jueves, 22 de septiembre de 2022

Libertad política


Por RICARDO FLORES MAGÓN

Deseamos que nuestros compañeros los desheredados se penetren bien de lo que es la libertad política y los beneficios que puede reportar a los pueblos. Nosotros tenemos la convicción de que la libertad política por si sola es impotente para hacer la felicidad de los pueblos, y es por eso por lo que trabajamos con empeño por hacer entender al pueblo que su verdadero interés es el de trabajar por la libertad económica, que es la base de todas las libertades, el cimiento sólido sobre el cual puede construirse el grandioso edificio de la emancipación humana.

La libertad política da al hombre el derecho de pensar, el derecho de emitir su pensamiento, el derecho de reunirse, el derecho de ejercer el oficio, profesión o industria que le acomode, el derecho de transitar libremente por el territorio nacional, y entre otros muchos derechos y prerrogativas tiene el derecho de votar y ser votado para los cargos públicos de elección popular. En cambio de estas libertades vienen las obligaciones, siendo las principales: el pago de contribuciones para los gastos públicos, el servicio gratuito a las autoridades cuando éstas necesiten el auxilio de los ciudadanos, la obligación de servir como soldado.

Ya hemos explicado otras veces que la inferioridad social del proletario y del pobre en general hace completamente ilusoria la libertad política, esto es, no puede gozar de ella. La ignorancia y la miseria inhabilitan al hombre para pensar y emitir sus pensamientos, y aun cuando lograse pensar y emitir sus pensamientos, serían éstos de una inferioridad intelectual tan marcada que su influencia seria nula por la imposibilidad de hacerlos preponderar sobre la brillante argumentación de los hombres instruidos. Intelectualmente, pues, el proletario está subordinado a las inteligencias de los hombres cultos que por el hecho mismo de su cultura gozan de comodidades y tienen, por lo tanto, ideales que corresponden a la vida fácil de las clases altas de la sociedad, cuyo interés en conservar esas facilidades de existencia que no se fundan en un principio de igualdad y de justicia sociales, sino en la desigualdad misma, en el hecho de la diferencia dé facilidades de existencia entre las clases alta y baja de la sociedad. Se ve, por esto, que la libre emisión del pensamiento aprovecha casi exclusivamente a las clases altas. El derecho de reunión es igualmente ilusorio para el proletariado en virtud de su inferioridad intelectual que lo subordina, naturalmente, lógicamente, a las clases cultas, que, si se trata de reuniones políticas, se sirve de la masa como fuerza numérica para decidir una contienda electoral, o para hacer variar de política a un gobierno o simplemente de tablado sobre el cual exhibirse y brillar mejor.

Ilusorio es, igualmente, el derecho de ejercer el oficio, profesión o industria que se quiera. La ignorancia y la miseria inhabilitan al hombre para entregarse libremente al ejercicio de una profesión, derecho que solamente puede ser disfrutado por las clases altas que tienen dinero para sostener los estudios de sus hijos. Igualmente se necesita poseer bienes de fortuna para establecer una industria. Al proletariado no le queda otro derecho que el de ejercer un oficio, y aun para escoger un oficio se necesita gozar de alguna independencia económica y poseer cierta instrucción, circunstancias que no concurren en la generalidad de los pobres.

Lo que se ha dicho acerca de los derechos políticos aquí enumerados, se puede decir, con ligeras variaciones, de los demás. Para gozar de los derechos políticos se necesitan la independencia económica y la instrucción, y todo hombre que se dedique sinceramente a trabajar por el bienestar del pueblo debe luchar, con todas sus fuerzas, por un cambio de las condiciones políticas y sociales existentes, en otras que garanticen la independencia económica, base de la educación y de la libertad, o que garanticen, al menos, una independencia relativa, gracias a la cual pueda el proletariado unirse, educarse y emanciparse al fin. 

El derecho del voto es también ilusorio por la misma razón que hace ilusorios los demás derechos cuyo conjunto es lo que se llama la libertad política. La ignorancia y la miseria ponen a los pobres en una situación de inferioridad que los subordina, natural y lógicamente, a la actividad política de las clases altas de la sociedad. Por razones de educación, de instrucción y de posición social, las clases altas asumen el papel de directoras en las contiendas electorales. Los individuos de las clases altas, en virtud de su independencia económica, disponen de más tiempo que los proletarios para dedicarse a otras cosas distintas de las ocupaciones ordinarias de la vida, y, todavía más, muchos de los individuos de las clases directoras hacen de la política la ocupación única de su vida. Todo esto contribuye a que el proletariado que, en virtud de verse forzado a trabajar día con día para poder vivir, no puede tomar a su cargo la dirección de las campañas políticas, tenga que subordinarse a los trabajos de las clases directoras, conformándose los trabajadores con hacer el papel de votantes en las farsas electorales. La discusión de los candidatos, la confección de los programas de gobierno, el plan de la campaña electoral, la propaganda y todo lo que requiere actividad y discernimiento, quedan absolutamente a cargo de los directores del movimiento electoral, pues aun en el caso de que se formaran clubes especiales de trabajadores para los trabajos electorales, lo que en ellos se hiciera no seria sino el reflejo de lo que se hace en los clubes electorales de las clases directoras, de los cuales son mero espejo. De todo lo cual resulta que los pobres no tienen otro derecho que el de firmar la boleta electoral y llevarla a las casillas; pero sin conocer, a punto fijo, las cualidades de las personas que tienen que elegir, a quienes sólo conocen por lo que de ellas dicen los propagandistas de las clases directoras.

El derecho de votar se reduce, en tales condiciones, a la tarea de firmar una boleta y llevarla a la casilla, y con ello los trabajadores -y los pobres en general- nada ganan, como no sea el cambiar de amo, amo que no va a trabajar en beneficio de los intereses de los pobres, sino en beneficio de las clases altas de la sociedad, pues éstas fueron las que en verdad hicieron la elección.

He aquí cómo la libertad política, por si sola, no tiene el poder de hacer feliz a ningún pueblo. Lo que urgentemente necesitan no sólo México, sino todos los pueblos cultos de la Tierra, es la libertad económica que es un bien que no se conquista con campañas electorales, sino con la toma de posesión de bienes materiales, tales como la tierra y la dignificación y ennoblecimiento de la clase trabajadora por medio de mejores salarios y menor número de horas de trabajo, cosas que, como lo hemos repetido mucho, darán al proletariado la oportunidad de unirse, de estudiar sus problemas, de educarse y de emanciparse finalmente. 

Por lo expuesto se ve que, en realidad, el pueblo no ejercita, no puede ejercitar los derechos políticos; pero eso no lo descarga de las obligaciones que le impone la ley. No tiene derecho a otra cosa que a morirse de hambre; pero está obligado a pagar las contribuciones para que vivan con holgura precisamente los que lo dominan. El brillante Ejército, los polizontes de todas clases, los funcionarios políticos, judiciales, municipales y administrativos, desde los más altos hasta los más humildes, los miembros de las Cámaras legislativas federales y de los Estados y una caterva de empleados altos y bajos, tienen que ser pagados con las contribuciones de todas clases, aduanales, del Timbre, directas y municipales que pesan exclusivamente sobre los hombros del pobre, porque si bien es cierto que son los ricos los que las pagan por los negocios que tienen entre manos, sacan lo que han pagado al Gobierno encareciendo las rentas de las casas, de las tierras, de los comestibles, de las mercancías en general, siendo, por lo tanto, los pobres, los únicos que tienen que pagar los gastos del Gobierno, entre los que hay que agregar las subvenciones a la Prensa gobiernista, las gratificaciones que acostumbra dar a los más viles y más bajos de los aduladores, y las cantidades que los hombres que gobiernan sacan de las cajas de las oficinas públicas para aumentar sus riquezas.

Pero no es esta la única obligación de los pobres. Entre otras está el servicio gratuito que deben prestar, ya por medio de las rondas para cuidar los intereses de los ricos, ya componiendo las carreteras para que se deslicen mejor los automóviles de los ricos también, y por ese tenor todos los demás servicios, hechos gratuitamente por los de abajo en beneficio de los de arriba, y, como digno remate de la burla con que se paga la candidez de los pueblos, el proletariado debe dar sus mejores hijos al cuartel y sus más bellas hijas al lupanar, para que sus hijos lo asesinen cuando se declare en huelga, o reclame sus derechos y sus hijas sean manchadas por los señoritos, y los viejos también, de la santa burguesía.

Obligaciones, cargas, afrentas, miseria, prostitución, crimen, ignorancia, desunión, ése es el sombrío cortejo de males que sobre el pueblo arroja la libertad política cuando se la considera como la panacea que ha de curar todas las dolencias de la humanidad. La libertad, así, es un edificio sin base sólida e incapaz de tenerse en pie. Lo que el pueblo necesita para gozar de libertades es su emancipación económica, base inconmovible de la verdadera libertad. 

REGENERACIÓN
(12 - noviembre - 1910)

jueves, 8 de septiembre de 2022

Tierra y Libertad

   (Lema atribuido por error al zapatismo, en origen proviene del populismo ruso decimonónico y de ahí pasó al anarquismo. En México fue el lema del PLM y que adoptó el movimiento zapatista. La primera vez que se usó fue en este artículo del periódico REVOLUCIÓN —que relevaba al clausurado REGENERACIÓN.)

 

Por RICARDO FLORES MAGÓN

De las aberraciones en que incurre el derecho de propiedad, es de las más odiosas, sin duda alguna, la que pone las tierras en posesión de unos cuantos afortunados.

Las leyes escritas sancionan la apropiación de tierras; pero como dice Montesquieu «la igualdad natural y las leyes naturales son anteriores a la propiedad y a las leyes escritas», y, agregamos nosotros, deben prevalecer sobre las legislaciones artificiosas que ha forjado el egoísmo para favorecer a las castas privilegiadas, arrojando a la miseria y al abandono a la mayoría, a la inmensa mayoría de los seres humanos.

La Naturaleza no hace distingos; no formó este globo que la avaricia ha convertido en infierno de los desheredados, para que fuera la «cosa» de un reducido grupo de explotadores. Formó este globo de inagotables riquezas, fecundo, prodigioso, magnificente, para que nadie careciera de lo necesario, para que en él la humanidad toda viviera feliz y satisfecha. La Naturaleza es igualitaria: leyes semejantes, precisas, invariables, rigen la vida universal de los astros, y de la misma manera, leyes semejantes, precisas, invariables determinan el nacimiento de todos los hombres. No hay quien sea superior a los demás: todos los hombres nacen iguales, tienen idéntico origen y viven sujetos a las mismas leyes biológicas. ¿Por qué han de ser unos poderosos y otros miserables? La tierra, obra de la Naturaleza ¿por qué ha de ser el feudo de los mimados de la fortuna, en vez del patrimonio de la colectividad, de la humanidad entera?

El derecho a acaparar tierras individualmente, a adueñarse de lo que corresponde a la colectividad, es un atentado contra las leyes naturales que están muy por encima de las leyes escritas que rigen a la sociedad actual. Y ese atentado resulta más odioso si se observa que no es la laboriosidad o alguna otra virtud lo que determina el enriquecimiento de los hombres; al contrario, son pasiones bajas, el egoísmo, la avaricia, la rapacidad, las que generalmente conducen al solio de los próceres.

Uno de los mayores absurdos del régimen capitalista estriba en la injusta y desproporcionada división de las tierras. En México, para no hablar de otros países, esa división, tal como subsiste hoy, es una verdadera calamidad nacional. El territorio mexicano está poseído, casi en su totalidad, por un grupo reducidísimo de terratenientes, quedando cortas extensiones en poder de los pequeños propietarios. La masa de la población, el proletariado tan numeroso como hambriento, no posee ni un palmo de terreno.

Si examinamos esta cuestión, encontraremos que la violencia y la corrupción oficiales han contribuido principalmente a despojar a la colectividad de las tierras que por derecho natural le pertenecen. El Estado, el Gobierno, ha sido un aliado eficaz de los despojadores, de los acaparadores de tierras que en virtud de su crimen, se convierten en grandes, en poderosísimos Señores de vidas y haciendas.

La conquista española nos trajo una irrupción de soldados aventureros y de nobles ambiciosos que mediante la influencia de que gozaban cerca del trono de España o cerca de los Virreyes, les era fácil, sencillísimo, obtener títulos de propiedad sobre terrenos rústicos o urbanos, aunque éstos pertenecieran de antiguo a los indios. Desalojar a los indígenas de sus tierras era cosa trivial y corriente en tiempos de la dominación española, lo mismo que ahora. Así se formaron grandes propiedades, muchas de las que, pasando de generación en generación, aún subsisten en poder de los descendientes de los despojadores primitivos.

Ya independientes, vino la interminable sucesión de guerras civiles que engendraron el caudillaje, tan ávido de riquezas como los dominadores ibéricos. Cualesquier «caudillo» que se insurreccionaba y que alcanzaba éxito en la aventura, una vez encaramado al Poder, se llamaba a sí mismo 'salvador de la patria' y en premio a sus meritorios servicios se adjudicaba terrenos y más terrenos. Sus compañeros de armas también tenían parte en el botín y se improvisaban rancheros o hacendados.

Desde los tiempos del presidente Bustamante hasta las revoluciones de Díaz, los «caudillos» que luchaban por el medro personal y no por la defensa de ideales, jamás perdieron la oportunidad de hacerse de un pedazo de la patria. Hubo «caudillos» que llegaron a poseer estados enteros. En nuestra época tenemos ejemplos vivientes de esos voraces detentadores de tierras, siendo el principal Luis Terrazas, amo y señor de Chihuahua y de parte de Sonora.

Los «caudillos» no reconocieron límites a su ambición: Santa Anna fue dueño de haciendas incontables, lo mismo que Márquez, Miramón y Mejía. Santiago Vidaurri se declaró propietario de gran porción de Nuevo León y Coahuila, y lo mismo hizo Manuel González en Tamaulipas y Guanajuato, Pacheco en Tamaulipas y cien más cuyos nombres callamos.

Habiéndose apoderado los «caudillos» y los favoritos del Gobierno de todas las tierras apetecibles, siendo ya difícil encontrar aunque sea un sobrante qué denunciar, los hombres de dinero y de influencia que quieren engrandecer su feudo, entablan por cualquier pretexto pleitos con los propietarios pequeños e indefectiblemente triunfan en nuestros corrompidos tribunales.

Así, los terratenientes van absorbiendo rápidamente el territorio nacional, que, puede asegurarse, está en manos de unos cuantos. Pero tales propiedades son perfectamente ilegítimas y el pueblo tiene pleno derecho a apropiárselas y distribuirlas de una manera equitativa. Esta solución justa y radical del problema agrario no es de nuestros días, es de un porvenir todavía remoto, bien lo sabemos. Estamos aún distantes de la época en que la colectividad tome posesión de las tierras y se evite así que por medio de ellas, se explote al trabajador que las cultiva y que ve con cólera y desesperación que los productos pasan a los cofres de los propietarios holgazanes e insolentes.

Estamos muy lejos de abolir la explotación del hombre por el hombre, pero nuestro deber es avanzar hacia ese fin noble y fulgente. No podemos instituir nuestra sociedad sobre la base de la igualdad económica porque nos falta educación; no podemos enarbolar como regla de conducta la sentencia de Proudhon: «la propiedad es el robo», pero sí podemos contribuir al mejoramiento del proletariado y a ponerlo en aptitud de que más tarde destruya el monstruo de la explotación y se emancipe por completo.

No suena aún la hora de que la colectividad entre en posesión de todas las tierras, pero sí se puede hacer en México lo que ofrece el Programa del Partido Liberal: tomar las tierras que han dejado sin cultivo los grandes propietarios, confiscar los bienes de los funcionarios enriquecidos bajo la actual Dictadura y distribuirlas entre los pobres. Y esas tierras y esos bienes son inmensos. Hay muchas tierras sin cultivar y favoritos de la Dictadura como Limantour, Terrazas, Corral, Torres, Cárdenas, Molina, Reyes, Dehesa y muchos más, han formado fortunas colosales y son dueños de grandes extensiones de terreno.

El Partido Liberal no defiende principios de relumbrón: lucha por las libertades políticas y por la emancipación económica del pueblo. Quiere para los oprimidos reformas positivas, reformas prácticas. Al mismo tiempo que por la conquista de los derechos cívicos, se preocupa porque el trabajador obtenga mejores salarios y pueda hacerse de tierras.

Por eso nuestro Programa es de verdadera redención, por eso nuestro grito de combate será:

¡TIERRA Y LIBERTAD!

REVOLUCIÓN
N.º 8, 20 julio 1907