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viernes, 9 de marzo de 2018

Louise Michel, precursora del feminismo en la Comuna de París


Louise 'la louve rouge' fue una incendiaria defensora de las mujeres y protagonista de los acontecimientos que revolucionaron París antes y durante la Comuna de 1871.

Por CLARA SERRANO

De ideas anticlericales, anarquistas, republicanas e internacionalistas, la poeta y escritora Louise Michel estuvo siempre comprometida con la reivindicación de los derechos de las mujeres y con la revolución social. Durante la Comuna formó parte del Comité de Mujeres y participó cuando las mujeres impidieron que los soldados de Versalles se llevaran los cañones de la Guardia Nacional, que habían sido pagados por el pueblo para defender París de la invasión prusiana, un episodio que acabó con el amotinamiento de los soldados contra sus oficiales. Louise Michel presidió el Comité de Vigilancia femenino y participó en el de hombres, ambos destinados a proporcionar techo y comida a los necesitados. Asimismo, organizó un servicio de guardería y se ocupó de reclutar entre las mujeres a trabajadoras de ambulancias. La inclusión de trabajadoras del sexo para este servicio fue un desafío contra los prejuicios de sus compatriotas varones, quienes consideraban que las manos de las prostitutas estaban demasiado sucias para realizar esta labor.

Como muchas otras mujeres, Louise participó en la defensa de la Comuna. Lo hizo como miembro del 61 batallón de Montmartre, no sólo combatiendo, sino también como asistente médica. No obstante, todas esas mujeres, que se jugaban la vida a diario en las barricadas, y a las que se llamaba despectivamente las petroleuses (las incendiarias), tuvieron que enfrentarse con un doble enemigo. Por un lado el Gobierno de Versalles, enemigo de la revolución; por otra, lucharon contra un enemigo interno. Estas mujeres se encontraron con la resistencia de sus compañeros a que participaran en pie de igualdad en el experimento revolucionario, lo que las llevó a llamar a la autoorganización de las mujeres y a la formación de asociaciones femeninas a través del Llamamiento a las mujeres ciudadanas de París, que dio lugar a la Unión de Mujeres para la Defensa de París y Cuidado de los Heridos, que aglutinó a un gran número de mujeres pertenecientes a la I Internacional.

La influencia de la lucha de las mujeres cristalizó en algunas de las medidas sometidas a voto en la Comuna, que tuvieron que ver directamente con la mejora de sus condiciones. Algunas de las demandas que las radicales activistas hacían a los líderes de la Comuna fueron auténticas reivindicaciones socialistas, como la apropiación de las fábricas abandonadas por sus propietarios burgueses para entregárselas a las trabajadoras.

Las mujeres de la Comuna fueron objeto de burla por parte de sus compañeros, debido a su ruptura con los roles que el patriarcado asignaba a las mujeres. La actitud poco femenina y la falta de encanto de estas mujeres, que no tuvieron escrúpulos a la hora de disparar un fusil y enfrentarse al ejército de Versalles, despertó los prejuicios machistas de los hombres, por no mencionar los comentarios del enemigo común, que no sólo las ridiculizaba y despreciaba con vehemencia, sino que las estigmatizaba convirtiéndolas en una especie de bestias salvajes, en «marimachos» carentes de cualidades femeninas. A este respecto, revolucionarios y burgueses compartían los mismos prejuicios, contra los que estas mujeres se enfrentaron en busca de la emancipación, y con los que el resto de mujeres se han topado en revoluciones posteriores. Louise y sus compañeras tomaron conciencia de que, como ya había sucedido en la Revolución francesa, la reivindicación de la igualdad universal dentro del bando revolucionario, en realidad excluía a las mujeres, lo que las llevó a adquirir una fuerte conciencia feminista.

Una vez derrotada la Comuna, Louise consiguió escapar de la masacre que se estaba produciendo en París, pero decidió entregarse cuando apresaron a su madre como rehén. Compareció en Consejo de Guerra y fue encarcelada durante dos años, hasta que finalmente la deportaron a una de las colonias francesas, Nueva Caledonia, donde apoyó la lucha por la independencia de los canacos. Posteriormente regresó a París, donde mantuvo su ideario anarquista.

24/04/10

sábado, 30 de agosto de 2014

La manipulación policial de Louise Michel

«El arresto de Louise Michel»
de Girardet.

Por JACQUES DE LAUNAY

Los literatos siempre han sido presas fáciles para los policías, porque, como dicen los historiadores, «los escritos perduran». Los políticos cuyas «palabras vuelan», son menos vulnerables.

Hay que añadir que su candor o, si se prefiere, su ingenuidad política, es mayor ante la policía. Esos seres, en los que el espíritu prevalece sobre la acción, arrastrados por sus impulsos generosos, son pocos desconfiados y fácilmente engañados.

Así ocurre con Louise Michel (1830-1905), «incendiaria» según los versalleses del señor Thiers y «virgen roja de la Comuna» según sus admiradores. Hija natural de un «castellano» [propietario de una quinta de lujo] y de su criada, es en principio una maestra feminista que se adhiere luego a las ideas revolucionarias de la Internacional y se alinea fogosamente en la oposición republicana. En 1871 se la vio en las barricadas animando a la resistencia, y luego, durante la marcha sobre Versalles, jugando a las ambulancieras intrépidas. Cuando se entera de la detención de su madre, se entrega a las tropas regulares. Un consejo de guerra la condena a la deportación en Nueva Caledonia.

Louise Michel va acompañada por Rochefort, pero, menos afortunada que éste, no regresará a Francia hasta después de la amnistía de 1880.

El prefecto de policía Andrieux nos relata así su regreso:
Esperada desde hace tiempo por sus amigos políticos, la señorita Louise Michel no llega a París hasta el 9 de noviembre de 1880.

A mediodía, desciende en la estación de Saint-Lazare, acompañada por cinco o seis amnistiados.

Agrupadas en la calle Ámsterdam y en la plaza del Havre, seis o siete mil personas la saludaron con los gritos repetidos de «¡Viva Louise Michel!».

El señor Rochefort, después de haberla abrazado, le da el brazo para salir de la estación.

A lo largo de los cincuenta metros que tuvo que recorrer para llegar al coche que la esperaba en la esquina de la calle de Londres, la que entonces era llamada «la gran ciudadana» fue objeto de una ovación entusiasta. A los que la acompañaban les costó mucho trabajo abrirle paso entre la multitud.

Algunos exaltados quisieron desenganchar los caballos del coche al que ella había subido. Los guardianes de la paz se interpusieron e hicieron que los caballos aceleraran la marcha.

A partir de aquel día, la señorita Louise Michel forma parte destacadamente en el movimiento socialista, y desde entonces su nombre aparece a menudo en mis informes.

Louise Michel habla con sus amigos de asaltar el Palais-Bourbon y unos confidentes avisan a la policía. El prefecto Andrieux quiere saber más y prepara una trampa.
Envié a un burgués, bien vestido, en busca de los más activos y de los más inteligentes de ellos. Este hombre les explicó que, habiendo adquirido cierta fortuna en le comercio de la droguería, deseaba dedicar una parte de sus rentas a favorecer la propaganda socialista. Ese burgués que quería ser confidente no inspiró ninguna sospecha a los compañeros. Deposité por su mano una fianza en las cajas del Estado y el periódico La Révolution Sociale hizo su aparición.

Era un periódico semanal, porque mi generosidad de droguero no llegaba para pagar los gastos de un periódico diario.

La señorita Louise Michel era la estrella de mi redacción. No necesito decir que la «gran ciudadana» era inconsciente del papel que se le hacía interpretar y confieso, no sin cierta confusión, la trampa que habíamos tendido a la inocencia de algunos compañeros de ambos sexos.

Todos los días se reunían, alrededor de una mesa de redacción, los representantes más autorizados del partido de la acción: se abría en común la correspondencia internacional; se deliberaba sobre las medidas que había que tomar para acabar con «la explotación del hombre por el hombre»; se daba cuenta de las fórmulas que la ciencia pone al servicio de la revolución.

Yo siempre estaba representado en los consejos, y daba mi opinión si era necesaria.

Los compañeros habían decidido en principio que el Palais-Bourbon debía ser asaltado… Se deliberó sobre la cuestión de saber si no convendría más comenzar por algún movimiento más accesible: el Banco de Francia, el palacio del Elíseo, la prefectura de policía y el Ministerio del Interior fueron discutidos sucesivamente y luego desechados en razón de la vigilancia demasiado activa de que eran objeto.

La destrucción de una iglesia parecía más fácil; también se habló del monumento expiatorio.

Finalmente se acordó que, para abrir boca, se atacaría primero la estatua del señor Thiers, recientemente inaugurada en Saint-Germain.

Estábamos muy lejos de las amenazas proferidas el día 13 de mayo de 1881 por Louise Michel en el grupo revolucionario del distrito 18º, cuando, en impulso irreflexivo, la «gran ciudadana» exclamó: «Pero mirad lo que pasa en Rusia: mirad al gran partido nihilista. Ved a sus miembros que saben morir tan audazmente, tan gloriosamente. ¿Por qué no hacéis como ellos? ¿No tenéis picos para excavar subterráneos, dinamita para volar París, petróleo para incendiarlo todo?»

«Imitad a los nihilistas, y yo estaré al frente. Solamente así seremos dignos de la libertad, podremos conquistarla. ¡Sobre los pedazos de una sociedad podrida que se desmorona por todas partes y de la que todo buen ciudadano debe deshacerse a sangre y fuego, estableceremos el nuevo mundo social!»

Los compañeros partieron hacia Saint-Germain llevando la máquina infernal: era una lata de sardinas llena de algodón, pólvora y cuidadosamente envuelta en un pañuelo.
La estatua apenas fue manchada. Y Louise Michel pudo reanudar sus discursos incendiarios. Llevando una vida miserable, interrumpida por doce años de estancia en la cárcel, distribuyó entre los pobres los pocos bienes que poseía e incitó a la acción a sus amigos anarquistas, que enseguida dejaron de tomarla en serio.

Policía secreta, secretos de policía
(1989)

jueves, 16 de febrero de 2012

LUISA MICHEL

por Rudolf Rocker
Extraído de Artistas y rebeldes


Luisa Michel, la heroína de la Comuna de París, la luchadora y la propagandista incansable de la revolución social, ha muerto repentina, inesperadamente. La férrea mano de la Parca detuvo de un modo brusco su vida rica y agitada; el corazón que amaba tan honda y sinceramente y que odiaba con tanta vehemencia ya no late en el frío pecho. Y los labios febriles que fueron capaces de pronunciar tantas palabras entusiastas y rebeldes han enmudecido para siempre.

¡Qué vida magnífica, abundante en detalles dramáticos, en hechos maravillosos y extraordinarios, fue la existencia de la “buena Luisa”! Ha sido toda una novela, mas no una novela vulgar, común, sino un romance escrito con la sangre del corazón de su autora, una novela vivida y sufrida por ella.

El movimiento revolucionario ha dado origen a muchos tipos de mujeres notables, mujeres que merecerán el amor y la admiración de las épocas venideras, pero no ha producido aún y es dudoso que lo ofrezca en el porvenir, una figura semejante a la de Luisa Michel. La “buena Luisa” fue sin duda uno de los personajes más sorprendentes de la época moderna; algunos de sus historiadores la han llamado la Juana de Arco revolucionaria, la moderna Virgen de Orleáns; esta comparación es ciertamente feliz porque se observa en ella el mismo entusiasmo poético e idealista, la fe inquebrantable en la justicia de sus convicciones y el heroico valor que le ha proporcionado fuerzas para soportar todos los peligros y obstáculos de su vida de mártir. Constituía Luisa Michel el verdadero tipo del mártir, pero no del que se ve obligado a serlo en virtud de las circunstancias; había nacido mártir, el martirologio fue para ella una necesidad natural y en la satisfacción de esa necesidad estribó la dicha de su vida, toda su alegría. Juzgaba la vida con un criterio distinto al de sus contemporáneos; lo que era para otros motivo de dolor fue para ella un placer, una satisfacción interior. Este rasgo psicológico de su idiosincrasia lo comprendió perfectamente el editor de sus “Memorias” al decir que si Luisa Michel hubiera vivido 1900 años atrás hubiera sido tratada como los primeros mártires del cristianismo: su cuerpo endeble habría sido destrozado por las bestias en la arena imperial; y si hubiera vivido en la Edad Media habría muerto, sin duda alguna, en la hoguera de la Inquisición.

Esa fe de mártir ha sido la verdadera fuerza interior de la “buena Luisa”, la razón por la cual el cuerpo enclenque no se extinguió antes, aniquilado por los sufrimientos indescriptibles que esa mujer admirable tuvo que padecer en su vida tan fecunda en hechos. Luisa Michel fue feliz, feliz en todo el sentido de la palabra porque su alma jamás fue invadida por el escepticismo suicida del presente; su corazón generoso no se sintió torturado nunca por esos problemas obscuros de la duda que hacen tan difícil e insoportable la vida del hombre moderno. Era dichosa hasta cuando la aquejaban crueles dolores, pues jamás perdió el equilibrio moral de su alma y todos sus pensamientos y acciones giraron siempre en torno del centro de su existencia de mártir: la esperanza absoluta en el triunfo ineluctable de la revolución social y la fe profunda e ilimitada en un porvenir mejor. Esa armonía interior la defendía contra toda duda; era una coraza contra el llamado “dolor universal”, el inmenso mal de la generación contemporánea. ¡El dolor universal! La “buena Luisa” nunca supo lo que era eso. Estando sus actos de acuerdo con sus opiniones ¿por qué había de tener piedad del mundo? ¡El dolor universal! Invención de una época débil, palabra bajo la cual se quiere ocultar la cobardía personal y la servidumbre del alma. Hemos perdido la armonía entre nuestras ideas y nuestras acciones, viven en nuestros corazones dos personajes distintos y nuestro espíritu está dominado por dos pensamientos diferentes. Amamos lo nuevo sin tener el valor de llevarlo a la práctica; odiamos lo viejo, mas nos falta la fuerza de voluntad para romper con el pasado. En una palabra, obramos contrariamente a lo que pensamos y por eso hablamos del “dolor universal”; sentimos compasión del mundo cuando sería mejor que tuviéramos piedad de nosotros mismos…

Luisa Michel no conocía estas debilidades. Cuando abandonó el castillo donde pasara su juventud y entró en el mundo como maestra de escuela estaba imbuida de ideas radicales y anticlericales. Pero esas ideas no estaban de acuerdo con la enseñanza que se impartía en las escuelas de Napoleón III. ¿Qué importaba? Luisa instruye a los chicos conforme a sus convicciones y no como lo exige el gobierno imperial. Refiere a los niños que Napoleón es un criminal, un tirano, un traidor de la República, les enseña cantos revolucionarios y otras cosas. Los pequeños se muestran muy contentos de la extraña maestra, pero el director llega bien pronto a la conclusión de que ella no sirve para el magisterio. Luisa se dirige entonces a París y ante sus ojos se abre un nuevo mundo. Intima con los jefes de la democracia radical, al mismo tiempo que frecuenta las asambleas de la Internacional y los centros clandestinos de los comunistas. Trabaja de día y de noche, olvidando completamente su existencia material y un solo deseo anima su corazón: la ruina del Segundo Imperio. Participa en todas las tentativas revolucionarias contra Napoleón III y cuando el trono imperial cae destruido en la vorágine de la guerra franco-alemana ella es la primera en atacar a la llamada República de Septiembre, la república de la burguesía francesa. Viene después el 18 de Marzo de 1871; la capital sublevada proclama la Comuna. Luisa Michel adquiere fuerzas gigantescas, en la encarnación del temperamento revolucionario, la personificación del entusiasmo rebelde. Es incansable en su actividad. Habla a las multitudes y publica sus artículos fragosos en “Le Cri du Pueple”. Luego viene la catástrofe, el último acto de la Revolución Francesa: la Comuna lucha a vida y muerte contra la reacción combinada del Estado y del Capital. En las barricadas, vistiendo el uniforme de la Guardia Nacional, fúsil en mano, Luisa es herida en el asalto de Port-Ivry y, antes de que la herida se cure, se halla nuevamente en el campo de batalla. Cuida a los heridos, besa los labios agonizantes de los hermanos caídos y lucha en las barricadas. La Comuna cae; en el Pére Lachaise y en el sangriento combate de Sartori mueren sus últimos defensores. Luisa Michel halló en ese momento un refugio seguro. Pero de pronto llega a saber que la reacción se prepara a acusar de sus actos a su madre querida. En vano sus amigos tratan de demostrarle que la noticia es inexacta; Luisa no se deja convencer y se entrega en manos de los verdugos sanguinarios. El 16 de Diciembre de 1871 aparece ante sus jueces pidiendo para sí la muerte. Su actitud ante ese tribunal es heroica; censura en términos apasionados a los asesinos de la Comuna llamándolos perros cobardes y jura que, de ser absuelta, no cesará de sublevar al pueblo contra sus verdugos. El consejo de guerra la condena a reclusión en Nueva Caledonia. Sus parientes se valen de todas sus influencias para libertarla, pero Luisa declara que sólo volverá junto con todos los demás. Durante nueve años arrastró las cadenas del presidio, hasta que finalmente fue puesta en libertad con todos sus compañeros gracias a la amnistía de 1880. El proletariado francés recibió con ruidoso entusiasmo a su “buena Luisa”. Alguno que otro de los comuneros condenados perdió el valor en el encierro, mas Luisa quedó la misma de siempre. En 1882 fue condenada a dos semanas de prisión por ofensas inferidas a la policía y en esa misma época se adhirió a la tendencia anárquica del socialismo.

Al celebrarse en 1883 las grandes manifestaciones de los desocupados, Luisa se hallaba a la cabeza del movimiento. Veía el hambre de sus hijos, los proletariados de París, y sabía que nada podía ser remediado con palabras bonitas. “Vengan, hijos, yo les daré de comer”, dijo a la multitud hambrienta. Y levantando la bandera negra rompió las ventanas de algunas panaderías y carnicerías con el objeto de proveer a los pobres y miserables. Fue condenada a seis años de cárcel, pero salió en libertad por la amnistía de 1886. Ese mismo año fue nuevamente condenada por agravios al gobierno; después la obligaron a abandonar la Francia, pues las autoridades tenían la intención de recluirla en un manicomio. En el transcurso de los muchos años que vivió en Inglaterra escribió algunas novelas y dos pequeñas colecciones de versos. Sus novelas La miseria, Los malditos, La hija del pueblo y sobre todo Los microbios humanos y El nuevo mundo son principalmente descripciones de la miseria del proletariado y acusaciones vehementes contra la sociedad moderna. En ellas se refleja toda la riqueza de su carácter extraordinario, sus sentimientos hondos y nobles por los humildes y explotados y en particular esas relaciones misteriosas, casi místicas, que existían entre ella y las multitudes obreras de París. Antes aun de abandonar a Francia editó el primer tomo de sus Memorias. Su último trabajo de carácter literario fue un excelente libro sobre la Comuna de París.

En los últimos años de su vida fecunda hizo algunas giras de propaganda por toda Francia; se hallaba en Marsella para predicar la idea de la liberación general por medio de la revolución social cuando la muerte interrumpió bruscamente su actividad incansable.

Esta es en pocas palabras la biografía maravillosa de Luisa Michel, heroína y luchadora. Todas sus acciones estuvieron siempre en concordancia con sus ideas. Obedeció en todo momento a la voz de sus sentimientos íntimos y esa voz jamás la traicionó. Fue una figura de una pieza y su corazón ignoró el dualismo desesperante que tan fuertemente domina a la generación actual.

Luisa ha tenido una muerte hermosa. Tres meses antes de su fallecimiento, cuando todo el mundo creyó que moriría irremisiblemente, ella venció, a pesar de todo, su cruel enfermedad. Y hasta tuvo la rara dicha de leer su propia necrología… Vio las lágrimas ardientes de los humildes y explotados del mundo entero para quienes ella había sido siempre la buena Luisa. Y esas lágrimas, ese amor ilimitado y esa veneración de los oprimidos han sido la mayor recompensa que pudo recibir. Era demasiado buena y por eso la muerte le concedió un privilegio especial. Pero su nombre vivirá eternamente en todos los corazones amantes de la libertad.