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viernes, 1 de marzo de 2019

Las intervenciones militares por la democracia y la libertad que solo han sembrado muerte y miseria


Por ALBERTO RODRÍGUEZ GARCÍA

Después de millones de muertos, generaciones perdidas, guerras interminables y destruir pueblos enteros, Estados Unidos se quiere retirar de Oriente Medio como si no hubiese sucedido nada.

Esta es la fórmula que mejor resume la política exterior de Estados Unidos en Oriente Medio y gran parte del mundo. Cualquier país que intente desarrollarse de forma independiente fuera de la órbita gringa está condenado a ser demonizado, a sufrir sanciones, a la desestabilización y, en los peores casos, su destrucción. Todo en nombre de la democracia.

Las guerras en nombre de la democracia y la libertad

La democracia y la libertad; esos dos términos tan utilizados y cuyo significado ya apenas importan. Palabras tan potentes que inspiraron movimientos revolucionarios, hoy están vacías de contenido. En nombre de la democracia y la libertad se han cometido algunos de los crímenes más crueles de la historia moderna.

En nombre de la democracia, Estados Unidos y Reino Unido financiaron el golpe de estado de 1953 contra el primer y último líder elegido de forma democrática con el voto libre de los iraníes, Mohammad Mosaddegh. Su figura fue condenada al olvido por haberse atrevido a cometer el peor de los crímenes: oponerse a convertir Irán en un satélite estadounidense durante la guerra fría.

El golpe contra Mosaddegh marcó el principio de una ola de intervenciones en Oriente Medio que todavía hoy siguen desangrando la región y dejando un rastro de muerte allá por donde pisan las botas de los marines.

En 1958, en nombre de la libertad, 14.000 marines desembarcaron en Líbano para proteger al maronita Camille Chamoun de una rebelión de musulmanes y cristianos que querían acabar con las políticas libanesas hostiles hacia el proyecto de Gamal Abdul Nasser. Poco importaba a EEUU la voluntad del pueblo en este momento, así como poco importaba a EEUU que Camille Chamoun estuviese intentando alargar su presidencia de forma anticonstitucional.

Gamal Abdul Nasser fue demonizado, tuvo que enfrentar la insurgencia de los Hermanos Musulmanes y estuvo a punto de ser asesinado en varias ocasiones. Al parecer era demasiado peligroso que quisiera unir a los árabes fuera de la lógica de la Guerra Fría.

Desde entonces, prácticamente todos los escenarios de Oriente Medio han vivido en primera persona la injerencia norteamericana. Una injerencia agresiva y depredadora. Una injerencia que en prácticamente ningún caso ha sido exitosa.

El derrocamiento de Sadam Husein en 2003 bajo la excusa de las armas de destrucción masiva —que nunca existieron—, aunque en un principio pareció ser la gran victoria de EEUU en la región, hoy se ha convertido en el máximo exponente del fracaso de sus intervenciones junto con la de Libia y ahora también Siria.

El Irak post-Sadam Husein se ha convertido en un cementerio a gran escala. La invasión norteamericana y su falta de planificación a largo plazo provocó indirectamente la creación del Estado Islámico. Y ahora, tras dos décadas de violencia y más de medio millón de muertos, el gobierno que supuestamente tendría que ser un títere estadounidense, no oculta sus simpatías por Irán.

Libia, que con Muhammad Gadafi era uno de los países más ricos, prósperos y estables de África, ahora es un estado fallido dominado por 'señores de la guerra' en el que Al Qaeda en el Magreb Islámico y el Estado Islámico se han asentado sin ningún problema.

¿De qué sirvieron estas guerras?

¿En qué mejoraron las vidas de las personas que las sufrieron? ¿Es eso la democracia? ¿Cuál es el precio de la libertad? ¿Qué libertad?

«No quiero vivir con miedo», es lo único que me dice una amiga de Damasco mientras escribo este texto. La gente solo quiere vivir en paz. ¿De qué sirve perder la juventud? Las guerras por «democracia y libertad» lo único que han provocado es miseria y dolor; generaciones enteras sin poder tener un proyecto de futuro.

¿Qué autoridad moral tienen para decidir que en determinado lugar del mundo hace falta llevar la democracia, los mismos que callan cuando Israel viola sistemáticamente los Derechos Humanos en Gaza? Desde la Casa Blanca no dudan en jalear intervenciones en países que le resultan incómodos, pero guarda silencio cuando las Fuerzas de Defensa de Israel utilizan fósforo blanco o balas de mariposa. Guardan silencio. Guardan silencio como si guardasen luto en el funeral de su decencia.

El petróleo no es suyo. El gas no es suyo. Los minerales no son suyos. La tierra no es suya. Y sin embargo, desde el otro lado del mundo en Washington, a casi 6.000 kilómetros de Oriente Medio, se permiten decidir qué es lo que los pueblos quieren y cuál debe ser su futuro.

Los oficiales norteamericanos no es que se crean con la potestad de decidir el futuro de los árabes; es que actúan como si la tuviesen. Actúan como si fuesen los caballeros de un canto de trovadores que van, como en los relatos medievales, recorriendo el mundo cazando monstruos. Pero la única verdad que existe es que ellos son los monstruos.

Estados Unidos, en lugar de preocuparse por destruir el mundo, debería preocuparse por respetar el Derecho Internacional y por cuidar a su propia población. Porque un país que permite que 45.000 de sus ciudadanos mueran anualmente por falta de acceso al sistema sanitario, no tiene autoridad moral alguna para juzgar a terceros.

Cuanto peor mejor. Así funciona la política exterior norteamericana.

Irán lleva 40 años de demonización constante. Irán lleva 40 años sufriendo sanciones que tienen como objetivo agravar la crisis, hundir la economía y generar descontento provocando la miseria de la población. Irán lleva 40 años enfrentando la insurgencia de grupos armados que reciben financiación y armamento desde EEUU y cuya colaboración no oculta la CIA. Y sin embargo, desde Washington nos dicen que la amenaza para la estabilidad mundial son los iraníes. Y desde los voceros de la Casa Blanca nos insisten en que la situación de Irán es provocada al 100% por los Ayatolás, y que hay que liberar al pueblo del yugo al que está sometido. Pero seamos honestos, ¿quién puede creer a estas alturas que la libertad importa lo más mínimo?

Es vergonzoso escuchar al presidente estadounidense del momento decir que Irán necesita democracia. Es vergonzoso porque fueron los estadounidenses quienes derrocaron al gobierno democrático de Mosaddegh para colocar de nuevo al gobierno títere del Shá.

Estados Unidos ya es un imperio decadente. Donald Trump comprende que medio siglo de intervenciones en Oriente Medio no han servido para absolutamente nada. Que invertir en seguir desestabilizando Oriente Medio como hasta ahora es como tirar dinero a un pozo sin fondo. Trump se ha dado cuenta que ni siquiera los que fueran sus títeres le tienen respeto. Por eso se retira. Pero se retira como si no hubiese sucedido nada.

Desde la primera intervención en 1953 ha habido mucha historia. Una historia de violencia, que ha provocado la muerte de millones.

Hay generaciones perdidas, generaciones que solo conocen la guerra. El integrismo islámico ha hecho a algunas regiones volver a la Edad Media. En algunas regiones el tráfico de personas está a la orden del día. En ningún país han mejorado las condiciones de vida gracias a las intervenciones estadounidenses. No hay ni más democracia, ni más libertad. Pero Donald Trump se retira, como si no hubiese sucedido nada.

14 febrero 2019

sábado, 29 de octubre de 2011

El anarquismo individualista en los Estados Unidos, en Inglaterra y en otras partes. Los antiguos intelectuales libertarios americanos.

Por Max Nettlau
Capítulo 3 de La anarquía a través de los tiempos.

La gran lucha por la independencia norteamericana, comprometida por la parte liberal de los coloniales contra la potencia central inglesa había adquirido desde 1775 a 1783 todas las formas de protesta constitucional, de insurrección cambiada pronto en guerra (1775); de la declaración de la independencia (4 de julio de 1776) al tratado final de paz, en 1783, siguieron otros siete años de campañas. Esto ocurría enteramente entre los patriotas americanos y los que habían acudido de Europa en su apoyo, y los ejércitos a sueldo de Inglaterra; la mentalidad más estrictamente gubernamentalista tuvo la primacía y no se tocó ni a las condiciones sociales ni a la esclavitud de los negros, ni fueron escuchados los votos de los que abogaban por un mínimo de gobierno, por la descentralización, por libertades reales. Lo que se estableció como constitución, fue una maravilla comparado con las monarquías europeas y fue un cuadro en el cual ciertas autonomías locales podían desenvolverse y fueron al comienzo toleradas, pero fue al mismo tiempo un aparato gubernamental formidable, casi inalterable, equivalente, por sus garantías sutiles reservadas al poder, al absolutismo abierto de las antiguas monarquías.

Eso fue bien reconocido por algunos, por hombres de Estado incluso, como Thomas Jefferson, y los mejores luchaban contra esa nueva tiranía velada; pero el aparato constitucional está construido tan ingeniosamente que es fácil agregar autoridad e interpretar lo que existe en un sentido más autoritario, pero es imposible reducir esa autoridad seriamente. El pueblo es conducido como en las monarquías; hay amplitud o sus movimiento son circunscritos según la voluntad del amo; en el caso presente, según la voluntad gubernamental controlada por los intereses de la propiedad.

Esta situación produjo pronto el descontento de espíritus audaces, y Voltairine de Cleyre y C. L. James han esbozado esas primeras protestas de hombres que, ciertamente, no fueron anarquistas en el sentido presente, pero que tuvieron horror al estatismo y a la dominación insolente de los monopolistas sobre las riquezas naturales de medio continente. En las ciudades del Este, sobre la costa del Atlántico, hubo no poca efervescencia democrática vertida en un socialismo laborista que, precisamente al ver a los políticos llenarse la boca de libertad, retóricamente, fue autoritario, riguroso, estatista. Se reimprimió el gran libro de Godwin (Filadelfia, 1796), el irlandés John Driscol (Equality, or A History of Lithoconia, 1801-2), y J. A. Etzler (en Pittsburgh, en 1833) compusieron una utopía y un ditirambo sobre la liberación del hombre por la máquina, tratando de ser lo menos posible autoritarios; pero, en suma, de esas ciudades tan rápidamente industrializadas y convertidas así en focos de la política y en centros de las finanzas, no salió jamás una verdadera vida socialista integral, y los trabajadores se organizan paralelamente a los capitalistas. De igual modo los inmensos territorios agrarios, nuevamente roturados, contienen poblaciones absorbidas por el trabajo, poco accesibles todavía a las ideas, dejándose alimentar o condenar al hambre intelectualmente por lo que los curas, la prensa y los políticos les entregan.

Es entre esos inmensos medios autoritarios y conservadores, donde ha florecido, en el gran territorio, una vida socialista y anarquista muy variada, muy activa, muy abnegada, numerosa relativamente, pero sin embargo casi al margen de la sociedad, de donde se recuerdan de esos hombres algunas veces para simular que les admiran, muy a menudo para perseguirles, pero que, con frecuencia también, sobre todo antiguamente, se les dejaba hacer, como se deja a las sectas religiosas o a hombres de vida privada, tranquila en general. Tales me parecen las proporciones de los hombres y de su ambiente por alrededor de un siglo después de 1776. Porque había entonces sobre todo espacio, latitud, condiciones para fundar una vida nueva, tierra todavía relativamente libre, en el territorio de los Estados Unidos, lo que Europa no ha conocido desde hace 1.500 años, desde la caída de los romanos. Y eso tuvo una influencia psicológica vigorizante sobre muchos hombres, y en aquellos que tenían un fondo altruista produjo el anarquismo individualista americano; en otros, con un fondo religioso, se produjo un espiritualismo libertario: dos fenómenos que las condiciones de vida creadas desde hacía cincuenta años, al reforzar el autoritarismo, el mecanismo, la brutalización, han reducido mucho, pero que son bellas páginas de la historia de la anarquía.

Había desde el siglo XVIII un pequeño mundo que vivía aparte en comunidades cooperativas de emigrados reunidos por un sectarismo religioso especializado, de tendencia social, como mucho antes en los primeros conventos. Después se introdujo la experimentación socialista, por Robert Owen mismo (New Harmony), por otros después que fueron influenciados por las ideas de Fourier y otros. Inevitablemente, las empresas en que los espíritus no estaban nivelados o quebrantados por la disciplina o la devoción religiosa, tuvieron una existencia azarosa, y New Harmony, una colonia de 800 personas, en el curso de varios años mostró mucha desarmonía, lo que indujo a uno de los colonos, Josiah Warren (1798-1879), un americano de carácter resuelto y tenaz, a deducir la imposibilidad de la convivencia social desinteresada a causa de la diversidad natural de los hombres, y concluyó en la individualización completa de la vida social, es decir, en las relaciones de cambio igual, de reciprocidad estricta entre los hombres, y consideró el tiempo que requiere un producto o un servicio como medida de su valor de cambio, según la conciencia de cada uno.



Warren concluyó igualmente en el repudio de todo lo que una colectividad impusiera a los individuos en servicios públicos; compete a los individuos, si quieren, arreglarse para hacer ejecutar esos servicios por personas empleadas y pagadas por ellos según el tiempo que dediquen a esos trabajos. Aplicó sus ideas concebidas de acuerdo a su experiencia a partir de 1825 en New Harmony, en Cincinnati primero, a partir de mayo de 1827, en su «Time Store» (tienda donde vendía y compraba él mismo sus mercancías según la medida del tiempo) e hizo propaganda de ese sistema por su acción personal, por los escritos, por el periódico The Peaceful Revolutionist, en 1833, en Cincinnati —el primer periódico anarquista, según toda apariencia— y entró en correspondencia con los cooperadores en Inglaterra; en una palabra, atrajo el interés y sus libros Equitable Commerce (1846) y Practical Details in Equitable Commerce (1852) («Detalles prácticos en el comercio equitativo»), fueron muy difundidos. Sobre todo en 1851-52, en Nueva York, Stephen Pearl Andrews (1812–1886) dio a esas ideas una forma ruidosa por conferencias y su gran libro The Science of Society (1851; dos partes, VI, 70 y XII, 214 páginas), cuya primera parte es: «La verdadera constitución de un gobierno en la soberanía del individuo», y la segunda: «Los gastos como límite del precio: una medida científica para la honestidad en el comercio como principio fundamental para la solución de la cuestión social». Andrews tomó parte en esa discusión, con motivo de una «Free Love League», con Henry James y Horace Greeley, en The New York Tribune hacia 1852, publicada como Love, Marriage and Divorce («Amor, matrimonio y divorcio»). Muchos adeptos de esas ideas vivían desde 1851 hasta una decena de años más tarde en Trialville (ciudad de ensayo) , más conocida como «Modern Times», en Long Island, a no muy larga distancia de Nueva York, cada cual a su modo, haciendo localmente el cambio entre ellos, empleando notas de trabajo. Fue sobre todo una comunidad de vida independiente, sin autoridad oficial, que atrajo buenos elementos y demostró que la libertad une y la coacción desune a los hombres. La guerra civil en los Estados Unidos (1862-65) con sus consecuencias económicas dispersó esa comunidad.

Estas ideas fueron especializadas por otros hombres y mujeres de pensamiento lógico y de gran tenacidad; tales fueron W. B Greene, Lysander Spooner, Ezra M. Heywood, Charles T. Fowler, Benjamin R. Tucker, Moses Harman, E. C. Walker, Sidney H. Morse, Marie Louise David, Louis Waisbrooker, Lillian Harman y muchos otros. Hubo periódicos notables como The Social Revolutionist, The World, The Radical Review, Liberty (de B. R. Tucker; Boston, luego Nueva York, 1881-1907); Lucifer, Fair Play y muchos más.

Estos anarquistas individualistas combatían todos el estatismo, la intervención de colectividades y de sus mandatarios en la vida de los individuos, los poderes económicos dados al monopolio (emisión de notas, los Bancos), la sumisión por el matrimonio y la familia y fueron también hostiles a lo que debía hacerse en nombre de un socialismo de Estado y de un socialismo anarquista. Muchos de ellos se especializaban sobre todo en el dominio de las finanzas, otros en el de la libertad personal y en la vida sexual liberada de todas sus trabas. El único movimiento social que inspiró simpatías a algunos de ellos, fue el del impuesto único creado por Henry George (Progress Poverty) y al respecto hubo y hay todavía cierto matiz de ellos que llega a una fusión de ideas. Son los anarchist single taxers, (los anarquistas del impuesto único), de los que The Twentieth Century, redactado por Hugh O. Pentecost, fue la cuna, hace alrededor de cuarenta años. Los hombres de ese matiz, aparte de ciertas defecciones, han entrado a menudo desde entonces en relaciones de buena vecindad con los comunistas libertarios y con todas las buenas causas de los movimientos de los obreros americanos. Pero por otro lado B. R. Tucker fue feroz en su anticomunismo (contra Kropotkin, Most, etc.) , en 1883, y ha hecho accesibles así una parte de las ideas bakuninianas en Estados Unidos y en Inglaterra.

Ese movimiento de 1827, un siglo después, se encuentra frente a una América enormemente cambiada, y si queda él mismo sin cambiar, es de un siglo atrás, y si cambia es difícil decir lo que quedaría de él o si no se engaña en la dirección de ese cambio a operar. En los ambientes sencillos de territorios recientemente poblados, las condiciones sociales de los hombres se parecen, y si el cambio honesto es proclamado frente a la codicia y al fraude de algunos, ese principio moralizador puede triunfar, pero no ha triunfado siquiera entonces y el monopolio se ha vuelto cada vez más fuerte, hasta acaparar el Estado completamente después de la gran guerra civil, durante y después de la cual el capital puso mano sobre la tierra y sus riquezas y fundó en sesenta años el Imperio de la plutocracia más poderoso que se conoce. Warren murió en 1879 conservando sus ilusiones, que Tucker (nacido en 1854) defendió entonces contra toda evidencia, propiciando esa reciprocidad entre gentes honestas frente al monopolio que, al regimentar a todo el pueblo en su servicio, destruye la independencia personal, la primera base de la reciprocidad. Otra base de ésta es el sentimiento social, el deseo, el placer de obrar socialmente por tanto honestamente, con desinterés. Al presuponer ese sentimiento esos antisocialistas son en realidad muy sociables y muchos malentendidos no se habrían tenido si hubiesen dicho claramente que su acción procede de su voluntad de no pasar por el socialismo autoritario. Ir más lejos, preconizar un sistema único, como lo hicieron con encarnizamiento desde Warren a Tucker, es sectarismo que corresponde mal a la amplitud de miras de algunos de ellos.


Benjamin Tucker

En la práctica, la rama principal de ese movimiento, antes extendido, se ha restringido al cambio directo (mutualismo) o se pierde en la reforma monetaria. Las ramas de libertad personal y de libertad sexual, tan exuberantes en tiempos de Heywood y de Harman, han tenido una cierta satisfacción por la creciente libertad de las costumbres y sobre todo por el derecho de ciudadanía que supo conquistar el neomalthusianismo bajo el nombre de birth control. Los antiguos militantes han muerto, a veces hasta en suicidio frente a persecuciones sistemáticas, y la juventud se contenta con las mayores facilidades que halla ahora y no promueve ya esas cuestiones de libertad y de dignidad como hicieron los antiguos. Cuando el anarquismo individualista debía afirmarse más en nuestro tiempo de estatismo desenfrenado, no está ya en acción o sólo se presenta en forma pequeña y anodina.

Estas ideas fueron muy pronto conocidas en Inglaterra por la correspondencia de Josiah Warren, que trató de hacer una brecha en el movimiento. No logró más que muy poco; se puede nombrar ante todo a Ambrose Caston Cuddon, el alma de un pequeño grupo en los años antes y después de 1850 a 1870 y hasta su muerte en edad avanzada. El libro de Stephen Pearl Andrews y la colonia «Modern Times» daban un nuevo interés a esas ideas, y ese grupo tomó por nombre la London Confederation of Rational Reformes (agosto de 1853) , publicando sus principios y un folleto explicativo, que debe ser de Cuddon (octubre) .Estos hombres venían de los matices socialistas de Robert Owen y de Bronterre O’Obrien, y William Pare, que se interesó también por esas ideas ( 1855), había estado ligado con William Thompson. Se puede nombrar todavía al Coronel Henry Clinton. Allí se encuentra ese individualismo penetrado de espíritu socialista, y por lo poco que se sabe de lo sucesivo, se puede suponer que en ese ambiente inglés las ideas de Warren —si se exceptúa a Cuddon—-, tal vez fueron reabsorbidas por un socialismo de acción popular directa que desconfía del Estado.

Es un hecho extraño, por cierto, que hasta 1885 aproximadamente ese anarquismo individualista americano pasó desapercibido en el mundo socialista europeo, aparte de esas repercusiones en Inglaterra, que a su vez no han debido ser conocidas en el continente. Hago excepción de Stephan Pearl Andrews y de «Modern Times». Sus ideas y la fundación de la colonia fueron discutidas en particular en el semanario The Leader (Londres), en 1851, entonces un órgano democrático muy difundido, por Henry Edger, que vivió en «Modern Times», un positivista que desde allí mantenía correspondencia también con Auguste Comte. Si The Sovereignity of the Individual es tan afirmada por Andrews (1851) ¿es por puro azar que Pi y Margall escribe en La Reacción y la Revolución (Madrid, 1854): «Nuestro principio es la soberanía absoluta del individuo; nuestro objeto final, la destrucción absoluta del poder, y su sustitución por el contrato; nuestro medio, la descentralización y la movilización continua de los poderes existentes...» No hay duda que Pi y Margall ha debido conocer los dos famosos libros libertarios de 1851, la Idea general de la Revolución en el siglo XIX, de Proudhon, y las Social Statics, de Herbert Spencer. ¿Por qué no habría tenido conocimiento del libro de Andrews discutido en el Leader, órgano que tenía tantas noticias sobre el movimiento avanzado en España? Incluso en 1854 apareció en Cádiz una traducción española de un gran libro relativamente poco importante del mismo Andrews (The Basic Outline of Universology...). De «Modern Times» se tiene conocimiento generalmente por un artículo de Moncure D. Conway en una gran revista inglesa (Fortnightly Review, julio de 1865) de que se habla incluso de Rusia en el Sovremennik, la antigua revista de Chernishevski. Elías Reclus ha debido ver a algunos de esos anarquistas americanos en ocasión de su viaje a los Estados Unidos y ha colaborado en The Radical Review, en 1877, redactada por Tucker. Tucker mismo ha hecho en 1874 un viaje a Londres, donde vio todavía a Cuddon, de 83 años de edad, y viajó por Francia e Italia. Se puso a traducir grandes volúmenes de Proudhon, entonces las primeras ediciones americanas. Se sabe también que Elías Reclus, en 1878, conoció a Tucker y The Radical Review, como Tucker, en 1889, en París, por medio de Elías, conoció a Eliseo Reclus. Pero los hermanos Reclus se han sentido tan distantes, en su comunismo generoso, de la meticulosidad del cambio igual de esos americanos, que no han creído necesario o importante hablar de esas concepciones en su ambiente europeo.

Hubo probablemente algunos de esos individualistas en la famosa sección 12 de la Internacional, compuesta enteramente de americanos de matices diversos, en Nueva York, que causó tanta tristeza a Marx, porque no se puso bajo la tutela de uno de sus hombres de confianza. No le quedó más recurso que tratar de hacerla expulsar. Uno de sus miembros asistió al Congreso de La Haya (1872), sin ser reconocido delegado; se hizo a la sección el reproche de contener también espiritistas y partidarios del amor libre, y con eso se contentó la mayoría marxista del Congreso para rechazar a ese delegado.

Por los acontecimientos de huelga violenta en Pittsburgh, en 1877, algunos jóvenes individualistas de Boston fueron removidos, como Morse, que escribió entonces un folleto vehemente (Los reyes de los ferrocarriles desean negar a un Imperio...) y de ese medio de jóvenes surgió la revista The Anarchist (Boston) en enero de 1881, cuyo primer número fue muy difundido, mientras que el segundo, en preparación, fue impedido por la policía. Allí, según la opinión y el deseo de un joven de espíritu aventurero, esas ideas americanas habrían tenido puesto junto a las socialistas revolucionarias entonces de Most y del anarquismo comunista francés. Ese esfuerzo fue quebrantado, pero también en Liberty, que Tucker fundó en agosto de 1881, a pesar de la rigidez teórica, había al comienzo un soplo de solidaridad con los revolucionarios internacionales, los nihilistas rusos, etcétera.

Es verdaderamente todo lo que me recuerdo haber apercibido del contacto entre esos anarquistas americanos y los de Europa durante más de cincuenta años, hasta 1881. Ni Proudhon, ni Bakunin, ni Elíseo Reclus, ni Déjacque, ni Coeurderoy han hablado de ellos, aunque tres de esos cinco han vivido o pasaron algún tiempo en los Estados Unidos, y Cuddon, en Londres, había sido el 10 de enero de 1862, presidente de una delegación obrera inglesa que saludó a Bakunin de regreso de Siberia.

El 6 de agosto de 1881 apareció Liberty, redactada por Tucker, un órgano muy combativo, que se puso a negar el derecho a llamarse anarquista a los colectivistas y comunistas libertarios, a Kropotkin mismo, y se replicó no considerando anarquistas a esos individualistas, por el hecho de reconocer eventualmente la propiedad privada, etc. En mi opinión, se conocían mutuamente muy poco, no se sabía nada en Europa del pasado anarquista americano de cincuenta años entonces, y muy poco en América también del mismo pasado europeo desde hacía cincuenta años. Había bastante espacio para las dos corrientes que hasta entonces se habían estorbado tan poco una a la otra, que ni siquiera se habían apercibido la una de la existencia de la otra.

Liberty circulaba un poco en Londres, y un tipógrafo inglés, Henry Seymour, fundó allí, en marzo de 1885, The Anarchist; en Melbourne (Australia), apareció Honesty, en abril de 1887. En Inglaterra el pequeño movimiento se perdió algunos años después en esas especializaciones financieras sobre la emisión libre de papel–moneda y sobre panaceas semejantes, que en ese país han absorbido el esfuerzo de gran número de socialistas que, entonces, no volvieron a encontrar el camino hacia las ideas. También en Alemania, más tarde, antes ya de la guerra, fueron iniciadas tales especializaciones infructuosas (los nuevos fisiócratas, Silvio Gessel, «Freigeld»). Son cosas que no se pueden hacer sin tener el poder, y si se tuviese ese poder, no habría necesidad de hacerlas y se haría algo muy distinto.

Enteramente independiente de esas corrientes de buena fe, el burguesismo antisocialista, que es también antiestatista, en tanto que es enemigo de toda intervención social del Estado para proteger a las víctimas de Ia explotación (horas de trabajo, higiene, etc.), esa avidez de la explotación ilimitada había creado en Inglaterra una agitación por un pseudo–individualismo, el burguesismo ilimitado, con una pseudo–literatura mercenaria. Hablo de la Liberty and Property Defense League de los años 1880-90, etcétera. A ella se refieren, por grados doctrinarios y fanáticos de un «individualismo» siempre absolutamente estéril, de ese no intervencionismo que dejaría morir de hambre a un hombre por no herir su dignidad al mezclarse en sus asuntos y al darle de comer. De ahí, por otros grados, se llega al voluntarismo absoluto, la doctrina de Auberon Herbert hacia 1880, idea benévola y vigorosamente antiestatista; pero todo eso, en fin, es diletantismo, medios ineficaces que no han impedido acrecentarse terriblemente el mal autoritario en estos cuarenta años que siguieron.

El anarquismo, como fue elaborado estrechamente por Tucker (cuyo libro lnstead of a book, Nueva York, 1893, 512 páginas, reproduce las partes más significativas de sus artículos y notas en Liberty), se vuelve a encontrar en el periódico alemán Libertas (Boston, 1888; 8 números) y fue aceptado durante mucho tiempo después por el joven poeta alemán John Henry Mackay, fascinado desde 1888-89 por las ideas de Max Stirner, de Proudhon y las de B. R. Tucker; sus libros Die Anarchisten (1891), Der Freiheitssucher (1920) y un tercer tomo lo muestran inspirándose en esas tres concepciones. Su esfuerzo fue secundado por una propaganda en algunos periódicos y folletos en Alemania. Mackay murió en 1933.

Fuera de esto, el individualismo anarquista americano fue presentado en Francia y en Bélgica en algunos periódicos y por autores que, sin embargo, no lo han aceptado o conservado ellos mismos integralmente. Hubo también pequeñas repercusiones escandinavas. Es llamado mutualismo por la propaganda americana presente y ha encontrado también algunos aficionados italianos. En suma, me parece que nos debe una explicación clara con la situación mundial presente, que es mucho más complicada que cuando Josiah Warren, en 1827, fundó su primer «Times Store». Si hay que superar las primitividades del comunismo, hay que superar también las del individualismo.

No tengo que hablar aquí de lo que se llama individualismo en los movimientos socialistas libertarios francés, italiano y otros, pues no tienen relación alguna con la corriente americana.

Transcendentalistas norteamericanos

Lo que he llamado espiritualismo libertario americano, es el pensamiento y el sentimiento de un pequeño número de intelectuales concienzudos que en los Estados Unidos, sobre todo en los años 1830-1860, más desde 1840 a 1850, se dedicaban a vivir y a obrar como hombres libres. Sobre una base religiosa deísta vivía en ellos el espíritu humanitario del siglo XVIII, el espíritu social que tomaban de los escritos de Fourier y de Owen, un espíritu crítico que les hizo ver el mal hecho por la autoridad a través de la historia y tenían una causa viviente ante ellos, la de la esclavitud vergonzosa de los negros, institución legal, que todos estaban forzados a ver erigida ante sus ojos. Yo sé que los esclavistas respondían cínicamente demostrando los horrores de la esclavitud de los blancos en las fábricas, pero no disminuye nunca un mal el hecho de presentar otro; entonces hay que combatir los dos, y los abolicionistas se decían muy lógicamente que una sociedad brutalizada por la esclavitud de los negros no poseía la fuerza moral para poner remedio a la esclavitud de los blancos. Para la burguesía, los hombres peligrosos eran entonces los que querían destruir inmediatamente la esclavitud, y mucho menos los que hablaban de un socialismo del porvenir lejano, o los que, entre ellos, en pequeñas comunidades, practicaban hábitos sociales. Los hombres en cuestión fueron de los unos y de los otros, abolicionistas del tipo de William Lloyd Garrison, y socialistas de Brook Farm. Había hombres y mujeres como Emerson, W. E. Channing, Margaret Fuller, Frances Wright, Nathaniel Hawthorne y otros. Se puede decir que lo que hay en América del Norte de civilización, se liga de cerca o de lejos a ese ambiente cultivado de la antigua Massachusetts, tan diferente del Estado presente de ese nombre que ha dejado matar durante siete años a los dos anarquistas italianos que sabemos.

La más bella figura de ese ambiente es, desde el punto de vista libertario, Henry David Thoreau (1817–1862), el autor de Walden: my Life in the Woods (1854) y del famoso ensayo On the duty of Civil Disobedience (1849) («Del deber de la desobediencia civil»). Walt Whitman es un tipo muy diferente, según mi impresión. Tiene las expansiones libertarias más bellas, pero su culto entusiasta a la fuerza le acerca, para mí, a los autoritarios.

Hubo algunos otros americanos de verdadero valor conquistados para las buenas causas y para la de la humanidad libre ante todo; Ernest Crosby, fue uno de los mejores.


     Nota del autor: Este capítulo resume las páginas 103-132 del libro Vorfrühling y remito también a mi artículo Anarchism in England fifty years ago, en Freedom (Londres), noviembre diciembre 1905, que se ocupa sobre todo de Ambrose Caston Cuddon, caído en olvido completo entonces; fue reimpreso por Tucker, en Liberty (1906)

sábado, 8 de octubre de 2011

Mensaje de solidaridad con el movimiento de acampada y ocupación de Wall Street

Por Noam Chomsky

Revista Sin Permiso, 02/10/11.

Cualquiera que tenga los ojos abiertos sabe que el gangsterismo de Wall Street —de las instituciones financieras en general— ha infligido graves daños al pueblo de los Estados Unidos (y al mundo). Y debería saber también que tal cosa ha ido sucediendo progresivamente en los últimos treinta años, a medida que ha aumentado de modo radical su poder en el seno de la economía, y con ello su poder político. Se ha puesto así en marcha un círculo vicioso que ha concentrado una inmensa riqueza, más el poder político, en un diminuto sector de la población, una fracción de un 1%, mientras el resto va convirtiéndose cada vez más en lo que en ocasiones se denomina «precariado», que trata de sobrevivir en una precaria existencia. Además, tan horribles actividades se llevan a cabo con una impunidad casi completa: no sólo mediante el «too big to fail» (demasiado grandes para dejarlos caer) sino también con el «too big to jail» (demasiado grandes como para meterlos en la cárcel).

Las valientes y honrosas protestas que continúan en Wall Street deberían servir para llamar públicamente la atención sobre esta calamidad y conducir a un entregado esfuerzo por superarla y poner a la sociedad en una senda más saludable.

martes, 28 de junio de 2011

Los últimos días de John Brown

Por Henry David Thoreau

«Yo, John Brown, ahora estoy absolutamente convencido de que los delitos de este culpable país sólo se lavarán con sangre. Ahora comprendo que me ilusionaba inútilmente cuando creía que esto se pudiera conseguir sin derramar mucha, muchísima sangre.»
JOHN BROWN, 1859.

La carrera de John Brown durante las seis últimas semanas de su vida fue meteórica, iluminando la oscuridad en la que vivimos. No conozco ningún otro hecho tan milagroso en nuestra historia.

Si alguien, en una conferencia o en una conversación en esa época, citaba cualquier antiguo ejemplo de heroísmo, como el de Cato o Tell o Winkelried, sin mencionar las recientes hazañas y palabras de Brown, cualquier audiencia inteligente de hombres del Norte sentía que dicho ejemplo era insulso y traído por los pelos sin justificación alguna.

En lo que a mi respecta, por lo general presto más atención a la naturaleza que al hombre, pero cualquier acontecimiento humano patético puede cegarnos los ojos a los objetos naturales. Me tenía tan absorto que me sorprendía cada vez que detectaba la rutina del mundo natural que seguía existiendo, o cada vez que me encontraba con la gente que iba a sus asuntos indiferente a los demás. Me parecía extraño que el «pequeño mirlo de agua» estuviera aún zambulléndose plácidamente en el río, como en otro tiempo; y todo hacía pensar que este pájaro podría continuar zambulléndose aquí cuando Concord ya no existiera.

Me daba cuenta de que si a él, prisionero en medio de sus enemigos y condenado a muerte, se le consultase sobre el paso que iba a dar o las medidas que iba a tomar a continuación, podría contestar con más acierto que todos sus paisanos juntos. Entendía su situación a la perfección, la contemplaba con una calma infinita. Comparados con él, todos los demás hombres, del Norte y del Sur, estaban fuera de sus cabales. Nuestros pensamientos no podrían retroceder en el tiempo hasta ningún hombre con más grandeza o sabiduría ni mejor, con quien compararle, porque él, entonces y allí, estaba por encima de todos ellos. El hombre a quien este país estaba a punto de colgar resultó ser el más grande y el mejor del mismo.

No se necesitaron años para una revolución de la opinión pública; días, aún horas, produjeron acusados cambios en este caso. Cincuenta personas que estaban dispuestas a decir, al entrar en nuestro mitin en su honor en Concord, que debían colgarle, ya no eran de esa opinión cuando salieron. Oyeron las palabras suyas leídas allí; vieron la seriedad en las caras de los concurrentes; y quizás se unieron por fin al canto del himno en su alabanza.

La jerarquía de educadores sufrió un cambio. Oí que un predicador, que en un principio quedó impresionado y se mantuvo al margen, se sintió al fin en la obligación, después de que colgaran a Brown, de hacerle objeto de un sermón, en el que, de alguna manera, elogió al hombre, si bien dijo que su acción no fue afortunada. Un prestigioso profesor creyó necesario decir a sus alumnos mayores, después de los actos religiosos, que él al principio pensaba como el predicador, pero que ahora creía que John Brown tenía razón. Sin embargo se sabia que sus alumnos aventajaban al profesor tanto como éste aventajaba al sacerdote; y tengo la certeza de que chicos muy pequeños ya les habían preguntado a sus padres en casa, con un tono de sorpresa, ¿por qué Dios no intervino para salvarle? En cada caso, los profesores en cuestión sólo se daban cuenta a medias de que no iban a la vanguardia, sino a remolque, con alguna pérdida de tiempo y autoridad.

Los predicadores más escrupulosos, los amantes de la Biblia, los que hablan de principios, y de hacer con los demás lo que quiera que los demás hagan contigo, ¿cómo podrían dejar de reconocerle, el predicador más grande de todos ellos con mucho, con la Biblia en su vida y en sus obras, personificación de los principios, que cumplía fielmente la regla de oro de la conducta? Todos aquellos que habían sentido despertarse en su interior el sentido de la moral, que habían recibido desde la altura la vocación de predicar, se pusieron de su parte. ¡Qué confesiones obtenía de los indiferentes y los conservadores! Es extraño, pero en suma fue bueno, que no surgiera la ocasión para formarse una nueva secta de brownitas entre nosotros.

Los que, tanto dentro como fuera de la Iglesia, siguen al espíritu y dejan correr las palabras, y a los que en consecuencia se les llama infieles, eran, como de costumbre, los primeros en reconocerle. En otro tiempo han colgado a hombres en el Sur por intentar rescatar esclavos, y al Norte eso no le afectaba gran cosa. ¿Dónde está, entonces, esta maravillosa diferencia? Nosotros no estábamos tan seguros del fervor «de éstos» por los principios. Establecimos una sutil distinción, olvidamos las leyes humanas, y rendimos homenaje a una idea. El Norte, quiero decir el Norte vivo, se volvió de pronto totalmente trascendental. Observaba la ley humana, seguía el fracasado manifiesto, y reconocía la justicia y la gloria eternas. Por lo general, los hombres vivían conforme a un credo, y se sienten satisfechos si se cumple el mandato de la ley, pero en este caso, de alguna manera, volvieron a las percepciones primitivas, y se produjo un ligero resurgimiento de la vieja religión. Se dieron cuenta de que lo que se llamaba orden era confusión, lo que se llamaba justicia, era injusticia, y de que lo mejor se consideraba lo peor. Esta actitud suponía un espíritu más inteligente y generoso que aquel que animó a nuestros antecesores, y la posibilidad, con el paso del tiempo, de una revolución en pro del prójimo y de un pueblo oprimido.

La mayoría de los hombres del Norte, y unos cuantos sureños, se sintieron asombrosamente conmovidos por los actos y las palabras de Brown. Vieron y sintieron que eran heroicas y nobles, y que no había habido absolutamente nada en su género que se les igualara en este país, ni en la historia inmediata del mundo. Pero no conmovían a la minoría. Sólo se sentían sorprendidos y provocados por la actitud de sus vecinos. Se daban cuenta de que Brown era valiente, y de que creía que había obrado bien, pero no percibían en él ninguna otra peculiaridad. Al no estar acostumbrados a hacer sutiles distinciones, ni a valorar la magnanimidad, leían sus cartas y discursos como si no los leyeran. No se enteraban cuando se acercaban a una declaración heroica, no sabían cuándo se quemaban. No notaban que él hablaba con autoridad, y por eso sólo recordaban que debe cumplirse la ley. Recordaban el viejo credo, pero no oían la nueva revelación. El hombre que no reconoce en las palabras de Brown una sabiduría y una nobleza, y por lo tanto una autoridad, superior a nuestras leyes, es un Demócrata moderno. Esta es la prueba que hay que hacer para descubrirle. En este aspecto él no es obstinado sino constitucionalmente ciego, y es consecuente consigo mismo. Así ha sido su vida pasada: no hay duda alguna. De forma semejante ha leído la historia y su Biblia, y acepta, o parece aceptar, esta última sólo como un credo instituido, y no porque le haya convencido. No se encontrarán sentimientos de casta en su libro de memorias, si es que tiene alguno.

Cuando se realiza una noble hazaña, ¿quién tiene más posibilidades de valorarla? Los que también son nobles. No me sorprendió que ciertos vecinos míos hablaran de John Brown como de un vulgar criminal, porque ¿quiénes son ellos? Tienen o mucha carnalidad, o mucho oficio, o mucha ordinariez de alguna especie. No son naturalezas etéreas en ningún sentido. Las cualidades sombrías predominan en ellos. Varios son decididamente «paquidermos». Y lo digo con pena, no con enojo. ¿Cómo puede contemplar la luz un hombre que no alberga la correspondiente luz interior? Son fieles a lo que ven, pero cuando miran de esta forma no ven nada, están ciegos. Para los hijos de la luz competir con ellos es como si se estableciera una contienda entre águilas y búhos. Muéstrenme a un hombre que tenga amargos sentimientos hacia john Brown, y veamos qué nobles estrofas es capaz de recitar. Se quedará tan mudo como si sus labios fueran de piedra.

No todos los hombres pueden ser cristianos, ni siquiera en un sentido muy moderado, y sea cual sea la educación que se les dé. Después de todo, es una cuestión de constitución y de temperamento. Puede que tengan que volver a nacer muchas veces. He conocido a muchos hombres que querían hacerse pasar por cristianos, en los que resultaba ridículo, porque no tenían talento para ello. Ni siquiera todos los hombres pueden ser hombres libres.

Los directores de los periódicos insistieron durante bastante tiempo en que Brown estaba loco; pero al fin se limitaron a decir solamente que fue «un loco proyecto», y el único testimonio que aportaban para probarlo era que le costó la vida. No me cabe duda de que si hubiera ido con cinco mil hombres, hubiera liberado a mil esclavos, matando a cien o doscientos propietarios de esclavos, y hubiera sido responsable de muchas más muertes de los suyos, pero no hubiera perdido su propia vida, estos mismos lo habrían calificado con un término más respetable. Sin embargo él ha obtenido un éxito mucho mayor.

Ha liberado a muchos miles de esclavos, tanto en el Norte como en el Sur. Parece que no han sabido nunca nada de lo que es vivir y morir por un ideal. Todos le llamaban entonces loco; ¿quién le llama loco ahora?

Durante todo el alboroto que ocasionó su singular tentativa y su consiguiente actitud, la legislatura de Massachusetts, al no dar ningún paso para defender a aquellos de sus ciudadanos que podían ser llevados a Virginia como testigos y ser expuestos a la violencia de un tumulto de esclavistas, se redujo totalmente a la categoría de una taberna, complaciéndose incluso con chistes malos sobre la palabra «expansión». La animadversión se había instalado en sus mentes. Estoy seguro de que ningún estadista de los que hubo hasta entonces podría en absoluto haberse ocupado de ese asunto por aquel entonces, ¡un asunto muy vulgar como para ocuparse de él en ningún momento!…

No podían hacer nada sus enemigos que no redundara en su infinita venta, es decir, en la ventaja de su causa. No le colgaron enseguida, sino que le reservaron para que les sermoneara. Y luego se cometió otro craso error. No colgaron a sus cuatro seguidores con él; ese episodio se pospuso aún más; y así se prolongó y se completó su victoria. Ningún director de teatro podría haberlo dispuesto todo con tanto acierto para darle efecto a sus actos y a sus palabras. ¿Y quién creen ustedes que era el director? ¿Quién puso entre su prisión y el patíbulo a la esclava y a su hijo, a quien él simbólicamente se inclinó a besar?

Pronto nos dimos cuenta, igual que él, de que no iba a ser indultado ni rescatado por sus hombres. Eso habría supuesto desarmarle, devolverle un arma material, un rifle Sharp, cuando él había blandido la espada del espíritu, —la espada con la que él realmente ha ganado sus mayores y más memorables victorias—. Ahora él no ha arrinconado la espada del espíritu, porque él mismo es espíritu puro, y espíritu puro también es su espada.
Nada común hizo ni intentó
En aquel memorable hecho,…
Ni apeló a los dioses con vulgar rencor,
Para clamar su desvalido derecho;
Sino que su gentil cabeza inclinó
Como para posarla sobre un lecho.
¡Qué viaje el de su solitario cuerpo yaciente, recién descolgado de la horca! Leímos que por aquel entonces pasó por Filadelfia, y para el domingo por la noche había llegado a Nueva York. ¡De esta manera como un meteoro atravesó vertiginosamente la Unión desde las regiones meridionales hacia el Norte! No habían llevado los coches una carga así desde que lo llevaron vivo hacia el Sur.

El día del traslado de sus restos, oí decir, para asegurarme, que fue colgado, pero yo no sabía qué es lo que quería decir eso; no sentí aflicción al respecto; pero ni en un día ni en dos ni siquiera decir que estaba muerto, y ni después de todos los días del mundo lo creeré. De todos los hombres de los que se dijo que eran mis contemporáneos, el único que me parecía que no había muerto era John brown. Ya no oigo nunca de nadie que se llame Brown, —y oigo hablar de muchos bastante a menudo—, nunca oigo hablar de nadie particularmente valiente y sincero, sin que mi primer pensamiento sea para John Brown, y el tipo de relación que ese hombre pueda tener con él. Me lo encuentro en todas las esquinas. Está más vivo que nunca. Ha ganado la inmortalidad. No está confinado ni en North Elba ni en Kansas. Ya no trabaja en la clandestinidad. Trabaja en público, y a la luz más diáfana que brilla sobre esta tierra.

Diciembre de 1859.

martes, 14 de diciembre de 2010

La guerra es la salud del Estado

   [La población de los Estados Unidos, durante los años de la Primera Guerra Mundial (1914-18) era profundamente neutralista y hasta antibelicista. Los de origen alemán o irlandés eran germanófilos, y los provenientes de antepasados británicos o rusos eran aliadófilos. Pero el país en gran parte no quería saber nada de la Gran Guerra europea. Había un movimiento obrero radical y muy antimilitarista, igual que algunos partidos de izquierdas. El mismo presidente W. Wilson, inicialmente se opuso a cualquier intervención militar. Pero los ingresos económicos que obtenían de la guerra los capitalistas nortamericanos le empujaron a ponerse de parte de los británicos y franceses. Para convencer a su pueblo tuvo que recurrir a los «bocazas» y propagandistas del momento: los de siempre... los periodistas. Siempre son los periodistas, la prensa «oficial», engañando a su gente, a su pueblo. ¡Nunca cambiarán! Por ejemplo, mirar lo que pone Howard Zinn en el capítulo XIV de su libro La otra historia de los Estados Unidos:]
 

Por HOWARD ZINN

«La guerra es la salud del Estado» dijo el escritor radical Randolph Bourne en plena Primera Guerra Mundial. En efecto, mientras las naciones europeas fueron a la guerra en 1914, los gobiernos prosperaban, el patriotismo florecía, la lucha de clases se aplacaba y enormes cantidades de jóvenes morían en los campos de batalla, a menudo por cien metros de tierra o una línea de trincheras.

En Estados Unidos —que todavía no estaba en guerra— había preocupación por la salud del Estado. El socialismo iba en aumento. El IWW parecía estar en todas partes y el conflicto de clases era intenso. En el verano de 1916, durante un desfile del Día de la Preparación en San Francisco, explotó una bomba que mató a nueve personas, detuvieron a dos radicales del lugar, Tom Mooney y Warren Billings, que pasarían veinte años en la cárcel. Poco después, el senador neoyorquino James Wadsworth, al advertir el nesgo de que «nuestra gente se divida en clases», propuso la instrucción militar obligatoria para todos los hombres. O dicho de otro modo: «tenemos que hacer saber a nuestros jóvenes que tienen una responsabilidad con este país».

En Europa estaba teniendo lugar la realización suprema de esa responsabilidad, pues diez millones de personas iban a morir en los campos de batalla y veinte millones lo harían de hambre y enfermedades relacionadas con la guerra. Desde entonces, nadie ha sido capaz de demostrar que la guerra haya traído algún beneficio para la humanidad que compensase la pérdida de una sola vida humana. La retórica socialista de que era una «guerra imperialista» nos parece ahora moderada y difícilmente rebatible, porque los países capitalistas avanzados de Europa estaban luchando por fronteras, colonias y esferas de influencia, competían por Alsacia-Lorena, los Balcanes, África y Oriente Medio.

La guerra estalló poco después del comienzo del siglo XX, en plena exaltación (aunque únicamente en la élite occidental) del progreso y de la modernización.

La matanza comenzó muy rápido y fue a gran escala. En la primera batalla del Marne, los ingleses y los franceses lograron bloquear el avance alemán hacia París. Cada bando sufrió 500.000 bajas. En agosto de 1914, para alistarse voluntario en el ejército británico había que medir 5 pies y 8 pulgadas. En octubre, el requisito ya había bajado a 5 pies y 5 pulgadas. Ese mes hubo treinta mil bajas y entonces uno podía alistarse con 5 pies y 3 pulgadas. En los primeros tres meses de guerra casi todo el ejército británico original fue aniquilado.

Durante tres años, las posiciones de batalla en Francia permanecieron casi invariables. Cada bando avanzaba, retrocedía y volvía a avanzar de nuevo por conseguir unos pocos metros o kilómetros, mientras los cadáveres se amontonaban. En 1916, los alemanes intentaron abrirse paso en Verdún, los británicos y los franceses contraatacaron por todo el Sena, avanzaron unos pocos kilómetros y perdieron 600.000 hombres. En cierta ocasión, el 9° Batallón de la Real Infantería Ligera de Yorkshire emprendió un ataque con ochocientos hombres. Veinticuatro horas después, sólo quedaban ochenta y cuatro.

En Gran Bretaña los ciudadanos no eran informados de la matanza. Lo mismo pasaba en el mando alemán, como escribió Erich Maria Remarque en su gran novela, aquellos días en que las ametralladoras y los morteros destrozaban a miles de hombres, los informes oficiales anunciaban «Sin novedad en el frente occidental».

En julio de 1916, el general británico Douglas Haig ordenó a once divisiones de soldados ingleses que salieran de sus trincheras y avanzasen hacia las líneas alemanas. Las seis divisiones alemanas comenzaron a disparar con sus ametralladoras. De los 110.000 atacantes, mataron a 20.000 y otros 40.000 resultaron heridos. Podían verse todos esos cuerpos retorcidos en tierra de nadie, en el fantasmagórico territorio entre las trincheras enfrentadas. El 1 de enero de 1917, Haig fue ascendido a mariscal de campo. Lo que sucedió ese verano aparece concisamente descrito en An Encyclopedia of World History:
  
Haig continuó con optimismo hacia la ofensiva principal. La tercera batalla de Ypres consistió en una serie de ocho ataques importantes, llevados a cabo bajo un torrente de lluvia en un territorio inundado y fangoso No consiguieron romper el frente enemigo. Todo lo que ganaron fue unas cinco millas de territorio y les costó a los británicos alrededor de 400.000 hombres.

Los ciudadanos franceses e ingleses no fueron informados del número de bajas. Cuando en el último año de la guerra los alemanes atacaron ferozmente en el Somme y mataron o hirieron a 300.000 soldados británicos, los periódicos londinenses imprimieron lo siguiente:
¿Cómo pueden los civiles ayudar en esta crisis?
Esté animado. Escriba alentadoramente a sus amigos del frente. No crea que sabe más que Haig.
En la primavera de 1917, Estados Unidos se adentró en este pozo de muerte y engaño. En el ejército francés empezaban a producirse motines. Pronto hubo motines en 68 de las 112 divisiones y 629 hombres fueron juzgados y condenados, los pelotones de fusilamiento mataron a cincuenta personas. La presencia de tropas americanas era urgente.

El presidente Woodrow Wilson había prometido que Estados Unidos permanecería neutral durante la guerra: «Una nación puede ser demasiado orgullosa para combatir». Pero en abril de 1917, los alemanes habían anunciado que sus submarinos hundirían cualquier barco que llevase abastecimientos a los enemigos de Alemania y habían hundido unos cuantos barcos mercantes. Ahora Wilson decía que debía apoyar el derecho de los americanos a viajar en barcos mercantes en la zona de guerra.

No era realista esperar que los alemanes tratasen a Estados Unidos como a un país neutral en la guerra, cuando Estados Unidos había estado abasteciendo grandes cantidades de material bélico a los enemigos de Alemania. A comienzos de 1915, un submarino alemán torpedeó y hundió al trasatlántico británico Lusitania. Se hundió en dieciocho minutos y murieron 1.198 personas, incluidos 124 norteamericanos.

Estados Unidos aseguró que el Lusitania llevaba un cargamento inocente y que por tanto, el torpedearlo fue una monstruosa atrocidad alemana. Pero de hecho, el Lusitania estaba fuertemente armado: transportaba miles de cajas de munición. Falsificaron la lista de su cargamento para ocultar este hecho y los gobiernos británico y norteamericano mintieron sobre el cargamento.

En 1914 había empezado en Estados Unidos una seria recesión. Pero en 1915 los pedidos bélicos de los aliados (sobre todo de Inglaterra) ya habían estimulado la economía, y para abril de 1917 habían vendido a los aliados mercancías por valor de más de dos mil millones de dólares. Ahora, la prosperidad americana estaba vinculada a la guerra de Inglaterra. Los dirigentes norteamericanos creían que la prosperidad del país dependía en gran medida de los mercados extranjeros. Al comienzo de su presidencia, Woodrow Wilson describió su objetivo como «una puerta abierta al mundo» y en 1914 dijo que apoyaba «la justa conquista de los mercados extranjeros».

Con la I Guerra Mundial, Inglaterra se convirtió en un mercado cada vez más importante para las mercancías americanas y para los préstamos con intereses. J.P. Morgan y compañía actuaron como agentes de los aliados y empezaron a prestar dinero en cantidades tan grandes que obtenían enormes beneficios y vinculaban estrechamente las finanzas americanas a la victoria británica en la guerra contra Alemania.

Los empresarios y los líderes políticos hablaban de la prosperidad como si no hubiera clases, como si todos se beneficiaran de los préstamos de Morgan. Es cierto que la guerra implicaba una mayor producción y más empleo, pero los trabajadores de las acerías, por ejemplo, ¿ganaban tanto como Aceros Americanos, que, sólo en 1916 obtuvieron un beneficio de 348 millones de dólares? Cuando Estados Unidos entró en la guerra, fueron los ricos quienes se ocuparon aún más directamente de la economía. El financiero Bernard Baruch presidía el Comité de Industria Bélica, la más poderosa de las agencias gubernamentales durante la guerra. Los banqueros, los dueños de las compañías ferroviarias y los empresarios dominaban dichas agencias.

En mayo de 1915, en el Atlantic Monthly apareció un artículo singularmente perspicaz sobre la naturaleza de la I Guerra Mundial. Escrito por W.E.B. Du Bois, se titulaba The African Roots of War. Decía que se trataba de una guerra entre imperios, Alemania y los aliados estaban luchando por el oro y los diamantes de Sudáfrica, el coco de Angola y Nigeria, el caucho y el marfil del Congo y el aceite de palmera de la costa occidental. Efectivamente, el ciudadano medio de Inglaterra, Francia, Alemania o Estados Unidos disfrutaba de un nivel de vida más alto que el de antes pero… «¿De dónde viene esta nueva riqueza? Viene sobre todo de las naciones más oscuras del mundo, las de Asia y África, Centro y Sudamérica, las Indias Occidentales y las islas de los mares del Sur».

Du Bois vio la perspicacia del capitalismo al unir al explotador y al explotado, creando así una válvula de seguridad para el explosivo conflicto de clases: «Ya no es simplemente el príncipe comerciante o el monopolio aristocrático o incluso la patronal los que están explotando al mundo, es la nación, una nueva nación democrática compuesta de un capital y un laborismo unificado».

Estados Unidos encajaba con la idea de Du Bois. El capitalismo americano necesitaba rivalidad internacional y guerras periódicas para crear una unidad artificial de intereses entre ricos y pobres que suplantase a la genuina comunidad de intereses de los pobres, que se mostraba en movimientos esporádicos. Se necesitaba un consenso nacional para la guerra y el gobierno tuvo que trabajar duro para crear dicho consenso.

Que la gente no mostraba un impulso espontáneo por luchar queda demostrado al ver las duras medidas que se tomaron, reclutamiento forzoso de jóvenes, una elaborada campaña de propaganda por todo el país y severos castigos para los que se negasen a entrar en combate.

A pesar de las estimulantes palabras de Wilson sobre una guerra «para acabar con todas las guerras» y «para convertir el mundo en un lugar seguro para la democracia», los americanos no se apresuraron a alistarse. Se necesitaba un millón de hombres, pero durante las primeras seis semanas tras la declaración de guerra, sólo se ofrecieron voluntarios 73.000 hombres. En el Congreso, todos votaron a favor del reclutamiento forzoso.

George Creel, un veterano periodista, pasó a ser el propagandista de guerra oficial del gobierno, estableció un Comité de Información Pública para persuadir a los americanos de que la guerra estaba bien. Patrocinó a 75.000 oradores, que dieron 750.000 discursos de cuatro minutos en cinco mil pueblos y ciudades americanas. Era una tentativa masiva para animar a un público reacio.

El día siguiente a la declaración de guerra del Congreso, el Partido Socialista se reunió en Saint Louis en una convención de emergencia y dijo que la declaración era «un crimen contra el pueblo de los Estados Unidos».

Durante el verano de 1917, las asambleas antibelicistas del Partido Socialista en Minnesota atrajeron a grandes multitudes —a cinco mil, diez mil, veinte mil granjeros— que protestaban por la guerra, por el reclutamiento y por el mercantilismo. Un periódico conservador de Ohio, el Beacon-Journal de Akron, afirmó que si se celebrasen elecciones en esos momentos, una fuerte marea socialista inundaría el Medio Oeste. Dijo que el país «no sé había embarcado nunca en una guerra más impopular».

En las elecciones municipales de 1917, contra una corriente de propaganda y patriotismo, los socialistas consiguieron un número extraordinario de votos. El candidato socialista para la alcaldía de Nueva York, Morris Hillquit, consiguió un 22% de los votos, cinco veces más votos socialistas de lo que era habitual allí. En la legislatura del estado de Nueva York salieron elegidos diez socialistas. En Chicago, los votos socialistas pasaron del 3,6% en 1915 al 34,7% en 1917. En Buffalo, subieron del 2,6 al 30,2%.

Aunque algunos prominentes socialistas —como Jack London, Upton Sinclair o Clarence Darrow— se declararon favorables a la guerra después de que Estados Unidos entrase en ella, la mayoría de los socialistas continuaron oponiéndose.

En junio de 1917, el Congreso aprobó la Ley de Espionaje y Wilson la firmó. Por su nombre, se podría suponer que era una ley contra el espionaje. Sin embargo, contenía una cláusula que estipulaba penas de hasta veinte años de cárcel para «cualquiera que —cuando Estados Unidos esté en guerra— promueva intencionadamente, o intente promover, insubordinación, deslealtad, sedición o se niegue a cumplir con su deber en las fuerzas armadas o navales de los Estados Unidos, o intencionadamente obstruya el reclutamiento o el servicio de alistamiento de Estados Unidos». La Ley fue utilizada para encarcelar a americanos que hablaron o escribieron en contra de la guerra.

Dos meses después de que se aprobara dicha ley, arrestaron en Filadelfia a un socialista llamado Charles Schenck por imprimir y distribuir quince mil folletos que denunciaban la ley de reclutamiento y la guerra y decían que el reclutamiento era «un acto monstruoso contra la humanidad en interés de los financieros de Wall Street». Schenck fue acusado, juzgado y condenado a seis meses de cárcel por violar la Ley de Espionaje (resultó ser un a de las penas más cortas en este tipo de casos). Schenck apeló, alegando que la Ley, por juzgar la libertad de expresión escrita y oral, violaba la Primera Enmienda: «El Congreso no aprobará una ley que reduzca la libertad de expresión o la de prensa».

¿Estaba Schenck protegido por la Primera Enmienda? La decisión del Tribunal Supremo fue unánime. La escribió su más famoso liberal, Oliver Wendell Holmes:
 
La protección más estricta de la libertad de expresión no protegería a un hombre que crea una falsa alarma en un teatro gritando «¡fuego!» y siembre el pánico. En cada caso, la cuestión es si las palabras utilizadas se usan en circunstancias tales y son de una naturaleza tal como para crear un peligro inminente y para producir daños considerables que el Congreso tiene el derecho de impedir.
La analogía de Holmes era astuta y atractiva. Pocas personas pensaban que debería otorgarse la libertad de expresión a alguien que siembra el pánico en un teatro gritando «iFuego!». Pero ¿podía aplicarse esa analogía a la crítica de la guerra? De hecho, ¿no era la propia guerra un peligro más claro, más inminente y más peligroso para la vida humana que cualquier argumento en su contra?

El caso de Eugene Debs pronto llegaría ante el Tribunal Supremo. En junio de 1918, Debs visitó a tres socialistas que estaban en prisión por oponerse al reclutamiento. Después, al otro lado de la calle frente a la prisión, Debs se dirigió a una audiencia a la que mantuvo cautivada durante dos horas. Era uno de los mejores oradores del país y una y otra vez le interrumpían los aplausos y las risas:
 
Nos dicen que vivimos en una gran república libre, que nuestras instituciones son democráticas, que somos un pueblo libre y autónomo. Incluso para un chiste, eso es demasiado. A lo largo de la historia, se han hecho guerras para conquistar y saquear. Eso es la guerra en resumen. Siempre es la clase dominante la que declara las guerras y siempre es la clase oprimida la que lucha en las batallas.
Debs fue arrestado por violar la Ley de Espionaje. Entre el público había jóvenes en edad de reclutamiento y sus palabras «obstruían el reclutamiento o el servicio de alistamiento».

Sus palabras tenían la intención de hacer mucho más que eso:
 
Sí, a su debido tiempo nos haremos con el poder de esta nación y de todo el mundo. Vamos a destruir todas las instituciones capitalistas esclavizantes y degradantes. Está saliendo el sol del socialismo. A su debido tiempo atacaremos y cuando triunfe, esta gran causa proclamará la emancipación de la clase obrera y la hermandad de toda la humanidad. (Aplausos ensordecedores y prolongados.)
En el juicio, Debs se negó a subir al estrado en su propia defensa o a llamar a un testigo que le fuera favorable. No negaba nada de lo que había dicho, pero antes de que el Jurado comenzara sus deliberaciones, Debs se dirigió a ellos:
 
Me han acusado de obstruir la guerra. Lo admito, caballeros, detesto la guerra. Me opondría a la guerra aunque fuese el único en hacerlo. Mi solidaridad está con la gente que sufre y que lucha, sean de donde sean. No tiene importancia bajo qué bandera nacieron o dónde viven.
El Jurado le declaró culpable de infringir la Ley de Espionaje. Debs se dirigió al juez antes de que éste dictara sentencia:
 
Señoría, hace años reconocí mi afinidad con todos los seres vivientes y llegué a la conclusión de que yo no era ni un ápice mejor que el más insignificante de la Tierra. Dije entonces, y digo ahora, que mientras haya una clase oprimida yo estoy en ella, mientras haya un elemento criminal, yo pertenezco a él, mientras haya un alma en prisión, yo no soy libre.
El juez denunció a los que «le arrebatan la espada a esta nación mientras está ocupada en defenderse de una brutal potencia extranjera». Condenó a Debs a diez años de cárcel.

El Tribunal Supremo no escuchó la apelación de Debs hasta 1919. La guerra ya había terminado, pero Oliver Wendell Holmes, con la unanimidad del Tribunal, confirmó la culpabilidad de Debs. Holmes dijo que Debs suponía «que a los trabajadores no les incumbe la guerra». Así que —dijo Holmes— «el efecto natural e intencionado» del discurso de Debs habría sido obstruir el reclutamiento.

El presidente Wilson se negó a indultar a Debs, que pasó treinta y dos meses en la cárcel. En 1921, a la edad de sesenta y seis años, Debs fue puesto en libertad por orden del presidente Warren Harding.

Bajo la Ley de Espionaje fueron a la cárcel unas novecientas personas, y la prensa colaboró con el gobierno, intensificando el ambiente de miedo hacia los posibles opositores a la guerra. El Literary Digest pedía a sus lectores «recortar y enviarnos cualquier editorial que les parezca sedicioso o traidor». El New York Times publicó un editorial que decía: <«Es el deber de todo buen ciudadano comunicar a las autoridades pertinentes cualquier prueba de sedición de la que tengan noticia».

En el verano de 1917 se formó la American Defense Society (Sociedad para la Defensa Americana) El New York Herald informó: «Más de cien hombres se alistaron ayer en la Patrulla Vigilante Americana en las oficinas de la Sociedad para la Defensa Americana. La Patrulla se formó para acabar con la oratoria sediciosa en las calles».

El Departamento de Justicia financió una Liga Protectora Americana que en junio de 1917 ya tenía unidades en seiscientos pueblos y ciudades y casi 100.000 miembros. La prensa publicó que sus miembros eran «los hombres más importantes de sus comunidades... banqueros, ferroviarios, hoteleros». La Liga interceptó el correo, irrumpió en casas y oficinas y aseguró haber encontrado tres millones de casos de «deslealtad».

El Comité de Información Pública de G. Creel anunció que la gente debía «denunciar a aquel que propague historias pesimistas. Denunciarle al Departamento de Justicia». En 1918, el secretario de Justicia dijo: «Puede afirmarse sin miedo a equivocarse que nunca en su historia ha estado este país tan concienzudamente vigilado».

¿A qué se debían estos enormes esfuerzos? El 1 de agosto de 1917, el New York Herald dijo que, en Nueva York, noventa de los cien primeros reclutas pedían la exención. En Minnesota, los titulares del Minneapolis Journal del 6 y 7 de agosto rezaban: «La oposición al reclutamiento se extiende rápidamente por el estado» y «los reclutas dan direcciones falsas». En Florida, dos temporeros negros fueron a los bosques con una escopeta y se mutilaron para evitar el reclutamiento: uno se voló cuatro dedos de la mano, el otro, su antebrazo.

El senador Thomas Hardwick de Georgia dijo: «Hubo sin duda una oposición general por parte de muchos miles al decreto de la ley de reclutamiento. Numerosas asambleas masivas celebradas en cada rincón del estado protestaron contra el decreto...». Finalmente, clasificaron como prófugos a más de 330.000 hombres.

En Oklahoma, el Partido Socialista y el IWW habían actuado entre los arrendatarios y los aparceros, que formaron un Working Class Union (Sindicato de la Clase Trabajadora). Por todo el país, los objetores al reclutamiento planearon una marcha sobre Washington. Pero antes de que el sindicato pudiera llevar a cabo sus planes, arrestaron a sus miembros en una redada y 450 personas acusadas de rebeldía acabaron en la penitenciaría del estado. Los dirigentes fueron condenados a penas desde tres a diez años de cárcel, los otros, de sesenta días a dos años.

El 1 de julio de 1917, los radicales organizaron en Boston una manifestación contra la guerra, con pancartas en las que se podía leer: 
 
¿Es esta una guerra popular? ¿Por qué el reclutamiento?
¿Quién robó Panamá? ¿Quién aplastó Haití?
Exigimos Paz.
El The Call de Nueva York afirmó que se manifestaron ocho mil personas, incluidos «4.000 miembros del Central Labor Union (Sindicato Central de Trabajadores), 2.000 miembros de las Lettish Socialist Organizations (Organizaciones Socialistas Letonas), 1.500 lituanos, miembros judíos de las empresas textiles y otras ramas del partido». La manifestación fue atacada por soldados y marineros, que cumplían órdenes de sus superiores.

El Departamento Postal empezó a suprimir los privilegios postales a los periódicos y revistas que publicaran artículos antibelicistas Se prohibió la distribución postal de The Masses (Las masas), una revista socialista de política, literatura y arte que en el verano de 1917 había publicado un editorial de Max Eastman que entre otras cosas decía: «¿Por qué motivos concretos estáis enviando nuestros cadáveres y los cadáveres de nuestros hijos a Europa? Por mi parte, no admito el derecho de un Gobierno a enviarme a una guerra en cuyos propósitos no creo».

En Los Ángeles, se mostró una película sobre la revolución americana que mostraba las atrocidades que los británicos habían perpetrado contra los colonos. Se titulaba The Spirit of ‘76 (El espíritu del 76). El hombre que realizó el film fue procesado bajo la Ley de Espionaje porque el juez decía que la película tendía «a cuestionar la buena voluntad de nuestra aliada Gran Bretaña». Condenaron al realizador a diez años de cárcel. El caso fue archivado oficialmente como US v. Spirit of ‘76 (Los Estados Unidos contra el espíritu del 76).

Los colegios y universidades desalentaban la oposición a la guerra En la Universidad de Columbia despidieron al psicólogo J. McKeen Cattell, quien desde hacía tiempo se oponía a la guerra y criticaba que el consejo de administración controlara la universidad. Una semana después, el famoso historiador Charles Beard dimitió, en señal de protesta, de la facultad de Columbia.

En el Congreso, pocas voces se declararon contrarias a la guerra. La primera mujer en la cámara de los representantes, Jeannette Rankin, no respondió cuando salió su nombre al leerse la lista de nombres en la declaración de guerra Cuando pasaron lista de nuevo, se levantó y dijo: «Quiero apoyar a mi país pero no puedo votar a favor de la guerra. Voto No».

Una canción popular de la época era I Didn't Raise My Boy to Be a Soldier (No crié a mi hijo para que fuera un soldado), pero era silenciada por canciones como Over There (Por allí), It's a Grand Old Flag (Es una gran bandera vieja) y Johny Get Your Gun (Johnny, coge tu fusil).

La socialista Kate Richards O'Hare, que fue sentenciada a cinco años en la penitenciaría del estado de Missouri, continuó luchando en la cárcel. Cuando ella y otras compañeras de la prisión protestaron por la falta de aire —ya que dejaban cerrada la ventana que había sobre el bloque de celdas—, los guardias la empujaron al corredor para castigarla. Llevaba en la mano un libro de poemas y, cuando la empujaron al pasillo, lanzó el libro contra la ventana y la rompió y empezó a entrar el aire fresco, entre los vítores de las reclusas.

Emma Goldman y su compañero anarquista Alexander Berkman fueron condenados a la cárcel por oponerse al reclutamiento. Goldman dijo al jurado: «En verdad, pobres como somos de democracia, ¿cómo podemos darla al mundo?».

El periódico del IWW, el Industrial Worker, justo antes de la declaración de guerra, había escrito «Capitalistas de América, lucharemos contra vosotros, no por vosotros». Ahora la guerra le daba al gobierno la oportunidad de destruir el sindicato radical.

A comienzos de septiembre de 1917, agentes del Departamento de Justicia hicieron redadas simultáneamente en cuarenta y ocho locales del IWW de todo el país, incautando correspondencia y escritos que servirían como pruebas en los juicios. En abril de 1918, llevaron a juicio a 101 dirigentes del IWW por conspirar, obstaculizar el reclutamiento y alentar la deserción. Un dirigente del IWW dijo en el juicio: 
 
Me preguntan por qué el IWW no muestra patriotismo hacia los listados Unidos. Si fuerais un vagabundo sin una manta, si hubierais dejado esposa e hijos cuando fuisteis hacia el Oeste en busca de trabajo y no les hubierais vuelto a localizar desde entonces, si nunca os hubieran dejado estar en un trabajo el tiempo suficiente como para poder votar, si cada persona que representa la ley, el orden y la nación os diera una paliza, os llevara en tren hasta la cárcel y los que se tienen por buenos cristianos les vitorearan y animaran, ¿cómo diablos esperáis que un hombre sea patriota? Esta es una guerra de hombres de negocios y no entendemos por qué deberíamos ir y que nos disparen para salvar este «encantador» estado de cosas que ahora disfrutamos.
El jurado les declaró a todos culpables. El juez condenó a Haywood y a otras catorce personas a veinte años de cárcel, treinta y tres fueron condenadas a diez años, el resto tuvieron sentencias menores. El IWW estaba hecho pedazos, Haywood consiguió la libertad bajo fianza y huyó a la Rusia revolucionaria, donde permaneció hasta su muerte diez años más tarde.

La guerra terminó en noviembre de 1918 Habían muerto cincuenta mil soldados americanos y la amargura y la desilusión no tardaron mucho en extenderse por todo el país, incluso entre los patriotas. Esto se reflejó en la literatura de la década de la posguerra Ernest Hemingway escribió A Farewell to Arms (Adiós a las armas). Años después, un estudiante universitario llamado Irwin Shaw escribió una obra de teatro titulada Bury the Dead (Enterrad a los muertos). Un guionista de Hollywood llamado Dalton Trumbo escribió una convincente y estremecedora novela antibélica sobre un torso y un cerebro que sobrevivió al campo de batalla en la I Guerra Mundial, Johnny Got His Gun (Johnny cogió su fusil). Ford Madox Ford escribió No More Parades (No más desfiles).

En su novela 1919, John Dos Passos escribió sobre la muerte de John Doe: 
 
En el tanatorio alquitranado de Chalons-sur-Marne, entre el hedor a cloruro de cal y a muerto, sacaron la caja de pino que contenía todo lo que quedaba de John Doe.
Y lo cubrieron con la bandera norteamericana.
Y la corneta tocó los honores.
Y el Sr. Harding rezó a Dios y los diplomáticos, los generales y los almirantes y los peces gordos y los políticos y las damas hermosamente vestidas salidas de los «ecos de sociedad» del
Washington Post estaban de pie solemnes.
Y pensaron qué hermosamente triste era que su corneta tocase esos honores y las tres salvas hicieron silbar los oídos.
Ahí donde debía tener el pecho, le colocaron la Medalla del Congreso.
A pesar de todos los encarcelamientos en tiempo de guerra, de la intimidación, y de las campañas en pro de la unidad nacional, cuando la guerra concluyó, el sistema aún temía al socialismo. Para afrontar el reto revolucionario, parecía necesario recurrir otra vez a las tácticas gemelas de control reforma y represión.

La reforma fue sugerida por George L. Record, uno de los amigos de Wilson, a quien escribió a comienzos de 1919 diciendo que había que hacer algo por la democracia económica: «para hacer frente a esta amenaza del socialismo. Deberías convertirte en el verdadero líder de las fuerzas radicales de América y presentar al país un programa constructivo de reformas fundamentales, que será una alternativa al programa presentado por los socialistas y los bolcheviques...».

Ese verano de 1919, Joseph Tumulty, consejero de Wilson, le recordó a éste que el conflicto entre republicanos y demócratas era poco importante comparado con lo que les amenazaba a ambos: «En esta época de malestar social e industrial, ambos partidos están desprestigiados para el hombre común...».

En el verano de 1919 explotó una bomba frente a la casa del secretario de Justicia de Wilson, A. Mitchell Palmer. Seis meses después, Palmer llevó a cabo el primero de sus ataques masivos contra extranjeros —los inmigrantes que no habían obtenido la ciudadanía—. Una ley aprobada por el Congreso hacia el final de la guerra estipulaba la deportación de los extranjeros que se oponían al gobierno organizado o que defendían la destrucción de la propiedad privada. El 21 de diciembre de 1919, los hombres de Palmer cogieron a 249 extranjeros nacidos en Rusia (incluidos Emma Goldman y Alexander Berkman), los metieron en un transporte y los deportaron a lo que ya era la Rusia Soviética.

En enero de 1920 fueron detenidas cuatro mil personas por todo el país, aisladas durante mucho tiempo, y llevadas a juicios secretos que ordenaron su deportación. En Boston, agentes del ministerio de Justicia ayudados por la policía local, arrestaron a seiscientas personas, realizando redadas en los centros de reunión o invadiendo sus hogares por la mañana temprano. Fueron esposados a pares y obligados a caminar por las calles encadenados.

En la primavera de 1920, un impresor anarquista llamado Andrea Salsedo fue arrestado en Nueva York por agentes del FBI en el piso decimocuarto del edificio Park Row, sin que se le permitiera ponerse en contacto con su familia, amigos ni abogados. Más tarde encontraron su cuerpo aplastado en la acera del edificio y el FBI dijo que se había suicidado saltando por la ventana del piso decimocuarto.

Dos amigos de Salsedo —trabajadores anarquistas del área de Boston— que acababan de enterarse de su muerte, empezaron a llevar armas. Les arrestaron en un tranvía de Brockton, Massachusetts, y fueron acusados de un atraco a mano armada y de un asesinato que habían tenido lugar en una fábrica de zapatos dos semanas atrás.

Estos amigos de Salsedo se llamaban Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti. Les llevaron a juicio, fueron declarados culpables y pasaron siete años en prisión mientras continuaban las apelaciones, al tiempo que por todo el país y por todo el mundo la gente se interesaba en su caso. Tanto las anotaciones del juicio como las circunstancias que lo envolvieron indican que Sacco y Vanzetti fueron condenados a muerte por ser anarquistas y extranjeros. En agosto de 1927, y mientras en las calles la policía disolvía manifestaciones y piquetes con arrestos y palizas y las tropas rodeaban la cárcel, fueron electrocutados.

El último mensaje de Sacco a su hijo Dante —escrito en ese inglés que tanto le había costado aprender— fue un mensaje para millones de personas en los años venideros: 
 
Así que, hijo mío, en lugar de llorar sé fuerte para que puedas consolar a tu madre, llévala de paseo por el campo tranquilo, recogiendo flores silvestres, pero recuerda siempre, Dante, cuando estés feliz, no uses toda tu felicidad sólo para ti. Ayuda al perseguido y a la víctima pues son tus mejores amigos. En esta lucha de la vida, encontrarás más. Ama y serás amado.
Se habían llevado a cabo reformas. Habían invocado al fervor patriótico de la guerra. Habían utilizado los juzgados y las cárceles para reforzar la idea de que no podían tolerarse ciertas ideas y ciertos tipos de resistencia. Y sin embargo, incluso desde las celdas de los condenados estaba saliendo un mensaje: en esa sociedad supuestamente sin clases que era Estados Unidos, la lucha de clases todavía estaba en vigor. Y esa lucha continuaría durante los años veinte y treinta.
 
La otra historia de los Estados Unidos
(1980)