[Este artículo ha sido
censurado, sin ninguna injerencia estatal, por el mismo medio —que se define como «un periodismo radicalmente diferente»— que lo publicó (el
nombre está al final). Desde aquí, junto a AyR,
lo publicamos en nombre de la libertad de expresión.]
El autoritarismo con que se ha afrontado la
epidemia actual no tiene una justificación sanitaria y la historia nos muestra
que en nombre del derecho de emergencia se han dado graves abusos de poder y de
restricciones de derechos.
PAZ FRANCÉS LECUMBERRI, JOSÉ R. LOAYSSA y ARIEL
PETRUCCELLI
Ha pasado poco más de un año desde el momento en que la mayor parte de
los países del mundo decidieron tomar medidas drásticas de aislamiento social
para enfrentar la pandemia del coronavirus SARS-CoV-2. Parece un tiempo
suficiente para intentar un balance. Y, sin embargo, cualquier balance es
profundamente dificultoso no solo por las incertidumbres aún reinantes en torno
al fenómeno, sino ante todo por el clima de tremendismo e irracionalidad que lo
ha rodeado, que todavía persiste.
Una respuesta de espaldas a la ciencia
La ciencia intenta ayudar a comprender fenómenos y eventos. Ante
situaciones nuevas —pero que parecen tener puntos en común con otras conocidas—,
la primera tarea debería ser comprobar en qué medida lo que conocemos sobre
esos fenómenos previos que pueden servir de referencia, sirve para entender y
actuar ante los nuevos desafíos y en qué medida no. Por lo tanto, tenemos que
plantearnos cómo se presenta el SARS-CoV-2 desde esta perspectiva. Estamos ante
un virus que la misma OMS ha considerado dentro del espectro de virus que
originan enfermedades similares a la gripe (flu-like),
pero es un germen que ya en las primeras semanas mostró algunos rasgos propios
que lo diferenciaban del patrón gripal.
Algunos podían considerarse simplemente variaciones cuantitativas como
puede ser su mayor contagiosidad, pero no hay que olvidar que la contagiosidad
de un virus respiratorio no solo depende de su naturaleza biomolecular (mayor
afinidad de la proteína S por los receptores celulares o la mayor duración del
periodo asintomático, por ejemplo), sino de su adaptación a la vida social, a
los patrones de interacción humana. Los mecanismos de trasmisión también son
comunes con el resto de virus respiratorios, las famosas gotículas (doplets) y el contacto con superficie.
Pero en este caso el peso de la transmisión por aerosoles en interiores parece
ser mayor. Aunque este hecho dista mucho de estar completamente clarificado; es
la hipótesis que mejor parece explicar el hecho de que este virus «odie» el
aire libre —los espacios abiertos y ventilados— con mucha mayor intensidad que
los virus gripales.
Sin embargo, dando la espalda a las características específicas del
virus, las políticas mayormente adoptadas por los gobiernos proceden a
incentivar la vida en espacios cerrados, con contactos prolongados o cuando son
cortos en habitaciones y estancias en las que es posible que el virus se
encuentre «flotando» en cantidades considerables, y donde existe la posibilidad
de su aspiración.
La letalidad en las residencias de ancianos
La especial contagiosidad y virulencia del SARS-CoV2 en espacios cerrados
se puso de manifiesto desde los primeros momentos con la terrible mortandad en
las residencias de ancianos. Aunque hay otras causas de la elevada letalidad en
esas instituciones, el hecho de estar encerrados —incluso antes de que se
decretaran las medidas excepcionales en el mundo— creemos que contribuye a
explicar la brutal diferencia de la mortalidad entre las personas ancianas
institucionalizadas —se contagiaron más y con mayores cargas virales— y las que
no lo estaban. En Bélgica se realizó un estudio que cuantificaba esa diferencia
en la onda de primavera de 2020. Arrojó unas cifras especialmente demostrativas
porque en ese país europeo el exceso de mortalidad total coincidía con el
número de fallecidos covid-19, hecho que no sucedió en otros países —como
España—. Los datos son espeluznantes, teniendo en cuenta que se trata de
letalidad por casos, no por infectados, lo que haría que la diferencia fuera
todavía más escandalosa.
Si atendemos al porcentaje de fallecimientos en las residencias de
ancianos nos encontramos con que en la franja de edad de 60 a 69 años es de
31,42%; de 70 a 79 años, 45,91%; de 80 a 90 años, 18,46%, y más de 90, el
26,27%. El porcentaje de letalidad de personas institucionalizadas de todas las
edades integradas es de 20,98%. Por el contrario, los porcentajes para esas
mismas franjas de edad respectivamente, entre la población en general, es: de
60 a 69 años, 0,53%; de 70 a 79 años, 1,23%; de 80 a 90 años, 1%, y de más de
90 años, el 2,42 %. El dato de todas las edades integradas es de 0,58. Los
datos conjuntos de letalidad nos indican que entre las personas de 60 a 69 años
la mortalidad se sitúa en 0,68%; de 70 a 79 años, en 2,09%; de 80 a 90 años, en
2,75, y en personas de más de 90, años en 10,18%. El porcentaje de letalidad de
todas las edades integradas es de 1,47%.
En febrero de 2021, a pesar de que el porcentaje de fallecidos en las
residencias con respecto al total había ido disminuyendo —entre otras razones
porque los más susceptibles habían muerto— el porcentaje del total de
fallecimientos analizando 22 países desarrollados era del 41%. Mientras en
Singapur o Nueva Zelanda los fallecidos constituían una pequeña minoría del
total de residentes (0,02% y 0,04% respectivamente), en España, Bélgica, Suecia
(explica su mayor mortalidad comparando con el resto de países nórdicos), Reino
Unido, EEUU, Francia, Holanda y Eslovenia más de uno de cada 20 (>5%) de los
residentes en esas instituciones ha fallecido por causas relacionadas con el
covid-19. La mayor letalidad en residencias de ancianos no solo nos habla de su
espectro de contagio de riesgo, sino que ha servido para elevar la letalidad
global del virus como luego comentaremos, haciéndola aparecer como más mortal
en cualquier lugar y circunstancia; lo que no es cierto.
Un espectro clínico muy polarizado
Hay otra característica —si no inusual sí más destacada— del covid-19: se
trata de la amplitud de su espectro patológico. Si bien la gran mayoría de las
personas infectadas no sufre síntomas o estos son leves, una minoría, entre los
que predominan personas mayores y/o con enfermedades serias, padecen cuadros
muy graves e incluso fatales —desencadenando el fallecimiento—, generalmente
asociado a una insuficiencia respiratoria.
Podemos afirmar que, a diferencia de la gripe, el espectro de morbilidad
parece estar más polarizado entre los extremos asintomáticos y leves, por un
lado, y un porcentaje bajo pero impactante de cuadros dramáticos, por el otro.
Pero es esta minoría de cuadros graves, antes que la mayoría de cuadros leves,
los que son aireados masivamente por los medios de comunicación. Por mera
lógica y sentido común, que se mal aplica para defender el talibanismo
sanitarista, lo razonable sería que la estrategia tomara en consideración esta
diferencia de riesgo y no actuara como si estuviéramos ante una enfermedad
cuyas consecuencias se distribuyen uniformemente en todos los espectros de la
población.
Esta actitud no selectiva se repite con una vacunación universal que
incluye a personas de riesgo bajo con preparados con efectos secundarios no
desdeñables y grandes incógnitas sobre sus efectos a medio y largo plazo. Se ha
adoptado esta estrategia indiscriminada sin dar ni siquiera la posibilidad de
plantear una discusión científica seria con quienes discrepan de la estrategia
adoptada —una verdadera legión—, y defendieron estrategias de protección
selectiva, comenzando por los prestigiosos firmantes de la declaración de Great
Barrington, a la que más adelante volveremos a hacer referencia.
El covid-19 continúa difundiéndose en muchos países en forma de ondas
epidémicas, que en ningún caso presentan un perfil exponencial. Son unas ondas
cuyo ascenso se produce durante unas pocas semanas, estabilizándose pronto para
luego iniciar una pendiente descendente, también durante algunas semanas, sin
que, en general, se pueda establecer relación alguna con las medidas de control
que toman los gobiernos.
La magnitud de esas ondas es variable entre las diferentes regiones del
mundo y entre países concretos, como lo es su traducción en personas enfermas,
hospitalizadas y fallecidas. Europa y América han conocido dos ondas —una en
primavera y otra en otoño-invierno—. Es difícil determinar en qué punto de la
evolución de la pandemia nos encontramos, pero es claro que solamente una
estrategia de protección selectiva permite —y hubiera permitido—, además de
salvar vidas, conseguir una inmunidad robusta en la población que hiciera muy
probable esa evolución favorable e incluso minimizar la posibilidad de variantes
de escape.
Algunas evidencias para desarmar la desmesura
Cualquier estudio comparativo con epidemias pasadas y/o con otros
problemas sanitarios presentes deja al covid-19 en el lugar de un problema
sanitario de rango considerable, aunque no dramático; pero lo cierto es que la
percepción pública lo ha erigido en el problema sanitario, la amenaza más
grande que la humanidad enfrentara en décadas. Y aunque esta representación
carece de sustento —la polución ambiental, el tabaco, el cáncer y la desnutrición,
por citar algunas, han causado muchas más muertes en 2020 que la covid-19—, lo
cierto es que basta encender el televisor para creerse que nada es más
amenazador que el virus del espanto. El que los individuos y colectividades
humanas evalúen de manera errada o equívoca la amenazas que enfrentan o la
situación en que se encuentran es, por cierto, un fenómeno habitual: la especie
de la razón suele tener comportamientos profundamente irracionales.
En ocasiones estos yerros son fruto de simple e incluso inevitable
ignorancia. Pero hay casos en los que los yerros parecen estar sesgados por
perspectivas ancladas en lo social y en lo político. Tal parece ser el caso de
la presente pandemia. El sesgo, en este caso, tiene tres fundamentos.
El primero es que las enfermedades infecciosas —aquellas transmitidas de
un ser humano a otro— han sido la principal causa de mortalidad del neolítico
en adelante; pero, en las últimas décadas, en los países opulentos del
capitalismo desarrollado han retrocedido ostensiblemente. Y ha sido justamente
en estos países donde el virus impactó con más fuerza.
El segundo es que las enfermedades infecciosas amenazan a toda la
población de una manera en que no lo hacen otras enfermedades. La desnutrición
es sin duda el principal problema sanitario global, pero no es contagiosa y no
es una amenaza para quienes no sean pobres.
El tercer y principal fundamento es que el virus impactó rápidamente en
países y clases sociales con mucha capacidad para establecer agenda política.
Si mundialmente percibimos al covid-19 como el gran problema sanitario, ello no
se debe a que sea un problema mayor que otros. Se debe a que es un problema
para estados, clases y grupos sociales con capacidad para convertir sus
problemas en los problemas, sus demandas en las primeras en ser atendidas, sus
miedos en los miedos generales. A esto podríamos añadir que los sectores más
dinámicos y con vocación de hegemonía de los grandes poderes económicos han
visto en la Pandemia una «oportunidad» para favorecer sus intereses. Las
empresas tecnológicas y las corporaciones farmacéuticas en primer lugar.
Podemos traer a colación tres datos cruzados que prueban la absoluta
desmesura de la obsesión planetaria con la covid-19. Dos de ellos los
desarrollaremos a continuación, el tercero, en relación con la letalidad del
virus, en un epígrafe posterior.
El primero es que a nivel mundial no ha habido ningún aumento de la
mortalidad claramente apreciable. Aunque no hay aún cifras consolidadas, todo
indica que se ha mantenido en cifras parecidas de decesos por mil habitantes
que en años anteriores. En cualquier caso, el exceso de mortalidad global ha
sido entre nulo y bajo: situaciones ambas que no justifican la sensación
apocalíptica que imperó en 2020. España, uno de los países más afectados por la
pandemia, registró un aumento de la tasa de mortalidad de 16 décimas: pasó de
8,83 decesos por mil habitantes en 2019 a 10,58 en 2020. La vilipendiada Suecia
ha registrado sin medidas de confinamiento un exceso de mortalidad ajustada por
edad de 1,5%: ocho veces menos que España, que ostenta un exceso de 12,9 %. Es
cierto que nos encontramos con un exceso de mortalidad significativo en muchos
países, entre ellos algunos de Europa y los EE UU. Pero también lo es que la
región más poblada —Asia del Sudeste— no ha sufrido una tasa de mortalidad
destacada en este periodo.
También África se ha librado (de momento) de consecuencias graves por la
enfermedad. Han sido América y Europa donde se ha concentrado el mayor impacto
mortal. El número de fallecimientos registrados con covid (no por covid) en las
diferentes regiones del mundo a principios de abril del 2021 muestran lo que se
está diciendo: América ha sufrido 1.398.392; Europa, 1.005.141; Asia del Sur y
del Este, 227.371; Este del mediterráneo y Asia Occidental, 164.399; África,
79.423, y Pacífico Oeste, 33.205. Si estableciéramos un mapa del mundo el
hemisferio occidental salvo África se situaría en torno a 1.000 muertos por
millón mientras África, Asia del Este y Oceanía se situarían en 30 muertos por
millón. El este del Mediterráneo y el llamado Próximo Oriente se colocaría en
una posición intermedia.
Pero si el aumento de la mortalidad a nivel global no parece muy
destacable, sí han crecido exponencialmente el desempleo, la pobreza y la pobreza
extrema —esta última ha aumentado luego de dos décadas de descenso sostenido—.
El impacto social y económicamente negativo de las medidas de confinamiento,
además, ha afectado especialmente a los países pobres de Asia, África y América
Latina. La ONU estima que al menos 130 millones de personas cayeron en la
extrema pobreza durante 2020. Durante la pandemia los ricos se hicieron más
ricos y los pobres más pobres. Las consecuencias sociales, culturales,
económicas y educativas (con la expansión desenfrenada de la educación en
entornos virtuales) son muchos más importantes (en términos cuantitativos y
cualitativos) que las consecuencias sanitarias.
El segundo dato cruzado tiene que ver con la percepción y la realidad.
Aunque el discurso imperante ha azuzado permanentemente el miedo, bajo la
presunción de que el problema sanitario es uniformemente enorme, como si en
todo momento y lugar estuviéramos siempre en la misma situación —en medio de
una ola epidémica o a la espera de la siguiente—, lo cierto es que la cantidad
de casos y de decesos a nivel mundial —que fue en franco crecimiento desde
febrero de 2020 y continuó creciendo hasta setiembre de ese año— desde octubre
de 2020 y en lo que va de 2021 se ha estabilizado. Hasta octubre, aunque las
olas epidémicas pasaran en alguna región, a escala global eran compensadas
sobradamente con el ascenso de los contagios en otras regiones. Pero de octubre
de 2020 para esta parte la situación ha cambiado. Pero de ello no le informarán
los medios: puede que saberlo le tranquilice y eso le haga bajar la guardia,
como dicen.
Más allá de la paranoia: ¿qué tan peligroso es el SARS-CoV-2?
El tercer dato relevante que ya hemos dejado antes apuntado, para
fundamentar la desmesura con el abordaje del covid-19, lo constituye la tasa de
letalidad del virus.
En junio de 2020, el boletín de la OMS publicó un artículo firmado por el
profesor de la Universidad de Standford, John Ioannidis, en el que concluía
tras el análisis de 61 estudios de seroprevalencia frente al SARS-CoV-2 que la
letalidad entre los infectados iba desde el 0,01% a 1,63%, con una media de
0,27%. Para los menores de 70 años la tasa se situaba en el 0,05%.
Posteriormente el profesor Ioannidis actualizó sus datos, al percatarse de que
las estimaciones anteriores estaban basadas en países que habían sido
especialmente golpeados por el covid-19 en los primeros meses, y calculó que el
virus causa la muerte de entre el 0,15 y el 0,20% de los infectados y en los
menores de 70 años de edad estimó una tasa de letalidad del 0,03-0,04%.
A principios de octubre la propia Organización Mundial de la Salud
admitía involuntariamente en una sesión pública estas cifras de letalidad. Mike
Ryan, director del Programa de Emergencias de la OMS, afirmaba que, según los
cálculos de la organización, un 10% de la población mundial (esto es,
setecientos cincuenta millones de personas) se había infectado. En esos
momentos, los fallecidos a causa del covid-19 se contaban en algo más de un
millón, lo que implicaba que solo fallecía 1 de cada 750 personas infectadas,
esto es, el 0,14%. Pese a las importantes implicaciones de esta declaración,
muy pocos medios se hicieron eco de ello (hasta donde sabemos, ninguno en
castellano).
Las nuevas estimaciones de la letalidad siguen ofreciendo cifras aún más
modestas que las previas y sobre todo pone de relieve los sesgos que sufrían
algunas revisiones que habían calculado tasa más altas (0,6%). En estos
momentos se podría estimar la letalidad global del virus en el ~0,15% y la
población que habría sido infectada sería de ~1.5‐2.0 miles de millones de persona en febrero
del 2021. Estamos, pues, a distancia sideral de la tasa de letalidad de 3,4 %
que estimó la OMS en marzo de 2020
y que tanto ayudó a desatar el pánico e incentivó a tomar medidas desesperadas.
El mundo enloquecido: el pánico y la desmesura
Todas estas cifras, absolutamente indesmentibles y que muestran la real
magnitud del problema pandémico, parecen ser sin embargo completamente
insuficientes para traer tranquilidad social y adoptar medidas más eficientes y
menos desastrosas en sus consecuencias. ¿Por qué sucede esto? Influyen, desde
luego, los discursos interesados, tanto de quienes medran con el pánico
colectivo —como la industria farmacológica y las empresas tecnológicas que han «virtualizado»
la cotidianeidad de una manera increíble—, como de quienes se benefician
políticamente: azuzar al miedo permanente facilita que no se medite sobre tres
puntos claves:
a) la relación estrecha entre nuestro sistema económico y los saltos
zoonóticos;
b) la tardía respuesta de muchos estados en términos de identificación y
aislamiento de casos y de neutralización de focos de contagio como los propios
servicios sanitarios;
c) la incapacidad para proteger a la población anciana institucionalizada
en asilos: este es el sitio donde los muertos se apilan; y es absurdo pensar
que el encierro protegió a esa población vulnerable, que en conjunto todavía
concentra casi el 50 % de los decesos, siendo menos del 1% de la población
total.
Pero un fenómeno de tanto calado debe tener causas más profundas. Lo que
ha sucedido es que una porción si no mayoritaria al menos sumamente numerosa de
la población —y social y políticamente influyente, de países que a su vez
inciden en la agenda política mundial— entró en estado de pánico. Y cuando
sentimos pánico la razón se paraliza y la propensión a emprender acciones
desmesuradas e incluso contraproducentes crece de manera exponencial.
La disonancia cognitiva ante el fenómeno socio-político-sanitario del
covid-19 no acaba con la percepción sesgada y fundamentalmente errada de la
magnitud relativa que representa. A ello se agregan dos componentes
adicionales. La sobrevaloración de la efectividad de las medidas de aislamiento
social severo —confinamiento domiciliario, cercos perimetrales, limitaciones
horarias para salir a la calle, cierre de aeropuertos, clausura de escuelas,
etc.— en la mitigación de la expansión viral; y la subvaloración —o, quizá, la
valoración apropiada pero no considerada relevante— de las consecuencias
sociales, psicológicas, educativas, económicas e incluso sanitarias de las
drásticas medidas adoptadas.
El discurso dominante entre autoridades y medios de comunicación es que,
si no se hubieran tomado las medidas de confinamiento, las consecuencias
hubieran sido mucho peores. Y esto es algo que todavía cree cierto la mayor
parte de la población, incluso muchos y muchas de quienes reclaman la apertura
de ciertas actividades porque su sustento depende de ellas, escindidas entre el
temor al contagio y el temor a la penuria económica. Sin embargo, se acumulan
en las publicaciones científicas investigaciones y más investigaciones que
concluyen que los confinamientos no han sido efectivos para reducir la
propagación viral.
Es verdad que hay estudios que defienden lo contrario. Aunque creemos que
no son metodológicamente correctos y que sus conclusiones están erradas, no
queremos aquí entrar en esa polémica. Solamente nos conformamos con que se admita
que esa efectividad está en discusión. Cuando eso ocurre —cuando existen
estudios sólidos en favor y en contra de un determinado vínculo causal—, lo que
debemos decir es que ese vínculo es discutible. En nuestro caso: lo que cabe
decir es que la magnitud de la efectividad sería en todo caso pequeña, y no
olvidemos que estamos ante consecuencias negativas enormes que ningún estudio
pone en duda.
Y, sin embargo, no hay remedio. Las autoridades persisten en la misma
línea de actuación, con escasa oposición social y en el marco de un fuerte
consenso político. Es verdad que algunos países, como España, han moderado las
medidas adoptadas en la primavera de 2020 —se ha pasado de un confinamiento
severo a uno light profundamente
naturalizado— pero han dejado intacto el mismo discurso del miedo. El
autoritarismo con que se ha afrontado la epidemia actual no tiene una
justificación sanitaria y la historia nos muestra que en nombre del derecho de
emergencia se han dado graves abusos de poder y de restricciones de derechos.
Esta quizá sea una de las consecuencias más nefastas de haber afrontado la
crisis sanitaria como una guerra: no sólo se clausuró el debate antes siquiera
de comenzarlo (en la guerra se obedece, no se discute), no sólo se convirtió a
quien tuviera dudas o expusiera críticas en un peligroso saboteador del «esfuerzo de guerra» («negacionista»
ha sido el insulto preferido); también se activó la dinámica propia de toda
guerra: es fácil entrar en ellas, lo difícil es salir.
Una vez que se entronizó al problema covid-19 en el problema más
importante sin discusión; una vez que se optó por la vía de las restricciones,
el aislamiento y el recurso a legislaciones de excepción; una vez que se
comenzó a soñar con el objetivo (pocas veces confesado, pero ciertamente
operante) de aniquilar al virus (covid-cero), cambiar de perspectiva o adoptar
otras vías de actuación se tornó sumamente dificultoso, si no lisa y llanamente
imposible. Y así nos encontramos un año después.
Es muy difícil deshacer de manera coherente, frente a tanta desmesura y
falta de transparencia, todo el miedo que se ha instalado en la población: el
miedo a enfermar, a contagiar y a morir. Es muy difícil reconocer (si no
imposible) por parte de los gobiernos los errores cometidos en las dinámicas de
guerra y punitivas en las que hemos transitado el último año. Políticamente es
mucho más fácil seguir complejizando el fenómeno, seguir haciendo legislaciones
de excepción para mantener la tensión a toda costa, que cambiar los abordajes
para enfrentar al virus afinados con la evidencia científica, basados en el
principio de proporcionalidad, centrados en la salud integral y abriendo
espacios de participación social para un abordaje colectivo del covid-19.
Extremismo médico como sustituto de una respuesta científicamente
fundamentada
En realidad, todo el recurso a los confinamientos y las limitaciones
indiscriminadas de la vida social —la productiva la reanudaron pronto, vale
hacerlo notar— se fundamenta en un extremismo sanitario que no tiene ninguna base
científica y puede haber aumentado no solo de forma indirecta los daños a la
salud —comenzando por la epidemia de salud mental que estamos empezando a
vivir— sin que hayan disminuido de manera significativa los casos graves y
mortales del covid-19. Más aún: pudo también aumentar directamente los
contagios graves y mortales. Hipócrates afirmaba que “los remedios extremos se
justifican ante enfermedades extremas”.
A día de hoy nadie puede defender que a nivel mundial —que es el ámbito
en el que las medidas se han propuesto— estemos ante una enfermedad extrema:
siendo muy generosos el aumento de mortalidad en el mundo habría sido del 2%.
Sin embargo, las medidas adoptadas fueron —y en muchos lugares siguen siendo—
extremas. Además, el recurso a medidas de semejante entidad debería estar
ligado a la ausencia de conocimientos científicos que permitiera una actuación
más dirigida y selectiva. En el covid-19 pronto la falta de conocimientos
científicos dejó de ser una excusa creíble. El extremismo frente al covid-19
contrasta con el hecho de que no se adopten medidas suficientes frente a la
muerte de miles de personas, sobre todo niños, por enfermedades tratables.
Todas la estrategia adoptada por la mayoría de los gobiernos se basan en
ideas sin ningún fundamento científico como resume un tuit de David Thunder. Entre ellas destacan la defensa del no
comprobado efecto protector de las mascarillas fuera de localizaciones y
condiciones muy concretas (un dispositivo que incluso podría facilitar ciertos
contagios), o la defensa de las restricciones estrictas a la vida social de
personas independientemente de que padezcan o no síntomas. Este supone el
peligro de subvalorar la mayor contagiosidad de los sintomáticos sobre todo en
espacios de alto riesgo.
Insolvencia científica, «éxito» político y mediático
El «éxito» de los partidarios de los confinamientos y otras medidas
restrictivas de derechos y de la vida social en hacer creíble y aceptable su
estrategia, se funda en que la misma encaja perfectamente con el sentido común.
Dos más dos son cuatro: si se reducen los contactos sociales se reducen
necesariamente los contagios. A simple vista parece innegable. Pero, como sucede
con tantísimas cosas, las realidades profundas de los fenómenos son más
complejas de lo que parecen al sentido común, y muchas veces completamente
contra-intuitivas. La fácil y rápida ecuación propia del sentido común —los
contagios se reducirán en proporción a la reducción de los contactos— falla
porque, en realidad, más que de la cantidad total de contactos, la transmisión
viral depende del contexto en el que tienen lugar los mismos. Es más
determinante la duración del contacto y la ventilación del lugar donde se
produce, que cualquier medida de distanciamiento concreta o el uso de
mascarilla.
Y el impacto mortal no depende tanto de la cantidad bruta de contagiados,
sino de quiénes se contagian. Una vez que se pone esto sobre la mesa, el
carácter aparentemente obvio de muchas medidas adoptadas se desploma. La
probabilidad de contagio al aire libre es bajísima: sin embargo, hay muchos
países —entre los que se encuentra España— en los que es obligatorio el uso de
mascarilla incluso para circular por las calles. Los toques de queda o las
restricciones de ciertas actividades a partir de determinada hora no solo son
medidas ineficaces: son lisa y llanamente absurdas. ¿En cuánto pueden reducir
la probabilidad de contagios?
Es más probable contagiarse en una oficina cerrada o en un taller
atestado de trabajadores que en un bar —sobre todo si las mesas están al aire
libre—; pero se cierran los segundos mientras permanecen en actividad los
primeros. A excepción de los hospitales y las residencias de ancianos, los
lugares en que se producen más contagios son los hogares, aunque se ha
instalado la falsa idea de que en ellos estamos protegidos. Los contagios se
producen entre personas conocidas que interactúan cotidianamente, aunque el
discurso mediático nos lleve a ver el peligro en el paseante desconocido que nos
cruzamos en la acera. Sin duda el hashtag
#quedateencasa ha resultado ser erróneo y perverso especialmente si se
atiende a la falta de información rigurosa que se ha ofrecido acerca de cómo
atender y cuidar a las personas enfermas en las casas o a la importancia de
ventilar los espacios —muchas personas durante los meses del confinamiento más
duro no lo hacían por miedo a que el virus entrase por las ventanas— lo cual
fue fuente de importantes contagios.
Las medidas adoptadas son duras para las personas, pero ineficientes para
protegerlas, dan una falsa sensación de seguridad y hacen pensar que las
autoridades hacen lo que deben. Pero es más cierto lo contrario.
La estrategia de los confinamientos también fracasa porque no es
sostenible a largo plazo y porque no resulta suficiente para erradicar al
virus. Son medidas que afectan más a la población que a la circulación viral. A
largo plazo, allí donde el virus esté presente el umbral de la circulación
comunitaria la cantidad de contagios y decesos variará poco sin protección
selectiva, hagan lo que hagan las autoridades. Es una verdad difícil de tragar,
y ello explica parte de la «locura colectiva» en que estamos inmersos. Pero la
consecuencia de no aceptarla está produciendo daños irreparables e innecesarios.
Los confinamientos no han funcionado porque —como ya sugería la evidencia
previa— no es viable bloquear la transmisión comunitaria de un virus
respiratorio pasado cierto umbral relativamente bajo de circulación
comunitaria. Para conseguirlo sería necesario un prolongado confinamiento
TOTAL: cerrar todo, suspender todas las actividades (no sólo las consideradas
con grados variables de arbitrariedad «no esenciales») por un periodo de tiempo
prolongado (varios meses). Esto es lo que se hizo en China pero a una escala
relativamente pequeña para las dimensiones y la población del país. El cierre
total de Hubei fue posible porque no representaba más que el 4% de la población
china total, que fue abastecida en sus propias casas por las fuerzas de
seguridad enviadas desde otros sitios. Además, se procedió a llevar a cabo el
aislamiento de casos y la cuarentena de positivos en establecimientos
hoteleros, lo que eliminó una fuente de contagios numerosos y graves: la
convivencia entre infectados y no infectados si recomendaciones claras.
Sin ese confinamiento absoluto y prolongado, cuando ya se ha producido
una diseminación comunitaria amplia, el virus 'espera' la relajación y, por lo
tanto, en el mejor de los casos sólo se pospondrían algunas muertes. Pero con
un porcentaje importante de la población que no puede permanecer en su
domicilio (si es que en verdad alguien puede hacerlo de manera saludable por un
periodo tan largo de tiempo) —ya sea por actividades de aprovisionamiento
básico, responsabilidades de cuidados, obligaciones laborales impostergables
por estar clasificadas como esenciales u obligada a garantizar la mera
superveniencia diaria en los sectores más precarizados— el virus permanece en
circulación.
En los países 'desarrollados', los trabajadores de servicios esenciales
representan alrededor de 30% del total de trabajadores: una suficiente masa
crítica para mantener el virus en circulación. Esta es la causa por la que
tantísimos estudios de carácter comparativo —entre estados diferentes pero
también entre regiones diferentes de un mismo estado—, histórico —basados en el
estudio de epidemias pasadas, como la de 1918—, experimentales —se han
realizado algunos experimentos en relación a la covid-19, por ejemplo con
marines— e incluso de prospección matemáticamente modelada concluyen que la
reducción de contagios y decesos a largo plazo atribuibles a las medidas no
farmacológicas son escasas o nulas.
Las medidas no farmacológicas podrían ser incluso sanitariamente
contraproducentes —por la prolongación de la epidemia, la dificultad de
proteger a la población vulnerable por lapsos tan prolongados y por la
afectación negativa del sistema inmunológico de todas las personas producida
por el estado de estrés, la tristeza, la falta de ejercicio, la carencia de sol,
etc.—.En paralelo, las consecuencias negativas de las medidas no farmacológicas
mayoritariamente adoptadas son tan ostensibles como graves en términos de la
atención inadecuada de otras enfermedades, efectos físicos y psicológicos en la
infancia y juventud confinada, cierre de empresas y comercios, aumento del
paro, crecimiento de la pobreza, limitación de las libertades públicas,
dinámicas de disciplinamiento social, etc.
Estas consecuencias son tan evidentes como para facilitar la credibilidad
de todo tipo de teorías simplistas de lo que está sucediendo. Esta es la base
de las creencias en la «plandemia», un plan
previsto de antemano ya sea para reducir la población anciana, oprimir a la
gente, ocultar la crisis capitalista, instaurar una dictadura, favorecer a la
industria farmacológica o modificar en algún sentido el sistema social.
Un fenómeno de alcance planetario y ya tan prolongado en el tiempo
difícilmente pueda ser explicado por una oscura conspiración. La explicación es
sumamente compleja. Comprender y explicar la reacción ante la pandemia debe
necesariamente incluir ciertas condiciones de posibilidad que se fueron
gestando a nivel social, económico, sanitario y cultural a lo largo de décadas:
entre ellas la obsesión por la salud y la seguridad en la cultura capitalista
actual, la abrumadora hegemonía ideológica de las clases altas y medias en el
universo contemporáneo, la pérdida de sentido histórico propia del sentido
común posmoderno, el reduccionismo biologicista de la medicina mainstream, la
consolidación de lógicas profundamente patriarcales y punitivas en el abordaje
de los problemas sociales, etc. Sin ellas la patológica obsesión con un único
problema sanitario de rango medio difícilmente hubiera tenido lugar. Pero una
adecuada explicación debe estar atenta también a los desencadenantes, entre
ellos la aparición de un virus desconocido entre las poblaciones humanas. Ni en
las condiciones de posibilidad ni en los desencadenantes parece haber nada
mínimamente relacionado con algo que pueda ser considerado una conspiración.
Pero una vez iniciado el proceso y desatada la locura social —sería
ingenuo ignorarlo— ciertos sectores particularmente poderosos hallaron en la
crisis una enorme ventana de oportunidades, y comenzaron a operar abierta o
solapadamente para que el clima de temor no se desvaneciera. En primerísimo
lugar, desde luego, el poderoso complejo farmacológico y las empresas
tecnológicas, devenidas ya definitivamente el sector hegemónico de la
acumulación de capitales. Habiéndose dado de bruces con la crisis, los grandes
tiburones aprovecharon el estado de conmoción social para acelerar
transformaciones políticas, económicas y culturales en su beneficio, y de
carácter profundamente reaccionario. Todas las empresas de la economía virtual
han visto en la pandemia una ocasión para inflar aún más sus beneficios.
¿Qué ha sido de la perspectiva de género? ¿Qué ha sido de la perspectiva
de clase?
Si algo se ha reivindicado de manera clara desde los feminismos es que la
neutralidad muchas veces es una falsa pretensión patriarcal. Algunos relatos
con aspiraciones de neutralidad —e incluso de objetividad— solo encubren el
lugar ideológico desde donde se analiza la realidad, y por ello no necesita ser
justificado. Desde luego, las políticas de gestión de la covid-19 no son
neutras. Independientemente de que a la cabeza de las decisiones hayan estado
mujeres u hombres, las políticas desplegadas se han dado en el marco político y
mental del patriarcado. Sin embargo, la ausencia de una reflexión profunda por
parte de los feminismos sobre la forma en que ha sido abordada la pandemia y
las medidas adoptadas, y, en consecuencia, de una acción o respuesta coordinada
y organizada en la calle, ha sido la línea general.
Entre los temas más criticables desde esta perspectiva está la práctica
del confinamiento. Lo primero que se debe decir es que aun habiéndose
evidenciado por la genealogía de los encierros que el encierro privado, el del
hogar, ha sido el primero de los encierros que han sufrido las mujeres, no ha habido
capacidad de evidenciar esta cuestión tan básica en ningún espacio de reflexión
feminista para criticar las medidas de confinamiento —estricto o light.
Si atendemos al abordaje transversal de los cuidados, también el
desprecio de esta cuestión es muy preocupante. Y resulta más preocupante
todavía, cuando observamos que el estado se erige como el único y validado
cuidador de su ciudadanía en este contexto pandémico; y lo hace, además,
sostenido por todo un aparataje militar, policial y jurídico que nos dice que
nos cuida mediante el despliegue de una fuerte narrativa punitivista. Se podría
incluso afirmar que las medidas adoptadas y/o recomendadas confrontan
constantemente con los cuidados. Los feminismos vienen considerando como
central para repensar un proyecto que verdaderamente ponga a la vida en el
centro, la idea de que todos y todas somos interdependientes, todas y todos
necesitamos ser cuidados y cuidar y la idea de que detrás de la represión no
hay verdaderamente cuidados. Las personas necesitamos de bienes, servicios y
cuidados para sobrevivir. Los cuidados son relacionales e interdependientes.
Aquí es donde la escisión entre las recomendaciones de los gestores y
burócratas de la pandemia y las necesidades de la vida es brutal.
Sería demasiado escandaloso para algunos proyectos políticos apelar
continuamente a la institución familiar como paradigma del nuevo higienismo.
Sin embargo, las campañas para el fomento de las medidas sanitarias muestran
continuamente el núcleo de la familia tradicional: padre, madre y niños, como
paradigma de lo «normal» y lo «correcto». Sin duda ha habido una vuelta al
concepto de familia tradicional en este último año. En estas campañas esa
familia representada es una familia muy concreta. Tres son las principales características:
blanca, heteronormativa y de clase social media burguesa acomodada. En
concreto, el confinamiento ha idealizado ese modelo concreto de familia,
tirando al traste tantos esfuerzos (especialmente por los feminismos) en
mostrar e interiorizar la diversidad, y de visibilizar otros modelos de
convivencia alejados del modelo blanco-cis-hetero-patriarcal, así como la
importancia de la mirada interseccional, fortaleciéndose claros elementos
racistas y de clase.
De hecho menos dramático se presenta el panorama si aplicamos una
perspectiva de clase. Los trabajadores precarizados y cuentapropistas o bien no
pudieron confinarse, o bien sufrieron —y siguen sufriendo— un deterioro
económico atroz. Y no hay que mirar sólo en derredor. En la India, por ejemplo,
donde también se implementó un aislamiento social severo, las medidas adoptadas
condenaron a millones de personas a la inanición. Literalmente. Cosas
semejantes ocurrieron en Filipinas y en muchos Estados africanos. Por razones
de espacio no podemos desarrollar aquí adecuadamente este aspecto fundamental.
Digamos simplemente que pensamos que dio en la diana el epidemiólogo sueco
Martin Killdorf cuando afirmó que «no hay razones científicas ni de salud
pública para mantener las escuelas cerradas» y que estamos presenciando «el
mayor asalto a las condiciones de vida de la clase obrera en décadas».
¡Y llegaron las vacunas!
La cuestión de la vacuna es sumamente compleja, pero hasta el momento, se
pueden señalar algunos hechos irrefutables. Hay un primer hecho incontestable:
hemos presenciado la búsqueda contra reloj de una vacuna salvadora. Y las
vacunas han llegado, todas, desde grandes laboratorios privados (la Big Pharma
es una de las mayores industrias a nivel mundial), y en prácticamente todo el
mundo se han articulado agresivas campañas vacunales. Las vacunas han sido
presentadas como la única tabla salvadora, pero dudamos de que vayan a acabar
con el covid-19. Creemos antes bien que serán empleadas para proporcionar una
coartada a nuestros gobiernos y servir de justificación a las políticas
adoptadas. Suceda lo que sucediere, se dirá que las vacunas, y no la inmunidad
natural, han domeñado a la pandemia.
Otra cuestión meridiana es que se ha abandonado la idea de la importancia
del sistema inmunitario para enfrentar una enfermedad, aunque es cierto que
precisamente entre los más vulnerables destacan los que sufren las peores
consecuencias del virus, independientemente de contar o no con una vacuna. La
inmunidad se puede alcanzar de forma natural por la propagación de la
enfermedad en la comunidad en amplios sectores de bajo riesgo, de forma
artificial por la administración de una vacuna eficaz, o por una combinación de
ambas. Una combinación que, por ejemplo, reservara la vacuna para la población
de riesgo.
Sin embargo, la primera idea de la noche a la mañana pasó a ser
considerada aberrante. La premisa parece ser: que la inmunidad artificial por
la administración de la vacuna es superior a la natural, cuando todos los datos
apuntan en sentido contrario. Las vacunas disponibles parecen poseer una
efectividad a corto plazo indiscutible, pero sus efectos secundarios son
notables y afectan de manera muy llamativa a personas para las que padecer la
enfermedad no supone un riesgo importante. Queda la incógnita de los efectos a
largo plazo que no se han establecido. Tampoco se puede descartar que
favorezcan el surgimiento de nuevas variantes que es ya uno de los problemas
que afrontamos.
La tercera cuestión irrefutable es que existen dudas razonables e
importantes para considerar que, aun en la actual situación de excepcionalidad
por pandemia y de estados de alarma, excepción, toques de queda etc.,
declarados en prácticamente todos los países, con la legislación disponible no
se puede imponer en toda la población mundial una vacunación obligatoria. Una
medida sanitaria que impusiese la vacunación con carácter obligatorio
constituiría una restricción de derechos fundamentales. Sin embargo,
nuevamente, no parece que sea (al menos aparentemente) la senda que está
guiando a las políticas de vacunación, sumando, nuevamente, un nuevo argumento
a la desmesura y a las prácticas autoritarias.
Por lo demás, queda la incógnita de las consecuencias a medio y largo
plazo de las vacunas —tanto de su eficacia como de su impacto en la salud de
las personas— y de haber optado por una estrategia de vacunación masiva de toda
la población.
Pensar al revés
¿Había alternativas a la gestión autoritaria de la pandemia? Desde luego.
Hubo países que se concentraron en la detección de enfermos y el aislamiento
selectivo de los mismos. Se trata de un virus de amplio espectro patológico. Si
bien la gran mayoría de las personas infectadas no sufre síntomas o estos son
leves, una minoría, entre los que predominan personas mayores y/o con
enfermedades serias, padecen cuadros muy graves e incluso fatales
—desencadenando el fallecimiento—, generalmente asociado a una insuficiencia
respiratoria.
Sin embargo, se ha adoptado esta estrategia indiscriminada sin dar ni
siquiera la posibilidad de plantear una discusión científica seria con quienes
discrepan de la estrategia adoptada, una verdadera legión, que defendieron esas
estrategias de protección selectiva comenzando por los prestigiosos firmantes
de la declaración de Great Barrington. En prácticamente todo el mundo se optó
por las medidas sobradamente conocidas: encierro masivo e indiferenciado de la
población primero, seguido de fuertes restricciones y medidas dudosamente
efectivas de todo tipo que continúan hasta hoy.
Y en todo esto ¿dónde ha quedado la izquierda? Aunque sería exagerado
decir que las organizaciones de izquierdas apoyaron sin reservas la estrategia
de supresión del virus y las cuarentenas masivas, lo cierto es que, en general,
no se opusieron de manera frontal. Criticaron sus excesos o algunas facetas,
pero no su naturaleza. El hábito tacticista de tratar de acompañar las demandas
de las masas dejó al grueso de las organizaciones de izquierdas desarmadas,
cuando lo imperioso era cuestionar el 'sentido común'. Por ello, se optó por lo
que parecía la ‘vía más segura’, acompañando el gran miedo que había hecho
presa de las masas a la espera de que la pandemia pasara y se pudiera volver a
la política de siempre.
El hecho de que la izquierda radical haya sido en general presa del
pánico al igual que la derecha, el centro y la izquierda reformista, asumiendo
además la hipótesis de la eficacia y viabilidad del encierro, es un indicio de
falta de autonomía e independencia de criterios. Que se haya descartado la
posibilidad de proteger a la población vulnerable como cosa imposible, creyendo
al mismo tiempo que sería posible proteger a toda la población, habla bastante
a las claras de la pobreza intelectual franciscana y de la carencia de toda
lógica en el debate público contemporáneo. Que la creencia en que la vacuna
será la solución a la pandemia se haya impuesto con tan pocas críticas muestra
la eficacia de la propaganda de los laboratorios, la expropiación de la salud
por el capital y la escasa independencia de la izquierda en términos de
política sanitaria. Que algunas fuerzas de izquierdas defiendan abiertamente la
política de confinamiento resulta especialmente incomprensible por la falta de
lectura de clase: entre otras, el cierre de escuelas afecta más a los pobres
que a los ricos, y el encierro aumenta el desempleo, la miseria y las
desigualdades.
Sin embargo, al cabo de más de un año, no se ha logrado instalar en el
debate público de la mayoría de los países (ni siquiera en aquellos gobernados
supuestamente por fuerzas progresistas) cuestiones tan básicas como la
necesidad de un único sistema de salud que ofrezca a todas las personas las
mismas oportunidades, o la condena popular a la medicina comercializada, o la
necesidad del estrecho control público sobre la producción de medicamentos, o
la relación ente la agricultura y la ganadería industriales y los saltos
zoonóticos, o lo imperioso que resulta asumir que las residencias de ancianos
constituyen un modelo fallido para afrontar los problemas de la vejez, y una
fuente de lucro capitalista particularmente obscena. Si una crisis sanitaria,
social y económica de la magnitud de la actual no ha logrado instalar a gran
escala estos problemas y estas perspectivas, ello es, por cierto, un indicio de
la hegemonía cultural y política de las fuerzas del capital. Pero puede ser
también, en parte, consecuencia de errores políticos cometidos por las
izquierdas.
«La verdad es revolucionaria», reza una vieja máxima atribuida normalmente
a Antonio Gramsci. La máxima viene a significar que por cruda que sea, los
revolucionarios deben apegarse a la verdad, sin edulcorarla y sin
autoengañarse. Esto entraña en cierto modo un compromiso con el realismo. Pero
entraña también algo mucho más profundo. Las clases dominantes siempre han
dispuesto de medios de difusión inmensamente más poderosos que los que podrían
disponer las clases explotadas. Si no hay una verdad objetiva, si todo es un
relato, si todo son narraciones, entonces quienes dispongan del poder y la
riqueza podrán imponer sus representaciones, sus intereses, sus visiones. Sólo
si hay relatos verdaderos y relatos falsos en algún sentido significativo es
posible la impugnación de las ideologías de las clases dominantes. Si no hay verdad,
si todo es uniformemente ideología, entonces es imposible, o totalmente
improbable, que no se impongan socialmente los intereses, las creencias y las
representaciones de las clases explotadoras y de los grupos favorecidos. La
pandemia del coronavirus ha sido un gran episodio de posverdad.
Pero no nos desanimemos. Los anhelos de libertad y los sueños de
emancipación son inextinguibles. Comprender lo que sucede, por duro que sea, es
una tarea imprescindible para cambiar el mundo. Y este mundo hay que cambiarlo
urgentemente.
EL SALTO DIARIO
7 mayo 2021