jueves, 8 de septiembre de 2016

Sobre la odiosa contradicción de ser trabajador

Quizá comprender que vivimos una crisis civilizatoria y no una crisis económica —como lo denomina el espectáculo— suponga disminuir la exigencia a tener más Estado y más trabajo; quizá también comprender que el capitalismo no morirá de muerte natural, ayude a ver lo contradictorio de las relaciones sociales impersonales.


Nuestra civilización —entendiéndola como un presente que no cesa— goza del elenco de personas más numeroso habido en la historia que asume el trabajo como necesario para la vida y a su vez emplea más tiempo social dedicado a un fin absoluto ajeno: trabajar.

Dramático es, que la condición de trabajadoras nos defina frente al otro y este hecho organice nuestras relaciones. Somos el personaje que trabaja.

Nuestra vida, en al menos 1/3 está empeñada en conseguir un salario, 8 horas o más diarias que dejamos de lado nuestras relaciones personales, 8 horas dedicadas a relacionarnos por y para un elemento común: el dinero.

Por esto el trabajo es una esfera separada de la vida, que se abstrae de ella como el globo de la tierra, dejando fuera de ese espacio limitado y no total de la vida, la conciencia de nuestras dolencias, nuestras necesidades, nuestros deseos… De ahí que sea la noción de trabajo abstracto lo que define su realidad bajo el capitalismo. De hecho la sustancia social de la que se alimenta el capital es el tiempo de trabajo, trabajo abstracto porque es independiente de las virtualidades de cada trabajo concreto y de sus utilidades específicas. Actividades que separadas de sus especificidades sólo tienen en común que son tiempo de trabajo.

El trabajo es un afuera relativo, ya que su existencia también determina la importancia y la centralidad de las relaciones humanas en nuestras sociedades. Además, como relación social impersonal, la dinámica capitalista es capaz de transformar emociones sentidas en el trabajo como impotencia, disgusto o frustración en emociones provechosas para mejorar la productividad

Innumerables los momentos de aislamiento en el trabajo frente a la inseguridad con el resto de compañerxs —trabajo sin distracciones—, la obcecación por los objetivos frente al miedo a la pérdida del curro o garantizar nuestro puesto esforzándonos por mantenerlo —competencia y enfrentamiento entre todxs.

¡Una tiene que ir a cumplir, no a quejarse!

Es la civilización del capital quien no recompensa las distancias entre nuestra casa y el trabajo o las preocupaciones que nos llegan cuando terminamos la jornada —incrementando el consumo de drogas, regladas o no, por el aislamiento entre las relaciones humanas—. A mayor tiempo dedicado a la producción de valor y mercancías, menor es el que disponemos para estar con nuestra gente querida. El fundamento de existencia y reproducción de la sociedad del capital es la separación y fragmentación entre los diferentes sujetos, de nuestras vidas. Una atomización social que es reconducida por la comunidad ficticia del dinero y del Estado.

No son recompensadas porque supone seguir la misma lógica del capital, objetivar nuestro tiempo de trabajo como mercancía.

Lo contrario, que fueran recompensadas sería principalmente el resultado de la capacidad autónoma del capital por revalorizar los salarios, además de las diferentes presiones sindicales o huelgas, aunque estas no sean siempre suficientes para equilibrar las demandas con parte del valor producido. Sigamos...

Esta separación entre el trabajo y el resto de momentos para relacionarnos con gente querida no es una construcción de la conciencia, no. Es el producto de las relaciones capitalistas, como una suerte de Deus ex Machina que introdujera rupturas de realidad permanentemente entre las relaciones humanas.

El capitalismo y el Estado son un tejido de relaciones sociales que superan nuestra capacidad para relacionarnos, debido al fundamento atomizado de nuestra realidad social como indicábamos más arriba. Midiendo, cuantificando, tasando y contrastando lo que deberían ser vínculos sociales concretos y directos —vínculos personales— tecnificando la experiencia y experimentando la técnica.

Surge así el engaño, la contradicción de ficcionalizar el trabajo, identificándonos más o menos con él. La urgencia por simular un personaje que asuma la contradicción capital/trabajo. Es a esto a lo que Marx se refería cuando hablaba del fetichismo de la mercancía.

Nuestro personaje intercambia secciones de vida —un tiempo delimitado y aislado que produce valor—por dinero —la encarnación del valor.


En una época de mutación de las relaciones sociales a unas cada vez más impersonales y descompuestas; mientras las desigualdades aumentan más que nunca, los movimientos no surgen al calor del rechazo del trabajo —como reivindicaba la autonomía italiana de los '70— al contrario, brotan movimientos en defensa del trabajo y piden mayor gestión por parte de instituciones jurídicas de la economía y la sociedad. Estos movimientos nos piden que nos hagamos a un lado y prescindamos de nuestros vínculos con el otro, que defendamos el dominio de la mercancía y defendamos nuestra condición de trabajadores a tiempo completo.

Piden una mayor separación de la vida y piden un vaciamiento de contenido de nuestra gran parte de vida sensible. Las reivindicaciones no buscan la comunidad humana porque no surgen de ella, buscan la repercusión pasivo mediática y la organización a través del laboratorio social antes que el cambio de relaciones sociales, producto de las interacciones de cuerpos sin que entre ellos medie la mercancía.

Como trabajadores nos movilizamos para que nuestras vidas mejoren al tiempo que reivindicamos la existencia del trabajo. Quizá haya sido el error de buena parte de las luchas precedentes, organizar la revolución desde el argumento capitalista. El error, la organización a partir del trabajo (y por ende del capital), reconociendo que esta crisis es económica y es un problema de gestión de los medios de producción.

La cuestión está en la producción misma —de valor, mercancías, sufrimiento— como relación social abstraída que busca la acumulación de capital y su reproducción ampliada. Su organización y gestión, consideramos, no es la cuestión fundamental del sistema capitalista (¿posible crítica a los partidos políticos y a la democracia como cristalización de las relaciones sociales capitalistas?). La producción nos acerca a la barbarie.

Esta crisis, reiteramos, es civilizatoria.

Estimular el consumo para salir de la crisis, resulta utópico si entendemos todos sus efectos y el presente civilizatorio. Estimular el consumo significa nuevamente, dejar paso a la libre mercantilización de la vida.

La realidad dicta que es el consumo de trabajadores por el capital lo que aumenta, como sujetos flexibles y aislados entre nosotros. Trabajadores sin vínculos, esto es lo homogéneo en estas relaciones sociales. Nuestra comunidad ficticia basada en ser ficción en el trabajo, el dinero en forma de salario, el tiempo de trabajo gastado en forma de valor —sustancia inmaterial que mediante su acumulación e intercambio, hace posible el desarrollo de las relaciones sociales capitalistas.

Nuestra capacidad de imaginar, empozada. La naturaleza, estéril. La vida, mercantilizada.

El decorado que genera el teatro de los trabajadores son las villas miseria, las infraestructuras faraónicas —que permiten la aceleración del intercambio de mercancías, midiendo en tiempo y no en distancias la geografía, tecnificando la noción de lejanía— y la arquitectura del aislamiento y represión.

Y su trama se desenvuelve entre la vampírica apropiación de valor frente a la disolución de los vínculos humanos y la creación de trabajos que tratan de producir y gestionar en el menor tiempo posible las mercancías.

Confiar en el intercambio mercantil como forma de justicia y equilibrio social supone reconocer la propiedad exclusiva y su explotación privada. El liberalismo, a través de las expropiaciones originarias en la modernidad, se valía de este intercambio mercantil para extender su dominio tanto territorial como social y promocionar políticas mercantilistas y discriminatorias. Este intercambio está en la génesis del Estado Moderno (efectivamente, Capitalista).


Hay que hacer arder el teatro del mundo, no basta con salir de la esfera económica escaladamente o nutrir los ayuntamientos del cambio con sentido de acumular fuerzas. Esta incoherencia refuerza la presencia de las relaciones impersonales. En este momento histórico de imposibilidad de revalorización del capital —que desde los '70 comenzó a menguar su rentabilidad, al aumentar costes de explotación— demandar más empleo multitudinariamente significa emplear energías vitales para la causa de nuestros males, es la contradicción en movimiento.

Explicitar que el paradigma relacional en Occidente está mutando al paradigma corporativo y estatista es quizá, entender la dominación del capital y el Estado en la sociedad del trabajo. Nuestro mecanismo frente a esta dominación es el engaño, el ser ficción al menos un tercio de la vida, pensándonos falsamente libres el otro tiempo sin trabajar, interiorizando el uso del dinero como un elemento consustancial a la interacción humana. Esta es nuestra libertad, elegir a qué supermercado ir a gastarnos el dinero.

La mercancía es susceptible de ser controlada, nunca nuestras aspiraciones revolucionarias.

A.I., miembro de Colectivo Germinal
Sanabria, Julio 2016