martes, 3 de mayo de 2011

«La enseñanza laica»

Por Francisco Ferrer Guardia

La idea enseñanza no debiera de ir seguida de ningún calificativo; responde únicamente a la necesidad y al deber que siente la generación que vive en la plenitud de sus facultades de preparar a la generación naciente, entregándole el patrimonio de la sabiduría humana.

Hallándose aún en camino de ese ideal, nos vemos frente a frente de la enseñanza religiosa y de la enseñanza política, y a éstas es necesario oponer la racional y científica.

Como tipo de la enseñanza religiosa existe la que se da en las congregaciones monásticas de todos los países, consistente en la menor cantidad posible de conocimientos útiles y recargada de doctrina cristiana e historia sagrada.

Como enseñanza política hay la establecida en Francia poco después de la caída del imperio, encaminada a exaltar el patriotismo y a presentar la administración pública actual como instrumento de buen gobierno.

Se aplica a la enseñanza en determinadas circunstancias la calificación de libre o laica de una manera abusiva y apasionada, con el fin de extraviar la opinión pública; así llaman los religiosos escuelas libres las que pueden fundar contrariando la tendencia verdaderamente libre de la moderna enseñanza, y se denominan escuelas laicas muchas que no son más que políticas o esencialmente patrióticas y antihumanitarias.

La enseñanza racional se eleva dignamente sobre tan mezquinos propósitos.

En primer lugar no ha de parecerse a la enseñanza religiosa, porque la ciencia ha demostrado que la creación es una leyenda y que los dioses son mitos, y por consiguiente se abusa de la ignorancia de los padres y de la credulidad de los niños, perpetuando la creencia en un ser sobrenatural, creador del mundo, y al que puede acudirse con ruegos y plegarias para alcanzar toda clase de favores.

Ese engaño, desgraciadamente tan generalizado aún, es causa de graves males, cuyos efectos se han de prolongar todavía en relación con la existencia de la causa.

La misión de la enseñanza consiste en demostrar a la infancia, en virtud de un método puramente científico, que cuando más se conozcan los productos de la naturaleza, sus cualidades y la manera de utilizarlos, más abundarán los productos alimenticios, industriales, científicos y artísticos útiles, convenientes y necesarios para la vida, y con mayor facilidad y profusión saldrán de nuestras escuelas hombres y mujeres dispuestos a cultivar todos los ramos del saber y de la actividad, guiados por la razón e inspirados por la ciencia y el arte, que embellecerán la vida y justificarán la sociedad.

No perdamos, pues, el tiempo pidiendo a un dios imaginario lo que únicamente puede procurarnos el trabajo humano.

No ha de parecerse tampoco nuestra enseñanza a la política, porque habiendo de formar individuos en perfecta posesión de todas sus facultades, ésta le supedita a otros hombres, y así como las religiones, ensalzando un poder divino, han creado un poder positivamente abusivo y han dificultado la emancipación humana, los sistemas políticos la retardan acostumbrando a los hombres a esperarlo todo de las voluntades ajenas, de energías de supuesto orden superior, de los que por tradición o por industria ejercen la profesión de gobernantes.

Demostrar a los niños que mientras un hombre depende de otro hombre se cometerán abusos y habrá tiranía, y esclavitud, estudiar las causas que mantienen la ignorancia popular, conocer el origen de todas las prácticas rutinarias que dan vida al actual régimen insolidario, fijar la reflexión de los alumnos sobre cuanto a la vista se nos presenta, tal ha de ser el programa de las escuelas racionalistas.

No perdamos, pues, el tiempo pidiendo a otros lo que nos corresponde y podemos obtener nosotros mismos.

Trátase, en suma, de inculcar a los cerebros infantiles la idea de que al ser mayores obtendrán más bienestar en la vida social cuanto más se instruyan, cuanto mayores sean los esfuerzos que ellos mismos hagan para procurárselo; y que más cerca estará el día de la felicidad general cuanto más pronto se hayan desprendido de todas las supersticiones religiosas y similares que hasta ahora han sido la causa de nuestro malestar moral y material.

Por esta razón suprimimos en nuestras escuelas toda repartición de premios, de regalos, de limosnas, todo porte de medallas, triángulos y cintajos por ser imitaciones religiosas y patrióticas, propias únicamente para mantener la fe en talismanes y no en el esfuerzo individual y colectivo de los seres conscientes de su valor y de su saber.

La enseñanza racional y científica ha de persuadir a los futuros hombres y mujeres que no han de esperar nada de ningún ser privilegiado (ficticio o real); y que pueden esperar todo lo racional de sí mismos y de la solidaridad libremente organizada y aceptada.

BOLETÍN DE LA ESCUELA MODERNA

Naturaleza, ruralidad y civilización o la invención de la tradición en la búsqueda de una arcadia rural.

Otra crítica al nuevo gurú del antiindustrialismo y el ruralismo criptorreacionario de Félix Rodrigo Mora. Efectuada desde el Centauro del Desierto:


Llama mi atención el predicamento que ha alcanzado entre los medios libertarios el libro de Naturaleza, ruralidad y civilización de Félix Rodrigo Mora. No sé si dicho predicamento se debe a cierto deseo por parte de algunos sectores anarquistas de acogerse a tesis novedosas que puedan presentarse sugerentes y/o a la sed de buscar nuevos referentes libertarios. No seré yo el que se oponga al debate sobre el anarquismo o los anarquismos, así como sus fuentes de las que bebe, sino todo lo contrario, todo lo que sirva para estimular este debate siempre y cuando sea constructivo me parece un buen signo para allanar el camino que nos lleve algún día a otro mundo diferente [1]. Sin embargo reconozco que me ha sorprendido el no encontrar ni tan siquiera una velada crítica a Naturaleza, ruralidad y civilización, cuando sus argumentaciones históricas cuanto menos resultan poco afinadas y vagas. En ellas se juega al juego de la imprecisión, de no delimitar correctamente las coordenadas de espacio y tiempo, lo que lleva aparejado el salto sin red, el mezclar nabos con coles y la dificultad añadida de separar el grano de la paja.

Dividiré este artículo en tres partes: una primera en la que haré una referencia a la Edad Media occidental y al feudalismo, del que si bien en el libro no hay ningún artículo específico, sí es cierto que hay párrafos en los que Rodrigo Mora nos hace llegar su visión del medievo; una segunda en la que incidiré en la herencia de la Revolución Francesa y la ilustración para el mundo libertario y que el autor rechaza de plano; una tercera en la que esbozaré una crítica a dos de los artículos que el libro contiene y en los que se encierra parte de la visión que Rodrigo Mora tiene sobre los últimos doscientos años de historia del Estado español.

I

Es evidente que la visión que tradicionalmente se nos ha pintado de la Edad Media Occidental como una época oscura, valle de lágrimas, dominada por la religión y la ignorancia es un camelo que tiene más de tópico que de verdad. Sin embargo también deberíamos guardarnos de la visión de una especie de arcadia en la que el ser humano vivía en comunión con la naturaleza, en un mundo en el que imperaba la fraternidad y la solidaridad. Tanto una visión como otra provienen del siglo XVIII, la primera de muchos ilustrados y la segunda de algunos revolucionarios franceses como el cura Roux. Qué duda cabe que en la época medieval y moderna las prácticas colectivistas en el mundo rural, aparte del apoyo mutuo, tuvieron mucho que decir, pero los grados de libertad del campesinado podían variar dependiendo del señor que se tuviera, del siglo en el que nos encontráramos (no es lo mismo estar en la Alta que en la Baja Edad Media, ni bajo el feudalismo en la Edad Moderna) y en el caso concreto de la Península Ibérica hasta el siglo XV de los avances, estancamientos y retrocesos de la mal llamada Reconquista.

Para empezar deberíamos tener en cuenta que no todo en la Edad Media y el Antiguo Régimen era comunal y tierras de propios, ni que en toda la Península Ibérica situada bajo la dominación cristiana prevalecía el concejo abierto, ni que éste siempre fuera tan «abierto». Por el contrario la Edad Media estaba marcada por el modo de producción feudal —de ahí que hable también del Antiguo Régimen—, en el que en una sociedad claramente agrícola, de lenta evolución técnica, el excedente producido por una mayoría de pequeños productores era acaparado por una minoría definida jurídicamente. De este modo existían unas claras diferencias sociales, que van a ir a más a medida que avancemos en el medievo y en la edad moderna. Por otro lado, no habría que olvidar la importancia que va a tener el señorío, por el que los campesinos trabajaban las tierras de un señor y en el caso de los dominios territoriales incluso debiendo de cumplir con trabajos que estaban bajo dominio directo de éste.

También habría que discrepar con la visión que pretende darnos Rodrigo Mora en la que se nos presenta una comunidad campesina prácticamente aislada, ajena a deudas y presiones fiscales, por no hablar de la imagen cuasi bucólica de un campesinado de alimentación austera y frugal, pero bien nutrido. Los argumentos que ponen en entredicho esto son:

a) El campesinado entra en contacto con el «mundo exterior» a través de tres conductos: 1) La aristocracia feudal que se encontrará a medio camino entre el aparato estatal y la mayoría de la población; 2) la parroquia, desde la que se vehiculaba mucha de la ideología dominante hacia los campesinos; 3) Las ferias y mercados, que en algunas ocasiones —caso de la feria de Medina del Campo— van a alcanzar una dimensión extrapeninsular.

b) Las relaciones sociales durante el feudalismo se definían en términos vagos e imprecisos, lo que podía dar lugar a consecuencias diametralmente opuestas. El señor tenía derecho de bando por lo que podía mandar, obligar y castigar. A efectos reales, esto bien podía significar nada, por lo que se podía tener una existencia más o menos ajena al poder feudal y estatal, o bien podía significar mucho, con un campesinado atosigado a prestaciones y redenciones en especie o dinero.

c) Los campesinos conocían bien la presión fiscal y el endeudamiento. Todavía en las últimas décadas del Antiguo Régimen se tenían cargas derivadas de los derechos señoriales. Además estaba el diezmo, la décima parte de la cosecha, que se destinaba a la Iglesia y de la que el Estado recibía una cantidad importante.

d) Las declaraciones de algunos cronistas de las postrimerías del siglo XVIII contradicen la imagen de un campesinado bien alimentado. «Los asturianos apenas prueban el vino en su tierra; en Valencia con una torta, chuflas y aguas trabajan los labradores todo el día; casi tan frugal es la comida de los de Cataluña, y los montañeses, aunque no ahorren en la bebida, no visten sino jerga casera, no comen otra carne que la salada, y eso no siempre, y usan con mucho provecho del pan de centeno y cebada; el gazpacho es un sustento casi general y único de los andaluces» [2].

II

Sería erróneo caer en el mito acuñado por la burguesía y que Rodrigo Mora adopta si bien de manera crítica. Esto es, la Revolución Francesa como exclusiva construcción burguesa, con el reforzamiento de la autoridad estatal mediante el ardid Estado-Nación [3]. La Revolución Francesa supone, y con esto es con lo que creo que deberíamos de quedarnos los anarquistas, la irrupción de las masas populares en las decisiones políticas, influyendo de manera determinante en el devenir de la revolución con muchas de sus propuestas —que se podrían resumir en libertad, igualdad y fraternidad en su máxima expresión—. Además habría que añadir que dicho movimiento popular no es obra exclusiva del pueblo parisino, sino también de gran parte del campesinado francés. Y es que no habría que olvidar que éste participó de manera activa en la Revolución tras todo un siglo XVIII plagado de protestas y que lejos de empeorar su situación tras la toma de la Bastilla sus condiciones de vida mejoraron, dándose un perfil sociológico del campesinado en Francia de corte republicano y laico que se mantiene hasta nuestros días. Por tanto cargar las tintas contra la Revolución Francesa y por extensión contra el resto de las revoluciones del XIX supone una barbaridad ya que se obvia algunas ideas que lanzó la Revolución, que si bien han acompañado al ser humano desde que nació, ésta sistematizó.

En definitiva, el cultivar la razón, el defender la igualdad en todos sus frentes, el rechazar la autoridad y sobre todo el ser dueños de nuestro propio destino son principios del que todo aquel que se dice libertario debería de beber. Es por ello que desde aquí también habría que defender la ilustración —que obviamente Rodrigo Mora también rechaza—, el movimiento intelectual que inspiró a la Revolución Francesa y del que se nutre una buena parte de La Idea [4]. Además, una puntualización: ni todos los ilustrados eran fisiócratas, ni todos eran iguales en sus concepciones: Voltaire, Rousseau y ya no digamos Kant pueden moverse en unos mismos parámetros terminológicos, pero cuando hablan de libertad o del concepto de autoridad, cada uno quiere decir una cosa.

III

Es curiosa la interpretación de Rodrigo Mora con respecto a la historia de los dos últimos siglos de España. En esta visión plantea de modo muy resumido tres tesis:

a) La fuerza que tuvo el carlismo a lo largo del siglo XIX se debe al elemento popular que lo usó para defender la sociedad rural tradicional.

b) La débil mecanización del campo español se debe a que el campesinado opta por un modo de resistencia: el antimaquinismo.

c) El fin definitivo de la sociedad rural popular tradicional es obra del franquismo.

La primera tesis es acertada aunque muy matizable, la segunda y la tercera tesis son erróneas. Pero vayamos por partes.

La primera tesis se recoge en el artículo El pueblo y el carlismo. Un ensayo de interpretación, artículo del que habría que decir lo siguiente:

a) La gente no se levantó contra los franceses en 1808 porque temiera el fin de la sociedad rural popular tradicional, sino porque se oponía al espíritu de conquista que iba unido a la invasión napoleónica.

b) Un sector importante del campesinado va a apoyar al carlismo, pero no sólo no va a instrumentalizar al movimiento, sino que el movimiento los instrumentalizará a ellos en pos de sus intereses, como la carne de cañón para luchar contra el liberalismo, lo que hará que muchos de estos campesinos deserten.

c) Habría que señalar el importante influjo del bajo clero sobre parte del campesinado en España, lo que evidentemente va a influir en su toma de decisiones.

d) Habría que hacer una diferenciación entre las partidas absolutistas y el carlismo que se levanta en armas en 1833-39 y el carlismo que lo hace durante el Sexenio, ya que la tesis de Rodrigo Mora puede ser válida para el primer período, pero no tanto para el segundo en el que ya hay otros movimientos que dicen velar de manera específica y no vaga por los intereses del campesinado, caso del republicanismo federal y del internacionalismo.

e) El carlismo quería la vuelta al Antiguo Régimen y a la unión entre el trono y el altar en toda su extensión. Tenía las ideas claras. Otra cosa es que los que no las tuvieran tanto fueran los liberales y sus espadones, siempre tan temerosos de las aspiraciones populares. La prueba de esto que decimos es que cuando soplan vientos nuevos en el Sexenio (1868-1874) son muchos los liberales moderados que se pasan a las filas del carlismo.

La segunda y tercera tesis quedan recogidas en el primer artículo del libro El antimaquinismo rural y la mecanización de la agricultura. Dividido en dos partes, para justificar estas dos tesis el artículo se convierte en un despropósito plagado de afirmaciones en las que el exceso de purismo y antiurbanismo y la idealización de la sociedad rural de la mitad norte de la Península, ciegan a la interpretación histórica. Las razones para decir esto son las que a continuación se exponen:

a) Es indudable que hubo episodios de inspiración ludista no sólo en el campo sino también en la ciudad, pero más que motivados por una cuestión ideológica, lo estaban por una cuestión socioeconómica: temor al paro y consiguiente falta de ingresos.

b) La burguesía que conformaba el aparato estatal por lo general prefería ser rentista antes que invertir en maquinaria. Prefería no arriesgar. Es más, gran parte era reacia a la industrialización. La prueba de esto es que cuando se instalaron los primeros altos hornos en Andalucía fueron muchos los señoritos que se opusieron temiendo un éxodo rural en masa y la posibilidad de acabar con la tendencia de unos salarios excepcionalmente bajos.

c) El escaso desarrollo de la industria metalúrgica y siderúrgica en España obedecía más a intereses británicos que foráneos lo que repercutió sobre el grado de industrialización.

d) Es falsa la afirmación de que en las zonas de la mitad norte, debido al uso de la tierra, había una mayor solidaridad y aprecio por los bienes inmateriales, mientras que en las zonas de latifundio predominaba un mayor consumo y una mayor circulación del dinero. El mísero salario de los jornaleros apenas daba para cubrir la alimentación, salario que no estaba garantizado todo el año, condenados como estaban al paro estacional. ¿Dónde queda pues el consumo y la circulación monetaria del que habla Rodrigo Mora?

e) El concepto de solidaridad no era ajeno a los campesinos del latifundio, ya que muchos de ellos estaban movidos por el ideal ácrata, cosa que se daba en mucho menor grado en la mitad norte de la Península Ibérica, donde la influencia sobre el campesinado de ideologías sumamente reaccionarias del sindicalismo católico en Castilla y del carlismo en País Vasco y Navarra era mucha durante el primer tercio del siglo XX y la Guerra Civil. Es curioso que sobre este hecho Rodrigo Mora en sus loas a la población rural de estos lugares no haga ningún comentario y pase de puntillas.

f) No se puede limitar en un exceso de antiurbanismo e imaginación del pasado la población famélica y hambrienta a las áreas industriales. En el siglo XIX y en épocas tan tardías como el episodio de gripe de 1918-20 tuvieron una gran incidencia las epidemias catastróficas, muestra de una población con importantes desequilibrios en la dieta, tanto en la ciudad como en el campo.

g) El franquismo dio la puntilla a una cultura de nítida y clara consciencia democrática y/o revolucionaria que se había ido fraguando en sus luchas en todo el Estado desde los tiempos de la Guerra de Independencia.

h) Las desamortizaciones fueron las que pusieron fin, no sin resistencia, al modo de vida tradicional de los campesinos. Por otro lado, tanto el intento de finiquitar el sistema señorial del Antiguo Régimen en 1811 como la propuesta de algunos liberales como Florez Estrada durante el Trienio Liberal en 1820-23, pretendían un reparto más justo de la tierra, cosa que evidentemente ni la desamortización de Mendizábal ni la de Madoz intentaron.

i) Argumentar que el maquis es el último ejemplo de resistencia del mundo rural al fuego industrializador es por un lado obviar que existió una guerrilla urbana y por otro olvidar que la guerrilla suele darse en los montes por una cuestión práctica y no ideológica, además de diluir el carácter antifascista del maquis.

j) No debería verse en un exceso de purismo una maldad intrínseca en las misiones pedagógicas de la II República adjudicándoles la intención de desnaturalizar a la población rural. Eran más bien, el intento sincero del regeneracionismo de alfabetizar a las gentes.

k) No se puede marcar un antes y un después en el éxodo rural con el franquismo, ya que la movilización del campo a la ciudad siempre se ha dado por la falta de expectativas en los lugares de origen, y al igual que ciudades como Bilbao, Madrid o Barcelona se nutrieron de gentes de las zonas rurales a fines del XIX y primer tercio del XX, también lo hicieron durante el franquismo. Atribuir como hace Rodrigo Mora la marcha a la ciudad y el abandono de los pueblos a la maldad interior (¡¡!!) de personas sedientas de consumir en la urbe constituye un flaco favor y homenaje a todos aquellos emigrantes, de los que muchos somos orgullosos descendientes, que se fueron buscando una vida mejor para ellos y los suyos.

En conclusión y ya a modo de cierre podemos estar de acuerdo en que la ciudad tal y como la concebimos hoy es un monstruo propio del capitalismo, en que deberíamos de aprender mucho del mundo campesino al que normalmente se le ha tratado de manera ignominiosa, en el ecocidio al que el sistema nos está llevando, en las nuevas tecnologías al servicio del Poder y del control ciudadano… pero por favor, si queremos hacer un análisis riguroso que nos sirva de cara al futuro no nos dejemos arrastrar por fobias antitecnológicas, —ya que la tecnología no tiene porqué ser mala en sí misma—, ni por la crítica visceral a la ciudad diciendo entre otras cosas que las ciudades son feas —lo cual es una opinión muy personal, pero no un hecho— o que la masa urbana nunca ha creado cultura. Bien estaría en defensa de nuestros argumentos dejar de recurrir a la invención de la tradición. No hagamos que el árbol nos impida ver el bosque.


NOTAS:

[1] Creo que puede haber quien diga que te contradices, pues aunque afirmas que no te opones al debate entre anarquismos, apuntas claramente al comunismo libertario como objetivo. La postura es legítima, pero quizá pueda interpretarse como que no eres tan «abierto» de mente como pretendes.

[2] Citado por
Josep Fontana en «La época del Liberalismo» (Historia de España, Vol. 6) Editorial Crítica/Marcial Pons, 2007, página 23.

[3] Al respecto es curioso como Rodrigo Mora usa el concepto de Nación, habla de autodeterminación de los pueblos o acepta la idea de España, Galicia, Euskal Herria o Países Catalanes como entidades nacionales.

[4] Léase al respecto por ejemplo
a Elena Sánchez «Kant y Bakunin» Revista Germinal, Nº 1.

domingo, 1 de mayo de 2011

Primero de Mayo de 2011 (AIT)

CONTRA LA EXPLOTACIÓN Y OPRESIÓN CAPITALISTA
¡ACCIÓN DIRECTA Y SOLIDARIDAD!


En el momento en que escribimos, hay guerras en Libia, Costa de Marfil, Irak y Afganistán, revueltas en el Magreb y Oriente Medio y los trabajadores de todos los continentes están resistiendo los intentos de imponer medidas de austeridad. Los poderes capitalistas están peinando desesperadamente todos los rincones del globo en busca de un aumento de beneficios y por el control del mercado, mientras se mantienen unidos en su determinación de declarar la guerra a la clase obrera. Ésta es la verdadera realidad del capitalismo global, ¡muerte, destrucción y ataques implacables a los derechos y condiciones salariales de la clase trabajadora!

Mientras celebramos el Primero de Mayo debemos recordar que la globalización no es nada nuevo. Entre 1870 y 1914 el capitalismo atravesó un periodo similar de expansión global. Entonces, como ahora, el capitalismo usó las fuerzas de la globalización para atacar a los trabajadores, lo que condujo a una revuelta mundial por parte de la clase obrera. El origen del Primero de Mayo data de hace 125 años. En Estados Unidos, el 1 de mayo de 1886, se lanzó una huelga en apoyo de la jornada de ocho horas. Durante esta campaña, una bomba fue lanzada a una manifestación en Chicago, la policía arrestó a varios anarquistas que habían destacado en la lucha por la jornada de las ocho horas.

Los arrestados eran claramente inocentes, pero cuatro de ellos fueron ejecutados por el Estado mientras otro murió en su celda, presuntamente suicidándose. La ejecución de los cuatro hombres, que llegaron a ser conocidos como los Mártires de Haymarket, hizo saltar la chispa de las protestas obreras masivas por todo el mundo, lo que hizo que el Primero de Mayo fuera declarado día internacional de los trabajadores, en conmemoración del sacrificio de los cuatro hombres asesinados. En este Primero de Mayo, no debemos simplemente recordar el sacrificio de los Mártires de Haymarket, sino también celebrar el internacionalismo del primer movimiento obrero que llevó a protestas masivas contra su ejecución.

Y, en el Día Internacional de los Trabajadores, podemos poner el corazón en el hecho de que el espíritu de la revuelta está emergiendo de nuevo en la clase obrera. Los trabajadores de Oriente Medio y del Norte de África se levantaron contra las dictaduras, el paro en aumento y la creciente pobreza. En Winsconsin (EE UU) la lucha contra el intento de destruir la negociación colectiva ha llevado a una protesta internacional. En Bolivia hay en la actualidad una huelga general contra las reformas neoliberales y en demanda de un aumento de salarios. También por toda Europa ha habido protestas contra los recortes, ocupaciones en Londres, huelgas y protestas en Grecia, Francia, España, Italia, Portugal, Irlanda, etc.


Estas movilizaciones están demostrando una vez más el poder que tiene la gente común para producir un cambio a través de la auto-organización y las acciones propias. Puede haber luchas de futuro si van más allá de cambiar un régimen y/o gobierno por otro. Los gobiernos por su propia naturaleza intrínseca están ahí para servir a los intereses de la dictadura económica capitalista. ¡El cambio real vendrá cuando los trabajadores organicen sindicatos libres y luchadores, que reten a todo el sistema capitalista de explotación y opresión!

El capitalismo, impulsado por la codicia, se adapta constantemente y evoluciona para proteger sus intereses. Por todo el mundo, el capitalismo está imponiendo el trabajo a tiempo parcial, contratos de empleo flexible y horario flexible para los trabajadores. La necesidad de ajustar constantemente la producción es lo que guía al capitalismo, creando un ejército de trabajadores a tiempo parcial que pueden ser contratados y despedidos a voluntad y que harán cola para pedir trabajo. Esto ha llevado a un aumento en todo el mundo de las Empresas de Trabajo Temporal, atraídas por los beneficios masivos que se pueden lograr a través de la explotación de trabajadores que no pueden encontrar un empleo permanente.

La globalización convierte al proceso de producción en vulnerable de ataque. La resistencia de la clase obrera en un país interrumpe la cadena de producción, lo que conlleva resultados de pérdidas en otros países. Esta vulnerabilidad está forzando un cambio en el pensamiento militar. Al igual que el capitalismo se hace más internacional, otro tanto debe ocurrir con el poder militar que lo defiende. Bajo la globalización, los ejércitos del Estado ya no son fuerzas estáticas que están allí para proteger las fronteras. El ejército capitalista moderno debe ser altamente movible, estar preparado para responder con rapidez, y con abrumadora brutalidad, a cualquier «interrupción» sin que importe el país en que ésta pueda ocurrir.

El Nuevo Concepto Estratégico de la OTAN acordó el año pasado establecer cómo occidente puede combatir todas las amenazas, y no solamente las «militares»… Y, tal como estamos viendo ahora, cuando la tragedia de Japón está afectando a la producción de compañías como Toyota por todo el planeta, la amenaza del capitalismo global no se limita simplemente a incomodar a los obreros. El documento de la OTAN delinea cómo se pueden neutralizar amenazas potenciales, sea en la forma de ciber-ataques, ataques terroristas, los efectos del calentamiento global o el riesgo derivado de catástrofes naturales.

Para alcanzar su propósito, el capitalismo global busca extender el poder del Estado a todos los aspectos de nuestras vidas. El dominio privado no es «privado», y todos son sospechosos hasta que se demuestre lo contrario. Este capitalismo cada vez más totalitario aún necesita organizaciones leales, subvencionadas, así como partidos políticos parlamentarios, para mantener una ilusión de «democracia».

La opresión en el interior va de la mano de la expansión en el exterior. La globalización conduce a una competición creciente entre los bloques capitalistas. Y la competición entre las naciones en desarrollo y el, una vez, todopoderoso capitalismo occidental va en aumento. Como el poder económico de Estados Unidos se encuentra en decadencia, este país se irá haciendo incluso más dependiente de su masivo poder militar para mantener su dominio, incrementando así la amenaza de guerras capitalistas.

Al confrontar al capitalismo global, la clase trabajadora internacional no solamente debe luchar contra la explotación capitalista y la opresión del Estado, se debe oponer a todas las guerras del Capital. Las guerras capitalistas ponen a un trabajador contra otro trabajador y llevan a una total carnicería de la clase trabajadora. En la lucha de los trabajadores debe ser central el antimilitarismo, el espíritu de oposición a la máquina de guerra capitalista.

Como anarcosindicalista, la AIT está comprometida con la organización contra los males de la explotación y la opresión y tiene una larga tradición en antimilitarismo. Nuestro internacionalismo está basado en la lucha de clases y el apoyo mutuo. Rechazamos la idea del Estado nacional y lo consideramos un medio de dividir a los trabajadores en interés del capitalismo. Estamos a favor de la auto-organización; nuestro esfuerzo como trabajadores procede de nuestra capacidad de organizarnos, de la solidaridad de clase y de la acción directa que empleamos contra el capitalismo y el Estado.

La AIT rechaza la colaboración de clase en todas sus formas. Los comités de empresa y otros cuerpos corporativos, basados en la cooperación social, son medios para socavar la lucha de clases. Las subvenciones del estado están diseñadas para socavar la acción y la organización independientes por parte de la clase trabajadora. Nuestra forma de organizarnos se expresa a través de estructuras federalistas democráticas, basadas en delegados revocables.

Para la AIT, la lucha de clases no es una abstracción teórica, sino un hecho de la vida diaria de los trabajadores. En los últimos años, la AIT ha organizado incontables campañas internacionales en apoyo de los trabajadores en todas partes del mundo. En la fase previa al Primero de Mayo de este año, la AIT ha lanzado unos «Días anarcosindicalistas internacionales de lucha contra las fronteras y en solidaridad con los trabajadores inmigrantes». Es una campaña contra la explotación brutal de los trabajadores inmigrantes por parte del capitalismo.

Y en la medida en que la AIT crezca y se difunda, nuestra lucha contra el capitalismo se intensificará. Para nosotros, la única relación posible entre trabajador y jefe, es la lucha de clase. Y la lucha de clases debe ir en aumento hasta que el Estado sea barrido por la solidaridad de la clase obrera internacional ¡para ser sustituido por la federación libre de asociaciones obreras basadas en el comunismo libertario!

¡Es en este espíritu de verdadero internacionalismo que, en el Primero de Mayo, la AIT envía sus saludos y apoyo a todos los trabajadores comprometidos en la lucha contra la explotación y la opresión!

Contra la explotación y opresión capitalista
¡Acción Directa y Solidaridad!
¡Viva la AIT y el Anarcosindicalismo!

Oslo, 26 de abril de 2011
Secretariado de la AIT

sábado, 30 de abril de 2011

Jornadas Anarcosindicalistas Internacionales de lucha contra las fronteras...


...y en solidaridad con los trabajadores inmigrantes

http://www.iwa-ait.org/?q=node/106

El XXIV Congreso de la AIT decidió (a propuesta de la AIT Portugal) que las Secciones de la AIT se movilicen para llevar a cabo durante las dos semanas anteriores al Primero de Mayo de 2011, una campaña anarcosindicalista internacional contra las fronteras internacionales y en solidaridad con los trabajadores inmigrantes.

Citamos de la decisión: Los problemas de fronteras y la xenofobia son armas del Estado, el Capital y que políticos de muy diversas tendencias usan para dividir a los trabajadores, soterrando la razón real tras el empeoramiento de su situación. Es el deber de una organización internacional de trabajadores revolucionarios internacionalistas, como la AIT, promover la solidaridad de todos los trabajadores, «nacionales» o no.

Particularmente en «el fuerte Europa», donde se encuentran la mayoría de las secciones de la AIT, los problemas de xenofobia, racismo, cierre de fronteras a trabajadores extranjeros —mientras estas están abiertas al Capital—, deportaciones, la creación de una clase de trabajadores ilegal y de trabajadores de segunda clase, y el encarcelamiento de inmigrantes y refugiados en centros de detención están al orden del día.

Y con la actual crisis capitalista que estamos viviendo es de esperar que los inmigrantes continúen siendo tratados como chivos expiatorios de los problemas creados por el capitalismo.

Por esto es por lo que debemos continuar poniendo de manifiesto quienes son los verdaderos enemigos de los trabajadores, esos que nos explotan a todos, seamos inmigrantes o no.

Proponemos que, en estos días de lucha, las secciones de la AIT organicen reuniones, debates, acciones de protesta frente a servicios de extranjería y de fronteras, y centros de detención, y otras iniciativas, convirtiendo esta lucha en un asunto importante durante las manifestaciones del 1° de Mayo.

AIT

sábado, 23 de abril de 2011

23 de Abril: Nada que celebrar

Ya que estamos en el día de la fiesta autonómica de Castilla y León, nacionalismos aparte, y, como viene sucediendo desde hace años, el sindicato CNT monta una carpa en la campa de Villalar, debido al carácter reivindicativo que tiene la fecha desde la muerte del dictador, el general Franco. Aunque podrían buscar otra fecha más acertada y relacionada con el movimiento obrero y el anarquismo como el Primero de Mayo, que ésta con una fuerte connotación nacionalista. Pero, ¿quién soy yo para decir a la gente de esta organización anarcosindicalista lo que tiene o no tiene que hacer? Cada cual que haga lo que considere necesario hacer o le dé la gana. No les digo nada más, aunque siga considerando un grave error su asistencia al evento. Hace unos años (¿2002 o 2003? ¡No lo recuerdo!) los compañeros del grupo libertario Amor y Rabia de Valladolid sacaron un manifiesto que atacaba a esta fecha. Y aquí os lo reproduzco:

23 DE ABRIL: NADA QUE CELEBRAR

Llega la fiebre del 23 de Abril, famoso día de la batalla de Villalar, «día de Castilla», o de la «Comunidad Autónoma de Castilla y León». Ya están pegados los carteles que suplican nuestra asistencia a la gran fiesta del politiqueo que se celebra en Villalar.

Nos parece importante analizar un detalle que para algun@s puede parecer obvio: ¿Qué se celebra?. Esta pregunta puede tener muchas respuestas. Por un lado están el gobierno de la «Autonomía» (que en el fondo no deja de ser un Estado) que como es lógico, celebra el día de la autonomía de Castilla y León. De cerca le siguen las fuerzas políticas y sindicales «representativas». Todos ellos aprovechan la ocasión para hacer propaganda, poner un chiringuito, y de paso darse un gran baño de multitudes. Y luego vienen los nacionalistas, que por supuesto, celebran el día de «la Patria Castellana».

Como el eje fundamental de la fiesta es para estos últimos la reivindicación del nacionalismo, creemos conveniente hacer una síntesis de los que es el nacionalismo es en esencia. Lo primero a concretar es que el nacionalismo no es en sí una ideología, carece de base ideológica, por lo que acaba apoyándose en una ideología ya sea de derechas o de izquierdas siendo ambos casos igualmente frecuentes.

El nacionalismo se materializa dentro de unas fronteras, y se organiza en un Estado, lo que lleva a que las naciones no garantizan la libertad de los individuos que las componen. Los Estados, ya sean democrático-parlamentarios, socialistas, etc., imposibilitan la fraternidad y el apoyo mutuo entre las personas, la abolición de las clases y la igualdad social. En suma, el nacionalismo es capaz de conseguir que un trabajador se sienta más afín a un empresario de su región que a otro trabajador de cualquier lugar del mundo.

El nacionalismo se basa en esplendores pasados o en diferencias raciales o étnicas ficticias, pero lo que es más importante, en ningún caso puede dar respuesta a las necesidades de las personas que somos individualidades a respetar y por encima de todo, soberanas.

Es hasta redundante y pesado decir que el nacionalismo junto con la religión conforman la peste que más cruelmente se ha cebado con la humanidad, provocando incesantes guerras desde el pasado más remoto. ¿Por qué los nacionalistas usan la cultura tradicional para reafirmar sus creencias? Quizá pretendan tocar la fibra sensible de la población rural, más cercana a esta cultura, o de las personas que aún disfrutan de una música que está en trance de desaparecer, pero que por supuesto no puede afirmarse que sea mejor que cualquier otra... y todo esto para conseguir votos.

Para ellos todo lo castellano es bueno en sí mismo, y se olvidan de los toros asesinados cruelmente en las fiestas populares, el integrismo católico, pero sobre todo, del individualismo de las gentes castellanas, que hunde sus raíces en la pequeña propiedad de la tierra y que ha producido un profundo adormilamiento en la sociedad que es alimentada a diario por la religión.

Quizá los castellanistas al sublimar o idealizar tanto lo castellano, se olvidan de que el presidente del gobierno es castellano, el policía de su barrio es castellano... y sobre todo, de que la «Castilla de las Comunidades» y sus comuneros fue simplemente la rebelión de una burguesía incipiente contra la autoridad de un monarca que no garantizaba su independencia política y económica. Para colmo, los héroes de la rebelión eran burgueses [o de la pequeña nobleza urbana] y militares como Padilla, Bravo y Maldonado, o pertenecían a una Iglesia que temía la llegada de los protestantes del norte, como el obispo de Zamora. En fin, lo único que hicieron fue manipular y engañar al pueblo con la idea de una sociedad más justa que nunca habría llegado a plasmarse.

Después de todo esto, sólo nos queda decir que nacionalismo y patriotismo, nada tienen que ver con el amor de una persona hacia el lugar donde vive y todo cuanto le rodea, por eso expresamos nuestro profundo respeto hacia l@s que se sienten vallisoletanos, castellanos, vascos, albaceteños, andaluces, etc.

EL NACIONALISMO ES UNA PESTE PARA LA HUMANIDAD.
NI NACIONALIDADES NI RAZAS: LO QUE NOS SEPARA ES LA CLASE SOCIAL.


viernes, 22 de abril de 2011

El origen del mundo

Hacía pocos años que había terminado la guerra de España y la cruz y la espada reinaban sobre las ruinas de la República. Uno de los vencidos, un obrero anarquista, recién salido de la cárcel, buscaba trabajo. En vano revolvía cielo y tierra. No había trabajo para un rojo. Todos le ponían mala cara, se encogían de hombros o le daban la espalda. Con nadie se entendía, nadie lo escuchaba. El vino era el único amigo que le quedaba. Por las noches, ante los platos vacíos, soportaba sin decir nada los reproches de su esposa beata, una mujer de misa diaria, mientras el hijo, un niño pequeño, le recitaba el catecismo.

Mucho tiempo después, Josep Verdura, el hijo de aquel obrero maldito, me lo contó. Me lo contó en Barcelona, cuando yo llegue al exilio. Me lo contó: el era un niño desesperado que quería salvar a su padre de la condenación eterna y el muy ateo, el muy tozudo, no entendía razones.

Pero papá —le dijo Josep, llorando—. Si Dios no existe, ¿Quién hizo el mundo?

Tonto —dijo el obrero, cabizbajo, casi en secreto—. Tonto. Al mundo lo hicimos nosotros, los albañiles.

EDUARDO GALEANO, El libro de los abrazos (1989)

La anarquía y la Iglesia

Por Élisée Reclus

La conducta del anarquista hacia el hombre de iglesia se halla trazada de antemano en tanto que curas, frailes y toda clase de detentadores de un supuesto poder divino se hallen constituidos en liga de dominación, ha de combatirlos sin descanso, con toda la energía de su voluntad y con todos los recursos de su inteligencia y de su fuerza. Esa lucha no ha de impedir que se guarde el respeto personal y la simpatía humana a cada individuo, cristiano, budista, fetichista, etcétera, en cuanto cese su poder de ataque y dominio. Comencemos por libertarnos y trabajemos después por la libertad del adversario.

Lo que ha de temerse de la Iglesia y de todas las Iglesias nos lo enseña claramente la historia, y sobre este punto no hay excusa: Toda equivocación o interpretación desnaturalizada es inaceptable; es más, es imposible. Somos odiados, execrados, malditos; se nos condena a los suplicios del infierno, lo que para nosotros carece de sentido, y lo que es positivamente peor, se nos señala a la venganza de las leyes temporales, a la venganza especial de los carceleros y de los verdugos y aún a la originalidad de los atormentadores que el Santo Oficio, vivo aún, sostiene en los calabozos. El lenguaje oficial de los Papas, fulminado en sus recientes bulas, dirige expresamente la campaña contra los «innovadores insensatos y diabólicos, los orgullosos discípulos de una supuesta ciencia, las gentes delirantes que proclaman la libertad de conciencia, los despreciadores de todas las cosas sagradas, los odiosos corruptores de la juventud, los obreros del crimen y de la iniquidad». Anatemas y maldiciones dirigidas preferentemente a los revolucionarios que se denominan libertarios o anarquistas.

Perfectamente; es lógico que los que se dicen y se consideran consagrados al dominio absoluto del género humano, imaginándose poseedores de las llaves del cielo y del infierno, concentren toda la fuerza de su odio contra los réprobos que niegan sus derechos al poder y condenan todas las manifestaciones de ese poder. «¡Exterminad! ¡Exterminad!» tal es la divisa de la Iglesia, como en los tiempos de Santo Domingo y de Inocencio III.

A la intransigencia católica oponemos igual intransigencia, pero como hombres, y como hombres inspirados en la ciencia, no como taumaturgos y verdugos. Rechazamos por completo la doctrina católica, lo mismo que la de todas las religiones afines; combatimos sus instituciones y sus obras, trabajamos para desvanecer los efectos de todos sus actos. Pero esto sin odio a sus personas, porque no ignoramos que todos los hombres se determinan por el medio en que sus madres y la sociedad los han colocado; sabemos que otra educación y circunstancias menos favorables hubieran podido embrutecernos también, y lo que sobre todo nos proponemos es desarrollar para ellos, si aún es tiempo, y para las generaciones venideras, otras condiciones nuevas que curen a los hombres de la «locura de la cruz» y demás alucinaciones religiosas.

Lejos de nosotros la idea de vengarnos cuando llegue el día en que seamos los más fuertes: los cadalsos y las hogueras serían insuficientes para vengar el número infinito de víctimas que las Iglesias, y la cristiana muy especialmente, han sacrificado en nombre de sus dioses respectivos durante la serie de siglos de su ominosa dominación. Además, la venganza no se cuenta entre nuestros principios, porque el odio llama al odio y nosotros nos sentimos animados del más vivo deseo de entrar en una nueva era de paz social. El firme propósito que nos guía no consiste en emplear «las tripas del último sacerdote para ahorcar al último rey», sino en hacer de modo que no nazcan reyes ni curas en la purificada atmósfera de nuestra nueva sociedad.

Lógicamente, nuestra obra revolucionaria contra la Iglesia comienza por ser destructora antes de que pueda ser constructiva, a pesar de que las dos fases de la acción sean independientes entre sí, aunque bajo diversos aspectos, según los diferentes medios. Sabemos, además, que la fuerza es inaplicable para destruir las creencias sinceras, las cándidas e ingenuas ilusiones, y por lo mismo no tratamos de penetrar en las conciencias para arrancar de ellas las perturbaciones y los sueños fantásticos, pero podemos trabajar con todas nuestras energías para separar del funcionamiento social todo lo que no concuerde con las verdades científicas reconocidas; podemos combatir incesantemente el error de todos los que pretenden haber encontrado fuera de la humanidad y del mundo un punto de apoyo divino que permite a ciertas castas de parásitos erigirse en intermediarios místicos entre el creador ficticio y sus supuestas criaturas.

Puesto que el temor y el espanto fueron en todo tiempo los móviles que subyugaron a los hombres, como reyes, sacerdotes, magos y pedagogos lo han reconocido y repetido bajo diferentes formas, combatamos sin cesar ese vano terror de los dioses y sus intérpretes por el estudio y la serena y clara exposición de las cosas. Persigamos todas las mentiras que los beneficiarios de la antigua necedad teológica han esparcido en la enseñanza, en los libros y en las artes, y no descuidemos la oposición al vil pago de los impuestos directos e indirectos que el clero nos extrae; impidamos la construcción de templos chicos y grandes, de cruces, de estatuas votivas y otras fealdades que deshonran y envilecen poblaciones y campiñas; agotemos el manantial de esos millones que de todas partes afluyen al gran mendigo de Roma y hacia los innumerables submendigos de sus congregaciones y, finalmente, mediante la propaganda diaria, arrebatemos a los curas los niños que se les da a bautizar, los adolescentes de ambos sexos que se confirman en la fe por la ingestión de una hostia, los adultos que se someten a la ceremonia matrimonial, los desgraciados a quienes inician en el vicio por la confesión, los moribundos a quienes aterrorizan en el último momento de la vida. Descristianicémonos y descristianicemos al pueblo.

Pero, se nos objeta, las escuelas en Francia, hasta las que se denominan laicas, cristianizan la infancia, es decir, toda la generación futura, ¿cómo cerraremos esas escuelas, puesto que nos encontramos ante padres de familia que reivindican la «libertad» de la educación escogida por ellos? ¡He aquí que a nosotros, que hablamos siempre de «libertad» y que no comprendemos al individuo digno de ese nombre sino en la plenitud de su fiera independencia, se nos opone también la «libertad»! Si la palabra respondiese a una idea justa, deberíamos bajar la cabeza respetuosamente para ser consecuentes y fieles a nuestros principios; pero esa libertad del padre de familia es el rapto, la sencilla apropiación del hijo, que es dueño de sí mismo, y que se entrega a la Iglesia y al Estado para que le deformen a su antojo. Esa libertad es semejante a la del burgués industrial que dispone, mediante el jornal, de cientos de «brazos» y los emplea como le conviene en trabajos pesados y embrutecedores; una libertad como la del general que hace maniobrar a su antojo las «unidades tácticas» de «bayonetas» o de «sables».

El padre, heredero convencido del pater familias romano, dispone por igual de hijos o hijas para matarlos moralmente o, lo que es peor, para envilecerlos. De estos dos individuos, el padre y el hijo, virtualmente iguales a nuestros ojos, el más débil tiene derecho preferente a nuestro apoyo y defensa, y nuestra decidida solidaridad contra todos los que le dañan, aunque entre ellos se cuenten el padre y hasta la madre que le llevó en su seno.

Si, como sucede en Francia, por una ley especial impuesta por la opinión pública, el Estado niega al padre de familia el derecho a condenar a su hijo a la perpetua ignorancia, los que estamos de corazón con la generación nueva, sin leyes, por la liga de nuestras voluntades, haremos todo lo posible para protegerle contra la mala educación.

Que el niño sea regañado, pegado y atormentado de varias maneras por sus padres; que sea tratado con mimo y envenenado con golosinas y mentiras; que sea catequizado por hermanucos de la doctrina cristiana, o que aprenda en casa de jesuitas una historia pérfida y una falsa moral, compuesta de bajeza y crueldad, el crimen es lo mismo y nos proponemos combatirlo con la misma energía y constancia, solidarios siempre del ser sistemáticamente perjudicado.

No hay duda de que en tanto que subsiste la familia bajo su forma monárquica, modelo de los Estados que nos gobiernan, el ejercicio de nuestra firme voluntad de intervención hacia el niño contra los padres y los curas será de cumplimiento difícil, pero por eso mismo deben dirigirse en ese sentido nuestros esfuerzos, porque no hay término medio: se ha de ser defensor de la justicia o cómplice de la iniquidad.

En este punto se plantea también, como en todos los demás aspectos de la cuestión social, el gran problema que se discute entre Tolstoi y otros anarquistas acerca de la resistencia o no resistencia al mal. Por nuestra parte opinamos que el ofendido que no se resiste entrega de antemano a los humildes y los pobres a los opresores y a los ricos. Resistamos sin odio, sin rencor ni ánimo vengativo, con la suave serenidad del filósofo que reproduce exactamente la profundidad de su pensamiento y su decidida voluntad en cada uno de sus actos. Téngase presente que la escuela actual, tanto si la dirige el sacerdote religioso como el sacerdote laico, va franca y decididamente contra los hombres libres, como si fuera una espada o mejor como millones de espadas, porque se trata de preparar contra todos los innovadores a los hijos de la nueva generación.

Comprendemos la escuela, como la sociedad, «sin dios ni amo» y por consiguiente consideramos como funestos todos esos antros donde se enseña la obediencia a dios y sobre todo a sus supuestos representantes, los amos de todas las clases, curas, reyes, funcionarios, símbolos y leyes. Reprobamos tanto las escuelas en que se enseñan los pretendidos deberes cívicos, es decir, el cumplimiento de las órdenes de los erigidos en mandarines y el odio a los habitantes del otro lado de las fronteras, como aquellas otras en que se repite a los niños que han de ser como «báculos en manos de sacerdotes». Sabemos que ambas clases de escuelas son funestas e igualmente malas, y cuando tengamos la fuerza cerraremos unas y otras.

«¡Vana amenaza!» se dirá con ironía. «No sois los más fuertes y aun dominamos los reyes, los militares, los magistrados y los verdugos». Así parece, mas todo ese aparato de represión no nos espanta, porque también la verdad es una fuerza poderosa que descubre los horrores que se ocultan en las tinieblas de la maldad; lo prueba la historia, que se desarrolla en nuestro favor, porque, si es cierto que «la ciencia ha quebrado» para nuestros adversarios, no por eso ha dejado de ser un solo instante nuestra guía y nuestro apoyo.

La diferencia esencial entre los sostenedores de la Iglesia y sus enemigos, entre los envilecidos y los hombres libres, consiste en que los primeros, privados de iniciativa propia, no existen sino por la masa, carecen de todo valor individual, se debilitan poco a poco y mueren, mientras que la renovación de la vida se hace en nosotros por la acción espontánea de las fuerzas anárquicas. Nuestra naciente sociedad de hombres libres, que trata penosamente de desprenderse de la crisálida burguesa, no podría tener esperanza de triunfo, ni aun hubiese vencido, si hubiera de luchar con hombres de voluntad y energía propias; pero la masa de los devotos y de las devotas, ajada por la sumisión y la obediencia, queda condenada a la indecisión, al desorden volitivo, a una especie de ataxia intelectual. Cualquiera que sea, desde el punto de vista de su oficio, de su arte o de su profesión, el valor del católico creyente y practicante; cualesquiera que sean también sus cualidades de hombre, no es, respecto del pensamiento, más que una materia amorfa y sin consistencia, puesto que ha abdicado completamente su juicio, y por la fe ciega se ha colocado voluntariamente fuera de la humanidad que razona.

Forzoso es reconocer que el ejército de los católicos tiene en su favor el poder de la rutina, el funcionamiento de todas las supervivencias y continúa obrando en función de la fuerza de la inercia. Millones de individuos doblan espontáneamente las rodillas ante el sacerdote resplandeciente de oro y seda; impulsada por una serie de movimientos reflejos, se amontona la multitud en las naves del templo en los días de la fiesta patronal; se celebra la Navidad y la Pascua, porque las generaciones anteriores han celebrado periódicamente esas fiestas; los ídolos llamados la virgen y el niño quedan grabados en las imaginaciones; el escéptico venera sin saber por qué el pedazo de cobre, de marfil o de otra materia tallada en forma de crucifijo; se inclina al hablar de la «moral del Evangelio» y, cuando muestra las estrellas a su hijo, no se olvida de glorificar al divino relojero. Sí, todas esas criaturas de la costumbre, portavoces de la rutina, constituyen un ejército temible por su masa: esa es la materia humana que forma las mayorías y cuyos gritos sin pensamiento resuenan y llenan el espacio como si representaran una opinión. Mas ¡qué importa! Al fin esa misma masa acaba por no obedecer los impulsos atávicos: se la ve volverse indiferente a la palabrería religiosa que ya no comprende; no ve en el cura un representante de Dios para perdonar los pecados, ni un agente del demonio para embrujar hombres y bestias, sino un vividor que desempeña una farsa para vivir sin trabajar: lo mismo el campesino que el obrero no temen ya a su párroco, y ambos tienen alguna idea de la ciencia, sin conocerla aún y, esperando, se forman una especie de paganismo, entregándose vagamente a las fuerzas de la naturaleza.

No hay duda de que una revolución silenciosa que descristianiza lentamente a las masas populares es un acontecimiento capital, pero no ha de olvidarse que los adversarios más terribles, puesto que carecen de sinceridad, no son los infelices rutinarios del pueblo, tampoco los creyentes, pobres suicidas del entendimiento que se ven prosternados en los templos, cubiertos bajo el espeso velo de la fe religiosa que les oculta del mundo real. Los hipócritas ambiciosos que les guían y los indiferentes que sin ser católicos se han unido oficialmente a la Iglesia, los que hacen dinero de la fe, esos son mucho más peligrosos que los cristianos. Por un fenómeno contradictorio en apariencia, el ejército clerical se hace cada vez más numeroso a medida que la creencia se desvanece, debido a que las fuerzas enemigas se agrupan por ambas partes: la Iglesia reúne detrás de sí a todos sus cómplices naturales de los cuales ha hecho esclavos adiestrados para el mando, reyes, militares, funcionarios de todas clases, volterianos arrepentidos y hasta padres de familia que quieren criar hijos modositos, graciosos, cultos, elegantes, pero guardándose con extrema prudencia de cuanto pudiera asemejarse a su pensamiento. «¡Qué decís!», exclamará, sin duda, algún político de esos a quienes apasiona la lucha actual entre las congregaciones y el bloque republicano, especie de fusión del Parlamento francés, «¿no sabéis que el Estado y la Iglesia han roto definitivamente sus relaciones, que los crucifijos y corazones de Jesús y María se quitarán de las escuelas para ser reemplazados por hermosos retratos del presidente de la República? ¿Ignoráis que los niños serán en lo sucesivo preservados cuidadosamente de las supersticiones antiguas, y que los maestros laicos les darán una educación fundada en la ciencia, libre de toda mentira y se mostrarán siempre respetuosos de la libertad humana?» ¡Ah! Harto sabemos que surgen diferencias en las alturas entre los detentadores del poder; no ignoramos que entre las gentes del clero los seculares y los regulares están en desacuerdo sobre la distribución de las prebendas; tenemos por cierto que la antigua querella de las investiduras se continúa de siglo en siglo entre el Papa y los Estados laicos; pero eso no impide que las dos categorías de dominadores, religiosos y políticos, estén en el fondo de acuerdo, aun en sus excomuniones recíprocas, y que comprendan de la misma manera su misión divina respecto del pueblo gobernado; unos y otros quieren someter a los pueblos por los mismos medios, dando a la infancia idéntica enseñanza, la de la obediencia.

Ayer aún, bajo la alta protección de lo que se llama «la República», eran los dueños indiscutibles y absolutos. Todos los elementos de la reacción se hallaban unidos bajo el mismo lábaro simbólico, el «signo de la cruz», pero hubiera sido cándido dejarse engañar por la divisa de esa bandera; no se trataba de fe religiosa, sino de dominación: la creencia íntima era sólo un pretexto para la inmensa mayoría de los que quieren conservar el monopolio de los poderes y de las riquezas; para ellos el objeto único consistía en impedir a todo trance la realización del ideal moderno, a saber: el pan, el trabajo y el descanso para todos. Nuestros enemigos, aunque odiándose y despreciándose recíprocamente, necesitaban, no obstante, agruparse en un solo partido. Hallándose aislados, las causas respectivas de las clases dirigentes resultaban demasiado pobres de argumentos, excesivamente ilógicas para intentar defenderse con éxito por sí solas, y por lo mismo les era indispensable coaligarse en nombre de una causa superior, y echaron mano de su Dios, al que denominan «principio de todas las cosas», «gran ordenador del universo». Y por eso, considerando demasiado expuestos los cuerpos de tropas en una batalla, abandonan las fortificaciones exteriores recientemente construidas, y se reúnen en el centro de la posición, en la ciudadela antigua, acomodada por los ingenieros a la guerra moderna.

Pero excesivamente ambiciosos, los curas y los frailes han incurrido en imprudencia notoria: jefes de la conspiración, en posesión de la consigna divina, han exigido una parte harto ventajosa del botín. La Iglesia, insaciable siempre en la rapiña, exigió un derecho de entrada a todos sus nuevos aliados, republicanos y otros, consistente en subvenciones para todas sus misiones extranjeras, en la guerra de China y en el saqueo de los palacios imperiales. De este modo se han acrecentado prodigiosamente las riquezas del clero: sólo en Francia han aumentado mucho más del doble en los veinte últimos años del siglo pasado: se cuenta por miles de millones el valor de las tierras y de las casas que pertenecen declaradamente a los curas y a los frailes; por no hablar de los miles de millones que poseen bajo los nombres de señores aristócratas y viejas rentistas. Los jacobinos ven con buenos ojos que esas propiedades se acumulen en las mismas manos, esperando que un día de un solo golpe se apodere de ellos el Estado; pero ese remedio cambiará la enfermedad sin curarla. Esas propiedades, producto del dolo y del robo, han de volver a la comunidad de donde fueron extraídas; forman parte del gran haber terrestre perteneciente al conjunto de la humanidad.

Por exceso de ambición, las gentes de iglesia han cometido la torpeza, inevitable por otra parte, de no evolucionar con el siglo, y llevando además a cuestas su bagaje de antiguallas, se han retrasado en el camino. Chapurrean el latín, lo que les ha hecho olvidar el francés que se habla en París; deletrean la trilogía de Santo Tomás, pero esa trasnochada fraseología no les sirve gran cosa para discutir con los discípulos de Berthelot. No hay duda de que algunos de ellos, especialmente los clérigos americanos, en lucha con una joven sociedad democrática, sustraída al prestigio de Roma, han tratado de rejuvenecer sus argumentos renovando un poco su antiguo esplendor; pero esa nueva táctica de controversia ha sido desaprobada por la autoridad suprema, y el misoneísmo, el odio a todo lo nuevo ha triunfado: el clero queda rezagado, con toda la horrible banda de magistrados, inquisidores y verdugos, colocándose detrás de los reyes, los príncipes más ricos, no sabiendo respecto de los humildes más que pedir la caridad y no un amplio y hermoso sitio al buen sol que nos ilumina al presente. Ha habido hijos perdidos del catolicismo que han suplicado al Papa que se declare socialista y que se coloque atrevidamente al frente de los niveladores y de los hambrientos, pero en vano, los millones de su «dinero de San Pedro» y su Vaticano son lo que le priva.

¡Hermoso día fue para nosotros, pensadores libres y revolucionarios, aquel en que el Papa se encerró definitivamente en el dogma de la infalibilidad! ¡He ahí al hombre atrapado en una trampa de acero! Ahí está, atado a los viejos dogmas, sin poder desdecirse, renovarse o vivir, obligado a atenerse al Syllabus, a maldecir la sociedad moderna con todos sus descubrimientos y progresos. Ya no es más que un prisionero voluntario encadenado a la orilla que dejamos atrás, y que nos persigue con sus vanas imprecaciones, mientras nosotros surcamos libremente las olas, despreciando a uno de sus lacayos que, por orden de su amo, proclama «la quiebra de la ciencia». ¡Qué alegría para nosotros! Que la Iglesia no quiera aprender ni saber, que permanezca para siempre ignorante, absurda y atada a ese lecho miserable en que yace, que ya San Pablo llamaba su locura: ¡Eso es nuestro triunfo definitivo!

Transportémonos por la imaginación a los futuros tiempos de la irreligión consciente y razonada. ¿En qué consistirá, dadas esas nuevas condiciones, la obra por excelencia de los hombres de buena voluntad? En reemplazar las alucinaciones por observaciones precisas; en sustituir las ilusiones celestes prometidas a los hambrientos por las realidades de una vida de justicia social, de bienestar, de trabajo libre; en el goce por los fieles de la religión humanitaria de una felicidad más sustancial y más moral que aquella con que los cristianos se contentan actualmente. Lo que éstos desean es no tener la penosa tarea de pensar por sí mismos ni haber de buscar en su propia conciencia el móvil de sus acciones; no teniendo ya un fetiche visible como nuestros abuelos salvajes, se empeñan en tener un fetiche secreto que cure las heridas de su amor propio, que les consuele en sus pesares, que les dulcifique la amargura por las horas de la enfermedad y les asegure una vida inmortal exenta de todo cuidado. Pero todo eso de un modo personal: su religiosidad no se cuida de los desgraciados que continúan peligrosamente la dura batalla de la vida; son como aquellos espectadores de la tempestad de quienes habla Lucrecio, que gozan viendo desde la playa la desesperación de los náufragos luchando contra las olas embravecidas; recuerdan de su Evangelio esa vil parábola de Cristo que representa a Lázaro el pobre, «reposando en el seno de Abraham, negándose a humedecer la punta de su dedo en agua para refrescar la lengua del maldito» (Lucas, XVI).

Nuestro ideal de felicidad no es ese egoísmo cristiano del hombre que se salva viendo perecer a su semejante y que niega una gota de agua a su enemigo; nosotros, los anarquistas, que trabajamos por nuestra completa emancipación, colaboramos por esto mismo a la libertad de todos, aún a la de aquel más rico a quien libraremos de sus riquezas y le aseguraremos el beneficio de la solidaridad de cada uno de nuestros esfuerzos.

No se concibe nuestra victoria personal sin que por ella se obtenga al mismo tiempo una victoria colectiva; nuestro anhelo de felicidad no puede colmarse sino con la felicidad de todos, porque la sociedad anarquista, lejos de ser un cuerpo de privilegiados, es una comunidad de iguales, y será para todos una felicidad inmensa, de la que no podemos formarnos idea actualmente, vivir en un mundo en que no se verán niños maltratados por sus padres ni serán obligados a recitar el catecismo, hambrientos que pidan el céntimo de la caridad, mujeres que se prostituyen por un pedazo de pan ni hombres válidos que se dediquen a ser soldados o polizontes faltos de medio mejor de atender a su subsistencia. Reconciliados todos, porque los intereses de dinero, de posición, de casta, no harán enemigos natos a los unos de los otros, los hombres podrán estudiar juntos, tomar parte, según sus aptitudes personales, en las obras colectivas de la transformación planetaria, en la redacción del gran libro de los conocimientos humanos; en una palabra, gozarán de una vida libre, cada vez más amplia, poderosamente consciente y fraternal, librándose así de las alucinaciones, de la religiosidad y de la Iglesia, y por encima de todo, podrán trabajar directamente para el porvenir, ocupándose de los hijos, gozando con ellos de la naturaleza y guiándoles en el estudio de las ciencias, de las artes y de la vida.

Los católicos pueden haberse apoderado oficialmente de la sociedad, pero no son ni serán sus amos, porque no saben más que ahogar, comprimir y empequeñecer: todo lo que es la vida se les escapa. En la mayor parte su fe es muerta: no les queda más que la gesticulación piadosa, las genuflexiones, los oremus, el recuento del rosario y el coronamiento del breviario. Los buenos entre los clérigos se ven obligados a huir de la Iglesia para encontrar un asilo entre los profanos, es decir, entre los confesores de la fe nueva, entre nosotros, anarquistas y revolucionarios, que vamos hacia un ideal y que trabajamos alegremente para realizarla.

Fuera, pues, de la Iglesia, absolutamente fracasada para todas las grandes esperanzas, se cumple todo lo que es grande y generoso. Y fuera de ella y aún a pesar suyo, los pobres, a quienes los clérigos prometían irónicamente todas las riquezas celestiales, conquistarán al fin el bienestar en la vida presente. A pesar de la Iglesia se fundará la verdadera Comuna, la sociedad de los hombres libres, hacia la cual nos han encaminado tantas revoluciones anteriores contra el cura y contra el rey.

(1903)


Abolición de la Inquisición romana en 1966