertrand Russell esa integridad intelectual, consiste en
decidir las cuestiones problemáticas en base a una prueba o bien dejar
el asunto en suspenso si no hay pruebas concluyentes. Así, este punto de
vista aparece como mucho más importante que cualquier sistema dogmático
y puede ser infinitamente más beneficioso.
Las reglas morales,
al margen de toda teología, tienen algún fundamento social. A estas
alturas, seguir aludiendo a un castigo divino para la infracción de
ciertas normas es sumamente infantil. Las personas, aunque actúen de una
u otro manera por miedo a ser castigados, dependen más de un sistema
político y de una determinada sociedad que de cualquier otro factor
sobrenatural. Por otra parte, una moral fundada en la autoridad, sea
religiosa o política, tendrá serios obstáculos para encontrar espacio
para la investigación. Hay que recordar una vez más que han sido los
anarquistas los que han considerado la autoridad política como un
reflejo de la fundada en la creencia divina, por lo que son los que más
hincapié han realizado en el ateísmo como signo de librepensamiento y
libre indagación. Desgraciadamente, la sociedad contemporánea ha
mostrado una indiferencia hacia la investigación sumamente peligrosa;
Russell ya observaba ese problema hace décadas cuando gran número de
personas no cuestionaban si los dogmas religiosos eran o no ciertos y se
limitaban a creer que simplemente eran beneficiosos. El tiempo solo ha
hecho más severo ese problema cuando gran número de gente se limita
creer cualquier cosa sin indagación alguna. Parece extremadamente
importante comprender, en primer lugar, que el pensamiento sincero es
fuente de duda y no al revés como suele aceptarse. Suele ser habitual
encontrar personas que se aferren a alguna creencia, ya que consideran
que en caso contrario se hundirá la civilización o no será posible la
vida; solo una mente conservadora, sumamente reprobable en el mundo en
que vivimos, puede actuar de ese modo.
Los males morales de las
ideologías autoritarias son muy similares a los de la religión; es
decir, cuando encontramos doctrinas que sostienen verdades sagradas e
inviolables y el dudar de ella es un pecado o un delito. Solo hay un
criterio al que habría que apelar, al de la razón y el conocimiento; si
se invoca algún dogma, con su presunción de infabilidad, la imposición
por la fuerza está asegurada. Naturalmente, la razón y la ciencia solo
pueden ir de la mano de valores humanos de interés universal, nunca
instrumentalizados por autoridad alguna con afán de dominación. El dogma
religioso encontró estupendos compañeros de viaje en sistemas muy
terrenales que han acabado instrumentalizando igualmente al ser humano,
incluso cuantitativamente de modo muy superior al utilizar la ciencia
para sus fines lucrativos y autoritarios. Cualquier Iglesia desarrolla
un poderoso instinto de autoconservación, y lo mismo podemos decir del
Estado, por lo que lo normal es que dejen a un lado aspecto éticos y
racionales. La racionalidad y la comprensión, unidas a la
interdependencia de toda la humanidad, debería ser el camino a adoptar, y
todo poder político, económico o religioso encontrará se opondrá a tal
viaje. Bertrand Russell, en su feroz lucha intelectual contra la
religión, apelaba a dos virtudes fundamentales, la inteligencia y la
bondad; la inteligencia encuentra un obstáculo siempre en el credo,
mientras que la bondad se ve inhibida por mitos religiosos como el del
pecado y el castigo. Cuando son los religiosos los que, ante los males
del mundo, apelan a esta visión tradicional fundamentada en la cultura
cristiana (el concepto del castigo y la recompensa parece
definitivamente instalado en ella, incluso en aquellos Estados
supuestamente laicos), algo no va bien. Las ideas totalitarias
encontraron un buen arraigo en las mentalidades dogmáticas bien
alimentadas desde la niñez por la religión; el liberalismo se ha
mostrado, de forma aparente, como la única alternativa al totalitarismo,
pero en su seno, con el único afán de la rentabilidad económica y con
la ilusión de un ser humano que busca su libertad al margen de la
sociedad, se encuentran importantes contradicciones contrarias a toda
visión humana. La respuesta, recordando a Russell, no estará nunca en
viejos o nuevos dogmas, sino en un mayor horizonte para la inteligencia,
la razón y la ética.
Reflexiones desde Anarres
(2-octubre-2012)