domingo, 10 de julio de 2011

El mito de Sísifo


Albert Camus

Los dioses habían condenado a Sísifo a subir sin cesar una roca hasta la cima de una montaña, desde donde la piedra volvía a caer por su propio peso. Habían pensado con algún fundamento que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza.

Si se ha de creer a Homero, Sísifo era el más sabio y prudente de los mortales. No obstante, según otra tradición, se inclinaba al oficio de bandido. No veo en ello contradicción. Difieren las opiniones sobre los motivos que le llevaron a convertirse en el trabajador inútil de los infiernos. Se le reprocha, ante todo, alguna ligereza con los dioses. Reveló los secretos de éstos. Egina, hija de Asopo, fue raptada por Júpiter. Al padre le asombró esa desaparición y se quejó a Sísifo. Éste, que conocía el rapto, se ofreció a informar sobre él a Asopo con la condición de que diese agua a la ciudadela de Corinto. Prefirió la bendición del agua a los rayos celestiales. Por ello le castigaron enviándole al infierno. Homero nos cuenta también que Sísifo había encadenado a la Muerte. Plutón no pudo soportar el espectáculo de su imperio desierto y silencioso. Envió al dios de la guerra, quien liberó a la Muerte de manos de su vencedor.

Se dice también que Sísifo, cuando estaba a punto de morir, quiso imprudentemente poner a prueba el amor de su esposa. Le ordenó que arrojara su cuerpo insepulto en medio de la plaza pública. Sísifo se encontró en los infiernos y allí irritado por una obediencia tan contraria al amor humano, obtuvo de Plutón el permiso para volver a la tierra con objeto de castigar a su esposa. Pero cuando volvió a ver el rostro de este mundo, a gustar del agua y el sol, de las piedras cálidas y el mar, ya no quiso volver a la oscuridad infernal. Los llamamientos, las iras y las advertencias no sirvieron para nada. Vivió muchos años más ante la curva del golfo, la mar brillante y las sonrisas de la tierra. Fue necesario un decreto de los dioses. Mercurio bajó a la tierra a coger al audaz por el cuello, le apartó de sus goces y le llevó por la fuerza a los infiernos, donde estaba ya preparada su roca.

Se ha comprendido ya que Sísifo es el héroe absurdo. Lo es en tanto por sus pasiones como por su tormento. Su desprecio de los dioses, su odio a la muerte y su apasionamiento por la vida le valieron ese suplicio indecible en el que todo el ser dedica a no acabar nada. Es el precio que hay que pagar por las pasiones de esta tierra. No se nos dice nada sobre Sísifo en los infiernos. Los mitos están hechos para que la imaginación los anime. Con respecto a éste, lo único que se ve es todo el esfuerzo de un cuerpo tenso para levantar la enorme piedra, hacerla rodar y ayudarla a subir una pendiente cien veces recorrida; se ve el rostro crispado, la mejilla pegada a la piedra, la ayuda de un hombro que recibe la masa cubierta de arcilla, de un pie que la calza, la tensión de los brazos, la seguridad enteramente humana de dos manos llenas de tierra. Al final de ese largo esfuerzo, medido por el espacio sin cielo y el tiempo sin profundidad, se alcanza la meta. Sísifo ve entonces cómo la piedra desciende en algunos instantes hacia ese mundo inferior desde el que habrá de volverla a subir hasta las cimas, y baja de nuevo a la llanura.

Sísifo me interesa durante ese regreso, esa pausa. Un rostro que sufre tan cerca de las piedras es ya él mismo piedra. Veo a ese hombre volver a bajar con paso lento pero igual hacia el tormento cuyo fin no conocerá jamás. Esta hora que es como una respiración y que vuelve tan seguramente como su desdicha, es la hora de la conciencia. En cada uno de los instantes en que abandona las cimas y se hunde poco a poco en las guaridas de los dioses, es superior a su destino. Es más fuerte que su roca.

Si este mito es trágico, lo es porque su protagonista tiene conciencia. ¿En qué consistiría, en efecto, su castigo si a cada paso le sostuviera la esperanza de conseguir su propósito? El obrero actual trabaja durante todos los días de su vida en las mismas tareas y ese destino no es menos absurdo. Pero no es trágico sino en los raros momentos en se hace consciente. Sísifo, proletario de los dioses, impotente y rebelde conoce toda la magnitud de su miserable condición: en ella piensa durante su descenso. La clarividencia que debía constituir su tormento consuma al mismo tiempo su victoria. No hay destino que no se venza con el desprecio.


Por lo tanto, si el descenso se hace algunos días con dolor, puede hacerse también con alegría. Esta palabra no está de más. Sigo imaginándome a Sísifo volviendo hacia su roca, y el dolor estaba al comienzo. Cuando las imágenes de la tierra se aferran demasiado fuertemente al recuerdo, cuando el llamamiento de la felicidad se hace demasiado apremiante, sucede que la tristeza surge en el corazón del hombre: es la victoria de la roca, la roca misma. La inmensa angustia es demasiado pesada para poder sobrellevarla. Son nuestras noches de Getsemaní. Pero las verdades aplastantes perecen de ser reconocidas. Así, Edipo obedece primeramente al destino sin saberlo, pero su tragedia comienza en el momento en que sabe. Pero en el mismo instante, ciego y desesperado, reconoce que el único vínculo que le une al mundo es la mano fresca de una muchacha. Entonces resuena una frase desmesurada: «A pesar de tantas pruebas, mi avanzada edad y la grandeza de mi alma me hacen juzgar que todo está bien». El Edipo de Sófocles, como el Kirilov de Dostoievski, da así la fórmula de la victoria absurda. La sabiduría antigua coincide con el heroismo moderno.

No se descubre lo absurdo sin sentirse tentado a escribir algún manual de la dicha. «¡Eh, cómo! ¿Por caminos tan estrechos...?». Pero no hay más que un mundo. La felicidad y lo absurdo son dos hijos de la misma tierra. Son inseparables. Sería un error decir que la dicha nace forzosamente del descubrimiento absurdo. Sucede también que la sensación de lo absurdo nace de la dicha. «Juzgo que todo está bien», dice Edipo, y esta palabra es sagrada. Resuena en el universo y limitado del hombre. Enseña que todo no es ni ha sido agotado. Expulsa de este mundo a un dios que había entrado en él con la insatisfacción y la afición a los dolores inútiles. Hace del destino un asunto humano, que debe ser arreglado entre los hombres.

Toda la alegría silenciosa de Sísifo consiste en eso. Su destino le pertenece. Su roca es su cosa. Del mismo modo, el hombre absurdo, cuando contempla su tormento, hace callar a todos los ídolos. En el universo súbitamente devuelto a su silencio se elevan las mil vocecitas maravillosas de la tierra. Lamamientos inconscientes y secretos, invitaciones de todos los rostros constituyen el reverso necesario y el premio de la victoria. No hay sol sin sombra y es necesario conocer la noche. El hombre absurdo dice que «sí» y su esfuerzo no terminará nunca. Si hay un destino personal, no hay un destino superior, o, por lo menos no hay más que uno al que juzga fatal y despreciable. Por lo demás, sabe que es dueño de sus días. En ese instante sutil en que el hombre vuelve sobre su vida, como Sísifo vuelve hacia su roca, en ese ligero giro, contempla esa serie de actos desvinculados que se convierte en su destino, creado por él, unido bajo la mirada de su memoria y pronto sellado por su muerte. Así, persuadido del origen enteramente humano de todo lo que es humano, ciego que desea ver y que sabe que la noche no tiene fin, está siempre en marcha. La roca sigue rodando.

Dejo a Sísifo al pie de la montaña. Se vuelve a encontrar siempre su carga. Pero Sísifo enseña la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas. Él también juzga que todo está bien. Este universo en adelante sin amo no le parece estéril ni fútil. Cada uno de los granos de esta piedra, cada fragmento mineral de esta montaña llena de oscuridad, forma por sí solo un mundo. El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo dichoso.


martes, 5 de julio de 2011

La nación y la humanidad

[Fiel a los principios internacionalistas y antinacionalistas del anarquismo, este texto de un colaborador de Tierra y Libertad, llega a las mismas conclusiones que venimos, desde aquí, defendiendo: «anarquismo y nacionalismo son incompatibles, se repelen mútuamente».]

Por Capi Vidal

Si hay una idea que rivalice con la religión (institucionalizada, para no entrar en controversias) en ser la causa de muchos de las males de la humanidad, esa es el nacionalismo. El anarquismo es, desde sus orígenes, internacionalista. Habría que poner la sospecha en todos los que usen el término nación o conceptos como «liberación nacional» y traten de apropiarse de las ideas libertarias (sí, aquí si busco la controversia). Espero que se me entienda, y ocurre algo parecido con la cuestión de las «creencias», no estamos juzgando el pedigrí de las personas ni repartiendo carnés de «auténticos anarquistas», ni siquiera es mi deseo asentar ningún purismo en el anarquismo. Existe una vida real, una sociedad que no es la que nos gustaría y con la que hay que lidiar a diario sin fanatismo, pero tratando de ser coherente con unos valores. Luego, hay una sociedad anarquista en potencia, cuyos objetivos son hoy difíciles de conseguir en su forma más pura (tal vez más difíciles que en otras épocas), pero cuya fuerza antiautoritaria (y liberadora) es tremendamente necesaria. Por eso, al margen de la vida cotidiana en la que se ponen a prueba nuestras convicciones y en las que cada personas tomará las decisiones que le dicte su conciencia, no creo que sea posible acercar al movimiento libertario conceptos que contradicen sus propuestas. Un anarquista es, de manera evidente, internacionalista, como dice Ángel Cappelletti en La ideología anarquista, se entiende «que las fronteras políticas son obvia consecuencia de la existencia de los Estados, no pueden menos que considerarse también fruto de una degeneración autoritaria y violenta de la sociedad».

Se recoge en el anarquismo una herencia cosmopolita, una cambio de paradigma producido en la Antigua Grecia por parte de escuelas de pensamiento como la cínica y la estoica, basándose en observar a la humanidad como un todo natural y moral. Esa visión se filtrará siglos después a través de la Ilustración, y podemos hablar de unos de los componentes primordiales de la filosofía social anarquista. Creo que solo el anarquismo, y por supuesto los anarquistas, han sido fieles a esta idea ética de la fraternidad universal. Se establece, así, un vínculo entre los conceptos de nación, patria y Estado, algo en lo que no todo el mundo estará de acuerdo, pero seguiré insistiendo en la transparencia de ideas y en la honestidad. Si hablamos de nación de manera simplista, como una «comunidad de intereses comunes», está claro que todos formamos parte de ella (estamos además determinados, en mayor o en menor medida, por ella). El anarquista no es alguien que desee automarginarse de esa comunidad, sino que realiza unas propuestas éticas y sociales muy diferentes, y desea extenderlas al conjunto de la humanidad sin establecer fronteras políticas (dicho sea esto, también de manera simple). Sin embargo, si profundizamos un poquito en el concepto de nación, vemos que se vincula claramente a un territorio gobernado, a un Estado. Del mismo modo, la patria tiene claras connotaciones estatales (jurídicas) e históricas (eso llamado «dentidad»), aunque también hay que aclarar que igualmente posée rasgos afectivos (algo con lo que los anarquistas pueden coincidir si hablamos de cuestiones humanas, y hacer compatible el amor a la tierra de uno con el internacionalismo). En cualquier caso, podemos decir «mi patria es el mundo», de manera algo romántica, pero siempre dejando claro el análisis de las fronteras políticas establecidas por las naciones/Estado, defendidas por ejércitos (de ahí se deriva también el antimilitarismo, además de por considerar esta institución como la máxima expresión autoritaria), que bloquean el sentimiento de fraternidad universal (una tendencia, un sentimiento y una convicción ética, no una utopía en el sentido quimérico).

Recientemente, escuché a cierto intelectual afirmar que el nacionalismo es una idea romántica. Es posible que así sea, pero no por ello es menos digna de crítica e incluso pueda ser menos feroz en sus consecuencias. Yo diría que el anarquismo es la evidente antítesis del nacionalismo, no parece concebible ninguna compatibilidad más allá de los rasgos libertarios (siempre enfrentados a otros autoritarios e inhibidores) que pueda presentar cualquier idea o creación humanas. Carlos Malato, en La filosofía del anarquismo, utiliza el término «patria» (si bien, como claro sinónimo de nación) y la acusa de no se más que una religión vulgar, una nueva fe que substituye a la antigua. Incluso, se apela a lo que es «natural», y no lo es rechazar a una persona que ha nacido al otro lado de una frontera. El deseo histórico es que la idea de la patria se acabe fundiendo en la idea de la humanidad, lo cual constituye otra manera de entender el progreso. Tal y como lo expresa Malato, de manera muy bella y nítida, hay dos manera de negar la patria: uno bárbaro e inconcebible, que es desear la ruptura de un país unificado por el idioma y por una serie de costumbres, lo cual supondría el regreso al provincialismo de épocas anteriores; otra manera de negar la patria, tal y como se vincula a una nación y a un Estado, es preconizando la federación de pueblos libres, «una patria única y sin rival». Naturalmente, esta convicción no es simplemente un programa político que podamos aplicar en un futuro próximo, es un deseo consustancial al anarquismo, un ideal a perseguir que comienza considerando a todos los seres humanos nuestros hermanos, observándoles como individuos autónomos que forman parte de pueblos libres. Los ideales inconclusos de libertad, igualdad y fraternidad solo adquieren sentido en el anarquismo, no aplicados con una mirada estrecha ni mediatizados por algún nuevo poder político.

Reflexiones desde Anarres (15 de marzo de 2011)

lunes, 4 de julio de 2011

Los primeros pasos en la lucha por la vivienda

Por Mercé Cortina

Las huelgas de inquilinos se sucedieron a principios del siglo XX en Bilbao, Barcelona, Sevilla y Tenerife

Las movilizaciones por el derecho a una vivienda digna se convirtieron en una reivindicación vinculada a la lucha obrera. El derecho a techo movió el siglo pasado a miles de personas en Europa y Latinoamérica.

El problema de la vivienda ha sido un punto débil del capitalismo desde su expansión a finales del siglo XIX. Las ciudades eran incapaces de absorber la mano de obra que necesitaba su industria. Mientras el Estado se mantenía al margen de esta creciente problemática, las clases acomodadas supieron buscar rentabilidad a las necesidades de techo. La carencia de viviendas, por un lado, y una gran necesidad de las mismas por otro, se traducía en unos alquileres casi imposibles de asumir por las familias trabajadoras. Así se veían obligadas al hacinamiento y abocadas a una vida miserable.




No obstante, la vivienda no era una reivindicación tan presente como las condiciones laborales. No fue hasta principios del siglo XX cuando tuvieron lugar las primeras huelgas de inquilinos, experiencias que, además de visibilizar la problemática, la situaron en la esfera política y judicial.

A lo largo de esos años, se reprodujeron experiencias huelguistas en muchos puntos del Estado. Es el caso de Barakaldo y Sestao en 1905, donde unas 2.000 familias paralizaron casi por completo la actividad económica del Gran Bilbao durante casi un mes. Les siguió Sevilla en 1919, Barcelona en 1930 y Tenerife en 1933, entre otras. Lo mismo ocurrió en Budapest en 1907, Viena en 1911 y en muchas ciudades inglesas, entre 1911 y 1913. En 1915, en Glasgow, se llevó a cabo una de las más importantes huelgas con un seguimiento de hasta 20.000 personas. Esta negativa a pagar el alquiler tuvo como consecuencia que, por primera vez, la vivienda fuera tratada jurídicamente como un derecho social. Es el principio de la vivienda pública.

También se produjeron movilizaciones al otro lado del Atlántico. En 1907, en las principales ciudades argentinas, se extendió una huelga de inquilinos durante tres meses, que tuvo más de 140.000 participantes. Todas ellas son experiencias que, basadas en la organización de los trabajadores en fábricas y barrios, beben de ideas en época de expansión: las anarquistas y las socialistas.

Sin pagar el alquiler

Estas huelgas consistieron en dejar de pagar los alquileres colectivamente como forma de presión para una mejora de las condiciones de vida, reivindicando una rebaja de los precios de los alquileres y/o la construcción y el acceso a viviendas públicas. En todas ellas, además, se llevaron a cabo diferentes formas de acción directa para evitar los desalojos forzosos, mientras se generaban procesos de movilización de importantes magnitudes, que, por supuesto, eran respondidos con altos niveles represivos: centenares de desalojados y de detenidos –sobre todo líderes comunitarios sindicales– . En las movilizaciones destacó el papel de las mujeres, elemento clave en la lucha. Como actrices principales transformaron la percepción sobre sí mismas, así como su papel en la comunidad, organizándose y movilizándose políticamente a lo largo del proceso. De forma contraria a Glasgow, con mayor protagonismo socialista, en Sevilla y Tenerife los colectivos anarquistas, en concreto la CNT, tuvieron un gran peso. En Barakaldo y Sestao la huelga no sólo se desarrolló desde una posición autónoma al Partido Socialista, sino enfrentada. Finalmente, las peticiones de las ligas de inquilinos de rebaja del 50% de los precios de los alquileres, saneamientos anuales de las viviendas y reconocimiento de las asociaciones como interlocutores con las autoridades, no tuvieron ningún resultado positivo. Esto tuvo como efecto el boicot de los afectados a la huelga general que después convocó el Partido Socialista. Algo que dejó en evidencia la necesidad de este partido de tomar contacto con sus bases.

Más allá de los resultados inmediatos, se creó un movimiento de la clase obrera industrial que defendió sus condiciones de vida en la esfera del consumo. Sin duda, fueron luchas decisivas para vincular la fábrica con la comunidad y el Estado, superando los límites propios de las reivindicaciones salariales en el puesto de trabajo.

Glasgow


En el caso de Glasgow, por ejemplo, podemos argumentar que gran parte de su éxito se debió al apoyo del los partidos socialistas, en concreto el Partido Laborista Independiente y la Federación Socialdemócrata, de los que surgen los Comités de Inquilinos y las Asociaciones de Vivienda. Estos apoyos, junto con una fuerte movilización en la calle daban avisos de una potencial amenaza de huelga industrial y todo ello en un contexto de guerra. Tras varios meses de movilizaciones y negociaciones la huela termina con la aprobación de una ley de restricción de los alquileres. En 1919 se aprobará la Ley de Vivienda y Urbanismo, bajo la que los gobiernos locales quedan obligados a construir viviendas para los trabajadores. Es el principio de la vivienda pública, pero más allá de eso, la primera vez que se trata jurídicamente la vivienda como un derecho social. En 1922, pero, se vuelve a convocar otra huelga en la que, a pesar de contar con 20.000 huelguistas, no se contó con los apoyos anteriores y no se obtuvo respuesta positiva a las demandas.

Argentina

Otro ejemplo diferenciado lo encontramos en Argentina, donde la huelga, que tuvo un seguimiento del 80% fue convocada por la Liga de Lucha Contra los Altos Alquileres e Impuestos, reivindicando un 30% de rebaja en los precios. Esta huelga contó tanto con el apoyo de la FORA (Federación Obrera Regional Argentina) de tendencias anarquistas, como de la UGT, aunque con posiciones distintas: mientras la FORA apoya la reivindicación de los huelguistas pidiendo una rebaja de hasta el 80% del precio, la UGT, reclama la construcción de nuevas viviendas públicas, generando una ruptura entre ellos como interlocutores y los huelguistas. El balance aquí tampoco fue muy positivo: aunque en algunos casos se consiguiera en un principio que se bajasen precios, no se hizo en la mayor parte de los conventillos. En 1908 hubo una nueva subida de los precios pero no sucedió nada.

Mercè Cortina es profesora de Economía Aplicada de la Universidad del País Vasco y doctoranda en Ciencias Políticas.

domingo, 3 de julio de 2011

La victima es el verdugo

Aclaración de este sindicato sobre el «articulo de opinión» publicada ayer 30 de Junio en el medio local EL DIA de Toledo.

Toledo a 1 de julio del 2011

El Sindicato de Oficios Varios de Toledo de la CNT-AIT, pretende, con estas líneas, salir al paso de las acusaciones y falsedades vertidas, en un artículo de opinión, por el diario «El Día de Toledo» en su edición del pasado jueves, 30 de junio. Acusaciones y falsedades enmarcadas en la habitual estrategia de criminalización de todo aquel movimiento social que no se queda de brazos cruzados ante los atropellos habituales en este «estado de derecho». Al paso, nos sorprende ver también como el mismo diario se arroga un victimismo un tanto cómico.

En dicha columna de opinión, el diario pretende «aclararnos» ciertos matices en torno al «escándalo» provocado con motivo de la charla «Fundamentos, actitudes y comportamientos de una organización criminal: la Iglesia católica», la querella del Arzobispado y su posterior archivo. Francamente, este sindicato opina que no es necesario que se nos aclare nada, todo es diáfano para nosotros en lo que a este asunto se refiere y es en este escrito donde lo vamos a exponer.

En primer lugar el diario toledano asegura que no se escandalizó por el contenido de la charla y que «simplemente daba cuenta de una nueva polémica que se cernía sobre nuestra ciudad». Puede que el diario no se escandalizara (aunque las palabras de alguno de sus colaboradores de opinión demuestren lo contrario), pero lo que sí promovió con todas su fuerzas fue el escandalizar. Titulares del tono «CNT reta...» ante una charla aún no celebrada y de la que se desconocía el contenido, indican cierta intencionalidad sensacionalista y un marcado interés en provocar esa polémica con la que arrancaban su primer artículo del 26 de junio del 2008. Posteriores declaraciones de las fuerzas políticas y sindicales, a las que se les metió directamente el micrófono en la boca para hacer sangre, hicieron el resto. La polémica inducida estaba servida.

En segundo lugar, el diario considera relevante esta noticia ayer y hoy. Criterios subjetivos, opinamos desde este sindicato. La cobertura chocarrera e insultante de la manifestación regional celebrada en Toledo contra los accidentes laborales o el más absoluto ninguneo de cada una de las diferentes movilizaciones laborales o sociales encabezadas por la CNT a lo largo de estos años no han merecido el mismo interés y nos hacen pensar que no es la objetividad periodística la que mueve a El Día de Toledo, sino el morbo o el mantenimiento del orden moral.

En tercer lugar, El Día de Toledo comenta que «no necesita a nadie que lo rete para saber cual es su trabajo». CNT también tiene claro este punto, pero no tanto el cómo se realiza ese trabajo. Nada que objetar al tratamiento de la noticia del archivo de la querella. Mucho en cuanto al arranque de estos sucesos. Consideramos que El Día de Toledo ha fallado a una de las bases de la ética periodística: acudir a las fuentes. Esto es, cuando comenzó su serie de artículos en torno a la primera charla en ningún momento acudió a pulsar la opinión de los directamente implicados, la CNT toledana hasta el mismo momento de la charla, cuando el daño ya estaba hecho.

Por último, como decíamos al principio, el diario local convierte a las víctimas en verdugos y se despacha con una acusación de prácticas inquisitoriales a aquellos que han sido los únicos en sufrir acusación pública, en sentarse ante un juez y en sufrir persecución mediática. ¿En que se basan para acudir a semejante insulto? En la supuesta prohibición de acceso de los periodistas de El Día de Toledo a la charla. Recordamos a El Día de Toledo (como ellos mismos recogen en su artículo del sábado 28 de junio de 2008) que en ningún momento se impidió el acceso de nadie al local de sindicatos, y que lo único que se impidió fue la grabación, filmación o toma de fotografías en el recinto, para nada el derecho a informar de los periodistas. ¿El motivo? Sencillo. El ponente, Julio Reyero, en vista de la artificiosa y peligrosa situación creada por El Día de Toledo, como único medio de comunicación que se hizo eco de la «polémica», y las fuerzas políticas y sindicales de la ciudad, así como los peligrosos antecedentes de violencia integrista católica local en la representación teatral de Leo Bassi, tuvo miedo por su integridad física, la cual comprometía la publicación de cualquier imagen suya.

Por parte de este sindicato no hay más que añadir a las últimas opiniones vertidas por El Día de Toledo. Únicamente esperar de este diario que publique este escrito público en base al derecho a la réplica que creemos nos asiste y en pro de una total y plural libertad de expresión.

Sin más. Salud y libertad de pensamiento.


viernes, 1 de julio de 2011

Bajada de sueldo

Nos han pasado este mensaje por correo,
y lo pongo porque es interesante para todos:


Ante las mentiras que repiten tertulianos, sindicalistas «mayoritarios», políticos y toda suerte de mamporreros que siguen chupando del bote, aquí tienen medidas que paliarían el fregao en que nos han metido...

España debe bajar su déficit en 9,4 puntos porcentuales en la próxima década, una de las reducciones más drásticas del mundo, según el Fondo Monetario Internacional que además pide un recorte en las prestaciones sanitarias de nuestro país para reducir la deuda.

Ha llegado el momento de coger el toro por los cuernos y recortar primero:

Eliminar el Senado, es una cámara inútil, dicho por los mismos senadores; Noruega, Suecia, Dinamarca, no tienen Senado; Alemania sólo 100 senadores; EE.UU. un senador por cada estado. Los grandes teóricos del Derecho Internacional y Constitucional (DUVERGER, JELLINEC, etc.) opinan que es una cámara innecesaria, prescindible y que está en extinción. Españoles: ¿por qué tenemos que mantener a 260 gansos, inútiles, una cámara estéril, vacía de contenido, ya pasada de moda?

¡Fuera el Senado, ya! Eliminándolo nos ahorraremos 3.500 millones cada año.

Eliminar la pensión vitalicia de todos los diputados, senadores y demás «padres de la patria».

Revisar los sueldos de los alcaldes que se ponen los sueldos que les da la gana.

Cambiar las leyes y, además de cárcel para los ladrones, obligar a los políticos que han robado y demás «adjuntos», a que devuelvan el dinero a las arcas de las comunidades de donde ha sido robado. Sólo entonces se les facilitará fecha de juicio y nunca antes.

Eliminar todos los coches oficiales (cosa que se hizo hace 40 años en los Pactos de la Moncloa y funcionó, «no es posible que tengamos más coches oficiales que USA»).

Anular todas las tarjetas Visa oficiales (que cada uno baile con su pañuelo) y poner en la calle a todos los «cargos de confianza» (tenemos funcionarios de sobra para encargarse de esas labores).

Todos los diplomáticos excepto un embajador y un cónsul en cada país. («No es posible que malgastemos en esto más que Alemania y el Reino Unido»).

Con eso, y con rebajar un 30% las partidas 4, 6 y 7 de los Presupuestos Generales del Estado (adiós «transferencias a sindicatos, partidos políticos, CEOE, fundaciones opacas y chupópteros varios») se ahorrarían más de 45.000 millones de euros, no haría falta tocar las pensiones y los sueldos de los funcionarios. Tampoco haría falta recortar 6.000 millones de euros en inversión pública.

Congelar las pensiones es injusto, es desconocer unos derechos adquiridos, condenar al hambre a muchos de aquellos que merecen nuestro respeto. Reducir el sueldo de los funcionarios es injusto, es desconocer unos derechos adquiridos de trabajadores muchos de los cuales también merecen nuestro respeto.

¡Con la mitad del dinero que se recaudaría con estas medidas, se acababa la crisis de cuajo!

miércoles, 29 de junio de 2011

Hablar de los crímenes de la Iglesia no es delito.

El próximo viernes día 1 de julio de 2011 a las 19.30 horas, tendrá lugar en el Local Sindical de la CNT-AIT en Toledo, organizada por la Confederación Nacional del Trabajo de Toledo y el Ateneo Libertario Genaro Seguido, una Conferencia a cargo de Julio Reyero, sobre la querella que el Arzobispado interpuso por hablar de los crímenes cometidos en nombre de la Iglesia, querella que ha sido desestimada... No es un delito hablar de la verdad.

Os esperamos con mucha ilusión el día 01 de Julio de 2011 a las 19.30 horas en la C/Río Valdeyernos, nº4 (Barrio del Polígono), Toledo.


martes, 28 de junio de 2011

Los últimos días de John Brown

Por Henry David Thoreau

«Yo, John Brown, ahora estoy absolutamente convencido de que los delitos de este culpable país sólo se lavarán con sangre. Ahora comprendo que me ilusionaba inútilmente cuando creía que esto se pudiera conseguir sin derramar mucha, muchísima sangre.»
JOHN BROWN, 1859.

La carrera de John Brown durante las seis últimas semanas de su vida fue meteórica, iluminando la oscuridad en la que vivimos. No conozco ningún otro hecho tan milagroso en nuestra historia.

Si alguien, en una conferencia o en una conversación en esa época, citaba cualquier antiguo ejemplo de heroísmo, como el de Cato o Tell o Winkelried, sin mencionar las recientes hazañas y palabras de Brown, cualquier audiencia inteligente de hombres del Norte sentía que dicho ejemplo era insulso y traído por los pelos sin justificación alguna.

En lo que a mi respecta, por lo general presto más atención a la naturaleza que al hombre, pero cualquier acontecimiento humano patético puede cegarnos los ojos a los objetos naturales. Me tenía tan absorto que me sorprendía cada vez que detectaba la rutina del mundo natural que seguía existiendo, o cada vez que me encontraba con la gente que iba a sus asuntos indiferente a los demás. Me parecía extraño que el «pequeño mirlo de agua» estuviera aún zambulléndose plácidamente en el río, como en otro tiempo; y todo hacía pensar que este pájaro podría continuar zambulléndose aquí cuando Concord ya no existiera.

Me daba cuenta de que si a él, prisionero en medio de sus enemigos y condenado a muerte, se le consultase sobre el paso que iba a dar o las medidas que iba a tomar a continuación, podría contestar con más acierto que todos sus paisanos juntos. Entendía su situación a la perfección, la contemplaba con una calma infinita. Comparados con él, todos los demás hombres, del Norte y del Sur, estaban fuera de sus cabales. Nuestros pensamientos no podrían retroceder en el tiempo hasta ningún hombre con más grandeza o sabiduría ni mejor, con quien compararle, porque él, entonces y allí, estaba por encima de todos ellos. El hombre a quien este país estaba a punto de colgar resultó ser el más grande y el mejor del mismo.

No se necesitaron años para una revolución de la opinión pública; días, aún horas, produjeron acusados cambios en este caso. Cincuenta personas que estaban dispuestas a decir, al entrar en nuestro mitin en su honor en Concord, que debían colgarle, ya no eran de esa opinión cuando salieron. Oyeron las palabras suyas leídas allí; vieron la seriedad en las caras de los concurrentes; y quizás se unieron por fin al canto del himno en su alabanza.

La jerarquía de educadores sufrió un cambio. Oí que un predicador, que en un principio quedó impresionado y se mantuvo al margen, se sintió al fin en la obligación, después de que colgaran a Brown, de hacerle objeto de un sermón, en el que, de alguna manera, elogió al hombre, si bien dijo que su acción no fue afortunada. Un prestigioso profesor creyó necesario decir a sus alumnos mayores, después de los actos religiosos, que él al principio pensaba como el predicador, pero que ahora creía que John Brown tenía razón. Sin embargo se sabia que sus alumnos aventajaban al profesor tanto como éste aventajaba al sacerdote; y tengo la certeza de que chicos muy pequeños ya les habían preguntado a sus padres en casa, con un tono de sorpresa, ¿por qué Dios no intervino para salvarle? En cada caso, los profesores en cuestión sólo se daban cuenta a medias de que no iban a la vanguardia, sino a remolque, con alguna pérdida de tiempo y autoridad.

Los predicadores más escrupulosos, los amantes de la Biblia, los que hablan de principios, y de hacer con los demás lo que quiera que los demás hagan contigo, ¿cómo podrían dejar de reconocerle, el predicador más grande de todos ellos con mucho, con la Biblia en su vida y en sus obras, personificación de los principios, que cumplía fielmente la regla de oro de la conducta? Todos aquellos que habían sentido despertarse en su interior el sentido de la moral, que habían recibido desde la altura la vocación de predicar, se pusieron de su parte. ¡Qué confesiones obtenía de los indiferentes y los conservadores! Es extraño, pero en suma fue bueno, que no surgiera la ocasión para formarse una nueva secta de brownitas entre nosotros.

Los que, tanto dentro como fuera de la Iglesia, siguen al espíritu y dejan correr las palabras, y a los que en consecuencia se les llama infieles, eran, como de costumbre, los primeros en reconocerle. En otro tiempo han colgado a hombres en el Sur por intentar rescatar esclavos, y al Norte eso no le afectaba gran cosa. ¿Dónde está, entonces, esta maravillosa diferencia? Nosotros no estábamos tan seguros del fervor «de éstos» por los principios. Establecimos una sutil distinción, olvidamos las leyes humanas, y rendimos homenaje a una idea. El Norte, quiero decir el Norte vivo, se volvió de pronto totalmente trascendental. Observaba la ley humana, seguía el fracasado manifiesto, y reconocía la justicia y la gloria eternas. Por lo general, los hombres vivían conforme a un credo, y se sienten satisfechos si se cumple el mandato de la ley, pero en este caso, de alguna manera, volvieron a las percepciones primitivas, y se produjo un ligero resurgimiento de la vieja religión. Se dieron cuenta de que lo que se llamaba orden era confusión, lo que se llamaba justicia, era injusticia, y de que lo mejor se consideraba lo peor. Esta actitud suponía un espíritu más inteligente y generoso que aquel que animó a nuestros antecesores, y la posibilidad, con el paso del tiempo, de una revolución en pro del prójimo y de un pueblo oprimido.

La mayoría de los hombres del Norte, y unos cuantos sureños, se sintieron asombrosamente conmovidos por los actos y las palabras de Brown. Vieron y sintieron que eran heroicas y nobles, y que no había habido absolutamente nada en su género que se les igualara en este país, ni en la historia inmediata del mundo. Pero no conmovían a la minoría. Sólo se sentían sorprendidos y provocados por la actitud de sus vecinos. Se daban cuenta de que Brown era valiente, y de que creía que había obrado bien, pero no percibían en él ninguna otra peculiaridad. Al no estar acostumbrados a hacer sutiles distinciones, ni a valorar la magnanimidad, leían sus cartas y discursos como si no los leyeran. No se enteraban cuando se acercaban a una declaración heroica, no sabían cuándo se quemaban. No notaban que él hablaba con autoridad, y por eso sólo recordaban que debe cumplirse la ley. Recordaban el viejo credo, pero no oían la nueva revelación. El hombre que no reconoce en las palabras de Brown una sabiduría y una nobleza, y por lo tanto una autoridad, superior a nuestras leyes, es un Demócrata moderno. Esta es la prueba que hay que hacer para descubrirle. En este aspecto él no es obstinado sino constitucionalmente ciego, y es consecuente consigo mismo. Así ha sido su vida pasada: no hay duda alguna. De forma semejante ha leído la historia y su Biblia, y acepta, o parece aceptar, esta última sólo como un credo instituido, y no porque le haya convencido. No se encontrarán sentimientos de casta en su libro de memorias, si es que tiene alguno.

Cuando se realiza una noble hazaña, ¿quién tiene más posibilidades de valorarla? Los que también son nobles. No me sorprendió que ciertos vecinos míos hablaran de John Brown como de un vulgar criminal, porque ¿quiénes son ellos? Tienen o mucha carnalidad, o mucho oficio, o mucha ordinariez de alguna especie. No son naturalezas etéreas en ningún sentido. Las cualidades sombrías predominan en ellos. Varios son decididamente «paquidermos». Y lo digo con pena, no con enojo. ¿Cómo puede contemplar la luz un hombre que no alberga la correspondiente luz interior? Son fieles a lo que ven, pero cuando miran de esta forma no ven nada, están ciegos. Para los hijos de la luz competir con ellos es como si se estableciera una contienda entre águilas y búhos. Muéstrenme a un hombre que tenga amargos sentimientos hacia john Brown, y veamos qué nobles estrofas es capaz de recitar. Se quedará tan mudo como si sus labios fueran de piedra.

No todos los hombres pueden ser cristianos, ni siquiera en un sentido muy moderado, y sea cual sea la educación que se les dé. Después de todo, es una cuestión de constitución y de temperamento. Puede que tengan que volver a nacer muchas veces. He conocido a muchos hombres que querían hacerse pasar por cristianos, en los que resultaba ridículo, porque no tenían talento para ello. Ni siquiera todos los hombres pueden ser hombres libres.

Los directores de los periódicos insistieron durante bastante tiempo en que Brown estaba loco; pero al fin se limitaron a decir solamente que fue «un loco proyecto», y el único testimonio que aportaban para probarlo era que le costó la vida. No me cabe duda de que si hubiera ido con cinco mil hombres, hubiera liberado a mil esclavos, matando a cien o doscientos propietarios de esclavos, y hubiera sido responsable de muchas más muertes de los suyos, pero no hubiera perdido su propia vida, estos mismos lo habrían calificado con un término más respetable. Sin embargo él ha obtenido un éxito mucho mayor.

Ha liberado a muchos miles de esclavos, tanto en el Norte como en el Sur. Parece que no han sabido nunca nada de lo que es vivir y morir por un ideal. Todos le llamaban entonces loco; ¿quién le llama loco ahora?

Durante todo el alboroto que ocasionó su singular tentativa y su consiguiente actitud, la legislatura de Massachusetts, al no dar ningún paso para defender a aquellos de sus ciudadanos que podían ser llevados a Virginia como testigos y ser expuestos a la violencia de un tumulto de esclavistas, se redujo totalmente a la categoría de una taberna, complaciéndose incluso con chistes malos sobre la palabra «expansión». La animadversión se había instalado en sus mentes. Estoy seguro de que ningún estadista de los que hubo hasta entonces podría en absoluto haberse ocupado de ese asunto por aquel entonces, ¡un asunto muy vulgar como para ocuparse de él en ningún momento!…

No podían hacer nada sus enemigos que no redundara en su infinita venta, es decir, en la ventaja de su causa. No le colgaron enseguida, sino que le reservaron para que les sermoneara. Y luego se cometió otro craso error. No colgaron a sus cuatro seguidores con él; ese episodio se pospuso aún más; y así se prolongó y se completó su victoria. Ningún director de teatro podría haberlo dispuesto todo con tanto acierto para darle efecto a sus actos y a sus palabras. ¿Y quién creen ustedes que era el director? ¿Quién puso entre su prisión y el patíbulo a la esclava y a su hijo, a quien él simbólicamente se inclinó a besar?

Pronto nos dimos cuenta, igual que él, de que no iba a ser indultado ni rescatado por sus hombres. Eso habría supuesto desarmarle, devolverle un arma material, un rifle Sharp, cuando él había blandido la espada del espíritu, —la espada con la que él realmente ha ganado sus mayores y más memorables victorias—. Ahora él no ha arrinconado la espada del espíritu, porque él mismo es espíritu puro, y espíritu puro también es su espada.
Nada común hizo ni intentó
En aquel memorable hecho,…
Ni apeló a los dioses con vulgar rencor,
Para clamar su desvalido derecho;
Sino que su gentil cabeza inclinó
Como para posarla sobre un lecho.
¡Qué viaje el de su solitario cuerpo yaciente, recién descolgado de la horca! Leímos que por aquel entonces pasó por Filadelfia, y para el domingo por la noche había llegado a Nueva York. ¡De esta manera como un meteoro atravesó vertiginosamente la Unión desde las regiones meridionales hacia el Norte! No habían llevado los coches una carga así desde que lo llevaron vivo hacia el Sur.

El día del traslado de sus restos, oí decir, para asegurarme, que fue colgado, pero yo no sabía qué es lo que quería decir eso; no sentí aflicción al respecto; pero ni en un día ni en dos ni siquiera decir que estaba muerto, y ni después de todos los días del mundo lo creeré. De todos los hombres de los que se dijo que eran mis contemporáneos, el único que me parecía que no había muerto era John brown. Ya no oigo nunca de nadie que se llame Brown, —y oigo hablar de muchos bastante a menudo—, nunca oigo hablar de nadie particularmente valiente y sincero, sin que mi primer pensamiento sea para John Brown, y el tipo de relación que ese hombre pueda tener con él. Me lo encuentro en todas las esquinas. Está más vivo que nunca. Ha ganado la inmortalidad. No está confinado ni en North Elba ni en Kansas. Ya no trabaja en la clandestinidad. Trabaja en público, y a la luz más diáfana que brilla sobre esta tierra.

Diciembre de 1859.