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viernes, 25 de abril de 2014

La experiencia olvidada: 1974-1975, la Revolución de los Claveles



En la madrugada del 25 de abril de 1974, una parte del ejército portugués, bajo el mando de los oficiales del Movimiento de las Fuerzas Armadas, MFA [1], lanza una operación destinada a derribar el gobierno post-salazarista de Caetano.

Desde hace trece años, el régimen fascista portugués estaba enredado en una guerra con las colonias africanas (Guinea-Bissau, Angola y Mozambique). Parecía incapaz de recuperarse [2]. Los gastos militares representaban una carga asfixiante para la economía y penalizaban la necesaria modernización del Estado. Amenazados durante cuatro largos años de servicio militar, muchos jóvenes proletarios preferían emigrar, huir de la pobreza y el uniforme. Sin embargo, y a pesar de la fuerte represión policial, las luchas obreras no han conocido tranquilidad desde mediados de los años sesenta, y los sectores capitalistas modernos aspiran abiertamente a una transición hacia un régimen democrático parlamentario. La guerra colonial no se podía ganar y aparecía a los ojos de la población como un factor de inmovilismo. Hacía falta pasar página a toda costa.

Una vez desencadenado el golpe, el pueblo de Lisboa y de Oporto acude en masa a las calles, desafiando las consignas militares que pedían a la población que permaneciera en casa escuchando la radio y contemplando los acontecimientos en la pequeña pantalla. Por todas partes, desde las pequeñas ciudades hasta las olvidadas aldeas de lo más recóndito del país, el rechazo del régimen deshonroso va acompañado de una oleada de protesta social que no había sido prevista por los conspiradores condecorados. Así fue como dos años de intensa agitación social y política transformaron un golpe de Estado militar en una «revolución de los claveles» [3].

Desde los primeros días, los militares se vieron superados por los acontecimientos. En particular, la exigencia popular de detener el envío de nuevas tropas a África y del regreso inmediato del contingente precipitó la búsqueda de una solución política a la cuestión colonial. Las manifestaciones por el fin de la guerra se sucedieron, las revueltas impidieron el embarco de las tropas, mientras que en África se rebelaban los soldados, dejando las armas y exigiendo volver.

Dos meses más tarde, en julio de 1974, los jefes militares hablan de la necesidad de transferir el poder a las organizaciones nacionalistas africanas que llevan la lucha armada en las colonias. Eso se logrará un año más tarde. La movilización popular contra la guerra impone de hecho el fin del colonialismo; es un hecho histórico definitorio e irreversible de la revolución de los claveles. Las concesiones hechas a toda prisa a las organizaciones nacionalistas —expertas en la guerra de guerrillas pero sin preparar para asumir el nuevo poder del Estado postcolonial— sólo fueron la respuesta burguesa a esta aceleración de la historia.


La izquierda patriota contra las huelgas

Pasados los primeros días de fiesta en las calles, la agitación se desplazó a los lugares de trabajo. El fin del antiguo régimen significa, sobre todo, la posibilidad de reunirse y discutir libremente: en una palabra, el fin del miedo. Para los explotados, la arrogancia patronal, la dureza de las relaciones laborales y las vejaciones del asalariado se asimilaban al fascismo. Se organizaron asambleas y se intentaron las primeras ocupaciones. Inquieta, la junta militar condena las huelgas, las reuniones y los ataques contra la jerarquía de las empresas.

Una vez más, las consignas son ignoradas y el movimiento actúa como una mancha de aceite. Se reclama el aumento de los salarios, las vacaciones pagadas, la reducción de los horarios de trabajo y el fin del trabajo a destajo. Se expulsa a los chivatos, a los jefecillos y a los jefes de personal, muy a menudo ligados a la antigua policía política.

El Partido Comunista se posiciona contra esas acciones: «Vivimos en un régimen capitalista y no en un régimen socialista. Las empresas tienen propietarios. No corresponde a los trabajadores decidir quién debe trabajar o no» [4].


A veces, las reivindicaciones son poco precisas y no negociables, señal de que algo profundo está a punto de nacer: un deseo de cambiar la vida. La agitación gana las calles y los barrios, en los que se generalizan las ocupaciones de las viviendas vacías, bajo la mirada de los militares, cómplices del entusiasmo popular.

No hacía falta tanto para que la burguesía se volviera loca. En un primer momento, se adhiere al poder militar y al primer gobierno provisional —de participación comunista y socialista— que hace algunas concesiones, e instituye el salario mínimo con el fin de calmar la situación. Pero los patronos comienzan a despedir y a cerrar las empresas. Otros, ligados al antiguo régimen, emprenden la huida.

El miedo ha cambiado de bando

Rápidamente, una nueva oleada de huelgas contra los despidos invade todos los sectores, desde los servicios públicos hasta la metalurgia. Durante las primeras huelgas, los militares han intervenido como mediadores, se han presentado como aliados de los trabajadores ante los patronos, tratando de reducir los conflictos.

La huelga de Correos, en julio de 1974, y sobre todo la huelga de la compañía aérea TAP, en septiembre de 1974, marcan un giro en las relaciones entre los trabajadores, los militares y la izquierda.


Por primera vez desde el 25 de abril, los huelguistas descubren que hay unos límites que no se pueden sobrepasar, los del interés general del sistema. En junio, el ejército democrático dispara contra los presos de las cárceles de Lisboa que se han amotinado para exigir una amnistía más amplia y, unos días más tarde, los trabajadores de la TAP son sometidos al reglamento y disciplina militares. Los cabecillas son detenidos e interrogados, se examinan las fotos de los manifestantes con el fin de identificarlos y las batidas de la policía en el extrarradio están a la orden del día. Los soldados que rechazan las órdenes son detenidos.

Sin vacilar, el Partido Comunista se pone del lado de los ganadores: «En ningún país, ni los de las viejas democracias, se pueden permitir llamadas abiertas a la deserción y la agitación dentro del Ejército» [5].

En agosto de 1974, la ley elaborada por la izquierda restablece el derecho de huelga, pero prohíbe las huelgas políticas. Es el momento escogido por el Partido Comunista para lanzar una feroz campaña anti-huelga: «No a la anarquía económica», «No a la huelga por la huelga», «No a las huelgas irresponsables». Y el jefe comunista Cunhal repite: «La huelga general conduce al caos» [6]. Consciente del vacío dejado por el desplome de los antiguos sindicatos fascistas, el Partido aprovecha la ocasión para crear un nuevo sindicato único [7]: la Confederación General de los Trabajadores Portugueses (CGTP).

Los coordinadores

El enfrentamiento con las nuevas fuerzas del Estado, el ejército y los partidos de izquierda radicalizan las luchas obreras. Las reivindicaciones se hacen políticas, criticando explícitamente la idea del «interés general» que impone la izquierda como límite para las luchas. La amplitud de la protesta contra el orden capitalista desborda los muros de las empresas, rompe las separaciones entre los diversos campos de agitación. En este momento preciso, los estalinistas portugueses se ven incapaces de limitar la protesta a las empresas y la separación entre lugar de trabajo y sociedad civil tiende a desaparecer.

A las manipulaciones políticas, los trabajadores responden con la auto-organización y la democracia de base. El recurso a las asambleas se generaliza, se forman comisiones de trabajadores que superan las divisiones corporativistas de los nuevos sindicatos, compuestos de delegados elegidos y revocables. El gran problema concreto, inmediato, es el de la coordinación de los diversos organismos en lucha. Se da el paso: se crean dos coordinaciones. La de Lisboa, la comisión interempresas, reagrupa la izquierda sindical. Pero la voluntad de algunos militantes no podía colmar la pasividad de la mayoría de los explotados. Así, adelantándose a las condiciones del momento, esas formas de organización van a funcionar contra el objetivo buscado de autonomía. Fuertemente influidos por las corrientes maoístas y otras formaciones de vanguardia, se convierten en lugar de enfrentamiento burocrático, vaciándose progresivamente de la participación de la base obrera. A pesar del carácter «retrasado» de Portugal y de su aislamiento, que impidieron que un proceso revolucionario pudiera desarrollarse hasta el final, estas organizaciones autónomas siguen siendo la expresión de la radicalidad del movimiento. Su corta vida impide que puedan tener una resonancia internacional. Pero su actividad marcó definitivamente los meses más calientes de la Revolución de los Claveles.


A comienzos de 1975, la situación económica sigue degradándose: las pequeñas empresas cierran, el gran capital nacional privado se exilia y las multinacionales están a la espera. El país vive una atmósfera de protesta generalizada, mientras que el Estado se ve debilitado por la existencia de varios centros de poder.

Los trabajadores militantes están divididos. Los «realistas», que siguen las consignas de los sindicatos controlados por el Partido Comunista, plantan cara a los que se ven tentados por el radicalismo revolucionario, organizados en varias comisiones de trabajadores. El éxito de la gran manifestación del 7 de febrero de 1975 en Lisboa, organizada por la Comisión Interempresas, contra los despidos y la represión capitalistas, la solidaridad manifestada por los soldados encargados de proteger el Ministerio de Trabajo (controlado por los comunistas) y la Embajada americana, muestran que esa corriente aumenta en su influencia. Más que la presencia de los comunistas en el aparato del Estado, lo que inquieta a los burgueses a partir de ahora es la radicalización de la agitación social así como a los políticos y militares, garantes de los intereses capitalistas del bloque occidental.

El Partido Comunista, por su capacidad de control y de represión del movimiento huelguista, se ha impuesto en las instituciones. Por su parte, el Partido Socialista no tiene medios de hacer fuerza en el enfrentamiento social y se pone bajo la protección de la jerarquía militar. Con la tentativa de golpe de marzo de 1975, las corrientes conservadores tratan de derribar la tendencia del momento. Pero el compromiso popular, el odio al fascismo son tales que los derechistas son barridos. Ese fracaso —y el consiguiente reforzamiento de las corrientes de izquierda del Partido Comunista— abre la segunda fase de la Revolución de los Claveles, con la constitución de un gobierno cercano a las posiciones del Partido Comunista.

Contra las colectivizaciones

Hasta comienzos de 1975, el proletariado agrícola de los latifundios del Alentejo —región situada en la mitad sur del país— permanecía a la espera, manifestando su apoyo al Partido Comunista. El primer gobierno provisional, por otra parte, se había apresurado a legalizar los primeros sindicatos obreros agrícolas.

Durante siglos, esos obreros habían sobrevivido a un sistema de trabajo temporero que simbolizaba para ellos la explotación y la miseria capitalista. A pesar de las intenciones anunciadas por los nuevos dirigentes de tener en cuenta una reforma agraria, los grandes propietarios no cambiaron de actitud. Como siempre, los obreros agrícolas se encontraron sin trabajo el invierno de 1974-1975. En un primer momento, el descontento se expresó por medio de acciones directas —incendios de cosechas y de bienes pertenecientes a los latifundistas— y los grandes propietarios fueron blanco de atentados. A comienzos de 1975, las primeras ocupaciones de propiedades surgieron espontáneamente, al margen de cualquier iniciativa del Partido Comunista y sus cuadros sindicales. Pero los obreros agrícolas no dejaron de llamar al Ejército para que resguardara sus acciones.

Dos acontecimientos políticos —que traducen un cambio en las relaciones entre las fuerzas sociales— van a acelerar el movimiento de ocupación de las propiedades: el éxito de la manifestación de extrema izquierda obrera en Lisboa en febrero de 1975, y al mes siguiente, el fracaso del golpe conservador. Durante los primeros seis meses de ese año, el movimiento de ocupación se extiende a toda la mitad sur del país, con la excepción del Algarve, región de pequeñas propiedades. Si bien la lucha del proletariado rural no toma una forma explícitamente política, de contestación anticapitalista, su objetivo es claramente derrumbar las condiciones de propiedad existentes. Para conseguir los medios de vidas, expropian los latifundios. Los ocupantes no dividen las tierras en parcelas privadas, sino que organizan colectivamente el trabajo y la producción. Se crean cooperativas por aquí y por allá, pero de manera general la nueva forma de propiedad que se pone en marcha sigue siendo vaga.


No se trata de que durante el verano de 1975 los sindicatos agrícolas vayan a retomar el control del movimiento. En julio, el poder político interviene para darle un marco legal. La ley de expropiación de tierras transforma el movimiento de ocupación y de gestión colectiva de las tierras en reforma agraria. El espíritu colectivista de los obreros agrícolas, que no habían dividido los latifundios, facilita la tarea del Estado. A partir de este momento, el Partido Comunista y los militares reprimen las «ocupaciones salvajes, oportunistas e incluso antirrevolucionarias». Porque sobre el conjunto de las propiedades ya ocupadas, una buena cuarta parte queda fuera del campo de aplicación de la nueva ley… Para el Partido Comunista, la reforma agraria ha sido siempre concebida como una acción del Estado. Desde esta óptica, la nacionalización de los latifundios es la respuesta de éstos a la colectivización espontánea de la propiedad privada por parte de los obreros agrícolas.

Y aún más, para el Partido Comunista, la reforma agraria es un punto fundamental del proyecto de socialismo de Estado, cuyo fin es la reorganización de la producción agrícola y el aumento de la productividad. Las propiedades ocupadas, cooperativas o colectividades de producción, se convierten en Unidades Colectivas de Producción (UCP) gestionadas por cargos comunistas según criterios de rentabilidad económica, y se vinculan económicamente al Estado.

El Partido Comunista toma así el control económico y político de esta región que abarca la mitad sur del país. Pero, aunque el proletariado agrícola sigue viendo la reforma agraria como una reapropiación de los medios de vida, el aumento de la productividad y del rendimiento agrícola, programados por los comunistas, encuentra una fuerte resistencia. Los obreros agrícolas han aceptado sin quejas la nacionalización de las tierras colectivizadas, pero no están dispuestos a someterse a criterios de rentabilidad capitalista, y a plegarse al aumento de la productividad del trabajo mediante la reducción de la fuerza de trabajo.

El Estado contra el «poder popular»

La institucionalización de la reforma agraria no fue un caso aislado. De marzo a agosto de 1975, el gobierno de Gonçalves —que llevaba una política dirigista de intervención en la economía conforme a su orientación comunista— trata de normalizar la situación social. Para responder a las inquietudes populares ante el paro, y bajo la presión del Partido Comunista que encuentra en ello un medio de reforzar su implantación en el Estado, el gobierno acelera el proceso de nacionalización de empresas. Reglamenta sin parar, reprime movimientos, acciones o iniciativas independientes, buscando un acuerdo con las fuerzas políticas de la derecha, y de la Iglesia católica en particular. Por medio de financiaciones, y como lo había hecho con la reforma agraria, el Estado sofoca las experiencias de autogestión en la industria. En efecto, a partir del verano de 1974, y tras la ocupación de numerosas fábricas abandonadas por los patronos, se puso en pie una red de empresas en «autogestión», sobre todo en el textil. Esas empresas siguieron funcionando según las leyes del mercado, incluso aunque hubiera intentos de instaurar una mayor igualdad en los salarios, la rotación de tareas y el cuestionamiento de la jerarquía. En efecto, los trabajadores y las trabajadoras se limitaban a vender directamente al público las mercancías producidas y no lograban su salvación sino gracias al trabajo extra y al endeudamiento con el Estado. Al margen de una experiencia limitada de autogobierno de empresa, y en ausencia de una ruptura con la lógica capitalista, la autogestión se había transformado en auto-explotación.


En un año, el Partido Comunista ha pasado de ser un grupo clandestino a ser una fuerza política dominante en el Estado, una fuerza nada comparable con su implantación social. En las administraciones públicas y las grandes empresas, en los ministerios, sus militantes o compañeros de viaje ocupan puestos de responsabilidad.

Esta rápida ascensión y ese ansia de poder cristalizan miedos antiguos y hacen nacer una nueva hostilidad. Naturalmente, el Partido es rechazado por los sectores conservadores de la población sometidos al dominio de los notables, los caciques locales y la Iglesia, que conspiran abiertamente. Pero su actitud arrogante en el aparato del Estado y en los sindicatos, sus campañas productivistas de puro estilo estalinista y su oposición a los movimientos de huelga apuntan a los trabajadores más combativos. Se organiza una nueva corriente, denominada de «poder popular». Reivindican una alternativa al poder cada vez mayor del Partido Comunista y se han implantado en las zonas urbanas de Lisboa, Setúbal y Oporto, en torno a algunas comisiones de trabajadores o de habitantes de barrios pobres, y comités de soldados, organizaciones aparecidas en el verano de 1975. Si bien las concepciones vanguardistas del maoísmo dominan, las ideas de un socialismo no autoritario comienzan también a manifestarse.


En abril de 1975 tiene lugar en Lisboa el Congreso de Consejos Revolucionarios, por iniciativa de un pequeño partido que preconiza el reforzamiento de los vínculos horizontales entre organizaciones unitarias de base. Blanco de las fuerzas reaccionarias, que lo atacan, el Partido busca momentáneamente una alianza con la extrema izquierda y las organizaciones del «poder popular», para cambiar de opinión rápidamente y ponerse del lado de los militares conservadores que preparaban el golpe del 25 de noviembre de 1975. La posición de la dirección del Partido se siente responsable. En realidad, el aplastamiento de las corrientes izquierdistas por parte del Ejército no hizo sino cumplir los designios técnicos de los comunistas. «La actitud firme del Partido frente a una situación política y contra las acciones aventureras ha contribuido mucho a que el levantamiento militar del 25 de noviembre no haya desembocado en levantamientos en masa que muchos aventureros pseudorrevolucionarios hubieran deseado provocar y que habrían tenido trágicas consecuencias para el movimiento obrero y popular». Con ese reajuste de último momento, el Partido Comunista negocia su supervivencia política en la nueva situación. En el lenguaje estereotipado marxista-leninista, «salvar el movimiento obrero y popular» significa salvar la organización.

La ausencia de «doble poder»

Los límites de la experiencia portuguesa eran sobre todo inherentes al aislamiento de aquella agitación social y política en una Europa capitalista que seguía con aprensión los acontecimientos, temiendo un posible contagio a la vecina España. Ahora bien, la transición del régimen franquista hacia una democracia parlamentaria se desarrolla sin peligro para las fuerzas del capitalismo privado. Y el proyecto de un socialismo de Estado lusitano no podía encontrar el más mínimo apoyo en un bloque soviético, por entonces ya muy hundido en su crisis mortal.

Cuando una agitación social generalizada va acompañada del nacimiento de organizaciones independientes, todo ello dentro de un marco de debilitamiento del poder del Estado, se puede plantear la cuestión del doble poder. En Portugal, tras la caída del antiguo régimen, algunos cuerpos del Estado —las administraciones locales, los órganos represivos— parecieron afectados de parálisis. Pero esas instituciones no fueron desmanteladas, con la excepción de algunos servicios con demasiadas connotaciones con el antiguo régimen y finalmente superfluos en una democracia parlamentaria. El poder político había estallado, fraccionado en varios centros siempre en conflicto unos con otros. Pero nunca estuvo vacante, y nunca hubo doble poder.

La estructura golpista del Ejército —el Movimiento de Fuerzas Armadas— ha asegurado durante todo ese periodo confuso la continuidad del Estado. El Partido Comunista y el Partido Socialista cooperaron en el aparato del Estado con el fin de hacer aplicar mejor la ley y el orden. Para asumir bien ese papel, la izquierda ha jugado con el miedo constantemente, invocando los peligros del extremismo, del aventurerismo y, por último, la amenaza del regreso del fascismo.

Por su parte, los trabajadores, que habían descubierto su fuerza colectiva, no veían menos en el Ejército que en la izquierda la garantía de sus intereses. Y las organizaciones del «poder popular», cuando se enfrentaron al Partido Comunista y al Estado, han buscado siempre un apoyo en una de las fracciones del Ejército. Como si todos esperaran de las luchas en el interior del Ejército la salida del combate decisivo. Ya fuera respetando las instituciones legitimadas por los partidos de izquierda, ya fuera respetando la fracción izquierdista del Ejército.

Los últimos focos de la agitación social

El 25 de noviembre de 1975, un segundo golpe de Estado militar restaura la autoridad central del Estado, neutraliza los centros de poder de la izquierda militar. Lo fácil de la operación demuestra que las fuerzas militares, de las que se decía que estaban en manos de comités de soldados así como de grupos de extrema izquierda formados en el activismo y poseedores de armas, no era más que un camelo.


Las organizaciones del «poder popular» demostraron ser impotentes. Las luchas políticas incesantes, las divisiones, habían terminado por desgastar a los militares, vaciando a las organizaciones de toda iniciativa y de imaginación. En un movimiento social agotado, las autoproclamadas estructuras del poder militar revolucionario no eran más que conchas vacías.

Es importante desentrañar lo que durante dos años fue el producto de prácticas rígidas del vanguardismo, y lo que fue fruto de la acción autónoma de luchas, las experiencias de autogobierno. Las acciones directas, las ocupaciones de fábricas, la coordinación de las organizaciones autónomas, las expropiaciones de tierras y viviendas, las tentativas de gestión colectiva de la producción y el intercambio de bienes, la liberación de la palabra y del pensamiento crítico, todo ello vincula la «revolución de los claveles» a las corrientes modernas de emancipación social. Buscando respuestas a los problemas del momento, los trabajadores más combativos se enfrentaron al Partido Comunista y comprendieron la necesidad de construir un nuevo contenido para la idea del socialismo. El concepto recién nacido durante ese movimiento, no partidista, simboliza bien ese paso subversivo.

El fracaso de la «revolución de los claveles» significa la victoria de la transición democrática. La clase dirigente portuguesa podrá liquidar los arcaísmos del salazarismo y crear las bases de un nuevo ciclo de explotación del trabajo. Portugal está maduro para aportar su granito de arena al edificio europeo. Terminaron los días en los que «la poesía está en la calle», por emplear la expresión del pintor Vieira da Silva. A partir de ahora, será el día a día de la grisura y la náusea de la política insignificante, con su cortejo de mediocridades, de corrupciones, de sinvergonzonerías, de oportunismo y la violencia corriente en las condiciones de vida, del trabajo y del no trabajo.

(FEBRERO 2011)



Notas:

[1] El MFA fue creado clandestinamente en marzo de 1974 por oficiales de carrera opuestos a la política colonial del régimen. Convivían en su seno diversas tendencias, que iban desde los oficiales de izquierdas cercanos al Partido Comunista y de extrema izquierda a los oficiales democráticos conservadores.

[2] De 1926 a 1974, Portugal sufrió la mayor dictadura de la época moderna en la Europa occidental.

[3] En los primeros días, el pueblo puso claveles en los fusiles de los soldados insurgentes. De ahí la expresión tomada por los medios de comunicación.

[4] Declaración de un dirigente del Partido Comunista, 5 de diciembre de 1974.

[5] Entrevista de un dirigente del Partido Comunista, Expresso, 22 de junio de 1974.

[6] Alvaro Cunhal, 25 de mayo de 1974.

[7] Como consecuencia, la CGTP se encontró en competencia con un sindicato sometido a la socialdemocracia, la Unión General de Trabajadores (UGT).



domingo, 17 de febrero de 2013

El iberismo


GERMÁN RUEDA*

La implantación del liberalismo entre 1833 y 1868 presenta numerosas semejanzas en España y Portugal. En ambos países los conflictos dinásticos se complican con los ideológicos. Portugal sufre una guerra civil entre 1832 y 1834 y España la atraviesa entre 1833 y 1839. María da Gloria, 1826, e Isabel II, 1833, reinas menores de edad, buscarán apoyo en los liberales frente a dos príncipes legitimistas (Don Miguel y Don Carlos), hermanos de los reyes fallecidos.

Los sistemas liberales español y portugués tienen un funcionamiento y evolución semejantes tanto en hechos como en el origen común de la ordenación política liberal otorgada por la corona, ambas basadas en la Carta francesa de 1814 (Carta Constitucional de 1826 en Portugal y Estatuto Real de 1834 en España), el sistema censitario, la expulsión de las órdenes religiosas, la desamortización, el posterior acuerdo con la Santa Sede y las revueltas de 1868.

Es evidente que el paralelismo no es fortuito y se torna comprensible si se integra la historia ibérica en la coyuntura internacional y se tiene en cuenta una estructura social semejante en sus diversas regiones. Además, los acontecimientos de un país tienen repercusiones en el otro.

Creo que se puede afirmar que, tomada como un todo, Iberia tenía una evolución coherente y diferenciada si la comparamos con el resto de Europa. El sistema liberal puesto en marcha en el siglo XIX había hecho evolucionar de manera semejante las diversas zonas de la Península Ibérica.

En las décadas centrales del siglo XIX se constata, con más fuerza en Portugal que en España, una tendencia iberista. Aparecen diversas corrientes convergentes en la idea de lograr una unión, más o menos estrecha, para constituir Iberia o la Federación Ibérica, nombres, entre otros, que se propusieron para tal fusión.

La pregunta implícita común a todos los que se plantearon el iberismo es si, ahora que España y Portugal podían unirse, era ventajoso y conveniente hacerlo. Muchos técnicos en comunicaciones e ingenieros dieron una respuesta positiva y aportaron a los políticos argumentos de mejora económica. Desde entonces, todos los iberistas coinciden en la potenciación de la Península con unas comunicaciones e instrumentos económicos comunes: Telégrafo eléctrico, tendido del ferrocarril, carreteras, navegación de los ríos, conexión del Duero y el Ebro, unión del Mediterráneo y el Atlántico, aprovechamiento de los puertos de Lisboa y Porto, supresión de aduanas, moneda única, adopción de un sistema de pesos y medidas, correo común, unión de flotas, política colonial concertada, aprovechamiento de la energía hidrográfica.

En algunas personas, se generó una conciencia de la necesidad de unión para una mayor eficacia y el fortalecimiento de ambos países frente a las potencias europeas. Para los iberistas la integración de la Península mejoraría la economía del conjunto. Los argumentos de los técnicos de que la unidad de España y Portugal facilitaría los progresos económicos y materiales no fueron privativos de ellos, pero su peso específico fue mayor en sus escritos que en los de políticos que, por lo demás, los repitieron profusamente.

Entre los políticos y publicistas, los argumentos anteriores se sumaron a la conveniencia política. La reacción de Fernando VII, en 1823, llevó a destacados liberales españoles a plantear la Unión Peninsular en la persona de Don Pedro IV de Portugal. En el Oporto liberal de 1832 se difundieron proyectos de unidad ibérica, monárquica o republicana federal.

Restaurado el sistema liberal moderado en España en los años de la minoridad de Isabel II, ciertos sectores liberales de España y Portugal defendieron la unión ibérica. Algunos, como Mendizábal, presionaron para que se nombrara a Don Pedro IV como regente de España, otros quisieron forzar demasiado la naturaleza y acortar el camino a través del matrimonio de Isabel II y Don Pedro V. El gran problema era que el príncipe heredero Don Pedro era casi un bebé. Nacido en 1837, tenía siete años menos que Isabel II que ya era excesivamente niña. Andrés Borrego propuso unos esponsales y posponer el matrimonio. En 1846 el matrimonio de Isabel II con Francisco de Asís de Borbón terminó con las especulaciones.

Posteriormente, en España, muchos liberales asumieron el iberismo, especialmente miembros del Partido Progresista. En las filas moderadas, políticas o de pensamiento, el iberismo fue ganando terreno frente a una hostilidad inicial. En su versión republicana, nos encontramos casos ya en los años cuarenta entre escritores y publicistas. Más tarde llegó a formar parte del programa del Partido Republicano Federal.

En Portugal, el iberismo fue tomando cuerpo en ambientes liberales, especialmente setembristas (equivalentes a los progresistas españoles) y en el medio estudiantil con motivo de la Revolución de 1848. Es sintomático, como ha señalado María Manuela T. Ribeiro, que la Comisión, presidida por el entonces estudiante José María Casal Ribeiro, que protagonizó los sucesos de Coimbra en 1848, saludase el triunfo de la revolución en algunos países europeos con un manifiesto que terminaba ¡Viva la Península! ¡Viva la libertad de todos los pueblos! y que había sido firmado por 406 universitarios. Eran momentos propicios para el ideal ibérico que se sustentaba en los principios de la Revolución de 1848: liberalismo democrático y nacionalismo independentista o federalista. Esta segunda versión de unión de pueblos es la que caló en los ambientes portugueses antes señalados y entre los emigrados ibéricos en París. El terreno quedó abonado.


Fue a comienzos de la década de 1850 cuando la idea tuvo mayor difusión. Coincide con el avance de las unificaciones, especialmente en Alemania e Italia, que se extendieron por Europa y el ejemplo del federalismo de países como Estados Unidos y Suiza. La idea de federalismo circulaba con profusión entonces por todo el mundo occidental y para muchos era la panacea que resolvería todos los males. En este contexto hay que estudiar el Club Democrático Ibérico, fundado en París después de la Revolución de 1848, y la Liga iberista que se creó en Madrid en 1854. Sixto Cámara fue uno de los pocos ejemplos de iberistas españoles que llegó a conocer bien Portugal. Propuso un sistema federal basado en la unión de las localidades de la Península, cada una de ellas libre e independiente.

Si bien la mayoría de los federalistas fueron republicanos, antes de esta solución se planteó la unidad ibérica bajo una sola monarquía y un solo parlamento. El trabajo de Sinibaldo de Mas, La Iberia, se publicó en español en 1852 y el mismo año se tradujo al portugués, prologado por Jose María Latino Coelho, con una amplia difusión. Se concebía la Unión Ibérica dentro de la lógica geográfica que llevaba a una economía (basada en el librecambio) y un sistema de comunicaciones comunes, lo que exigía la unión política que haría surgir una nueva realidad nacional: Iberia. Desde el punto de vista dinástico hubo una trama en el progresismo español, iberista por entonces, para sustituir a la reina Isabel II por Don Pedro V, todavía menor de edad en 1854 cuando el progresismo llega al poder en España. El conjunto de fuerzas, progresistas y lo que posteriormente serán unionistas, terminó en un equilibrio que, de momento, llevó a la renuncia de la unión ibérica basada en la fórmula del cambio de dinastía. La salida del gobierno de los progresistas en 1856 entibió aún más esta posibilidad.

En Portugal, a la altura de 1853 y 1854 la idea de unión ibérica se extendía y gozaba de muchas simpatías entre buena parte de políticos e intelectuales de Lisboa y Oporto, si bien no se había generalizado en la mayoría de los portugueses. Para J.A. Rocamora, es justamente la falta de decisión de los iberistas españoles, tras la favorable situación de la Revolución de 1854, la que probablemente llevó a una recesión del iberismo portugués. Sin embargo, aún no asistiremos en Portugal a una reacción contra el iberismo que tendrá su momento álgido en la década de 1860. De hecho, en 1855, la oposición al iberismo en la prensa portuguesa sólo provenía de los miguelistas.

En 1865, con ocasión del tránsito hacia Europa del Rey de Portugal, una manifestación de unas dos mil personas se expresó en la estación de ferrocarril de Madrid a favor de Don Luis I, que aglutinaba, según ellos, a los monárquicos partidarios del iberismo y contrarios a Isabel II. Un sector del progresismo propugnaba esta solución para unir España y Portugal. Don Luis publicó una carta en la que oficialmente se manifestó como portugués y en la que daba a entender que rechazaba esa posibilidad.

La Revolución de 1868 estimuló en Portugal la unión ibérica. La actitud de Antero de Quental, que entendía que ambos países estaban obligados a superar la decadencia ibérica y dar paso a una república federada para extender la democracia a toda la Península, fue una opinión relativamente extendida entre las minorías político-intelectuales de Lisboa y Oporto. Otros preferían la unión dentro del constitucionalismo monárquico. Este sector, que tuvo cierta actividad en los años cincuenta y sesenta, como acabamos de ver, vio una nueva oportunidad de unión política en 1869, al tiempo que se planteaba el cambio dinástico del trono español.

En este momento (entre 1868 y 1870) es cuando hay que situar las principales manifestaciones escritas y populares del anti-iberismo en Portugal, como enseguida veremos.

Fueron varias las causas por las que los iberistas no tuvieron eco popular y, en definitiva, llevaron a que el iberismo no tuviese éxito.

El idioma y la historia de España y Portugal habían sido semejantes. Pero esa semejanza no implicaba identidad. Les separaban relativamente la lengua y, por parte portuguesa la historia, especialmente desde el siglo XVII, que en la imaginación colectiva de parte de los que constituían la opinión pública portuguesa se resumía en la idea de una potencia vecina que estaba al acecho para llevar a cabo la anexión. La diplomacia y la política españolas cometieron graves errores que, lejos de eliminar las suspicacias históricas, las aumentaron. Su disposición a intervenir en Portugal a lo largo del siglo XIX, casi siempre sin afanes de dominio territorial (salvo el intento de Godoy en ingenuo acuerdo con Napoleón), daba argumentos para pensar en un vecino prepotente que más que una unión podría llevar a cabo una anexión.

Sobre todo, faltaba un elemento subjetivo, el sentimiento popular de nación. Los iberistas no lograron que esta sensación se hiciera propia de los potenciales ibéricos y que tuviera la suficiente fuerza para superar los problemas descritos. Una de las claves del fracaso del iberismo fue el escaso arraigo popular. Fue algo de minorías elitistas, especialmente de Lisboa y Madrid.


Por otra parte, el sentimiento anticastellanista lejos de desaparecer creció en los años sesenta con la polémica iberista. De hecho, al agitar la amenaza española, ésta fue un revulsivo para fomentar el nacionalismo que se institucionalizó en lo que Fernando Catroga ha denominado El culto del Primero de Diciembre.

Los iberistas de los años cuarenta, cincuenta y sesenta hicieron mal los cálculos sobre la posibilidad de que se olvidara la idea de una España anexionista de Portugal por los beneficios que la unión reportaría y el surgimiento de un ideal ibérico con un nuevo papel en el mundo.

Por el contrario, se reavivó una reinterpretación histórica: la presentación de la separación de Portugal y España de 1640 con una naturaleza nacionalista y de soberanía popular, trasponiendo anacrónicamente las ideas colectivas del siglo XIX al XVII. Todos los géneros fueron utilizados para cantar la gesta de la formación de la nación portuguesa. Tuvo éxito. Lo que no había logrado el iberismo lo consiguió su opuesto: difundirse entre amplias capas de la población.

«El reinado de Isabel II. La España liberal».
Historia de España, 22.
HISTORIA 16, 1996.


*Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Cantabria, Santander.