[Ya que mañana, 20 de marzo, será el Día Mundial del Gorrión, recordemos un texto de Kropotkin que sirvió como uno de los apéndices de su libro El apoyo mutuo. Esta avecilla que lleva miles de años conviviendo con nosotros los humanos —desde el Neolítico— (a pesar de su nombre científico, Passer domesticus, no es un animalillo doméstico, pero sí sinantrópico), y que últimamente está en declive en nuestras ciudades.]
Durante los últimos años tuve ocasión de observar sociedades de gorriones en el jardincillo de nuestra casita de Bromley (Kent). Sabido es que los gorriones son grandes pendencieros y de complexión sanguínea y que a menudo disputan por futesas. No obstante ello, se defienden entre sí vigorosamente, y entonces es tal el alboroto que arman, que, quieras que no, ha de prestarles atención. Así, por ejemplo, una pareja de gorriones aprovechó el desprendimiento de una teja en el ángulo del techo de la casita vecina a la nuestra y se construyó allí su nido.
Los mirlos viven en invierno junto con los gorriones sin pelearse y se alimentan juntos; sin embargo, parece que a veces arrojan de sus nidos a los pichones de los gorriones. Pero de ahí a que el mirlo solía asustar a esta pareja. Llega volando, se posa sobre el canalón de desagüe del techo, cerca de su cueva, y a veces trata de escurrirse en el nido, por el pasaje de las tejas demasiado estrecho para él. Entonces todos los gorriones de nuestro jardincillo arman un alboroto desesperado, acuden furiosamente y se arrojan sobre el mirlo y lo obligan a alejarse. Nosotros nos enterábamos siempre de que venía el mirlo al nido de los gorriones, pues era imposible no advertir tal alboroto.
El mismo alboroto, pero de otro carácter, armaban los gorriones cuando caía un polluelo de uno de sus nidos. El parloteo y la excitación, en tales oportunidades, eran descomunales, y enseguida nos enterábamos de este nuevo suceso. La colonia se tranquilizaba sólo cuando recogíamos el pichón (de lo contrario se lo hubieran comido los gatos) y lo poníamos en la pieza que tenía la ventana abierta. Entonces la madre acudía se posaba en el alféizar y, si no me equivoco, a veces hasta penetraba en la pieza. Por la tarde, o al día siguiente, la atraía hacia el techo de la construcción que se hallaba próxima a la ventana. Entonces se reunían inmediatamente a su alrededor, sin poder decir de dónde venían, numerosos gorriones, y todos alborotaban frenéticamente —quizá de alegría— y el pichón, reuniendo coraje, se ingeniaba para lanzarse desde el techo y aprendía así a volar.
P. KROPOTKIN
¿Echaremos de menos la vecindad de estos «pequeños comuneros» en nuestras ciudades? |
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