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sábado, 2 de marzo de 2024

¡Cuidado con el ecologismo de Estado!

Por MIQUEL AMORÓS

Vivimos en un mundo que no funciona, que está en franco declive, que se hunde, tal como parecen indicar los síntomas de la degradación directamente comprobables, desde el desarreglo climático hasta las hambrunas y patologías emergentes, desde la contaminación generalizada y la deforestación galopante hasta la desigualdad social creciente, desde la extensión de la peste emocional religiosa y nacionalista hasta las guerras por el control de recursos cada vez más escasos. No se trata pues de una simple crisis, sino de una catástrofe ecológica y social que adquiere visos de normalidad, puesto que lleva años produciéndose. En efecto, la economía global, último estadio de la civilización capitalista, se ha mostrado como una fuerza destructora mayor, capaz de alterar irreversiblemente los ciclos vitales de la naturaleza, de arruinar la sociedad y de destruirse con ambas. Hecho histórico inaudito, el impacto económico y tecnológico ha desbordado la esfera social adquiriendo la devastación dimensiones geológicas. Las condiciones de supervivencia de la especie humana están siendo profundamente deterioradas. La novedad es que no hay vuelta atrás. En resumen, el capitalismo es la catástrofe misma, y el problema no es que se derrumbe, una buena cosa se mire por donde se mire, sino que en su demencial carrera hacia el abismo nos arrastre a todos. Las almas cándidas que no paran de rogar por la salvación del planeta Tierra, por la preservación del hábitat de la humanidad, contra la extinción de las especies, harían bien en precisar que es del capitalismo en todas sus facetas del que hay que salvarlo, y que ello comporta su abolición, que es la de las desigualdades, de las jerarquías, de los aparatos políticos, de la división del trabajo, del patriarcado, de los ejércitos y de los Estados.

La Naturaleza ha pasado plenamente a formar parte de la economía; ha dejado de ser un entorno inmutable que soporta a una sociedad evolucionando históricamente. Se ha «civilizado» Tierra, mar, aire y seres vivos son meros objetos de mercado. La sociedad, capitalista por supuesto, se apropia de la Naturaleza, o como se suele decir, del medio ambiente, igual que se había apoderado antes de la sociedad. La Naturaleza ya no queda fuera de la historia, no es ajena al tiempo lineal de la sociedad de masas, puesto que las catástrofes que la afectan tienen origen social. Son consecuencia de un proceso histórico ligado al ascenso y consolidación de una clase que funda su poder en el control de la economía: la burguesía. Y esa misma clase, históricamente transformada, ha tomado conciencia de que el nuevo empuje de la economía —de un mayor avance en el saqueo del territorio— depende de la administración de las catástrofes que su despliegue ha provocado. La guerra contra la naturaleza continúa pero disimulada bajo una aparente paz ecológica. El catastrofismo es ahora parte importante de la ideología dominante —la de la clase dominante, hasta hace poco optimista y progresista— puesto que el pesimismo es más de recibo en un mundo que hace aguas. El desastre no se puede negar ni reconducir. Hay que admitirlo. La basura campa a sus anchas, el ocio industrializado hace estragos, la biodiversidad se pierde y la opresión se multiplica. El mensaje actual del poder es claro: la catástrofe es real, la amenaza del colapso es muy plausible, pero la responsabilidad compete a una humanidad abstracta, ávida de riquezas, muy prolífica y genéticamente autodestructiva. Resulta que todos somos culpables de la catástrofe por ser como dicen que somos, animales que persiguen exclusivamente el beneficio privado. Solamente los dirigentes pueden librarnos de ella, porque solo ellos tienen la capacidad, los conocimientos y los medios necesarios para hacerlo sin frenar el crecimiento económico ni modificar en lo sustancial el modelo financiero. En fin, conservando con fidelidad el statu quo, no afectando en lo fundamental las estructuras políticas y sociales.

La solución de los dirigentes radica en un nuevo sistema industrial de producción y servicios controlando los flujos migratorios y caminando de la mano de tecnologías «verdes», las verdaderas protagonistas de la «transición» del viejo mundo ecocida con sus fuentes de energía «fósil» al nuevo mundo sostenible con sus «yacimientos» de energía «renovable». La nueva economía «baja en carbono» llega en auxilio de la vieja economía petrolificada, no para desplazarla, sino para complementarla. Ambas son extractivistas y desarrollistas. Las multinacionales dirigen toda la operación: el capitalismo es quien reverdece. Así pues, el consumo de combustible fósil no se verá afectado por la producción de agrocarburantes y de energía de fuentes que de «renovables» no tienen más que el nombre. El consumo mundial de energía que los dirigentes tildan de «verde» nunca sobrepasará a la «fósil»: en la actualidad no llega al 14% del total. Por consiguiente, las centrales nucleares, las térmicas, las incineradoras, las metanizadoras, la fractura hidráulica y los embalses incrementarán su presencia, esta vez en compañía de las industriales eólicas, fotovoltaicas, termosolares y de biomasa. Las nuevas tecnologías sostienen a la sociedad explotadora, dependen de ella tanto o más que lo contrario. El crecimiento, el desarrollo, la acumulación de capital o como quieran llamarlo, se apoya ahora en la economía «verde», en la «sostenibilidad», en los puestos de trabajo «verdes», en las innovaciones ecotécnicas que concentran poder y refuerzan la verticalidad de la decisión. El ecologismo de Estado es su nuevo valedor, la vanguardia profesional auxiliar de la clase política alumbrada por el parlamentarismo, el voraz consumidor de los fondos públicos y privados destinados a financiar proyectos de apuntalamiento sistémico y rentabilización de la marginalidad.

Un ecologismo de ese tipo es casi imprescindible como instrumento estabilizador de la fuerza de trabajo expulsada definitivamente del mercado, pero todavía lo es más como arma de deslocalización de las actividades contaminantes hacía países pobres, cuya mayor oportunidad de formar parte de la economía global consiste en convertirse en vertederos. El ecologismo de Estado viene representado primero por una gama de partidos de corte ecoestalinista, fruto del reciclaje del estalinismo residual, clásico, bajo los parámetros del ciudadanismo populista, como por ejemplo Podemos, Comunes, IU o Equo (y ahora Sumar). A continuación vienen un montón de colectivos y asociaciones reformistas que no van más allá de la economía «solidaria» de mercado, el consumo «responsable», la explotación de energías «renovables» y el desarrollismo «sostenible». Mayor grado de complicidad con el orden tienen los ecologistas patentados de las grandes ONG’s del estilo de Greenpeace, WWF, Extinción-Rebelión o Green New Deal, que aspiran a convertirse en lobbies, y sobre todo los tertulianos «transicionistas», los «colapsólogos» y las vedettes del espectáculo conmovidas por la devastación planetaria. Sin embargo, el núcleo duro de esa clase de ecologismo está compuesto por una fauna considerable de arribistas cretinos, trepas advenedizos y aventureros aprovechados que se distribuye por las instituciones, los medios, las redes sociales y las cúpulas orgánicas en tanto que expertos, asesores, consejeros y directivos. Se puede confeccionar una extensísima lista con sus nombres. El común denominador de todos ellos es no constituir una amenaza para nada ni para nadie. No cuestionan los tópicos fundacionales del dominio burgués —«democracia», «progreso», «Estado de derecho»— sino más bien lo contrario. Realmente no quieren acabar con el capitalismo ni desindustrializar el mundo. Sus miras son mucho menos ambiciosas: la mayoría se dará por satisfecha con ver incluidas algunas de sus propuestas en las agendas de los partidos principales y los gobiernos. Al fin y al cabo, su trabajo vocacional se limita a presionar a los políticos, no a expurgar la política. Intentan ejercer de intermediarios en el mercado territorial a través de normativas conservacionistas, tal como hacen los sindicatos en el mercado laboral.

El Estado vertebra o desvertebra la sociedad en función de poderosos intereses privados, los intereses de la dominación industrial, y no en beneficio de las masas administradas. Es algo inamovible. El saqueo del territorio que las elites económicas practican está siendo facilitado por las instancias estatales, que se alimentan de él reforzando de paso su estructura jerárquica, consolidando la clase político-funcionarial y extendiendo los mecanismos de control de la población. No hay Estado «verde» posible, porque ningún Estado que se precie va a actuar en contra de sus intereses, y estos pasan por la explotación intensiva de los recursos naturales más que por el decrecimiento. La detención de la catástrofe implicaría la del desarrollo, con temibles derivaciones como la erradicación del consumismo, el desmantelamiento de las industrias, las autopistas y la gran distribución, la desurbanización del espacio, la disolución de la burocracia, la descentralización total de la producción energética y alimentaria, el fin de la división del trabajo, etc., todas contrarias al carácter del Estado producto de la civilización industrial. Por eso el ecologismo del Estado preferirá distraer a su público con pequeños gestos superficiales de responsabilidad ciudadana. No irá más allá de los impuestos, los decretos y las comisiones de seguimiento; no sobrepasará la recogida selectiva de basuras, la limitación de la velocidad a 80 Km/h, el fomento de la bicicleta, la promoción de los alimentos orgánicos, el alumbrado de bajo consumo o la prohibición de determinados envases de plástico, nada de lo cual contribuirá visiblemente al cambio ecológico o a la democratización de la sociedad. El Estado reposa sobre una población infantilizada, excluida de la decisión y despolitizada, volcada en su vida privada; el Estado se nutre de una sociedad artificial, estratificada, clasista, en fuerte desequilibrio con el entorno y por consiguiente insostenible. Si una sociedad así nunca será ecológicamente viable, tampoco lo será un Estado forjado en su seno por mucha voluntad que alguno le ponga. Los falsos ecologistas adoran al Estado por encima de todas las causas.

Los verdaderos ecologistas están en otra parte. Los auténticos ecologistas son antidesarrollistas. Su programa rechaza el papel preponderante de la técnica en la orientación evolutiva de la sociedad, es decir, condena como falacia perniciosa la idea de «progreso». Asímismo, critica y combate la concentración de la población en conurbaciones y la proletarización de la vida de sus habitantes, tanto en su dimensión material como en la moral. Lucha contra la alienación y consecuencia necesaria de la masificación. Para ellos la civilización industrial y el Estado que la representa son irreformables y hay que combatirlos por todos los medios, desde luego, medios que no contradigan a los fines. Boicots, marchas, ocupación, movilizaciones, etc. La defensa del territorio es antiestatista y anticapitalista tanto en la forma como en el contenido. Busca la salida del capitalismo, la desmercantilización del territorio y las relaciones humanas, y la gestión pública a través del ágora, es decir, de las asambleas. La catástrofe ecológica no podrá conjurarse más que con un cambio drástico del modo de vida, una «desalienación», lo que nos remite a la restitución del metabolismo normal entre la urbe y el campo, a la unificación del trabajo intelectual y físico, a la supresión de la producción industrial, a la abolición del trabajo asalariado, a la extinción de las formas estatistas… La cuestión teórica y práctica que se plantea consiste en cómo elaborar una estrategia realista de masas para llevar a cabo los objetivos descritos. La salvación del planeta y de la humanidad doliente dependerá de que la capacidad que tenga la población oprimida para salir de su letargo y emprender el largo camino de la resistencia con el fin de acabar con un mundo aberrante y construir en su lugar una sociedad verdaderamente humana.

FUENTE:  https://www.briega.org/es/opinion/cuidado-con-ecologismo-estado

lunes, 13 de abril de 2020

¡No!


Por TOMÁS IBÁÑEZ

Es obvio que la actual crisis provocada por la pandemia del COVID-19 hace aún más perentoria la exigencia de gritar un clamoroso ¡NO! frente a un capitalismo y a un sistema social abyecto, contra el cual muchas personas venimos luchando desde largo tiempo. Hay que gritar NO y, además, procurar actuar en consecuencia. Bienvenidos sean, pues, los renovados e intensificados esfuerzos por poner de manifiesto la insoportable barbaridad del capitalismo y apelar a las luchas contra él.

Pero, esta crisis también nos convoca a decir NO al autoengaño que practica un amplio sector de ese espectro revolucionario antiautoritario, en el cual me sitúo. Ese autoengaño consiste en creer y hacernos creer, que el capitalismo podría estar tocado de muerte por esta crisis y que la pandemia dará lugar a un intenso ciclo de luchas capaz de transformar el mundo. Por fin, las clases populares van a percibir de forma diáfana la necesidad de dar la espalda al sistema, y nos toca contribuir a dar la estocada final a un capitalismo moribundo. «Pueblos del mundo, aún otro esfuerzo» reza un texto reciente que acompaña su título con ecos de la Internacional: «El mundo cambia de base».

De hecho, están proliferando los textos que presentan la actual situación como una gran oportunidad para salir por fin del capitalismo y poner fin a sus estragos. Casi se celebra la aparición de la pandemia porque esta puede alumbrar la toma de consciencia que propiciará la transformación del mundo.

Si no aplaudo a esos bien intencionados textos, y frecuentemente interesantes, es por un doble motivo.

El primero es porque el deseo de revolución, que siempre debemos mantener vivo con independencia de que creamos o no que se pueda traducir en un proyecto de revolución, puede ocasionar enormes distorsiones de la percepción de la realidad. Sobre todo, en los momentos en los que está se vuelve incierta y angustiosa.

El segundo motivo es porque esos textos hacen dar un gran paso atrás a las luchas contra el sistema capitalista y sus estructuras de dominación, retrotrayéndolas a tiempos y esquemas revolutos.

¿Distorsión de la realidad? Veamos. Me temo que, si bien es cierto que la pandemia va a lanzar a la lucha a una parte de la población, sobre todo aquella que va a sufrir las peores consecuencias del «relanzamiento» de la economía capitalista, otra parte no desdeñable de la población, sobre todo la mas traumatizada por el miedo y por eventuales desastres familiares, nada va a querer saber de agitaciones con sus correspondientes incertezas, y puede decantarse más bien hacia demandar mayor disciplina y orden social. ¿O no? No cabe arropar la post-crisis exclusivamente con los adornos de la esperanza revolucionaria.

Así mismo, no cabe duda de que el capitalismo acusa un duro golpe en su hoja de ruta de continuada expansión, pero nada indica que se vaya a realizar por fin el manido lema de «la crisis final del capitalismo». Lo hemos oído tantas veces que casi da rubor volver a hacerlo. Lo más probable es que el capitalismo cambiará algunos de sus aspectos (para bien o para mal) y que como lo viene haciendo desde que se implantó absorberá los problemas para fortalecerse con su resolución. Puede que lo que digo a este respecto sea también una distorsión de la realidad, pero, de momento la historia del capitalismo indica lo contrario.

Por fin, esa percepción de la realidad que augura un mundo mejor contribuye a enmascarar el rápido avance de un totalitarismo de nuevo tipo que muestra sus colmillos no solo en Corea y en China, sino también en Afganistán y en Palestina con los drones armados, así como en los engendros producidos en la Silicon Valley (GAFA). Ese totalitarismo discurre por las vías del control social (geolocalización, reconocimiento facial, etc.) pero también por la medicalización de la vida y por la ingeniería genética. No percibir que la pandemia facilita su avance y que urge hacer frente a esa realidad es algo que acompaña la percepción de un futuro prometedor.

¿Paso atrás? Veamos. El segundo motivo por el cual recelo de esos textos es porque frente a la fascinación por un cambio total (todo o nada) y por el viejo gran relato de la insurrección victoriosa, los planteamientos posteriores a Mayo del 68 habían conseguido orientar las luchas hacia el desmantelamiento, en el presente, de los dispositivos de poder articulados por el capitalismo, o vigentes en su seno (como por ejemplo el patriarcado). Esa multiplicación y diversificación de los frentes de resistencia y de subversión ha arrancado avances notables para las libertades y para las vidas de la gente, sin supeditar todo ello al gran cambio social que, por propia definición, siempre se sitúa fuera del presente mientras no haya acontecido.

Los llamamientos a la convergencia de las luchas, unificadas en el objetivo de acabar con el capitalismo, olvida que para que las luchas puedan converger primero tienen que ser múltiples, y que, si bien esa convergencia es deseable, lo propio es que se produzca por la propia presión y la propia lógica de los acontecimientos (como ocurrió por ejemplo el 15M) y que la tendencia homogeneizante no debilite las energías de las luchas parciales (como también ocurrió después del 15M). Resulta además que esos textos suelen descalificar como factores de división y de debilitamiento de la lucha todo lo que se despliega fuera de la gran lucha unificada contra el capital.

Ahora bien, lo que estoy comentando no se inscribe contra la exigencia de denunciar el capitalismo y de luchar contra él, eso es absolutamente inexcusable, pero sí se desmarca de una tendencia que me parece percibir en estos momentos en buena parte de los análisis, y que creo que es perjudicial para la eficacia de las luchas.

Imagino que la tentación de descalificar la postura que expongo diciendo que invita a bajar los brazos y a renunciar a la lucha puede ser fuerte. Dejadme pues, que repita lo que he escrito en múltiples ocasiones, y sigo manteniendo: aun en las condiciones más adversas la lucha siempre es posible, la única condición absolutamente necesaria es que exista voluntad de lucha. Si esta voluntad se manifiesta no es menester que se persigan o que se esperen resultados definitivos y de gran alcance, como bien lo sabía el Ulises de Albert Camus.


sábado, 4 de abril de 2020

Virus, clase y nación


29/03/2020

Escribía Albert Camus que lo terrible de la peste no es sólo que arrebata la vida de los seres humanos, sino que desnuda su alma. La pandemia ha puesto al desnudo el semblante de un mundo y unas sociedades cuyos rasgos han sido cincelados por décadas de globalización neoliberal. Es cierto que el virus no conoce fronteras, ni distingue entre gente común o celebridades. Aunque tal vez ni siquiera sea él quien, a decir verdad, haya llamado a nuestra puerta. Los científicos acabarán por dilucidarlo. Es posible que esta epidemia, como otras anteriores, tenga su origen en la alteración de determinados ecosistemas; de tal modo que hayamos entrado en contacto con un organismo que, normalmente, hubiese permanecido alejado de nosotros. En cualquier caso, al igual que bajo una tormenta de verano el agua se precipita a raudales por cauces secos y arroyos, el contagio fluye impetuosamente por los hondos surcos de las desigualdades sociales. No debería ser una sorpresa. Desde hace tiempo la experiencia empírica de sindicatos y movimientos sociales coincidía con los estudios de los expertos: las situaciones de paro, los bajos ingresos, el difícil acceso a la vivienda… en una palabra: todos los rasgos asociados a la precariedad y la pobreza constituyen determinantes de primer orden por cuanto se refiere a la salud de las personas. Hoy sabemos que el coronavirus está afectando con especial intensidad a los barrios obreros. Así lo denunciaba un reciente comunicado de la Federación de Asociaciones Vecinales de Barcelona. Así, por ejemplo, en Roquetes, en el noreste de la ciudad, se alcanzaba la tasa de positivos más alta —533 por cada 100.000 habitantes— frente a los 77 casos registrados en el acomodado barrio de Sant Gervasi-Galvany. Las zonas donde vive la población con rentas más bajas reúnen a su vez los mayores factores de riesgo: condiciones de vida difícilmente compatibles con las medidas de higiene y distancia social que recomiendan las autoridades sanitarias, pocos perfiles profesionales susceptibles de recurrir al teletrabajo, gente con mayor exposición al contagio empleada en supermercados, servicios de limpieza, fábricas…

La epidemia adquiere así un sesgo de clase. Aquí y en todas partes. Y no sólo porque llueva sobre mojado, sino por la gestión que pretenden hacer de su impacto algunos gobiernos, ya sea por soberbia, inconsciencia o cinismo. Hemos podido comprobarlo estos días con la actitud insolidaria de Holanda y Alemania ante la demanda, por parte de los países del Sur, de un esfuerzo mancomunado de Europa para hacer frente a la devastación que dejará tras de sí la pandemia. ¿Acabará imponiéndose la razón ante la evidencia de que el hundimiento de las economías de España o Italia afectaría gravemente a los hacendosos Estados del Norte? Eso esperan los optimistas. Pero nada es menos seguro. Los mismos que piensan, como el antiguo ministro de finanzas holandés Jeroen Dijsselbloem, que a orillas del Mediterráneo «nos lo gastamos todo en licor y mujeres», no tienen ningún escrúpulo en facilitar la elusión de impuestos por parte de grandes empresas extranjeras —entre las que se cuentan conocidas firmas españolas—, haciendo de los Países Bajos una suerte de paraíso fiscal dentro de la UE. Según algunas estimaciones, en torno a un 30% de su recaudación anual provendría de esos tributos detraídos a las correspondientes haciendas nacionales, eso sí, de modo legal, a través de empresas instrumentales, utilización de marcas y otros artificios. Sin olvidar que los bancos alemanes fueron en su día partícipes y grandes beneficiarios de la fiesta del ladrillo en España. Es inútil especular sobre lo que ocurrirá en los próximos meses. La crisis que se avecina será de tal magnitud que podría dar al traste con la UE. Cabe esperar, sin embargo, que las élites de los Estados que han sacado mayor provecho de las asimetrías del euro intenten mantener, o incluso reforzar, su preeminencia tras el shock. El Covid-19 merma las defensas naturales de los más débiles, pero no disminuye el apetito de los poderosos.

Ni tampoco inspira una mejor disposición a quienes estaban previamente aquejados de fiebre nacionalista. Poco tardó Trump en hablar del «virus chino» que se cernía sobre América. Pero, imperiales o provincianos, todos los nacional-populismos reaccionan de modo similar. El discurso del President Torra y su entorno ha adquirido estas semanas tintes inquietantes. Todas las medidas del Estado de Alarma son leídas como agravios nacionales y los esfuerzos por soliviantar a la opinión pública de Cataluña contra el gobierno español devienen constantes. Es ya frecuente que, sin el menor comedimiento, los voceros del «procés» se hagan eco de los hashtag de Vox para increpar a Pedro Sánchez. El conocido jurista Hèctor López Bofill, próximo a Puigdemont, acaba de publicar este twitt: «Con 1.070 muertos sobre la mesa, supongo que aquellos que alegaban que los catalanes nunca llevaríamos la secesión hasta sus últimas consecuencias porque teníamos mucho que perder se han quedado sin argumentos. Cataluña será independiente y lo será pronto». No se trata del delirio de un individuo, sino de un sentir sistemáticamente promovido desde la derecha nacionalista, mientras una pusilánime ERC agacha la cabeza. Ayer, «España nos robaba»; hoy, «nos está matando». Más aún: quienes no abracen la causa independentista tendrán las manos irremisiblemente manchadas de sangre catalana. Es igualmente imposible predecir hasta qué punto semejante mensaje calará en la sociedad. La prueba a que se ve sometida hace brotar raudales de solidaridad en su seno y un aprecio inmenso por aquellas conquistas sociales que, como la sanidad pública, fueron tan duramente golpeadas por esos mismos «patriotas» en la crisis anterior. Con una redoblada vehemencia para ocultar sus responsabilidades, tratan ahora de expandir el virus del odio, la amenaza más letal para la convivencia. La peste vuelve a desnudar nuestras almas.

miércoles, 3 de abril de 2019

AMOR Y RABIA se despide de Internet


Tras 6 años de actuar en el espacio digital, el grupo Amor y Rabia desaparecerá de internet y centrará sus actividades en torno al papel.

Motivos para esta decisión hay muchos, pero sin duda la gota que ha colmado el vaso es la directiva de Copyright de la UE, que pone punto final a internet como la hemos conocido hasta ahora. Aunque sus efectos tardarán en notarse, el objetivo es claro: crear un instrumento que permita acabar con la disidencia informativa, camuflando la censura con la defensa de la propiedad.

Se aproximan tiempos difíciles, las nubes ya se asoman en el horizonte. Tras una década viviendo en el Mundo Feliz avanzamos hacia un 1984 supertecnológico en un contexto que cada vez se parece más al de la década de los 20 y 30, cuando la otrora potencia hegemónica —el Imperio Británico— se derrumbaba, dando lugar a un carrera armamentística paralela al establecimiento de bloques económicos autárticos.

El mundo virtual creado por la digitalización está devorando el mundo real y sustituyéndolo por un Pueblo de Potemkin, y convierte Fahrenheit 451 en un juego de niños, como demostró el Estado alemán en 2017, al eliminar con tan sólo apretar un botón una filial alemana de Indymedia. Existir en este decorado, en el que la información es un bien con fecha de caducidad inmediata y de valor ínfimo, es una carrera diaria eterna a ninguna parte, que consume un tiempo inmenso a cambio de (casi) nada.

Tras el final de nuestra presencia digital, nuestras cuentas se mantendrán inactivas y centraremos nuestros esfuerzos en levantar una infraestructura que nos permita volver al mundo real, de papel. Quien tenga interés en apoyarnos puede ponerse en contacto con nosotros a través de nuestra dirección de correo electrónico: colectivo.editorial.ayr@gmail.com. Al resto, agradecer vuestro interés durante estos años. Salud.

lunes, 1 de octubre de 2018

¡El caos!


El Caos cumple, dentro del Orden Social, funciones importantes. La primera consiste en que, fuera del Orden Social, está el Caos. —¿En qué quedamos, maestro?: ¿dentro o fuera? —Bueno, entendámonos: en realidad, la idea del Caos está dentro del Orden, porque es aquí donde se habla del Caos; pero, en esa idea, la realidad del Caos está fuera, porque, si no, a ver cómo se habría constituido este Orden sobre el Caos. ¿Está claro? —Lo que está claro es que es un lío de cuidao. Pero venga, de verdad de la buena: ¿ha habido caos antes de esto? ¿Hay caos por ahí fuera? Fuera de este Orden, por definición, nadie puede asomarse para ver lo que hay: porque si lo que se ve es orden, es que no está fuera; y si no ve orden, no ve nada, porque nuestros ojos no están hechos para ver mas que ideas. ¿Antes de esto?: nadie había para que nos dijera lo que había. Y, sin embargo, los políticos, los Padres de la Patria, los ideólogos, los sabelotodo, tienen que estar a cada paso amenazando con el Caos, y adoctrinando así a su gente, a sus mujeres, a sus niños: «Hay que acatar la Ley, por más que sea dura; o también infringirla, pero pagando la pena que corresponda según ley. Hay que situarse en este mundo, y cumplir, en la medida que uno pueda, con sus obligaciones laborales, y domésticas y ciudadanas; y progresar uno —eso sí— en su situación (es una aspiración legítima), y procurar crear para los suyos las mejores condiciones de desarrollo. Pero tu libertad termina —ya lo sabes— en donde empieza la libertad de tu vecino. Ya sé que estas recomendaciones son poco originales y brillantes, para los anhelos vagos y desordenados que uno siente, según dice, de vivir; pero también se puede vivir dentro de las normas: siempre quedan los fines de semana y las vacaciones y tu jardincito delante de la casa para igualar el césped. Y, además, sobre todo, que si nos pusiéramos todos a no reconocer derechos ni deberes, a despreciar las instituciones y las normas, a vivir cada cual según le viniera en gana, ¿qué iba a ser de nosotros, de toda la Sociedad?: sería el desorden de todos los egoísmos desatados, sería la ley de la Jungla; volveríamos a la Edad Media, a la Edad de Piedra, volveríamos al Caos, del que tanto trabajo y disciplina ha costado salir, y construir esta Sociedad, más o menos buena, más o menos perfecta, pero que te ampara y te sustenta, y que siempre será mejor que volver al Caos.» ¡Uf! Es una maravilla y un consuelo que todavía sigan naciendo niños que no acaban de sentirse convencidos por razones tan sensatas y se quedan rezongando por lo bajo.

—Es natural: ellos no han visto el Caos. —¿Y ustedes sí, señores míos? ¿Se refieren ustedes a la guerra civil española?, ¿a los años del estraperlo?, ¿a los asfixiaderos de judíos en Alemania?, ¿a las matanzas atómicas en el Japón?, ¿a los pudrideros de niños en Indochina?, ¿a los holocaustos de automovilistas todos los fines de semana? No sabíamos que esas cosas estuvieran antes y fuera de este Orden. —Bueno, eso son deficiencias de la máquina, errores en el camino, sacrificios que hay que pagar en aras de lo esencial, que es el mantenimiento (y el progresivo perfeccionamiento) de un Orden Social y de una Autoridad íntegra y justa. —Y eso ¿para qué? —Pues para no caer en la anarquía, en el caos, en el exterminio de los unos por los otros. —Porque usted cree que, si faltase el Orden y la Autoridad... ¿eh? —¡No cabe la menor duda!

«El hombre es lobo para el hombre.» Tal es la fe que funda y justifica el Estado. Sobre ese dictamen una cosa hay cierta: que a los fundadores del Orden, a sus detentadores y a sus defensores, les es absolutamente necesario: necesario creer en él, necesario que se crea en él; si no, están perdidos. Esto es verdad. En cuanto a la verdad del dictamen mismo, eso ya... ¿Quién ha visto a los hombres antes de que fueran hombres, esto es, de que estuvieran socialmente organizados, que tuvieran sus instituciones y autoridades, sus leyes más o menos escritas, y sus hogares y sus dioses? ¿Quién ha visto a los hombres cuando eran lobos? Bastante lobos se ve que son de cuando en cuando ahora, dentro de este Orden. Pero ¿fuera?, ¿antes?

Lo que es las especulaciones de la Ciencia, cuanto más honradas menos van a decirnos sobre el asunto. Tomemos lo de los monos: seamos primos más o menos lejanos de las especies de simios que por ahí malamente sobreviven. Se deduce que algún aire de familia deberíamos tener con ellos. Bien, y ¿qué hay con los monos? Ni siquiera se distinguen por ser muy feroces para con otros animales (son todos —hay que confesarlo— menos animales de presa que, por ejemplo, los tigres o los tiburones o los hombres), y desde luego en el trato entre ellos mismos, si pecan de algo, es de fraternales y sobones, dados a instituciones tan eróticas y cooperativas como la de espulgarse mutuamente, y no por cierto a la de liquidarse los unos a los otros; como tampoco, por cierto, lo suelen hacer los lobos. ¿Querría decir aquel dictamen «Hombre para hombre como lobo para cordero»?

Cierto que ya, en cuestión de monos, recuerdo haber leído hace años un libro divulgativo de un señor Robert Ardrey, americano, titulado African Genésis, a Personal Investigation into the Animal Origins and Nature of Man, donde descubre que, si bien descendemos del mono, es de una rama especial, que eran precisamente depredadores y sabían manejar la porra, como primer atributo de humanidad. Para que se vea a dónde pueden llegar los esfuerzos de la Ciencia por sostener la idea de que, por Naturaleza, somos más bien malos y no se nos puede dejar sueltos.

Y por parte de los etnógrafos, que podían hacernos ver lo que pasa en sociedades más salvajes y más cercanas, como antaño se decía, al estado natural, dejando ya a Malinowsky y a Cristóbal Colón, con la inolvidable aparición de los mansos indios del Caribe y los felices trobriandros del Pacífico, lo más que podían descubrir más tarde los ojos lúcidos y cándidos de Margaret Mead era, en alguna de sus islas, a unas pocas leguas apenas de distancia, un pueblo feroz, constituido sobre la guerra, la disciplina y la dureza, y otro pueblo muy poco constituido, entregado a la dulzura, la despreocupación y los amoríos. Así, ejemplarmente, la Ciencia nos enseña que no puede enseñarnos nada sobre nuestra Naturaleza, nada que apoye o que contradiga la creencia de que somos por naturaleza egoístas y desenfrenados y que, por tanto, Ley, Justicia, Administración, Vigilancia y Número de Identidad es lo que nos conviene y necesitamos.

Que conste, por otra parte, que la misma falta de razón tenemos para creer que los hombres seamos intrínsecamente buenos, como los chimpancés, y para tener una fe positiva en que, si nos libráramos de toda autoridad y freno, nos portaríamos como mansos, sociables y bien avenidos. No: lo único limpio y razonable es la falta de una fe y de la otra, de optimismo como de pesimismo. Un pesimismo negro y profundo es el fundamento de cualquier fascismo, que, convencido de que los hombres, dejados sueltos, no son capaces de otra cosa que de destrozarse y recaer en las tinieblas de la Jungla, se lanza a salvarlos, movido por un Futuro luminoso, estableciendo el Orden total y perfecto, del que ya no quepa escape ni resquicio. Y el fascismo —ya se sabe— no es más que el espejo grotesco de la vulgaridad, y cualquier socialismo, cualquier -ismo, cualquier fe en la organización y el perfeccionamiento de la organización está sostenido en el mismo dogma implícito del pesimismo sobre la naturaleza de los hombres. Pero a ese pesimismo no puede responderle ningún optimismo, que sería el reverso del mismo dogma, y por tanto igual, sino la falta de optimismo y pesimismo, el no saber que los hombres tengan naturaleza alguna.

Nadie ha visto, ni puede verlo, el esquema entero de la Historia, a la manera que San Agustín y Orosio, y otros más tarde, han creído verlo: haría falta ser el Ojo de la Providencia y estar en el mirador del Juicio Final, empezando por creer que hay tal Ojo y tal Juicio; lo cual no se sabe. Si no lo hubiere, el que lucha contra el Orden Establecido estará sencillamente haciendo por disipar los restos de un engaño y un fantasma sanguinolento; si lo hubiere, el que lucha contra el Orden habrá estado a su manera colaborando a la construcción del Orden. Pero en cualquier caso, el que se meta en ello debe saber que está jugándoselas a un juego de cuyo resultado nada sabe. Y hasta puede ser muy bien que las formas del combate, sin que él se dé cuenta, hayan cambiado, según la conveniencia táctica de los tiempos, hasta parecer volverse del revés: que en otros tiempos la lucha consistiera en defendernos de la Naturaleza hostil y la Barbaria, y en estos tiempos consista en defendernos de la organización vencedora de la naturaleza y la barbarie; y que, parodiando lo que dicen Ellos, los que antaño jugaban a asolar las murallas de las ciudades, sean los mismos que ahora juegan a construir murallas de bloques suburbanos en torno a los restos de las ciudades.

Por lo pronto, rapaz (y a esto es a lo que tienes que atenerte), el único caos que conoces es este en que te encuentras envuelto y consumido cada día: un caos ciertamente conseguido por vía de organización y de organización de la organización: el caos de los semáforos y las señalizaciones; el caos de los horarios y los cambios de horario; el caos de la Economía, de las progresivas escaladas de precios y salarios, de las inflaciones, devaluaciones y sobresaltos del Dinero; el caos de la planificación, de los planes de edificación de bloques, de los planes de estudios cambiantes a velocidad progresivamente acelerada. Y cada nuevo funcionario que, movido por la mejor buena fe -pongamos-, intenta con nuevos planes, nuevos formularios y remodelaciones, acudir a los defectos de la organización y perfeccionarla está de hecho contribuyendo al aumento del caos organizativo. Eso es, rapaz, hoy por hoy, el Caos. No será un mar de olas y turbiones, sino de papeles, cifras, organismos, siglas de Empresas y de Partidos, planes, constituciones; pero es igual: es en ése en el que te estás ahogando.

9 diciembre 1978


domingo, 23 de septiembre de 2018

Sobre las verdaderas intenciones del neolerrouxismo de «Ciudadanos» en Catalunya

 

2 septiembre 2018

Las siguientes reflexiones llegan un poco tarde pues estaban pensadas de cara a los resultados de las elecciones autonómicas de diciembre de 2017, donde la formación política naranja arrasó como un tsunami en las áreas metropolitanas de extracción obrera en Catalunya. Desde el independentismo catalán (tanto el de derechas como el de izquierdas) se ha colgado la etiqueta de «lerrouxista» al partido de Albert Rivera e Inés Arrimadas y creo que muy acertadamente, ahora bien, en lo que no estoy en absoluto de acuerdo es en la interpretación que, a posteriori, se hace de la naturaleza de este movimiento de principios del siglo XX y por ende del que se considera su heredero ideológico actual: se hace básicamente hincapié en su demagogia anticatalanista y pseudo-obrerista considerando que el principal objetivo de Alejandro Lerroux era la lucha política contra los nacionalistas catalanes del momento; discurso que, repito, reproducen incluso las versiones más «izquierdistas» del independentismo.


Pues hay que decir contundentemente que no es así. El principal objetivo del demagogo españolista conocido como el «Emperador del Paralelo» era neutralizar al anarcosindicalismo revolucionario intentando enfrentar a los trabajadores autóctonos y emigrantes que constituían su abigarrada masa social. Es decir, la estrategia burguesa-reaccionaria de siempre consistente en introducir el discurso étnico-identitario para sustituir la solidaridad de clase: estrategia que favorecía, por otra parte, al catalanismo excluyente de la 'Lliga Regionalista' en un bucle que se retroalimentaba. Así, en un inicio, el lerrouxismo tuvo cierto éxito disputándole una parte de la clase trabajadora a los libertarios convirtiéndose en un partido de masas bien estructurado con juventudes, sección femenina etc (protagonizando duros enfrentamientos con los anarquistas) si bien al final acabó perdiendo la batalla por la hegemonía en el medio obrero, derechizándose progresivamente y acabando (a través de su líder) por apoyar a los sublevados durante la Guerra Civil española.

¿Es que acaso alguien puede pensar que el principal enemigo de un nacionalismo es otro nacionalismo? Hay un dicho que dice: «Las guerras las hacen personas que no se conocen y se matan dirigidas por personas que se conocen pero no se matan». Es bien sabido, que mientras Alejandro Lerroux y la burguesía catalana de la Lliga ponían en escena su simulacro de enfrentamiento, sembrando la discordia entre los trabajadores, no tenían reparos, por otra parte, en compartir mesa en la zona alta de Barcelona. Y así, hoy en día, sus herederos ideológicos (Ciudadanos y PDeCAT) ponen en escena la misma teatralización con idénticas consecuencias: El resultado es que los apoyos que la clase obrera catalana ha dispensado históricamente a los socialistas, y quizás también a otras expresiones de la izquierda institucional, están mudando al partido naranja, desesperando a estas formaciones políticas que incluso (en ciertas ocasiones) han mirado de comprarle el discurso para frenar la fuga de votos: recordemos los movimientos, hace años, de Celestino Corbacho en el Hospitalet para separarse del PSC (que, en aquel momento, consideraba demasiado catalanista) para crear la Federació Catalana del PSOE o, años más tarde, las infortunadas palabras de Pablo Iglesias exhortando al orgullo extremeño y andaluz (que parecía presentarse como oposición a lo catalán) en un mitin en Barcelona, palabras criticadas incluso por miembros de su propio partido por dividir a la clase obrera.


Por otra parte, la otra cara de la moneda, del españolismo de raigambre obrera, que representan figuras como Gabriel Rufián, ya que algún sociólogo sitúa su liderazgo como causa del ligero aumento del independentismo en las zonas de voto a Ciudadanos, queda patente si analizamos la ideología de ERC con respecto al partido naranja: los dos provienen del radicalismo pequeñoburgués de centro e incluso, si buceamos en la historia, nos encontraremos a sectores provenientes del lerrouxismo y del republicanismo catalanista compartiendo el mismo espacio político en algunas alianzas electorales: al fin y al cabo, hoy como ayer y en ambos casos, solo se espera de la clase obrera que aporte el apoyo necesario para encumbrar a unas clases medias dispuestas a mantenerse a flote a costa de los perjudicados de siempre.

Resumiendo: Los anarquistas debemos estar alerta de no caer en este escenario de polarización identitaria sin comprarle el discurso al independentismo burgués ni tampoco a la demagogia neolerrouxista. Se trata de una tarea harto difícil debido a la actual situación política. Recordemos siempre que hay que organizar a (y organizarse con) la clase obrera independientemente de la lengua que hable o de la identidad nacional con la que se identifique.

jueves, 22 de febrero de 2018

Capitalismo y darwinismo, el uno para el otro



Los programas televisivos sobre la naturaleza suelen mostrar a un depredador acechando la presa, luego quizá persiguiéndola hasta matarla y finalmente arrancando los pedazos de carne con los dientes ensangrentados, mientras los carroñeros esperan impacientes y a su vez disputan entre sí.

Los videos sobre la naturaleza siguen casi todos este patrón se refieran a dinosaurios, a la vida en el mar o a microbios. Se trata aparentemente de garantizar en los televidentes, por lo general desprevenidos y mal informados y con tendencia a creer en lo que ven en la pantalla —que muchas veces es su única fuente de información— que la naturaleza es un gran comedero donde se da un tópico favorito: la lucha de todos contra todos necesaria a la selección natural y a la supervivencia de los más aptos, y a la economía promovida por el liberalismo.

Es en realidad un tópico suscitado en Inglaterra en tiempos en que grupos dominantes necesitaban afirmar una ideología que justificara los desmanes que el Imperio británico estaba cometiendo en todo el mundo, en lo que algunos historiadores llamaron «aventura comercial».

Como aquel imperio tuvo sucesión, la ideología que lo sustentó también la tuvo: es el maridaje que se dio y subsiste entre la doctrina de la evolución y el capitalismo; entre Darwin y su patrocinador Thomas Huxley; entre el propio Darwin con El origen del hombre y Hitler con Mi Lucha; entre los neoliberales y la supremacía del más fuerte, trasunto transparente de la «lucha por la vida» y el triunfo de los «más aptos».

Darwin era un ser abúlico, sin grandes necesidades personales ni sociales, un ministro de la Iglesia de Inglaterra como quisieron sus padres, un aficionado al naturalismo con tendencia al racismo que aparece neta en El origen del hombre.

El titulo de su obra más conocida, El origen de las especies, está acortado intencionalmente por sus partidarios. Sigue con Preservación de las razas más favorecidas en la lucha por la vida. Razas más favorecidas y lucha por la vida, son tópicos retomados por el nazismo.

En su libro Mein Kampf (Mi lucha), Hitler plantea con total claridad el origen del hombre en términos evolucionistas, no religiosos ni míticos. Dice: «Lo que liberó al hombre del mundo animal fue su capacidad de hacer descubrimientos. Muchos de ellos se basaban en el ingenio, cuyo uso facilitó la lucha por la supervivencia y el éxito en la misma».

Menciona con todas las letras la lucha por la supervivencia darwiniana, y agrega que los artificios que ayudaron a los cazadores primitivos en la lucha por la vida, ahora sirven bajo la forma de inventos cientificos «para ayudar al hombre en la lucha por la supervivencia».

En otro punto, Hitler sostiene que los débiles físicos o mentales no deben reproducirse, para no trasladar su debilidad la prole. «Un Estado de concepción racista debe sacar al matrimonio del plano de una perpetua degradación racial y consagrarlo a crear seres a imagen del Señor y no monstruos, mitad hombres y mitad monos».

«Es deber del Estado racista reparar los daños ocasionados en este orden (racial). Debe empezar por hacer de la raza el punto central de la vida general; velar por la conservación de su pureza, consagrar al niño como el bien más preciado de su pueblo; cuidar de que solo los individuos sanos tengan descendencia. Debe inculcar que existe un oprobio único: engendrar estando enfermo o siendo defectuoso.»


Considera un honor impedir la reproducción de los defectuosos y que dignifica en esos casos renunciar a la descendencia. «Debe considerarse execrable privar a la nación de niños sanos».

«El Estado tendrá que garantizar un futuro milenario frente al que nada significa el deseo ni el egoísmo individuales. El Estado debe poner los más modernos recursos médicos al servicio de esta necesidad. Todo individuo notoriamente enfermo y efectivamente tarado, y como tal susceptible de transmitir por herencia sus defectos, debe ser declarado inepto para la procreación y sometido a tratamientos esterilizantes.»

(La necesidad de evitar la descendencia, incluso mediante la intervención estatal más cruel, está tomada de las ideas de Darwin agravada con prejuicios que en Hitler eran mucho más fuertes que en Darwin y tuvieron consecuencias desastrosas).

Darwin en El origen del hombre

El darwinismo no fue creación solo de Darwin. Él especuló sobre la variabilidad de las especies y sacó conclusiones sobre las experiencias de los ganaderos de su país, que seleccionaban cerdos gordos y vacas de patas cortas y ubres hipertróficas; expuso la posibilidad de que un proceso similar se diera en la naturaleza y por fin se aventuró a teorizar sobre el ser humano en base a conjeturas y a datos de viajeros, a veces fabulosos.

Los cerdos y las vacas de los granjeros, librados a sí mismos, no tardarían en desaparecer por inhábiles para sobrevivir en la naturaleza.

Pensemos en la relación de un jabalí con un cerdo doméstico y de una vaca actual con el uro euroasiático del que proviene por domesticación para notar la diferencia entre la obra de la naturaleza y la del hombre.

El darwinismo es una interpretación sórdida de la naturaleza y de la vida, basada en una antropología tenebrosa, como lo es el neoliberalismo en la sociedad humana. El modelo es un campo de batalla donde sobreviven los que tienen alguna ventaja, como en el libre mercado capitalista.

El evolucionismo ha terminado por describir las relaciones entre seres vivos en los mismos términos que los economistas de la escuela clásica a partir de Malthus y Spencer, como relación costo-beneficio, explotación de recursos y ventajas competitivas, así entre verduleros como entre algas.

Darwin demoró en publicar El origen de las especies hasta que tuvo noticias de que otro biólogo inglés, Alfred R. Wallace, publicaría un trabajo en que llegaba a conclusiones similares. Pero vaciló y cambió su texto. En la edición que para él debía ser final había poco espacio para la selección natural y demasiado para las características de los animales domésticos.


Los científicos que lo patrocinaban, más astutos que él, o en mejor conocimiento de sus fines, lo indujeron a cambiar el texto. Eran el botánico John Hooker, el geólogo Charles Lyell y, sobre todo, el zoólogo Thomas Henry Huxley. Todos ellos eran supremacistas blancos embanderados en la causa del Imperio, fundadores del exclusivo X Club, que veían en las doctrinas de Darwin una confirmación de las suyas, conveniente para la propaganda.

El supremacismo blanco anglosajón entendía que el Imperio, igual que los más aptos en la naturaleza, debía dominar a otros pueblos por la economía y la fuerza militar.

Estos promotores fueron los creadores del darwinismo como premio a los más aptos más allá de las opiniones del propio Darwin.

Una opinión científica

Preguntado sobre el origen del darwinismo el biólogo español Máximo Sandín contestó:

«Hay un componente muy importante en el mantenimiento de las ideas darwinistas y su expansión: el de 'adoctrinamiento social'. Hay diferentes motivos, unos más determinantes que otros. En primer lugar, Darwin estaba en el lugar oportuno en el momento oportuno: en el centro del mayor imperio mundial que ha existido y en pleno auge de la revolución industrial, con las injusticias que ambos generaban; su ocurrencia de la selección natural justificaba muchas cosas. En segundo lugar, Darwin es un icono de la cultura anglosajona y sus raíces calvinistas.

»Sus ideas reflejan a la perfección sus valores: el individualismo, el mirar por sí mismo, la predestinación (en términos darwinistas, 'determinismo genético'), la competitividad… A un científico anglosajón le resulta casi impensable que no exista la selección natural.

»Desde el principio, este darwinismo tuvo un gran apoyo por parte de los grandes magnates mundiales, como Rockefeller o Carnegie, que apoyaron las investigaciones de los científicos darwinistas. John Rockefeller afirmó que la supervivencia del más apto era una ley natural y divina, es decir, que las cosas son como son porque son leyes naturales.

»En definitiva, que el libre mercado y el darwinismo van en el mismo paquete. Por si no queda claro, repetiré una frase de Friedrich von Hayek, premio Nobel de Economía y asesor de Reagan, Thatcher y Pinochet: "Las demandas de justicia social carecen de sentido porque son sencillamente incompatibles con cualquier proceso natural de carácter evolutivo".

»Finalmente, hay un componente que yo creo fundamental para que el darwinismo se mantenga a pesar de la enorme cantidad de datos verdaderamente científicos que se están acumulando y que contradicen radicalmente sus hipótesis: el componente económico y de poder. La concepción reduccionista de los genes como 'unidad de información genética', que ya sabemos que no es cierta, es esencial para los grandes negocios y para las prácticas de manipulación genética de las grandes industrias farmacéuticas y biotecnológicas, especialmente de los cultivos transgénicos, que ya sabemos a quiénes pertenecen. Estas grandes empresas son las principales financiadoras de la investigación biológica.»

La teoría darwiniana de la evolución, obra más de supremacistas británicos que del propio Darwin, empezó justificando una política. Es reiterativo en la historia que detrás de un interés muy fuerte haya una concepción ideológica adecuada, como el catolicismo y la necesidad de divulgar el evangelio y salvar almas para la invasión de América a partir de 1492, el saqueo de sus riquezas y el genocidio de su población.

Los más aptos para la lucha por la vida eran por un corrimiento que también parecía natural y no tenía contradictores —salvo algunos dominados— los mismos que impulsaban el comercio mundial, disponían de una flota poderosa para hacer entrar en razones a los reacios y de un entrenamiento militar cuidado y exigente.

Son visibles las similitudes y a veces coincidencias hasta de detalle, entre El origen del hombre de Darwin y Mi lucha de Hitler. Darwinistas y neodarwinistas niegan la similitud y a veces se molestan cuando se la menciona, pero se ocuparon de recortar el título de la obra principal de Darwin y dejaron en la penumbra su último trabajo.

Por supuesto, Darwin no era nazi y posiblemente hubiera rechazado el racismo explícito, pero entre él y lo que padeció la humanidad el siglo siguiente hay continuidad, incluso un parentesco ideológico indudable.

Para el darwinismo, la selección natural es la fuerza creadora principal del cambio evolutivo. Darwin vacila ante el concepto de «raza» humana. En El origen del hombre dice: «Las razas o especies humanas, llámeselas como se quiera ¿se sobreponen mutuamente y se reemplazan unas a otras hasta el punto de llegar a extinguirse algunas?». Y concluye que la respuesta a esta y otras preguntas que se formula «debe ser evidentemente afirmativa». Es decir, las «razas» humanas se sobreponen y se reemplazan entre ellas al punto de extinguirse. Entendemos entonces la frase de Churchill sobre el destino de los pieles rojas y los aborígenes australianos al contacto con una «raza más fuerte y mejor dotada»(la anglosajona), y también aparece cierta luz sobre los métodos «científicos» de eliminación de seres inferiores practicados por los nazis y sus continuadores actuales.

Las semillas contenidas en el darwinismo se hicieron evidentes cuando al árbol prosperó. No cabe culpar a Darwin de todo lo que había en ellas, pero sí ver que los resultados estaban implicados en la teoría.

Algunos de estos efectos fueron formulados un siglo después con toda claridad, y salieron del ámbito científico para convertirse en doctrinas políticas, como el darwinismo social.

Solo para citar continuadores del siglo XX: De MacFarlane Burnett. biólogo premio Nobel de 1960: «Podemos calcular que, desde la evolución de los primates hasta el final del periodo de los cazadores colectores, casi 90 por ciento de los descendientes generados morían antes de alcanzar la edad de la reproducción. al contrario, en las sociedades occidentales, los niños no mueren mucho más. Apenas 5% de los niños, una verdadera miseria (!), mueren. (La miseria es más bien quejarse de escasez de niños muertos.) Esta súbita retracción de la función de trilla propia de la selección natural debe llevar a una acumulación de individuos que podemos llamar inferiores de acuerdo con las normas corrientes relativas a la salud, inteligencia y agresividad».

La ciencia de Darwin

El origen del hombre es poco citado, lo mismo que el título completo de la obra principal de Darwin, que es On the origin of species by means of natural selection, or the preservation of favoured races in the struggle for life (El origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida).

Posiblemente en El origen del hombre, Darwin fue demasiado claro para los promotores de su punto de vista, que aparecerá transmutado de manera particularmente siniestra en el siglo XX.

De El origen del hombre son estas citas:

«La opinión de que existe en el hombre alguna relación íntima entre el tamaño del cerebro y el desarrollo de las facultades mentales, se fortalece por la comparación de cráneos de razas salvajes y civilizadas, de los pueblos antiguos y modernos, y por la analogía en toda la serie de los vertebrados. El doctor J. Barnard Davis ha probado con numerosas medidas exactas que el promedio de la capacidad interna del cerebro era de 92,3 pulgadas cúbicas en los europeos, 87,5 en los americanos, 87,1 en los asiáticos, y sólo de 81,9 en los indígenas de Oceanía».

(El tamaño del cerebro, según mediciones luego desacreditadas, está puesto en relación «fortalecida» con el desarrollo de las facultades mentales. En la escala primero están los europeos; luego los americanos (se refiere a los indígenas), luego los asiáticos sin distinción y últimos y menos favorecidos los australianos. Sobre el valor de estas conjeturas baste pensar que uno de los cerebros más pequeños era el de Dante Alighieri).

«Todo lo que sabemos de los salvajes, que ignoran por completo la historia de sus antepasados, y lo que podemos inferir de sus tradiciones y de sus monumentos antiguos, nos muestra que, después de las épocas más remotas, unas tribus han alcanzado á suplantar á otras. En todas las regiones civilizadas del globo, sobre las desiertas llanuras de la América, y en las islas perdidas en el océano Pacífico, han sido hallados vestigios y restos de tribus extinguidas u olvidadas.

»Hoy las naciones civilizadas reemplazan, en todas partes, a las bárbaras, exceptuando en las regiones donde el clima opone a su paso una barrera mortal; y si triunfan siempre, lo deben principal, aunque no exclusivamente, a sus artes, productos de su inteligencia. Es, pues, muy probable que las facultades intelectuales del género humano se han perfeccionado gradualmente por selección natural.»

(Resulta que la perfección por selección natural es en última instancia responsable de los genocidios modernos y de que algunas tribus «suplanten» a otras. Suplantar significa sustituir con malas artes. Es posible que Darwin no haya querido decir eso, pero es lo que ha acontecido de hecho.


La división entre naciones civilizadas y bárbaras está desestimada. Además, la afirmación de que los «salvajes» ignoran por completo su historia niega la tradición oral de que ningún pueblo carece).

«Los hombres civilizados nos esforzamos para detener la marcha de la eliminación; construimos asilos para los idiotas y los enfermos, legislamos la mendicidad, y nuestros médicos despliegan toda su sagacidad para conservar el mayor tiempo posible la vida de cada individuo. Abundan las razones para creer que la vacuna ha preservado a millares de personas que, a causa de la debilidad de su constitución, hubieran sucumbido a los ataques de la viruela.

»Aprovechando tales medios, los miembros débiles de las sociedades civilizadas propagan su especie. Todos los que se han ocupado en la reproducción de los animales domésticos, pueden calcular cuán perjudicial debe ser el último hecho a la raza humana. Sorprende el ver de qué modo la falta de cuidados, o tan sólo los cuidados mal dirigidos, pueden arrastrar a una rápida degeneración á una raza doméstica; y, exceptuando en los casos relativos al hombre mismo, nadie es bastante ignorante para permitir que se reproduzcan sus animales más defectuosos.»

(Estos argumentos fueron repetidos por Hitler, que los reformuló con racismo intransigente en Mi lucha, sin citar fuente, como parte de su programa, y los aplicó en su gobierno. En Alemania, para mantener la pureza de la raza y evitar la degeneración por vía de la reproducción de enfermos y tarados, fueron esterilizadas unas 400.000 personas durante el nazismo.

La sagacidad de los médicos llegó a eliminar pacientes en los hospitales. El método continuó en los Estados Unidos, que lo aplicó a unos 40.000 individuos pobres, negros y latinos identificados como «inferiores», hasta la década de los 70. Los que perdieron la batalla son para el darwinismo los mismos que para el neoliberalismo. Hay indicios de que algunas campañas «filantrópicas» financiadas por multimillonarios estadounidenses en el Tercer Mundo tienen la misma finalidad racista «depuradora»).