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martes, 6 de agosto de 2013

En la sombra de Hiroshima


Noam Chomsky

El 6 de agosto, aniversario de Hiroshima, debería ser un día de reflexión sombría, no sólo acerca de los sucesos terribles de esa fecha en 1945, sino también sobre lo que revelaron: que los seres humanos, en su dedicada búsqueda de medios para aumentar su capacidad de destrucción, finalmente habían logrado encontrar una forma de acercarse al límite final. Los actos en memoria de ese día tienen un significado especial este año. Tienen lugar poco antes del 50 aniversario del «momento más peligroso en la historia humana», en palabras de Arthur M. Schlesinger Jr., historiador y asesor de John F. Kennedy, al referirse a la crisis de los misiles cubanos. Graham Allison escribe en la edición actual de Foreign Affairs que Kennedy «ordenó acciones que él sabía aumentarían el riesgo no sólo de una guerra convencional, sino también de un enfrentamiento nuclear», con una probabilidad que él creía de quizá 50 por ciento, cálculo que Allison considera realista. Kennedy declaró una alerta nuclear de alto nivel que autorizaba a «aviones de la OTAN, tripulados por pilotos turcos (u otros), a despegar, volar a Moscú y dejar caer una bomba»". Nadie estuvo más asombrado por el descubrimiento de los misiles en Cuba que los hombres encargados de misiles similares que Estados Unidos había emplazado clandestinamente en Okinawa seis meses antes, seguramente apuntados hacia China, en momentos de creciente tensión. Kennedy llevó al presidente soviético Nikita Jrushov «hasta el borde mismo de la guerra nuclear y él se asomó desde el borde y no tuvo estómago para eso», según el general David Burchinal, en ese entonces alto oficial del personal de planeación del Pentágono. Uno no puede contar siempre con tal cordura. Jrushov aceptó una fórmula planteada por Kennedy poniendo fin a la crisis que estaba a punto de convertirse en guerra. El elemento más audaz de la fórmula, escribe Allison, era «una concesión secreta que prometía la retirada de los misiles estadunidenses en Turquía en un plazo de seis meses después de que la crisis quedara conjurada». Se trataba de misiles obsoletos que estaban siendo remplazados por submarinos Polaris, mucho más letales. En pocas palabras, incluso corriendo el alto riesgo de una guerra de inimaginable destrucción, se consideró necesario reforzar el principio de que Estados Unidos tiene el derecho unilateral de emplazar misiles nucleares en cualquier parte, algunos apuntando a China o a las fronteras de Rusia, que previamente no había colocado misiles fuera de la URSS. Se han ofrecido justificaciones, por supuesto, pero no creo que soporten un análisis. Como principio acompañante de esto estaba que Cuba no tenía derecho de poseer misiles para su defensa contra lo que parecía ser una invasión inminente de Estados Unidos. Los planes para los programas terroristas de Kennedy, Operatión mangoose («Operación mangosta»), establecían una «revuelta abierta y el derrocamiento del régimen comunista» en octubre de 1962, mes de la crisis de los misiles, con el reconocimiento de que «el éxito final requerirá de una intervención decisiva de Estados Unidos». Las operaciones terroristas contra Cuba son descartadas habitualmente por los comentaristas como «travesuras insignificantes de la CIA». Las víctimas, como es de suponerse, ven las cosas de una forma bastante diferente. Al menos podemos oír sus palabras en Voces desde el otro lado: Una historia oral del terrorismo contra Cuba, de Keith Bolender.

Los sucesos de octubre de 1962 son ampliamente aclamados como la mejor hora de Kennedy. Allison los ofrece como «una guía sobre cómo restar peligro a conflictos, manejar las relaciones de las grandes potencias y tomar decisiones acertadas acerca de la política exterior en general». En particular, los conflictos actuales con Irán y China.

El desastre estuvo peligrosamente cerca en 1962 y no ha habido escasez de graves riesgos desde entonces. En 1973, en los últimos días de la guerra árabe-israelí, Henry Kissinger lanzó una alerta nuclear de alto nivel. India y Pakistán han estado muy cerca de un conflicto atómico. Ha habido innumerables casos en los que la intervención humana abortó un ataque nuclear momentos antes del lanzamiento de misiles por informes falsos de sistemas automatizados. Hay mucho en que pensar el 6 de agosto. Allison se une a muchos otros al considerar que los programas nucleares de Irán son la crisis actual más severa, «un desafío aún más complejo para los formuladores de política de Estados Unidos que la crisis de los misiles cubanos», debido a la amenaza de un bombardeo israelí. La guerra contra Irán está ya en proceso, incluyendo el asesinato de científicos y presiones económicas que han llegado al nivel de «guerra no declarada», según el criterio de Gary Sick, especialista en Irán. Hay un gran orgullo acerca de la sofisticada ciberguerra dirigida contra Irán. El Pentágono considera la ciberguerra como «acto de guerra», que autoriza al blanco a «responder mediante el empleo de fuerza militar tradicional», informa The Wall Street Journal. Con la excepción usual: no cuando Estados Unidos o un aliado es el que la lleva a cabo. La amenaza iraní ha sido definida por el general Giora Eiland, uno de los máximos planificadores militares de Israel, uno de los pensadores más ingeniosos y prolíficos que (las fuerzas militares israelíes) han producido. De las amenazas que define, la más creíble es que «cualquier enfrentamiento en nuestras fronteras tendrá lugar bajo un paraguas nuclear iraní». En consecuencia, Israel podría verse obligado a recurrir a la fuerza. Eiland está de acuerdo con el Pentágono y los servicios de inteligencia de Estados Unidos, que consideran la disuasión como la mayor amenaza que Irán plantea. La actual escalada de la «guerra no declarada» contra Irán aumenta la amenaza de una guerra accidental en gran escala. Algunos peligros fueron ilustrados el mes pasado, cuando un barco estadunidense, parte de la enorme fuerza militar en el Golfo, disparó contra una pequeña nave de pesca, matando a un miembro de la tripulación india e hiriendo a otros tres. No se necesitaría mucho para iniciar otra guerra importante. Una forma sensata de evitar las temidas consecuencias es buscar «la meta de establecer en Oriente Medio una zona libre de armas de destrucción masiva y todos los misiles necesarios para su lanzamiento, y el objetivo de una prohibición global sobre armas químicas» —lo que es el texto de la resolución 689 de abril de 1991 del Consejo de Seguridad, que Estados Unidos y la Gran Bretaña invocaron en su esfuerzo por crear un tenue cobertura para su invasión de Irak, 12 años después. Esa meta ha sido un objetivo árabe— iraní desde 1974 y para estos días tiene un apoyo global casi unánime, al menos formalmente. Una conferencia internacional para debatir formas de llevar a cabo tal tratado puede tener lugar en diciembre. Es improbable el progreso, a menos que haya un apoyo público masivo en Occidente. De no comprenderse la importancia de esta oportunidad se alargará una vez más la fúnebre sombra que ha oscurecido el mundo desde aquel terrible 6 de agosto.

domingo, 12 de febrero de 2012

Gandhi y el nazismo

[En la biografía Gandhi de Heimo Rau, en el capítulo 11, titulado «A las puertas de la independencia», nos pone una muestra del absurdo que podía a llegar el pacifismo del Mahatma. En estos párrafos pone:]

Carta de Gandhi a Hitler del 23 de julio de 1939

Lógicamente durante todos estos años [los de la II Guerra Mundial] Gandhi tampoco había permanecido indiferente frente a los acontecimientos europeos. Ya el 26 de noviembre de 1938 había recomendado a los judíos en su artículo publicado en Harijan que siguieran su ejemplo y pusieran en práctica los métodos de la resistencia pacífica. El filósofo judío Martin Buber, intensamente perturbado, le contestó desde Jerusalén el 24 de febrero de 1939 en estos términos:
«Los judíos son perseguidos, expoliados, torturados, asesinados. Y usted, Mahatma Gandhi, dice que su situación en el país en el que les ocurre esto responde exactamente a la situación de los hindúes en África del Sur en la época en que usted comenzó allí su famosa campaña de la “fuerza de la Verdad” o del “ímpetu espiritual” (satyagraha): allí ocupaban los hindúes la misma posición social, y también allí la persecución tuvo un tinte religioso. También allí había una gran desigualdad de derechos entre blancos y gentes de color, incluidos los asiáticos, y los hindúes estaban relegados a un ghetto; las restantes injusticias son casi semejantes a los que sufren hoy los judíos en Alemania. He leído una y otra vez las frases de su artículo y no he logrado entenderlas. He releído sus discursos y escritos del periodo sudafricano, pese a conocerlos con anterioridad en sus líneas fundamentales, y me he imaginado los padecimientos que usted describe poniendo en juego toda mi atención y fantasía; he hecho lo mismo con los informes de sus amigos y alumnos de esa época, pero en nada me han ayudado a comprender lo que dice de nosotros. En la primera conferencia suya de la que tengo noticia, de 1896, usted mencionó, entre los gritos de ¡fuera!, ¡fuera! de los asistentes, dos acontecimientos especiales como testimonio: que un grupo de europeos incendió una tienda de un pueblo perteneciente a un hindú, y que otros europeos arrojaron cohetes encendidos en el interior de otra tienda de la ciudad. Si comparo todo esto con los miles y miles de comercios judíos destrozados y quemados, quizá responda usted que sólo se trata de una diferencia cuantitativa y que, en el fondo, las acciones son casi del mismo tipo. ¿Qué sabe usted, Mahatma, de la quema de sinagogas y de los rollos de la Torá? ¿No sabe usted que el fuego ha reducido a cenizas sagrados y antiquísimos bienes de la comunidad? Yo no he sabido que los bóers o los ingleses hayan causado daños a un santuario hindú en África del Sur. Pero aún encuentro otro ejemplo citado en su informe: la detención de tres maestros hindúes por no respetar la prohibición de no vagar por las calles después de la nueve de la noche, y más tarde puestos en libertad. Estos son todos los ejemplos que usted aduce. Pero ¿conoce usted, Mahatma, un campo de concentración? ¿Sabe lo que sucede en él, las torturas y métodos de exterminio lento que allí se practican?

»Cabe combatir la irracionalidad de ciertos seres humanos con una actitud efectiva de no violencia porque siempre queda un hálito de esperanza de que, paulatinamente, entren en razón; pero uno no puede enfrentarse mansamente a una diabólica apisonadora que lo barre todo a su paso. Hay ciertas situaciones en las que del satyagraha de la fuerza espiritual no emana un satyagraha de la potencia de la verdad. La palabra “mártir” significa testigo, pero si no existen hombres ¿quién va a dar testimonio?»
Poco después de comenzar la guerra, Gandhi escribió a Hitler, con fecha de 9 de septiembre de 1939, pidiéndole que firmara la paz. Dice en su carta:
«Mis amigos me han impulsado a escribirle en nombre de la Humanidad. Hasta ahora me había resistido porque mi intuición me decía que mi carta sería una impertinencia. Pero en ese momento creo que debo dejar a un lado mis sentimientos y plantearle una cuestión fundamental. Es evidente que actualmente es usted el único ser humano en la Tierra que puede evitar una guerra que convertiría a la Humanidad en un montón de basuras. Si éste es el precio, ¿compensa el pago? ¿No escuchará usted la invitación a la paz de un hombre que, con relativo éxito, ha rechazado el recurso de la violencia tras una cuidadosa reflexión?

»En fin, espero que me perdone si juzga incorrecto mi proceder al escribirle.»
En las navidades de 1941, a medida que la guerra fue adquiriendo proporciones cada vez más terribles, volvió a escribir a Hitler. La carta fue retenida por las autoridades británicas. Sus llamadas a la paz las dirige también a otras potencias beligerantes, a las que reprochaba que combatían a Hitler con sus propios métodos corregidos y aumentados. Su victoria no demostraría que tenían razón, sino únicamente que habían sido más poderosas.

Y Gandhi dijo de Mussolini: «Él es un verdadero superhombre,
alguien inalcanzable. Es el nuevo Mazzini de Europa».

lunes, 11 de abril de 2011

Pacifismo y violencia

Por Ángel J. Cappelletti

El anarquismo repudia las guerras entre Estados, ante todo porque repudia al Estado. Toda guerra de este tipo, en efecto, tiene por fin afirmar y expandir el poder de un Estado en detrimento de otro.

A partir de Bakunin, la guerra se interpreta como una lucha por imponer los intereses de un sector de la clase burguesa sobre otro. Puesto que lo que importa es la defensa de los capitales y de las empresas vernáculas, que peleen los capitalistas y los empresarios, arguye la propaganda anarquista antibélica, dirigida sobre todo a obreros y campesinos. En este punto tal propaganda coincidió durante mucho tiempo con la de los socialistas marxistas.

Pero el anarquismo no se detiene en condenar el hecho de la guerra. Condena también la institución misma del ejército. No es sólo antibelicista sino también antimilitarista. Y ello no solamente porque ve en las Fuerzas Armadas uno de los más sólidos soportes del Estado y de la clase dominante, sino también porque considera a cualquier Ejército una institución basada en la obediencia absoluta y estructurada vertical y jerárquicamente. Hasta podría decirse que ve en el Ejército el arquetipo o la idea pura del Estado, con sus dos elementos esenciales (coacción-jerarquía).

Esta oposición a la guerra, basada en el internacionalismo y en el antiestatismo, parece comportar una oposición a la violencia.

Sin embargo, la mayoría de los anarquistas considera que la acción directa, bajo la forma de acción violenta y terrorista contra el Estado y contra la burguesía, es no sólo un medio lícito sino también el único medio posible en muchas circunstancias para alcanzar los fines propuestos, a saber, la sociedad sin clases y sin Estado. Más aún, durante mucho tiempo (y aún hoy), prevalece en la fantasía popular, en el periodismo y en la literatura, la imagen del anarquista como dinamitero y «tira bombas».

Los críticos del anarquismo suelen encontrar aquí una de las más graves contradicciones de esta ideología.

Es preciso aclarar, por consiguiente, el punto.

En primer lugar, debe hacerse notar que hay y ha habido muchos anarquistas adversos al uso de la violencia. Ni Godwin ni Proudhon la propiciaron nunca: el primero como hijo de la Ilustración, confiaba en la educación y en la persuasión racional; el segundo, consideraba que una nueva organización de la producción y del cambio bastaría para acabar con las clases sociales y con el gobierno propiamente dicho. Más aún, algunos anarquistas, como Tolstoi, eran tan radicalmente pacifistas que hacían consistir su Cristianismo, coincidente con su visión anárquica, en la no resistencia al mal. Para ellos, toda violencia engendra violencia y poder, y no se puede combatir el mal con el mal.

Pero aun entre aquellos que admiten la violencia bajo la forma del atentado y del terrorismo, no hay ninguno que la considere como algo absolutamente indispensable o como la forma única de lucha social. Todos, sin excepción, ven en ella un mal impuesto a los oprimidos y explotados por los opresores y explotadores. El mismo Bakunin no tiene otro punto de vista, y en esto se diferencia profundamente del puro adorador de la violencia, esto es, del nihilista al estilo de Nechaiev. Kropotkin, Malatesta y cuantos vienen en pos de ellos la consideran como un recurso extremo, como una lamentable necesidad.

En segundo lugar, es preciso advertir que esta relativa aprobación de la violencia no supone ninguna contradicción con la negación de la guerra entre Estados y con la condena del militarismo. Para quien parte del principio de que el verdadero sujeto de la historia y de la moralidad es la persona humana y la sociedad libremente constituida no puede haber nada más inmoral que la privación de la libertad y de la igualdad para las personas ni nada más criminal que su subordinación a instituciones consideradas artificiales y, más aún, esencialmente enemigas de la libertad y la igualdad, como son los gobiernos, las dinastías, los Estados.

El hombre puede y debe sacrificarse por los altos valores que lo hacen hombre, morir y aun matar por la libertad y la justicia; no tiene porqué morir ni matar en defensa de quien es un natural negador de tales valores, es decir, del Estado (y de las clases dominantes). La revolución y hasta el terrorismo pueden parecer así derechos y obligaciones; la guerra, por el contrario, no será sino una criminal aberración.


La cuestión que, en último análisis, aún queda planteada es, sin embargo, la siguiente: ¿Cuando se ejerce la violencia, cualquiera que ésta sea y cualquiera que sean sus motivos y sus fines, no se está ejerciendo ya el poder? Los anarquistas contestarán que ellos luchan contra el poder establecido y permanente que es el Estado, no contra cualquier forma de poder y que el poder que la violencia comporta es lícito cuando es puntual y funcional, ilícito cuando se consolida y se convierte en estado-Estado. Pero cabría preguntar todavía: ¿La violencia puntual y funcional no tiende siempre a convertirse en permanente y estatal?

(Extraído de La ideología anarquista de Ángel J. Cappelletti)