sábado, 1 de enero de 2011

Rudolf Rocker: El socialismo como anti-absolutismo (I)

Por Ángel J. Cappelletti
[En el libro La teoría de la propiedad en Proudhon y otros momentos del pensamiento anarquista de Cappelletti, el penúltimo capítulo esta dedicado a este libertario alemán. Como es muy largo, me he permitido cortarlo en dos partes, esta primera parte está dedicada a su vida. Mañana os pondré la segunda parte.]
Rudolf Rocker, una de las figuras más activas del anarcosindicalismo alemán en la primera mitad de nuestro siglo, fue también un brillante escritor y pensador. Muy pocas veces se ha logrado un análisis tan serio y profundo de la ideología y la actitud nacionalistas como el que él llevó a cabo en su gran obra Nacionalismo y cultura.

Nacido en Maguncia en 1873, huérfano desde muy niño, internado en un asilo y sometido luego al duro aprendizaje de un oficio manual, obtuvo muy poco de sus maestros y casi puede afirmarse que no recibió educación formal alguna. Grumete, zapatero, hojalatero, sastre, tonelero, talabartero, carpintero, recaló, al fin, en un pequeño taller de encuadernación donde comenzó a almacenar ávidamente en su cerebro los libros que sus manos aparejaban para otros.

El primer contacto con el socialismo lo hizo, como casi todos los proletarios alemanes de su época, a través de las ideas y organizaciones marxistas. Conoció en su incipiente militancia a algunos de los principales jefes de la socialdemocracia: August Bebel y Wilhelm Liebknecht. Del primero dice en La juventud de un rebelde, que «no sólo era un orador brillante, sino que era también un orador nato, pues había en él aquel cierto algo que no se puede enseñar ni aprender»; del segundo, que también «era un orador hábil y experimentado».

Sin embargo, no deja de advertir que cuando Liebknecht hablaba «lo hacía siempre con una seguridad de juicio que excluía toda contradicción» y que «era ante todo hombre de partido y casi sólo hombre de partido». Su impresión personal de Bebel es mejor, ya que lo considera «amable y atento para todos», pero tampoco pasa por alto la dualidad que en él encuentra entre el revolucionario de mítines y asambleas y el moderado reformista del Reichstag.

Pero, como dice Diego Abad de santillán, «tuvo la suerte de entrar pronto en relación con el movimiento berlinés de oposición al dogmatismo y a la rigidez de los jerarcas socialdemócrátas, que tenían por divinidad suprema a Marx y por único profeta a Engels». Una de las cosas que los opositores de la socialdemocracia reprocharon por entonces a los jefes del partido y a los miembros de su fracción parlamentaria fue que hubiesen impedido «por propia decisión la fiesta del Primero de Mayo en Alemania», según dice el propio Rocker en La juventud de un rebelde.


Hacia aquellos días conoció también los escritos de Bakunin y la actividad revolucionaria de Johann Most y se relacionó con los jóvenes heterodoxos del socialismo berlinés, entre los cuales se encontraba Bruno Wille, el futuro autor de Die Religion der Fraude (1898) y Gemeinschaftsgeist und personlichkeit (1902); y Gustav Landauer, el más profundo de los pensadores libertarios alemanes.

En 1893 sus actividades socialistas —ya claramente orientadas hacia el anarquismo— se hicieron muy peligrosas para él, y se vio obligado a emigrar a Francia, donde participó en las luchas del movimiento obrero, conoció al sabio geógrafo Reclus y a otras figuras sobresalientes del mundo socialista. Pero, obligado nuevamente por la reacción, tuvo que emigrar por segunda vez y en 1895 se encontraba ya en Inglaterra. Allí permaneció hasta fines de la Primera Guerra Mundial.

En el segundo tomo de su autobiografía, titulado significativamente En la borrasca, narra con admirable vivacidad y equilibrada mesura, aquellas dos décadas de vida dedicadas íntegramente a la propaganda, a la acción sindical, a la educación de la clase obrera. Si alguna vez tuvo sentido hablar de «realismo socialista» (un realismo impregnado por cierto del más vivo idealismo), es en el caso de estas «Memorias» del gran sindicalista alemán.

«Se admira uno de la resistencia física de Rocker para sobrellevar la tarea intensa de esos veinte años sin desfallecer, sin perder la fe en sí mismo y en la humanidad. El vigor de su juventud y el ansia de saber y de enseñar lo que sabía le hicieron superar los escollos del camino espinoso. Su repugnancia instintiva contra todo autoritarismo, contra todo dogmatismo, le salvó del naufragio y de toda tentación bastarda. Era ya un hombre libre, un verdadero amante de la libertad en el campo social, religioso, político, racial», dice Diego Abad de Santillán.

En Londres se vinculó primero con los exiliados socialistas alemanes y con el Kommunistische Arbeiter-Bildungs-Verein, que tenía su sede en el Grafton Hall, donde se le confió el ordenamiento de la vieja biblioteca, rica en valiosos documentos para la historia del socialismo y del movimiento obrero. Allí conoció a Louise Michel, a Errico Malatesta y a Pietro Gori. De la primera dice que «poseía el carácter de un apóstol, tan hondamente persuadido de la justicia de su causa, que no pudo adaptarse a las menores concesiones a la injusticia». Sobre el segundo escribe: «Me lo había imaginado siempre un hombre de talla gigantesca, como Bakunin. Mi sorpresa no fue pequeña cuando vi ante mí a un hombre bajo, algo flaco, cuya apariencia física no correspondía de ningún modo a mis presentimientos. Sin embargo, aun cuando Malatesta no era el gigante que había creado mi imaginación, su rostro de finos contornos, expresivo, causó una profunda impresión en mí. La soberbia cabeza con el negro cabello frondoso y los ojos vivos, chispeantes, de los que irradiaba tanta bondad de corazón como energía indomable, hacía que fuese inolvidable para el que le ha visto una vez. El rostro pálido, cuya expresión varonil era realzada más aún por la corta y tupida barba, mostraba decisión tranquila y una rica vida espiritual interior. Se sentía a la primera mirada la energía secreta de una personalidad de gran aliento, que no se perdía nunca en cuestiones accesorias y tenía siempre en vista un gran objetivo». De Pietro Gori dice que «era, sin duda, uno de los oradores más poderosos que ha producido Italia» y que «su fino talento poético le permitía formar imágenes de belleza perfecta, que daban a sus manifestaciones ingeniosas un encanto irresistible y que se grababan profundamente en el alma».


En los primeros tiempos de su vida londinense, se dedicó Rocker a conocer también la gigantesca y oscura ciudad, y en especial sus enormes «ghettos» de miseria («el estrecho hormiguero callejero entre Hackney y Bethnal Green, Shoreditch y Whitechapel, los lugares de la más profunda pobreza en torno a Limehouse y a Shadwell, la zona desconsolada que se agrupa en torno a las instalaciones portuarias de Londres y, al otro lado del Támesis, los distritos lóbregos de Lambeth, Deptford, etc.»). Adecuado prolegómeno a sus años de lucha en pro de las clases desposeídas es el espectáculo de la profunda miseria en la metrópoli imperial: «Había entonces en Londres muchos millares de seres que nunca habían dormido en una cama y que se acurrucaban por la noche en algún rincón sucio donde la policía no podía estorbarles. He visto con mis propios ojos millares de seres humanos que apenas podían ser juzgados tales y que no eran capaces de un trabajo ordenado cualquiera. Seres increíblemente andrajosos, cubiertos de harapos sucios que no ocultaban ninguna desnudez, seres humanos llenos de piojos, de suciedad, víctimas del hambre eterna, que revolvían codiciosamente los desperdicios semipodridos que quedaban después del cierre de los mercados para obtener un bocado. He recorrido callejas y callejuelas sucias, con las fachadas de las casas semiderruidas, tan tristes y tétricas que ninguna pluma sería capaz de trazar un cuadro exacto del espanto gris que hacía en ella sus círculos tenebrosos. Y en esos infiernos de la pobreza y de la pálida penuria nacían niños, vivían seres humanos consumidos por las privaciones, quebrantados antes de tiempo por la tortura infinita y eludidos por todos los otros estratos de la sociedad como una horda de leprosos y de marcados por el destino». Durante estas excursiones por el Londres tenebroso se puso en contacto con los obreros judíos de la parte oriental, predominantemente anarquistas, con quienes había de colaborar luego durante largos años.

Cuando en julio de 1896 se reunió en Londres el Congreso Obrero Socialista Internacional (del cual fueron excluidos por cierto los anarquistas), tuvo Rocker ocasión de conocer personalmente a Kropotkin y Landauer, dos de los pensadores que más influyeron en su vida militante y en su obra. También conoció en aquella oportunidad al Dr. Max Nettlau, especialista en dialectología céltica y en historia del anarquismo, a quien había de consagrar más tarde un volumen biográfico. En el seno del movimiento obrero judío y del grupo Arbeiterfreund encontró Rocker a la que había de ser su compañera de toda la vida, Milly Witkop, inmigrante ucraniana y activa militante anarquista.


Sin conocer casi nada de yídish se convirtió pronto en redactor principal del periódico de los obreros libertarios judíos, el Arbeiterfreund, temporalmente suspendido, pero que contaba ya con doce años de antigüedad. Desde octubre de 1898 hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial, hizo conocer a dicho órgano y, con él, a toda la prensa obrera anarquista de Inglaterra, su más brillante, combativo y fructífero período.

En un momento económicamente difícil, el periódico fue sustituido por el quincenario Germinal, subtitulado «Órgano de la concepción anarquista del mundo». Acerca de la posición ideológica allí defendida, dice el propio Rocker: «Aunque estaba muy próximo a las ideas de Kropotkin, ya entonces era para mí bastante claro que las adjetivaciones usuales, mutualista, colectivista o comunista, sólo tenían una significación subordinada. Lo que importaba ante todo era educar a los hombres para la libertad y alentarles a la creación y al pensamiento propios. Todas las hipótesis económicas para el futuro, que tenían que ser probadas primero por experiencias prácticas, eran buenas mientras aseguraran al hombre el producto de su trabajo y tuviesen en vista una transformación social de la vida, en la que se ofreciese al individuo la posibilidad de desarrollar libremente sus aptitudes naturales, sin ser influidos por disposiciones rígidas y dogmas vacíos. Mi más íntima convicción me decía que el anarquismo no puede ser interpretado como un sistema cerrado ni como una solución para el milenio venidero, que tiene la libertad como condición previa en todos los dominios de la acción y del pensamiento humanos y justamente por eso no puede estar ligado a directivas rígidas e inalterables. Por esta razón sus aspiraciones son ilimitadas y no pueden ser encerradas en un programa determinado ni ser prescriptas como reglas fijas del porvenir». De la revista Germinal se seleccionaron luego los ensayos que aparecieron más tarde en Buenos Aires, traducidos al español por Salomón Resnick, con el título de Artistas y rebeldes (1922).

Al sobrevenir en el movimiento obrero judío una grave crisis, originada de una parte por la desocupación y la emigración forzosa; de otra, por la escisión del grupo Freiheit, Rocker se trasladó a Leeds, donde con la cálida ayuda del grupo local continuó publicando Germinal. Su actividad como propagandista, como orador, y como organizador se extendió de los grupos judíos (donde siempre estuvo, sin embargo, centrada) a otros círculos, ya continentales, ya ingleses. Al retornar, un año después, a Londres, donde «se había roto realmente el hechizo, y la crisis interna que había paralizado casi dos años el movimiento obrero judío, fue felizmente vencida», reinició la publicación del Arbeiterfreund, al mismo tiempo que la labor de organización obrera y de educación general.

Rocker, que más tarde escribiría La maldición del practicismo, no entendía la militancia anarquista como adoctrinamiento ni como mera propaganda. Creía que elevar el nivel cultural de los obreros constituye de por sí una tarea revolucionaria; estaba convencido de que la belleza y la verdad son siempre factores de liberación humana.

«La insuficiencia irritante del orden económico vigente para las grandes masas del pueblo y la injusticia notoria en numerosos dominios de nuestra vida política y social, no son ninguna medida de nuestra cultura como tal. Lo que la civilización humana ha creado en valores intelectuales y sociales en el curso de los tiempos, no se puede juzgar exactamente más que en su totalidad. Ha ensanchado nuestro saber en una proporción que apenas se puede abarcar y ha atestiguado en todos los dominios del pensamiento humano conquistas que son imperecederas. Lo que ha producido el espíritu del hombre en el reino de la ciencia, del arte, de la literatura y en todos los dominios de la creación estética y filosófica, es y permanece una posesión cultural nuestra y de las futuras generaciones. Aquí está el punto natural de conexión para todo desarrollo social ulterior, el puente que conduce desde el pasado al futuro. El hecho de que a causa de las condiciones económicas existentes millones de hombres apenas estén hoy en condiciones de hacer uso de las mejores conquistas de la vida cultural, no es menos deplorable que la circunstancia de que, a pesar de la elevada capacidad productiva de los modernos métodos de trabajo, no puedan hallar ninguna seguridad para su existencia material y tengan que contentarse siempre con las migajas de la mesa de la vida. Por eso justamente, el problema de nuestro tiempo no es un simple problema económico sino un asunto que abarca todos los dominios de la vida cultural. No sólo hay un hambre del cuerpo, sino también un hambre del espíritu y del alma que exige sus derechos. Llevar esto a la conciencia de los seres humanos es la tarea principal de una propaganda que se apoye en la educación de las masas y enseñe a pensar, no sólo con el estómago, sino también a tener presentes las aspiraciones de la vida y a apropiarse de los bienes intelectuales de la cultura, lo que siempre es posible».

La labor de Rocker entre los obreros judíos de Londres, que algunos consideraron insólita para un alemán que no tenía ninguna ascendencia hebrea, es una prueba más de su auténtico internacionalismo socialista y libertario. He aquí cómo él mismo se expresa en sus Memorias sobre este hecho: «Pero tengo que agradecer todavía otra gran experiencia en mi actividad de entonces, que no quiero silenciar, como no judío, para provecho y edificación de aquellos que han metido la cuchara en las ollas de la llamada teoría racial o que no pudieron vencer nunca los prejuicios artificialmente implantados frente a los judíos. Tengo que dejar sentado aquí que no existe nada para lo cual el llamado espíritu judío no sea tan receptivo o que reaccione de otro modo a como reacciona el espíritu de otros pueblos, si es que se puede hablar de un espíritu de los pueblos en general. He vivido veinte años en el ghetto, he tenido relaciones diarias con trabajadores judíos, he conocido sus dolores y privaciones, he tomado parte incansablemente en sus luchas por el pan cotidiano, he despertado su anhelo, he compartido sus alegrías y esperanzas y estuve con ellos como un igual sobre la misma base. He empleado los mejores años de mi vida en estimular su cultura intelectual, en fortalecer su voluntad y encender su resistencia contra la arbitrariedad y la tiranía... Su amistad, su ligazón interior, su confianza ilimitada son para mí la más hermosa recompensa y serán siempre un recuerdo luminoso, especialmente hoy, cuando ha llegado el otoño de mi vida y se ciernen sobre mí las sombras de la noche».

Su testimonio resulta particularmente significativo por sintetizar una visión teórica, basada en sólidos y extensos conocimientos históricos y filosóficos-sociales, con una prolongada asiduidad y un largo trato personal: «Si quisiera reunir brevemente mis experiencias personales con personas de origen judío, sólo podría decir que no he encontrado en ellas ninguna cualidad que no se encontrase también en los descendientes de otros pueblos. La burda afirmación de que el judío representa una posición singular entre todos los demás pueblos, no es más que yerma habladuría, que no tiene por base ninguna experiencia auténtica, sino sólo el prejuicio ciego. Los representantes de esas chistosas nociones no comprenden el testimonio lamentable de pobreza que con ello ofrecen. Si fuese realmente verdad que una minoría insignificante es responsable de todos los males del mundo, entonces la gran mayoría de la raza humana no merecería mejor destino. Débiles de espíritu que se persuaden seriamente de que son las víctimas indefensas de un pequeño grupo humano disperso por el mundo, sólo demuestran su propia incapacidad y su minoría de edad intelectual». Ya en 1903, en ocasión del pogromo de Kishinev, organizó Rocker un gran mitin de protesta en Hyde Park, y su lucha contra el antisemitismo, que alcanzó lógicamente su clímax con el genocidio perpetrado por los nazis, se prolongó hasta el fin de sus días.

Particular importancia, desde el punto de vista obrero y sindical, adquirió la lucha promovida luego por Rocker contra el llamado «sweating system», por el cual se establecía una cadena de explotación, donde los grandes comerciantes obligaban a los pequeños empresarios a una cruel competencia mutua, mientras éstos explotaban a sus obreros, los cuales, a su vez, acicateaban a los auxiliares (generalmente inmigrantes recién llegados). En 1906 el movimiento obrero libertario judío inauguró su club en un edificio propio de Jubilee Street, gracias, en gran parte, al esfuerzo de Rocker. Al año siguiente acudió Rocker, en representación del movimiento judío, al Congreso de Amsterdam, donde quedó fundada, con intervención de delegados de casi todos los países, la Internacional Anarquista.


Hallándose en 1909 en París, donde había sido invitado para dictar un cursillo de conferencias sobre temas artístico-literarios, participó en un mitin de protesta por el monstruoso proceso al que la reacción monárquico-clerical española había sometido a Francisco Ferrer y Guardia, el fundador de la Escuela Moderna. Fue por eso expulsado de Francia.

Aún en Inglaterra arreció por entonces la campaña anti-anarquista, con ocasión del caso de Houndsditch, en que tres letones, a quienes se vinculó con el anarquismo, mataron durante un asalto a varios policías. Inclusive algunos periódicos socialistas, como el Justice, llegaron en 1911 a acusar a Emma Goldman de espía del zarismo. En 1912 estalló en Londres una gran huelga de la industria textil, que, según palabras del mismo Rocker, «se convirtió rápidamente en una de las luchas más enconadas por mejores salarios». Iniciada en la parte occidental por obreros ingleses y de diferentes nacionalidades, tuvo pronto, gracias a la decidida acción de Rocker, el apoyo de los miles de trabajadores judíos de la parte oriental, que se plegaron a ella. La pelea no careció de altibajos y de dramáticas vicisitudes; duró varias semanas, pero al fin concluyó con una completa victoria de los obreros. «La gran huelga de 1912 no sólo dio a los trabajadores judíos grandes beneficios materiales, sino que creó por primera vez las verdaderas condiciones para un trabajo ordenado; pero al mismo tiempo, la intervención viril y decidida de los obreros judíos en esa lucha difícil les atrajo el respeto de sus colegas ingleses, respeto que no podría ser ya conmovido por nada». Cuando hacia esa misma época, Malatesta fue condenado por haber querido desenmascarar a un espía de la policía italiana, Rocker organizó un Malatesta Defense Comitee, cuya decidida acción (que incluyó la organización de dos grandes manifestaciones), logró que el gobierno inglés no desterrara, como se temía, al luchador libertario.

En el año 1914 emprendió Rocker su primer viaje a Canadá y Estados Unidos. Invitado por los compañeros de Montreal para realizar una gira de propaganda, recorrió el vasto territorio norteamericano, celebró reuniones y dio conferencias en Montreal, en Ottawa, en Toronto, en Winnipeg, en Chicago, en London (Ontario), en Hamilton, y en Quebec, no sin hacer una visita a las cataratas del Niágara y otra a Waldheim, el cementerio alemán donde reposan los restos de los mártires de Chicago. Las charlas y conferencias obtuvieron gran éxito y durante el viaje tuvo la alegría de reencontrar a muchos viejos amigos y compañeros de Londres y de otros lugares. El día 3 de junio, en las últimas horas de la tarde, se hallaba de regreso en Liverpool.


Al estallar la Primera Guerra Mundial, Rocker fue detenido en Londres como alemán y súbdito de una potencia enemiga. La libre Inglaterra vivía en aquellos días una histeria anti-germánica, que condujo, entre otras cosas, a la internación de millares de pacíficos ciudadanos alemanes en grandes campos de concentración.

Lo que más le dolió a Rocker no fue, sin embargo, el hecho mismo de la privación de su libertad, sino la tremenda defección del movimiento obrero y socialista en todos los países beligerantes frente al problema de la guerra. «Los movimientos socialistas y obreros de Europa habían abdicado y se habían entregado dócilmente a los respectivos amos nacionales. Apenas un diputado socialdemócrata, Karl Liebknecht, intentó salvar el honor. Había terminado un capítulo de la historia del socialismo y Rocker vio claramente entonces ya que el nacionalismo era incompatible con la paz, con la solidaridad humana, con el socialismo, con la cultura que son fruto de la libertad y solamente pueden prosperar en ella», comenta Diego Abad de Santillán. De más está decir que Rocker no se dejó abatir por la prisión, y que desarrolló en ella una labor más educativa que propagandística, a través de docenas de conferencias, pero, sobre todo, a través del ejemplo cotidiano.

En marzo de 1918, próximo ya el fin de la guerra, fue liberado y enviado a Holanda, desde donde debía pasar a Alemania. Pero el agonizante Imperio no olvidaba: le negó la entrada so pretexto de que, al permanecer más de diez años fuera del país, sin inscribirse en ningún consulado alemán, había perdido la ciudadanía. Se vio obligado a volver a Holanda.

En Tilversum fue huésped del viejo militante Domela Nieuwenhuis, que «había previsto la guerra hacía mucho tiempo y predicho también en el Congreso de la Segunda Internacional en Bruselas (1891), que la paz armada y la loca competencia armamentista de los Estados tenían que conducir ineludiblemente a una catástrofe espantosa de incalculable alcance, si el proletariado de todos los países no reconocía a tiempo el peligro y no se preparaba para una acción en contra de esas amenazas».


En noviembre de 1918 puede, al fin, regresar a Alemania, junto con su mujer y su hijo. Kater, el presidente de la Freie Vereinigung Deutscher Gewerkschaften, lo hospeda en Berlín. Con un entusiasmo que las tristes condiciones de posguerra y las poco alentadoras perspectivas del movimiento obrero no consiguen entibiar, se lanza otra vez a la tarea de organizar un movimiento sindical revolucionario y libertario. En medio de las luchas que sostenían entre sí las diversas facciones del movimiento socialista y poco antes de la insurrección espartaquista «cuya sangrienta represión suscitó en el país una impresión terrible», asiste Rocker al duodécimo congreso de la Freie Vereinigung (diciembre de 1919).

Sus ideas, nada demagógicas, acerca de la responsabilidad de los pueblos en el surgimiento de la tiranía y en el estallido de la guerra alcanzan gran resonancia en aquellos días. «Era la hora —dice Santillán— en que Alemania, cansada de la guerra, clamaba en todos los tonos: Nieder die Waffen! (¡Abajo las armas!). Rocker habló ante los obreros de la industria de los armamentos de la responsabilidad del proletariado, de la labor consciente, de la no cooperación en fines antisociales. Sí, ¡abajo las armas! Pero ¡abajo también los martillos que las forjan! No habrá más armas mortíferas cuando los sabios, los técnicos y los trabajadores se nieguen a fabricarlas». El sindicalismo revolucionario, de inspiración anarquista, logró por entonces, y en buena parte gracias a la incansable labor de Rocker, su mayor florecimiento en Alemania. En algunas regiones industriales, como en Frankfurt, llegó inclusive a constituirse en la corriente obrera mayoritaria.


Su simpatía por la República Bávara de los Consejos y, sobre todo, por algunos de sus protagonistas, como Landauer, Mühsam y Toller (asesinado el primero, condenados a quince y cinco años de prisión, respectivamente, los otros dos) corre pareja por entonces con el repudio y la creciente indignación que provocan en él los gobernantes socialistas plegados al militarismo, como Noske. Fue durante «la era nefasta» de este socialista «patriota», «que mostró a todos los gobiernos posteriores de la República alemana el camino para eludir la Constitución y sofocar todos los derechos legales, cuando el Estado se hallaba presuntamente en peligro», que Rocker fue detenido y puesto en la «Schutzhaft» (prisión preventiva) en febrero de 1920. La acusación era simplemente la de ser «el propagandista principal del movimiento sindicalista en Alemania». Durante seis semanas permaneció preso junto con su amigo Fritz Kater.

Por aquel entonces comenzó a exponer en artículos (publicados, sobre todo, en Der Syndikalist y otros órganos del movimiento obrero) y en charlas y conferencias (algunas de ellas inclusive en la Universidad de Berlín) sus ideas acerca del nacionalismo como enemigo de la cultura, elaborando así, desde entonces, el contenido de su gran obra Nacionalismo y cultura.


Al mismo tiempo que el fallido Putsch de Kapp y los avances del nacionalismo militarista lo confirman cada vez más en su convicción de que la socialdemocracia alemana no es sino un gigante con pies de barro, las noticias que llegan a Berlín desde Rusia corroboran cara vez más su temprano juicio acerca del rumbo autoritario y, en definitiva, antisocialista, que toma la revolución bolchevique. Los testimonios de Piotr Arshinov, de Emma Goldman, de Alexander Berkman, ilustran con la elocuencia de los hechos vividos su pesimismo a este respecto.

Para contrarrestar los esfuerzos bolcheviques de crear una Internacional obrera que respondiera exclusivamente a los designios e intereses del Estado soviético, Rocker y un grupo de militantes convocaron a todas las federaciones nacionales sindicalistas a un Congreso Internacional. Este Congreso, que contó con representantes de Argentina, Chile, Alemania, Holanda, México, Portugal, Francia, Suecia y España, entre otros países, sesionó en Berlín desde el 25 de diciembre de 1922 hasta el 2 de enero de 1923. De allí surgió la Asociación Internacional de Trabajadores. El secretariado internacional de la misma, elegido en el propio Congreso, estaba formado por Rudolf Rocker, Augustin Souchy y Alexander Shapiro.

La AIT pretendía constituir una organización natural de las masas, que, según el concepto bakuninista, «es una asociación que surge de las diversas determinaciones de su vida real cotidiana, de las distintas modalidades de su trabajo», o, en otras palabras, «la organización por corporaciones de oficio y secciones profesionales». Contra esta idea o, por mejor decir, contra este ideal del sindicalismo, dirigieron todas sus energías los agentes del Komintern (la Internacional Comunista). Pero, además de su labor sindical, desplegó Rocker durante la década del 20, una vasta actividad literaria y estableció múltiples contactos con refugiados y visitantes anarquistas de todos los países.

Algunos de los trabajos, destinados principalmente a combatir la idea marxista-leninista de la dictadura del proletariado, fueron recopilados y publicados en edición española con el título de Ideología y táctica del proletariado moderno (Barcelona, 1926). Pero, según recuerda Santillán, escribió también en esta época «ensayos literarios como Los seis, sobre seis caracteres centrales de la literatura mundial, Don Quijote, Hamlet, Don Juan, etc.; examinó la llamada racionalización de la industria y sus consecuencias; divulgó conocimientos sobre el socialismo constructivo, la corriente de pensamiento anterior al marxismo, calificada despectivamente como socialismo utópico, y los presentó en su esencia verdaderamente socialista; resumió una posición ponderada contra el revolucionarismo palingenésico y palabrero en el trabajo La lucha por el pan cotidiano».

Tal actividad literaria, favorecida paradójicamente a comienzos de la década del 30 por el auge de la reacción nacionalista y por lo que podría denominarse el clima pre-nazi, culminó en la gran obra de filosofía política, Nacionalismo y cultura, obra que Albert Einstein calificó de «extraordinariamente instructiva» y Thomas Mann de libro «hondo y altamente espiritual». Esta obra recién pudo ver la luz en alemán en 1949, aunque antes había sido publicada en castellano (1935-1937; 1940; 1946) y también en inglés, en holandés, en sueco, en yidish, etc.

Entre los deportados rusos, por cuya suerte tuvo que preocuparse Rocker, estuvieron V.M. Volin (autor de La revolución desconocida) y otros siete anarquistas llegados al puerto de Stettin en 1922; Maximov (autor de La guillotina en acción: Veinte años de terror en Rusia), Yarchuk, Mrachny, el célebre guerrillero ucraniano Néstor Majno, Mollie Steimer, Senya Fleshin, etc. Entre los huéspedes españoles con quienes trató Rocker por entonces en Berlín se contaban Diego Abad de Santillán, quien sería después su traductor al castellano y el gran divulgador de su obra en España; Buenaventura Durruti y Francisco Ascaso, que tanto habían de destacarse durante la Guerra Civil española por su actuación al frente de las brigadas anarquistas; Ángel Pestaña, que enviado por la CNT, había viajado a Rusia, de donde retornaba profundamente desilusionado. Sofía Kropotkin, que llegó a Berlín a comienzos de 1922, le refirió muchos detalles de los últimos días de su compañero, Pedro, fallecido un año antes. Igualmente de Moscú llegaron dos jóvenes anarquistas italianos, Ugo Fedeli (Treni) y Francesco Ghezzi: Rocker debió luchar duramente junto con sus compañeros para impedir que el gobierno alemán los entregara a Italia, que los reclamaba por un presunto delito político. También recibió Rocker la visita de Armando Borghi, el secretario de la Unione Sindicale Italiana (autor después de una larga serie de obras, como Mussolini in caricia, L'Italia tra due Crispi, Mischia sociale, Errico Malatesta in 60 anni di lotte anarchiche, etc.).


En junio de 1929 viajó Rocker a Estocolmo, como representante de la AIT en el congreso anual de la organización sueca Sveriges Arbetaren Centralorganisation. Después de la celebración del Congreso, pronunció una serie de conferencias tanto en Estocolmo y localidades vecinas como en ciudades del interior del país.

En junio de 1931 la CNT española convocó a un Congreso Nacional en Madrid, al cual había de seguir, de acuerdo con el secretariado de la AIT, el IV Congreso de esta central obrera internacional. A fines de mayo, Rocker se trasladó a Madrid representando, junto con Augustin Souchy, al secretariado internacional. En agosto de aquel mismo año hizo también un breve viaje a Holanda, para asistir a la inauguración del monumento erigido a Domela Nieuwenhuis en Ámsterdam (29 de agosto). Mientras tanto, Alemania recorría a pasos acelerados el camino hacia el Tercer Reich.

Ya el gobierno de Brüning y del Partido Católico Zentrum era en realidad, según expresión del propio Rocker, «una dictadura con hoja de parra, que desembarazó el camino para la dictadura de la cruz gamada». La socialdemocracia, con su vieja historia de claudicaciones, marchaba a remolque del Partido Católico, y sus representantes «se veían forzados a aprobar todas las medidas del gobierno del Reich, por antipopulares y reaccionarias que fuesen». Brüning, sin embargo, que se burló de sus aliados socialdemócratas, acabó burlado por el círculo de Hindenburg, que lo obligó a retirarse, para colocar en su sitio a von Papen. Este, por su parte, estaba destinado a abrir directamente las puertas a Hitler. Cuando Hindenburg recibió, al fin, la dimisión de Scheleicher, Hitler fue nombrado canciller, y von Papen ocupó la vicecancillería. Poco después, el nuevo canciller y su Partido Nacional-Socialista, lograron una convocatoria a elecciones generales, para marzo de 1933.

He aquí cómo, según palabras del propio Rocker, se prepararon los nazis para aquellos comicios: «Primero era necesario aprovechar el tiempo antes de las elecciones con todos los medios a su disposición y fortalecer las posiciones conquistadas. Hitler había entregado a Goering, el nuevo ministro del Reich, toda la policía prusiana, y este morfinómano, dominado por instintos sádicos, fue elegido como por el destino para su papel. La famosa ordenanza policial con que Goering inició su actividad en el cargo suscitó un ligero espanto, incluso en aquellos círculos a los que no se podía ciertamente acusar de marxismo. Goering exigió a sus funcionarios que hiciesen uso de las armas despiadadamente y prometió apoyar a todo el que en este concepto cumpliese con su deber, mientras que a todos los que quisieran conservar todavía un poco de humanidad, los amenazaba con el castigo más severo y la inmediata exoneración. Toda la ordenanza era una abierta excitación al asesinato, que testimoniaba la brutalidad sanguinaria de este incendiario rabioso, al que se había confiado la seguridad del país. Hay que imaginarse cómo tenían que resultar esas y otras excrecencias semejantes de una mente perturbada, en tiempos de la mayor tensión psíquica. En realidad, las elecciones de marzo de 1933 se efectuaron poco después del incendio del Reichstag, época del peor terror, calculado para el aplastamiento más brutal del adversario, y fue como un escarnio cuando Hindenburg, ante una demanda del partido católico del centro, aseguró que «el gobierno se preocupaba de que la libertad electoral fuese protegida de todas maneras». Mientras millares de personas fueron arrestadas en todo el Reich y la soldadesca parda de Hitler se dedicaba en todas partes a las violencias más indignantes, ejecutando cada noche nuevos asesinatos, demoliendo casas del pueblo y locales sindicales, penetrando en los domicilios de adversarios para «liquidarlos», el gobierno reprimía la más ligera protesta contra esas iniquidades, puso la radio exclusivamente al servicio de los reaccionarios y consintió con la mayor tranquilidad que se lanzase todo un diluvio de calumnias repulsivas contra los adversarios, sin que éstos tuvieran la menor ocasión de defenderse».

En realidad, fue el incendio del Reichstag, obra de un cerebro enfermo pero cónsono con la enfermedad de su época, el que dio el poder a los nazis. «Todo mal acaba por dar impulso en última instancia a un mal mayor: todo crimen a un crimen más grande —anota Rocker—. El incendio del Reichstag proporcionó a los nazis el poder sobre Alemania; pero condujo con lógica inflexible a un incendio mayor, que dejó en ruinas y en escombros a media humanidad». Era evidente que hombres como Rocker no solamente no tenían ya en Alemania ningún campo de acción, sino que desde entonces corrían grave peligro de ser arrestados, torturados y asesinados. Erich Mühsam, crítico y poeta anarquista, su gran amigo, fue detenido y enviado a un campo de concentración por haber demorado unas horas su partida.

Aconsejado por compañeros y allegados, Rocker emprende la huida y llega a cruzar la frontera suiza en el último tren no controlado por los guardias nazis. Después de pasar unos días en Basilea y en Zurich (donde se encuentra con el viejo pensador socialista Fritz Brupbacher), es huésped de Emma Goldman en Saint-Tropez durante algunas semanas.

Entra ilegalmente a Francia y al llegar a París, se esfuerza, a través de una serie de charlas y de contactos personales, por alertar a los compañeros del movimiento libertario y a las fuerzas socialistas y democráticas en general del grave peligro que para Europa y para el mundo entero supone la toma del poder por parte de los nazis en Alemania. Con excepción del economista holandés Cornelissen, son pocos, sin embargo, los que llegan a comprender entonces la gravedad de la situación.

De Francia pasa Rocker sin dificultad a Inglaterra. En Londres lo reciben con alegría y afecto los parientes de su mujer Milly, y una multitud de viejos amigos judíos, ingleses, y de otras nacionalidades. Después de permanecer allí algunos meses (y no sin antes haber realizado otro viaje a París para asistir a una conferencia de la AIT), se embarca el 27 de agosto en Southampton, rumbo a Nueva York, adonde llega el 2 de septiembre de 1933.

A los sesenta años, está aún lejos de renunciar a su actividad intelectual y a su militancia libertaria. Emprende una nueva gira de conferencias por Estados Unidos y Canadá. Reanuda viejos contactos, polemiza cuando es necesario con los bolcheviques, realiza un esfuerzo gigantesco por dar a conocer al público americano y en especial a los intelectuales liberales, que tienen una visión distorsionada e ingenua de la situación política europea, el aluvión de barbarie que el nacionalsocialismo triunfante amenaza con descargar sobre el mundo entero. La campaña de apoyo a las fuerzas antifascistas que luchan en la Guerra Civil Española contra la conspiración militar-clerical encabezada por Franco, llena largos meses de su nueva vida en América.

Por otra parte, ya en Towanda, ya en Nueva York, ya en Mohigan Colony, ya, finalmente, en California, no ceja en su prolífica labor literaria. Además de revisar su gran obra Nacionalismo y cultura (para la edición inglesa), escribe diversos libros, artículos y folletos, sobre la guerra civil española (The Tragedy of Spain, 1937; The Truth About Spain, 1936); sobre problemas del socialismo y del anarquismo (Anarcho-Syndicalism, 1938; La influencia de las ideas absolutistas en el socialismo, 1945, etc.) y sobre historia de las ideas libertarias (Fermín Salvochea, 1945; Pedro José Proudhon, 1935; Michael Bakunin and his Time, 1946; Pioneers of American Freedom, 1949; Der Leidensweg von Zensl Mühsam, 1949; Max Nettlau: El Herodoto de la Anarquía, 1950, etc.). También compone una extensa y jugosa autobiografía en tres tomos (La juventud de un rebelde, 1947; En la borrasca, 1949; Revolución y regresión, 1952).

Muere en Nueva York, el 10 de septiembre de 1958.

La teoría de la propiedad en Proudhon
y otros momentos del pensamiento anarquista
.
Ediciones La Piqueta, 1980.


Y sigue en la Segunda Parte...>>

miércoles, 29 de diciembre de 2010

Historia del anarquismo en Alemania

Por George Woodcock
(Extraído de El Refractario)

«Rudolf Rocker... no entendía la militancia anarquista como adoctrinamiento ni como mera propaganda. Creía que elevar el nivel cultural de los obreros constituye de por sí una tarea revolucionaria; estaba convencido de que la belleza y la verdad son siempre factores de liberación humana.»
Ángel J. Cappelletti

Caricatura de Max Stirner, precursor
-a su manera- del anarquismo en Alemania

El anarquismo alemán se desarrolló siguiendo un proceso curiosamente paralelo al desarrollo nacional del país. En los años cuarenta del siglo XIX, cuando Alemania era un mosaico de reinos y principados, dominaba una tendencia individualista que tuvo su representante más radical en Max Stimer. A partir de 1870, el movimiento se orientó hacia el colectivismo, hasta que, en el siglo XX el anarcosindicalismo moderado, relativamente no violento en la práctica e inspirado en el respeto a la eficacia y al intelecto, se convirtió en la tendencia dominante.

Max Nettlau, gran historiador del anarquismo

El anarquismo surgió por primera vez en Alemania por influencia de Hegel y Proudhon; su desarrollo comenzó en los años 1840. Con las personalidades muy diversas de Max Stimer y Wilhelm Weitling. Stirner, como hemos visto, representaba el egoísmo ilimitado. Weitling se convirtió más tarde en un comunista muy influenciado por Fourier y Saint-Simon. Como los anarcocomunistas, rechazaba tanto el sistema de propiedad como el de los salarios, y en sus primeros escritos —por ejemplo, Garantien der Harmonie und Freiheit («Garantias de armonía y libertad», 1842)— trazaba el proyecto de una sociedad semejante en esencia al falansterio, en la que los deseos humanos liberados se armonizarían en la consecución del bien común. Aunque Weitling deseaba destruir el Estado tal como era en aquellos momentos, su visión de una sociedad comunista «armoniosa» contenía elementos de estricta organización utopista, que con el tiempo se vieron mitigados por la influencia de Proudhon.

Johan Most

Tras su traslado definitivo a los Estados Unidos en 1849, Weitling renunció a su comunismo y se vinculó aún más estrechamente al mutualismo proudhoniano. En Republik der Arbeiter («República del Trabajo»), revista mensual que publicó en Nueva York desde 1850 a 1854, criticaba las colonias utópicas experimentales, que eran todavía numerosas en los Estados Unidos, tachándolas de focos de diversión de las energías de los trabajadores, que en su opinión debían enfrentarse con el problema vital del crédito, creando un Banco de Intercambio. El Banco de Intercambio, nos dice en términos muy proudhonianos, «es el alma de todas las reformas, la base de todos los esfuerzos cooperativos». Crearía almacenes donde se vendiesen materias primas y productos elaborados para facilitar su intercambio. En relación estrecha con él, se crearía una asociación de trabajadores para la producción cooperativa, y los beneficios del intercambio permitirían al Banco allegar fondos para la educación, la creación de hospitales y el cuidado de los ancianos e incapacitados. De ese modo, y sin intervención del Estado ni eliminación del productor individual, el Banco destruiría el monopolio capitalista y crearía una estructura económica que haría innecesarias las instituciones políticas. Estas últimas ideas de Weitling ejercieron, sin duda, una influencia mucho mayor en el movimiento neoproudhoniano que se desarrolló en los Estados Unidos durante el siglo XIX que en Alemania.

Gustav Landauer


Otros teóricos sociales alemanes sufrieron también la influencia del anarquismo proudhoniano durante los años cuarenta. Karl Grün, que fue probablemente el converso más ardiente, conoció a Proudhon en París en 1844, y su Die Soziale Bewegung in Frankreich und Belgien («El movimiento social en Francia y Bélgica») fue la primera obra que dio a conocer las ideas de Proudhon al público alemán. Grün era un hombre de letras polifacético que, como Proudhon, ocupó durante un corto y decepcionante período un puesto de parlamentario —en la Asamblea Nacional Prusiana, en 1849— y pasó gran parte de su vida en el exilio, hasta su muerte en Viena en 1887. Fue durante su primera época cuando se sintió más atraído por la filosofía mutualista. Llegó incluso a aventurarse más allá, ya que criticó a Proudhon por no atacar el sistema salarial y señaló que la creciente complejidad de la industria hacía imposible determinar la producción de cada trabajador con precisión y justicia. Por ello, el consumo y la producción debían depender igualmente de la voluntad del individuo. «No debemos tener ningún derecho contra el derecho del individualista.».

Moses Hess, otro socialista alemán, que conoció a Proudhon y a Bakunin en París durante los años cuarenta, llegó a denominar «anarquía» a su filosofía social expuesta en 1843 en Die Philosophie der Tat («La filosofía de la acción»). Hess era una figura solitaria y bastante truculenta que se destacó entre los socialistas del Rin como el rival más importante de Marx. Nunca se encontró tan cerca de Proudhon como llegó a estar Grün, y sus relaciones con Bakunin terminaron más tarde en una disputa encarnizada; pero coincidía con ambos en rechazar el Estado y en repudiar la religión organizada como una forma de servidumbre mental. No obstante, su doctrina era curiosamente confusa. Estaba muy próximo a Stirner al declarar que todas las acciones libres deben surgir de los impulsos individuales, no contaminados por ninguna influencia externa. En el proyecto de un sistema social en el que los hombres trabajarían según sus inclinaciones y la sociedad satisfaría automáticamente las necesidades razonables de todos, anticipaba, en cambio, las concepciones de Kropotkin. Pero introducía en su sueño libertario algunos elementos, como el sufragio universal y los talleres nacionales, que no propugnaría ningún auténtico anarquista.


Rudolf Rocker en Londres

Ni el anarquismo de Stirner ni el de Proudhon tuvieron una influencia duradera en Alemania. Stirner no tuvo seguidores alemanes hasta después de popularizarse las obras de Nietzsche, y el interés por las ideas de Proudhon desapareció en medio de la reacción general que siguió al fracaso de los movimientos revolucionarios de 1848 y 1849. Transcurrió toda una generación antes de que reapareciese cualquier tendencia anarquista perceptible. En los años iniciales de la Primera Internacional, ni Bakunin ni Proudhon tuvieron seguidores alemanes, y los delegados partidarios de Lasalle que asistieron a un congreso de la Internacional de Saint-Imier sólo coincidían con los anarquistas en su deseo de estimular los experimentos cooperativos.

El periódico Arbaiterfreund
(El amigo del obrero)


Sin embargo, durante el último tercio del siglo comenzaron a surgir facciones anarquistas en el seno del Partido Socialdemócrata Alemán. En 1878, por ejemplo, el encuadernador Johann Most, que había sido anteriormente un vehemente miembro del Reichstag, se convirtió al anarquismo durante su exilio en Inglaterra. Junto con Wilheim Hasselman, otro converso anarquista, fue expulsado de la socialdemocracia en 1880, pero su periódico, Die Freiheit («La Libertad»), publicado primero en Londres en 1879 y después en Nueva York, siguió ejerciendo hasta finales de siglo cierta influencia sobre los socialistas más revolucionarios, tanto en Alemania como en el extranjero. En Berlín y en Hamburgo surgieron algunos pequeños grupos anarquistas influidos por él, aunque es dudoso que el número total de sus miembros en la década de 1880 superase en mucho los doscientos; el tipo especial de violencia predicado por Most correspondía más bien al grupo de conspiradores que al movimiento de masas. Uno de esos grupos, dirigidos por un impresor llamado Reinsdorf, decidió lanzar una bomba contra el Kaiser en 1883. No tuvo éxito, pero todos sus miembros fueron ejecutados. La influencia de Most se hizo sentir también en Austria, donde la poderosa facción radical del Partido Socialdemócrata era anarquista en todo salvo en el nombre. Las ideas libertarias penetraron también profundamente en los sindicatos de Austria, Bohemia y Hungría, y durante un breve período, de 1880 a 1884, el movimiento obrero austro-húngaro estuvo más impregnado de anarquismo que ningún otro movimiento europeo, salvo los de España e Italia. Aún mayor influencia que Most ejerció Joseph Peukert, que publicó en Viena un periódico de tendencia anarcocomunista llamado Zukunft («Futuro»). Cuando las autoridades austriacas comenzaron a prohibir los mítines y manifestaciones en 1882, los anarquistas y los radicales resistieron violentamente y numerosos policías resultaron muertos. Finalmente, en enero de 1884, las autoridades se sintieron tan inquietas por la difusión de la propaganda anarquista y por el aumento de los choques violentos entre la policía y los revolucionarios que declararon el estado de sitio en Viena y promulgaron decretos especiales contra los anarquistas y socialistas. Uno de los dirigentes anarquistas, Stellmacher, discípulo de Most, fue ejecutado, y los demás, incluido Peukert, huyeron del país. Desde aquel momento, el anarquismo dejó de ser un movimiento importante en el Imperio austríaco, aunque en años posteriores surgieron pequeños grupos de propaganda y un círculo literario libertario en Praga, que contó entre sus simpatizantes y visitantes ocasionales a Frank Kafka y a Jarolav Hasek, el autor de El buen soldado Schweik.

El periódico obrero Die Einigkeit

En años posteriores, Alemania produjo al menos tres intelectuales anarquistas destacados: Erich Meuhsam, Rudolf Rocker y Gustav Landauer. Meuhsam, uno de los principales poetas comprometidos de la República de Weimar, desempeñó un importante papel en el levantamiento soviético de Baviera en 1919, y murió finalmente de una paliza en un campo de concentración nazi. Rudolf Rocker vivió muchos años en Inglaterra; de esta etapa de su vida hablaré más adelante. Tras ser internado durante la Primera Guerra Mundial, volvió a Berlín y se convirtió en uno de los líderes del movimiento anarcosindicalista durante el período inmediatamente anterior a la dictadura nazi. Era un escritor hábil y prolífico y al menos una de sus obras Nationalism and Culture («Nacionalismo y Cultura»), constituye una exposición clásica de los argumentos anarquistas contra el culto del Estado nacional.


Erich Meuhsam, anarquista y poeta

Gustav Landauer, que se llamaba a sí mismo anarco-socialista, era uno de esos espíritus libres que nunca encuentran feliz acomodo en ningún movimiento organizado. En su juventud, durante los años noventa, se afilió al Partido Socialdemócrata y se convirtió en líder de un grupo de jóvenes rebeldes que finalmente fueron expulsados por sus tendencias anarquistas. Durante algunos años fue discípulo de Kropotkin y dirigió en Berlín Der Sozialist («El Socialista»), pero en 1900 tenía ya una postura mucho más cercana a Proudhon y a Tolstoi: defendía la resistencia pasiva en lugar de la violencia, y propugnaba la difusión de las empresas cooperativas como vía realmente constructiva de cambio social. Difería de la mayor parte de los anarquistas en que su llamamiento se dirigía especialmente a los intelectuales, cuyo papel en el cambio social consideraba sumamente importante. Esta actitud fue la causa del fracaso de Der Sozialist, que nunca llegó a tener una tirada masiva, e hizo surgir en él una creciente sensación de aislamiento. Hoy en día, las obras de Landauer —tanto sus comentarios políticos como sus ensayos de crítica literaria— resultan excesivamente románticas. Pero era uno de esos hombres totalmente íntegros y apasionadamente enamorados de la verdad que constituyen lo mejor del anarquismo, y más aún quizá debido a su aislamiento. Pese a su desconfianza hacia los movimientos políticos, Landauer se dejó arrastrar por la ola de excitación revolucionaria que invadió Alemania durante los años inmediatamente posteriores a la Primera Guerra Mundial y, como Meuhsam y Ernst Toller, se convirtió en uno de los dirigentes del Soviet bávaro. Murió a manos de los soldados enviados desde Berlín durante la represión que siguió a la caída del Soviet. «Le arrastraron al patio de la prisión —dice Ernst Toller—. Un oficial le golpeó en la cara. Los hombres gritaron: “¡Bolchevique asqueroso! ¡Acabemos con él!” Una lluvia de culatazos cayó sobre él. Le maltrataron hasta que murió.» El oficial responsable de su asesinato era un aristócrata junker, el mayor von Gagern. Nunca fue castigado, ni siquiera sometido a juicio.

El periódico Der Syndikalist

A principios del siglo actual, la tendencia anarcosindicalista superó rápidamente el nivel de los pequeños grupos de anarcocomunistas y de los círculos de individualistas partidarios de las ideas de Stirner y de John Henry Mackay*. El sindicalismo nació en Alemania con un grupo disidente autodenominado «Los Localistas», que a principios de la década de 1890 se opuso a las tendencias centralizadoras de los sindicatos socialdemócratas, escindiéndose en 1897 para formar una federación propia, la Freie Vereinigung Deutscher Gewerkschaften («Asociación Libre de Sindicatos Alemanes»). En los primeros tiempos de la organización, la mayoría de sus miembros seguían perteneciendo al ala izquierda del Partido Socialdemócrata, pero en los años inmediatamente anteriores a la Primera Guerra Mundial sufrieron la influencia de los sindicalistas franceses y adoptaron una actitud antiparlamentaria. En aquella época la FVDG era todavía una organización pequeña, que tenía unos 20.000 miembros, en su mayor parte en Berlín y Hamburgo. Después de la guerra, un congreso celebrado en Düsseldorf en 1919 reorganizó la federación siguiendo una línea anarcosindicalista y la rebautizó con el nombre de Freie Arbeiter Union («Unión Libre de Trabajadores», FAU). La organización reformada creció con rapidez en la atmósfera revolucionaria de comienzos de la década de 1920, y cuando se celebró el Congreso Sindicalista Internacional de Berlín en 1922 contaba con 120.000 miembros, número que siguió aumentando durante aquella década hasta llegar a un máximo de 200.000. Como todas las demás organizaciones de izquierda alemanas, la Freie Arbeiter Union cayó víctima de los nazis cuando éstos subieron al poder en 1933, y sus militantes huyeron al extranjero o fueron confinados en campos de concentración, donde sucumbieron de muerte violenta o debido a las privaciones.

El anarquismo. Una historia de las ideas y movimientos libertarios (1962).

jueves, 23 de diciembre de 2010

Rafael Barrett, anarquista y revolucionario

Extraído del diario paraguayo ABC digital del 19/12/2010

Muy poco se ha escrito, no sabemos por qué, sobre Rafael Barrett, y también su obra no se ha difundido como debiera, a pesar de ser en su momento una de las plumas más lúcidas de América, especialmente del Paraguay y de la Argentina. Sin embargo, de un tiempo a esta parte han empezado a publicarse algunos libros solitarios, de pocas páginas, en donde reseñan su vida y rescatan parte de su prolífica escritura. Una escritura, dicho sea de paso, de una brillantez y un estilo revolucionario que despertaron la curiosidad y admiración de muchos intelectuales, entre ellos el de Borges, nada menos. Hubo otros no menos importantes, pero como dice el refrán popular: para muestra basta un botón. Desde luego, en la época de la actividad literaria de Barrett, Borges estaba en pleno desarrollo de su carrera, y el español era ya un monstruo del periodismo y de la literatura.

¿Quién es Rafael Barrett? ¿Quiénes fueron sus padres? ¿En dónde había nacido? ¿Se conocen a sus mentores literarios? Trataremos de responder, en la medida de nuestras posibilidades, a estas importantes preguntas. Aunque parezca repetitivo, es bueno conocer —para los que no conocen y para los que conocen también—, recordar, releer sus obras, descubrir la huella de su paso por el Río de la Plata, Buenos Aires y el Uruguay, y, en especial, el Paraguay donde caló muy hondo en su espíritu y en su pluma el carácter y el sufrimiento del pueblo paraguayo; de sus mujeres y sus hombres. De estos seres nobles y generosos, pero asimismo —cuando suena la injusticia y el atropello— bravos como leones por defender sus derechos.

Rafael Barrett Ángel y Álvarez de Toledo, hijo de doña María del Carmen Álvarez de Toledo y Toraño, parienta directa del Duque de Alba, y de George Barrett Clarke, inglés, caballero de la Corona de Inglaterra, nació en un peñón del mar Cantábrico, en Torrelavega (Comunidad Autónoma de Cantabria) bajo el protectorado de Santander, España. Don George consiguió llevar allí a su esposa, pues así lo aconsejaron los médicos, rodeándole de todas las atenciones que exigía su delicado estado de salud. Nació Rafael y lo bautizaron bajo la bandera inglesa, rigiendo la ley de la herencia para la nacionalidad. Tenía dos patrias. Pero él eligió la española. Mejor dicho, la paraguaya. La doble nacionalidad, la británica y la española, singularidad que le salvará la vida en alguna ocasión. El estudioso Paulo López lo valoriza del modo siguiente: “Él es ante todo un sudamericano. La fuerte impresión que sobre él ejerció el ‘dolor paraguayo’, y la consecuente plena adhesión a la causa de los trabajadores, vendrían a transformar las bases intelectuales de su pensamiento político-social. Llegar a estas zonas lo convirtió completamente, y es por ello que los apartados más importantes de su producción ensayística se desarrollan sobre, y en función a la cuestión social latinoamericana. Es a partir de esta época en la que sus textos adquieren un carácter decididamente anarco-obrerista”.

Creadores fulminantes

Rafael Barrett ha vivido en unos pocos años todo un ciclo de experiencia, tan duro como la realidad social paraguaya, la enfermedad, el exilio, la pobreza extrema, más enfermedad, el desprecio de los suyos por tuberculoso y pobre, y al fin, cuando atisba poco más que la pequeña luz de vivir sin otra angustia que la propia, abandonando ya la necesidad, ve cómo le llega la muerte. No hay sorpresas en ese calvario creativo que son los últimos meses de su vida.

La vida de este combativo español dio un vuelco un día de abril del año 1902, cuando tenía veintiséis años. Por primera vez aparece en los periódicos y no precisamente para bien. Un escándalo. Él es protagonista de un escándalo en una sociedad donde llamar la atención es un riesgo que se puede pagar caro.

Al respecto de este episodio, Gregorio Morán, periodista y escritor español, con obra literaria muy sólida en el ensayo, célebre por sus “Sabatinas intempestivas” que semanalmente aparecen en La Vanguardia, da su punto de vista con este párrafo: “Su aparición estelar lo hace, nada menos que en un circo, el madrileño Circo Parish, la vida de Barrett puede ser más o menos historiada, sin mucho detalle, es cierto, pero al menos se la sigue y hasta se entiende, por muchas sombras que aún haya en ella. Sin embargo, lo que un hombre puede ser hasta los veintiséis años, es decir, todo; de eso, no sabemos apenas nada. A los veintisiete años se había matado Larra. El siglo XIX fue pródigo en creadores fulminantes, como estrellas fugaces; nacer, deslumbrar y morir. Y en ocasiones no esperar a deslumbrar para morir, porque el trance llegaba antes que la gloria; cuando sobrevenía la fama el artista llevaba ya tiempo dando ortigas. Ahí está abriendo el siglo literario George Buchner, que después de hacer su Woycek y su Danton, muere con veintitrés años”.


Retrato de Rafael Barrett

Lo poco que sabemos de Rafael Barrett hasta 1902 nace de la impresión retrospectiva de una tarde de abril, en la que un joven alto, apuesto, barbado, con toda probabilidad impecablemente vestido, llevando en la mano no bastón al uso, sino fusta de caballo, preguntaba al acomodador del Circo Parish cuál era el palco del duque de Arión. Luego se dirigía allí, y en plena función, como si el circo en aquel instante cambiara de escenario y se trasladara al palco del tal duque, le cruzara la cara de varios fustazos y al punto enmudeciera, consciente de que desde aquel momento ya todo sería diferente para él.

La Revista Contemporánea

Hace unos años la profesora brasileña Alaiz García Diniz encontró un par de artículos firmados por Rafael Barrett, de carácter científico, en la Revista Contemporánea de Madrid. Uno, titulado “El postulado de Euclides” (1897), y otro, al año siguiente, “Sobre el espesor y la rigidez de la corteza terrestre”. Luego la vida. Se sabe que frecuentaba la sociedad galante y la bohemia bien asentada del Madrid finisecular; nada de hambrunas ni miserias. Bien vestido y viajado, conocedor de los casinos de Francia y duelista habitual en pleitos de honor, de los que sabemos que Ramón María del Valle-Inclán y el periodista Manuel Bueno ejercieron en ocasiones de testigos. Ramiro de Maeztu, que se jactó de conocerle bien, lo describe a título póstumo con un tono pretendidamente amable, no exento de esa superioridad que otorga el situado al aspirante: “…hacia 1900 cayó por Madrid un joven de porte y belleza inolvidables. Era un muchacho más bien demasiado alto, con ojos claros, grandes y rasgados; cara oval, rosada y suave, como una mujer, salvo el bigote; amplia frente, pelo castaño claro, con un mechón caído a un lado. Un poquito más ancho de pecho y habría podido servir de modelo para un Apolo del romanticismo. Debió haberse traído de la provincia algunos miles de duros, porque vivió una temporada la vida del joven aristócrata, más dado a la ostentación y a la buena compañía que al mundo del placer. Se le veía en el Real y en la Filarmónica, pero no en el Fornos ni en el Japonés. Vestía con refinamiento, y las mujeres le admiraban a distancia…”.

Hombre con cierta fortuna que, al decir de Maeztu, dilapidó de buenas maneras. Debía de tener una experiencia, y posiblemente un problema, con el juego. Lo delata uno de sus artículos, publicado en abril de 1905, y titulado exactamente así, “El juego”, donde escribe con implacable sinceridad, difícil sin un preciso conocimiento de causa: “Delante de los cuarenta naipes la razón enmudece. Ni el alcohol ni la lujuria destruyen al hombre… El azar desnudo, reducido a sí mismo, mata el alma”. Parece obvio que el autor ha vivido con intensidad la pasión del juego, ese enmudecimiento de la razón que alcanza hasta precisar que destruye al hombre, que mata el alma, para acabar dejando sentado lo que tiene de diabólica esa hermosa expresión, “el azar desnudo”.

Copiemos de nuevo un párrafo del periodista y escritor español Gregorio Morán donde aclara las partes oscuras de los pasos de Barrett por América: “América le ofrece a todo el que quiera una oportunidad para morirse o para resucitar. La América hispana recoge entonces la inmigración económica europea y muy en concreto la española. Pero además si América es la tierra de oportunidades, la Argentina las ofrece en mayor medida que ningún otro país. Buenos Aires es la capital más europea del continente americano, sin excepción, y compite incluso con Nueva York. Tiene un censo que ronda el millón de habitantes, cuando Madrid y Barcelona apenas sobrepasan el medio millón. La emigración de Europa se deja caer en la Argentina como en ningún otro lugar, a comienzos del siglo XX.

“Pero además a Buenos Aires llega un español que se apellidaba Barrett y Álvarez de Toledo. Tiene doble nacionalidad, por tanto es un ciudadano británico y los ingleses cuentan en América del Sur, y en la Argentina especialmente, incluso como paradigma al que acercarse e imitar. Pero también están los Álvarez de Toledo, bien asentados en la economía y en la política del país. En la escasa correspondencia que se ha publicado de Barrett se cita a un Fernando Álvarez de Toledo, residente en la Argentina, con el que tendrá trato frecuente en los años posteriores a su huida americana, y a “otro primo”, de familia de prosapia en la Cataluña española, Mollet, de nombre Eduardo. Los Álvarez de Toledo alcanzarán importantes cargos y regalías en la Argentina social y política del siglo XX recién iniciado. Y por contraste y atracción está el anarquismo más potente quizá del mundo, al que Barrett no debía ser ajeno en el magma ideológico de la España de comienzos de siglo. No importa demasiado si estaba al tanto o no de la eclosión anarquista porteña, lo cierto es que va hacia ella”.

La convulsionada realidad de nuestra América


En el prólogo de El dolor paraguayo, editado por la editorial Ayacucho, Augusto Roa Bastos hace esta aclaratoria sobre Rafael Barrett: “Reflexionar y escribir sobre Rafael Barrett, sobre la enorme y profunda experiencia que representó —y representa— el conjunto de su vida y de su obra en el proceso cultural de un pueblo material y espiritualmente devastado como el Paraguay por vicisitudes históricas, es hoy una tarea al par que difícil cada vez más urgente y necesaria. Dar a conocer sus textos, difundirlos, es no solamente una tarea de rescate de una de las obras más lúcidas e incitadoras que se escribieron en el Paraguay —y que quedó prácticamente desconocida por las nuevas generaciones—; es también contribuir a replantear, desde un punto de partida insoslayable, los problemas sociales y culturales de base que afronta esta colectividad y, por extensión, los del sector de la cuenca del Plata, uno de los sectores más conflictivos en la convulsionada realidad de nuestra América.

“Rafael Barrett fue un precursor en todos los sentidos. Su extraña a la vez que transparente vida, malograda prematuramente en la plenitud de sus mejores potencias, luego de la también extraña y fulminante ‘conversión’ del dandy europeo al predicador del pensamiento libertario y de las modernas ideas de liberación, en el seno de una sociedad esclavizada social y políticamente, la tornan paradigmática en un contexto lleno de fracturas, asincronías y fallas de todo orden como consecuencia de la dominación y de la dependencia, causas de nuestro atraso y subdesarrollo. Su camino de Damasco fue éste: su contacto con América y con el Paraguay, en particular.

Rafael Barrett fue un precursor, no sólo en el sentido del que precede y va delante de sus contemporáneos, sino también en el del que profesa y enseña ideas y doctrinas que se adelantan a su tiempo”.

A la llegada de Barrett a Buenos Aires, a finales de 1903, el anarquismo está en plena efervescencia y eso será importante para él y sobre todo para su influencia. Rafael Barrett va a ser más valioso para los anarquistas argentinos —o rioplatenses, para entendernos— que el anarquismo para Barrett. Porque ese anarquismo argentino formado en el aluvión de procedencias; italianos, rusos —¡adónde iban a ir los revolucionarios fracasados de 1905!—, alemanes, polacos, judíos en gran parte; restos de los castigos del hambre, del poder y de los pogromos. Carecían de figuras con notoriedad intelectual o cultural; eran militantes y sindicalistas. La cultura anarquista argentina es humilde y sin comparación con su vasta fuerza militante, en ocasiones asombrosa. No sé si el ejemplo es conmovedor o patético, pero causa perplejidad que Severino di Giovanni, el más famoso de los “anarquistas expoliadores”—atracadores— tuviera como principal incentivo para sus asaltos el de proveerse de fondos para publicar ¡las obras completas de Eliseo Reclus, geógrafo y pensador!

Por esos y otros motivos, lo cierto es que esa confluencia de desheredados de la tierra en la Argentina coincidirá con la llegada de Rafael Barrett a Buenos Aires. No es extraño, pues, que a ello dedique uno de sus primeros artículos en la prensa porteña. Será sobre la ley de Residencia y las trabas que el Estado argentino y sus dirigentes van a imponer para frenar la corriente migratoria. Lleva la fecha del 26 de julio de 1904 y en él está descrita, ya con un acento cada vez más propio, la realidad con la que se ha encontrado: “El obrero latino apenas alimentado en su patria da a su acción social el halo trágico de la furiosa resistencia a la muerte; pero desembarca en la Argentina y come carne”.

Los intelectuales rebeldes

En “A manera de prólogo”, de sus obras completas, Montevideo, 1988, Francisca López Maíz de Barrett —casi puramente anecdótico—dice: “…hastiado de la vida de señorito que había llevado hasta entonces, vino con el Dr. Bermejo a Buenos Aires, en 1904, cuando estalló la revolución de los liberales contra los colorados en el Paraguay —que ya mandaban hacía 30 años—. El Dr. Vega Belgrano le ofreció a Rafael la corresponsalía de su diario ‘El Tiempo’ en Asunción, que aceptó ‘por ver si encuentro la bala que me mate’. Vino al Paraguay, y después de recorrer la capital sin ver a las damas de la sociedad que salían a la calle en camisa —como se lo habían dicho en Buenos Aires—, se presentó en el campo revolucionario al jefe —general Benigno Ferreira—, que lo recibió muy bien, haciendo amistad con los intelectuales rebeldes: Gondra, Guggiari y otros. En Villeta se plegó a la lucha armada como jefe de ingenieros. Triunfante el movimiento, Rafael quedó en Asunción, donde pronto se hizo estimar por la sociedad paraguaya, que lo eligió secretario general del Centro Español, el de más significación de los ‘altos círculos’. En ese club lo conocí”.

La explicación que da José Concepción Ortiz a la venida de Barrett al Paraguay no puede ser más expresiva: “…Cuando Barrett llegó a la Asunción, conducido por el azar, guía de los infortunados, la ‘patriada’ del 1904 epilogaba con una parodia política en que si algo se pactó fue, seguramente, no considerar redimido al país hasta reventarlo. El aquel ambiente de vía crucis grotesco, Barrett, yendo a Villeta y volviendo a entrar con los redentores indígenas, se nos figura un Cristo adviniendo entre bandidos. ¡El rapsoda del ‘dolor paraguayo’ en un campamento! Es verdad que hay una parte del mundo donde no se conocen más que dos maneras de vivir: matando o dejándose matar. Pero no hablemos, bajo el pretexto de Barrett, de nosotros.

“En los primeros tiempos de su estada en el Paraguay, vive en una casa de huéspedes (después vivió como pudo), observa y calla. Callaba todavía. Aún no había surgido en él aquel combatiente intelectual que había de perdurar en su obra de escritor apostólico. En el año 1905 reanuda aquí su labor en la prensa, iniciada en Buenos Aires, y colabora en ‘Los Sucesos’ y ‘La Tarde’, publicando sus primeros artículos en este primero de los periódicos citados el 21 de octubre y el 18 de noviembre de aquel año. Nacía el glosador inconfundible, próximo a definirse. En efecto: esos primeros trabajos anunciaban ya al Barrett definitivo, el que nos quiso, nos honró y castigó con su gran amor y su gran talento; el mismo, en fin, a quien buscamos ahora, porque es nuestro y somos de él, como de nadie”.

Radium espiritual

Casi toda su obra fue producida como artículos, notas, comentarios y alguno que otro ensayo, alguna que otra conferencia para la prensa periódica o para auditorios no siempre dispuestos a calar, a recibir con entusiasmo fértil estos mensajes. Sin embargo, esta obra tiene la consistencia y coherencia de un corpus que un pensamiento poderoso hubiese forjado a lo largo de una extensa vida. De esta obra, de estas crónicas, dijo Vaz Ferreira: “Son de las más hermosas y puras y ardientes condensaciones de pensamiento y sentimiento de hombre: como radium espiritual”.

Augusto Roa Bastos, el gran novelista paraguayo reconocido universalmente reconocido, dice: “Su faena —con palabras de Martí— fue ‘arte de fragua y de caverna, que se riega con sangre y hace una víctima de cada triunfador’. Alumbró en las tinieblas de una noche demasiado larga la memoria o el presentimiento no demasiado utópico, en el que el sol de todos los días alumbrara por fin para todos esa pobre, esa inerme, esa inextinguible posesión de la dignidad humana cuya plenitud no adviene más que cuando se la comparte en la comunión y en la solidaridad”.

Y agrega: “Por mi parte, debo confesar, con gratitud y con orgullosa modestia, que la presencia de Rafael Barrett recorre como un trémolo mi obra narrativa, el repertorio central de sus temas y problemas, la inmersión en esa ‘realidad que delira’ que forma el contexto de la sociedad paraguaya y, sobre todo, una enseñanza fundamental: la instauración del mito y de las formas simbólicas como representación de la fuerza social; la función y asunción del mito como la forma más significativa de la realidad.

“En muchos de mis cuentos, en mi novela Hijo de Hombre, en particular —cuyo núcleo temático es la crucifixión del hombre por el hombre y también el hecho de que el hombre más que hijo de Dios es el hijo de sus obras—, está presente el ejemplo del ‘rapsoda del dolor paraguayo’; están presentes la dignidad de su vida y de su muerte, los símbolos y los mitos que Barrett excavó en la cantera viviente de una colectividad, en su trans historia, la forma en que él supo revelar una realidad llena de enigmas y secretos”.

Citamos de nuevo al periodista y escritor Gregorio Morán, que dice casi al final de su libro Asombro y búsqueda de Rafael Barrett: “Morirá el 17 de diciembre, cuando terminaba ese año agridulce de su vida que fue 1910, el de las grandes y únicas satisfacciones, y el de las inequívocas frustraciones. Murió en la cama del Hotel Regina de Arcachon, acompañado por una sola persona, el amable fantasma de la tía Susie. Falleció a las cuatro de la tarde, frente a su mar, el Cantábrico, el de su infancia.

Ese mismo día en Asunción, Paraguay, los lectores de El Diario podían acercarse a la segunda entrega de sus ’Cartas de un viajero’. Para conocer bien una época, hay que aguardar a que el tiempo haya destruido casi todos los vestigios. No se puede afirmar nada con exactitud si se sabe mucho. Una prudente escasez informática es madre de la certidumbre”. Quizá se tratara de una buena sugerencia para la historia en general, pero una paradoja maldita cuando se refiere a un hombre. Porque ése es el caso de Rafael Barrett.

martes, 21 de diciembre de 2010

Prostitución

En una de nuestras tarjetas postales figura la máxima siguiente: «Prostituir su cerebro, su brazo o su empeine, es siempre prostitución o esclavitud». Pero esto no es una apología sexual. Muy por el contrario. Lo que quiere decir es que el trabajador que se deja explotar cerebral o muscularmente, cometería tamaño error si se imaginara «moralmente» superior a la meretriz callejera atrapando viandantes. Porque o se es hostil o favorable a la explotación. Que sean facultades cerebrales, fuerza muscular u órganos sexuales lo que se haga explotar, es sólo una cuestión de detalle. Un explotado será siempre un explotado, y todo adversario de la explotación que se deja explotar, se prostituye. No veo en qué pueda ser superior a la «ramera» o la mujer mantenida el humano que, adversario de la explotación, pasa toda una jornada de trabajo en una máquina realizando un gesto de autómata, o va a ver si arranca algunos pedidos para su principal de una parroquia de mercantes. El estado de prostitución no tiene que ver con el género de oficio que se tenga, es el hecho de ganarse la vida por un procedimiento contrario a las opiniones que se profesan o que refuerza el régimen que se quiere combatir.

Émile Armand

La moral sexual de Émile Armand

[Texto que forma parte del capítulo IV, del libro Los Anarquistas de 1970 del historiador inglés Rod Kedward, titulado «Libertad y anarquía». Sobre un profeta de la liberación sexual y el anarco-individualismo francés a los inicios del siglo XX .]

De todas maneras, ni la profanación ni el robo eran los principales métodos anarquistas de afirmar su libertad ante la religión. A los ojos anarquistas la Iglesia no era simplemente hipócrita, era también la guardiana de la moral personal y, por lo tanto, una traba intolerable a la libertad individual. Afirmar la libertad moral fue el método positivo elegido por los anarquistas para manifestar su «religión». Su propósito era doble: escandalizar las sensibilidades religiosas y, un aspecto más creativo, liberar las emociones reprimidas y censuradas del individuo en el sentido que ellos consideraban sano para el individuo y la sociedad.

El verano de 1905 un orador llegó a dar una conferencia pública en Montmartre (París) cubierto sólo por un bañador. El tema de su conferencia era el nudismo.

Vestido así salió de su casa a una calle concurrida y fue inmediatamente arrestado por dos policías que le sometieron a un interrogatorio. Se presentó al sargento de policía como estudiante de medicina y justificó por qué no llevaba vestido. «El calor —dijo— hace sudar, y el sudor contiene productos dañinos como el ácido úrico. Por lo tanto, sí el sudor se queda en los vestidos, es reabsorbido por la piel y envenena el cuerpo.» El sargento le escucho con calma burlona, concluyó que estaba loco y avisó a un médico de la policía. Pero el médico después de escuchar al estudiante, dijo que, desde el punto de vista científico tenía razón y que, puesto que se había tapado los órganos sexuales con el slip, no había ninguna razón para prohibir la conferencia.

Esta referencia fue dada por un anarquista francés en la presentación de Ernest-Lucien Juin, conocido como Émile Armand, el profeta de la libertad sexual. Armand no era el conferenciante, pero se encontraba entre el público y aprobó por completo la conducta del estudiante. Ésta era, según él, fiel al espíritu del individualismo anarquista que sostenía que las ideas deben siempre ponerse en práctica: si uno estaba en contra de los vestidos, no tenía que llevarlos.

Armand fascinó a sus contemporáneos como hombre y como escritor. Su infancia fue distinta de la de muchos anarquistas. A pesar de que su padre había luchado en la Comuna de París y dio a su hijo una educación profundamente anticlerical, Armand se hizo apasionadamente religioso. Durante el exilio de su familia en Londres compró por un penique un ejemplar del Nuevo Testamento y pensó que la palabra de Cristo tenía una frescura de la que las ideas de su padre estaban faltas por completo y, de regreso a Francia, empezó a asistir a las reuniones del Ejército de Salvación. En 1889, mientras escuchaba un sermón sobre el texto «Deberás nacer de nuevo», hizo un acto público de conversión religiosa y fue soldado de Cristo durante ocho años. Pero dos factores le hicieron sentir inquieto e incómodo. En 1895, empezó a leer escritos anarquistas y a apartarse de su mujer. Tenían actitudes completamente diferentes y discutían con frecuencia. Después de una espectacular disputa en 1897, el Ejército de Salvación le degradó, castigo del que se resintió amargamente.

Como reacción intento abandonar el Ejército de Salvación y a su mujer, aunque no podía romper con sus arraigados principios morales. Pero, de manera inesperada, logró hacerlo. El Ejército de Salvación le encargó entregar 200 francos a un impresor y se obsesionó con el deseo de robarlos; al final, lo hizo. Aquella noche sintió «la gran alegría de haberse liberado de la moral», y aunque le atormentó su culpa y después devolvió el dinero, había encontrado lo que significaba la libertad, el ejercicio de su propia individualidad. Inmediatamente se dedicó al periodismo y a escribir panfletos para propagar su concepción del individualismo y, como consumación de su libertad, al fin se separó de su mujer en 1902. la razón que dio para esta separación es la clave de todos los escritos de Armand, la opinión de que el acto sexual realizado entre personas que no se quieren no es moral ni libre.

Fundamentalmente Armand pedía el pleno derecho de las relaciones sexuales entre dos personas que se gustaran o amaran una a la otra, pero su lenguaje morboso, y a menudo sentimental, asegura que su libertad no debe ser tomada en un sentido promiscuo o licencioso. Esto se puede ver cuando distingue entre el deseo sexual y el deseo de tener hijos:
«Cuando el amor nace entre dos personas y se unen, en principio no son impulsados por el deseo de tener hijos, sino por simpatía y pasión mutuas, una atracción que encuentra su expresión natural en el acto sexual. El deseo de la pareja de tener hijos es algo completamente distinto que, en general, se desarrolla más tarde, como resultado de una reflexión. En consecuencia no puede ser considerado ni una necesidad básica ni un instinto.»
De esta distinción deriva la necesidad moral de la anticoncepción.
«El hombre que respeta la personalidad de la mujer que se le entrega será negligente o autoritario si no le advierte que hay métodos mecánicos para evitar la maternidad no deseada.»
Armand vivió hasta 1963, época en que sus opiniones eran ya menos controvertidas, pero cuando en 1901 fundó su primer periódico, L’Ère Nouvelle (La Nueva Era), había pocos precedentes de moral absolutamente individualista.

RODERICK KEDWARD.
Los Anarquistas. Asombro del mundo de su tiempo, 1970.