sábado, 30 de marzo de 2024

El grito del movimiento obrero contra la Gran Guerra


Miles de jóvenes vidas obreras se perdieron en
los frentes de batalla que supuso esta gran matanza.

 El 30 de abril de 2015 se cumplieron cien años del Congreso por la Paz de Ferrol, que se opuso a la I Guerra Mundial.

Por JULIAN VADILLO

Si algo distinguió al movimiento obrero internacional desde su nacimiento fue la lucha que mantuvo por la paz. Pero no una paz indiferente. Frente a las guerras que denunciaban, oponían la lucha de clases. O lo que en terminología anarquista llamaban la guerra social.

El estallido de la Primera Guerra Mundial vino a romper esa posición casi unánime del movimiento obrero, con las peculiaridades de cada escuela. Frente a todo el pacifismo, antimilitarismo e internacionalismo proletario precedente, el movimiento obrero socialista explotó y muchos de sus partidos votaron los presupuestos de guerra en sus países. Aun así el socialismo no fue un bloque. Pequeños grupos se opusieron a la guerra. Entre ellos destacó la figura de Jean Jaurès. En España lo representó Andrés Sabo­rit, Núñez de Arenas, García Cortes y las Juventudes Socialistas de Ramón Lamoneda.

El anarquismo fue más uniforme. Su oposición a la guerra fue más general, pese a que hubo un pequeño grupo que dudó ante la misma. La posición firme de Mala­testa contra la guerra fue eficiente y la amplia mayoría del anarquismo se decantó por ello. Las posiciones del histórico Kropotkin quedaron en minoría. No es de extrañar que la celebración de un congreso internacional por la paz surgiera por iniciativa anarquista.

Algo que distinguió a España de otros países fue que una misma organización, la CNT, se opuso en bloque a la guerra. El anarquismo español fue casi monolítico en este aspecto, a excepción de figuras concretas como Ricardo Mella, Federico Ura­les o Soledad Gustavo.

Esta oposición a la guerra hizo que el anarquismo español impulsase la celebración de un congreso por la paz que tuvo como sede la ciudad de Ferrol. A pesar de que desde inicios de 1915 la prensa anarquista comenzó una fuerte campaña contra la guerra, fue por iniciativa del Ateneo Sindicalista de Ferrol que se comenzó a organizar el congreso.

Un congreso difícil

El congreso quedó convocado para los días 29 de abril y el 1 y 2 de mayo de 1915. Su secretario sería José López Beunza. Y a él acudirían las figuras más importantes del anarquismo español del momento: Mauro Bajatierra, Ángel Pestaña, Francisco Miranda, Antonio Lo­redo, etc. Todas las corrientes obreristas de distintos países esta­ban invitadas. Los convocantes eran conscientes de la dificultad del congreso. Muchos delegados no podrían acudir por la misma guerra. Y otros no estaban de acuerdo con el modelo de organización del congreso o con sus objetivos. Éste fue el caso de los socialistas, que, siguiendo los postulados aliadófilos de Pablo Iglesias, no apoyaron el con­greso.

Igualmente, los convocantes encontraron otro escollo. El Gobierno español de Eduardo Dato prohibió la celebración del congreso argumentando que se preparaba una reunión internacional de anarquistas.

A pesar de todos estos inconvenientes, el congreso inició sus sesiones con delegados españoles, portugueses y una indirecta de franceses. En la primera sesión se debatió el nombramiento de un comité permanente del Congreso por la Paz, que tuviese cinco miembros y que planteara como objetivo introducir la propaganda antibélica en las propias trincheras. La sede del comité estaría en Lisboa. En esa sesión se marcó también la impronta del antiparlamentarismo, criticando la actitud del Gobierno español contra el congreso y de los socialistas por no apoyarlo.

La siguiente sesión no contó con la presencia de los delegados portugueses, que fueron expulsados de España por orden gubernativa. La protesta de los delegados españoles no se hizo esperar, pero el congreso se reanudó sólo con presencia española. Incluso se valoró la posibilidad de convocar una huelga general en señal de protesta, pero fue rechazada la idea por iniciativa de Mauro Bajatierra y Francisco Miranda.

Dada esta situación, los temas del congreso variaron y comenzaron a debatir sobre la reorganización de la CNT, que hacía unos meses que había salido de la clandestinidad. Contra la guerra se vio prioritario el fortalecimiento de la CNT y del periódico Solidaridad Obrera. Aquí ya se sentaron las bases de lo que serían los acuerdos del Congreso de Sans de 1918 y del Congreso de la Comedia de 1919.

En la última sesión que se celebró en el congreso, cuando estaba a punto de finalizar, aparecieron las delegaciones de Gijón y de Cuba, que fueron puestas al día de lo debatido.

A pesar de lo difícil de la situación, la impronta de este congreso se dejó sentir. Su iniciativa y sus acuerdos fueron la base del anarquismo internacional contra la guerra. Y también significó el definitivo afianzamiento de la CNT en el seno del movimiento obrero español.

PERIÓDICO DIAGONAL
(6-mayo-2015)

sábado, 2 de marzo de 2024

¡Cuidado con el ecologismo de Estado!

Por MIQUEL AMORÓS

Vivimos en un mundo que no funciona, que está en franco declive, que se hunde, tal como parecen indicar los síntomas de la degradación directamente comprobables, desde el desarreglo climático hasta las hambrunas y patologías emergentes, desde la contaminación generalizada y la deforestación galopante hasta la desigualdad social creciente, desde la extensión de la peste emocional religiosa y nacionalista hasta las guerras por el control de recursos cada vez más escasos. No se trata pues de una simple crisis, sino de una catástrofe ecológica y social que adquiere visos de normalidad, puesto que lleva años produciéndose. En efecto, la economía global, último estadio de la civilización capitalista, se ha mostrado como una fuerza destructora mayor, capaz de alterar irreversiblemente los ciclos vitales de la naturaleza, de arruinar la sociedad y de destruirse con ambas. Hecho histórico inaudito, el impacto económico y tecnológico ha desbordado la esfera social adquiriendo la devastación dimensiones geológicas. Las condiciones de supervivencia de la especie humana están siendo profundamente deterioradas. La novedad es que no hay vuelta atrás. En resumen, el capitalismo es la catástrofe misma, y el problema no es que se derrumbe, una buena cosa se mire por donde se mire, sino que en su demencial carrera hacia el abismo nos arrastre a todos. Las almas cándidas que no paran de rogar por la salvación del planeta Tierra, por la preservación del hábitat de la humanidad, contra la extinción de las especies, harían bien en precisar que es del capitalismo en todas sus facetas del que hay que salvarlo, y que ello comporta su abolición, que es la de las desigualdades, de las jerarquías, de los aparatos políticos, de la división del trabajo, del patriarcado, de los ejércitos y de los Estados.

La Naturaleza ha pasado plenamente a formar parte de la economía; ha dejado de ser un entorno inmutable que soporta a una sociedad evolucionando históricamente. Se ha «civilizado» Tierra, mar, aire y seres vivos son meros objetos de mercado. La sociedad, capitalista por supuesto, se apropia de la Naturaleza, o como se suele decir, del medio ambiente, igual que se había apoderado antes de la sociedad. La Naturaleza ya no queda fuera de la historia, no es ajena al tiempo lineal de la sociedad de masas, puesto que las catástrofes que la afectan tienen origen social. Son consecuencia de un proceso histórico ligado al ascenso y consolidación de una clase que funda su poder en el control de la economía: la burguesía. Y esa misma clase, históricamente transformada, ha tomado conciencia de que el nuevo empuje de la economía —de un mayor avance en el saqueo del territorio— depende de la administración de las catástrofes que su despliegue ha provocado. La guerra contra la naturaleza continúa pero disimulada bajo una aparente paz ecológica. El catastrofismo es ahora parte importante de la ideología dominante —la de la clase dominante, hasta hace poco optimista y progresista— puesto que el pesimismo es más de recibo en un mundo que hace aguas. El desastre no se puede negar ni reconducir. Hay que admitirlo. La basura campa a sus anchas, el ocio industrializado hace estragos, la biodiversidad se pierde y la opresión se multiplica. El mensaje actual del poder es claro: la catástrofe es real, la amenaza del colapso es muy plausible, pero la responsabilidad compete a una humanidad abstracta, ávida de riquezas, muy prolífica y genéticamente autodestructiva. Resulta que todos somos culpables de la catástrofe por ser como dicen que somos, animales que persiguen exclusivamente el beneficio privado. Solamente los dirigentes pueden librarnos de ella, porque solo ellos tienen la capacidad, los conocimientos y los medios necesarios para hacerlo sin frenar el crecimiento económico ni modificar en lo sustancial el modelo financiero. En fin, conservando con fidelidad el statu quo, no afectando en lo fundamental las estructuras políticas y sociales.

La solución de los dirigentes radica en un nuevo sistema industrial de producción y servicios controlando los flujos migratorios y caminando de la mano de tecnologías «verdes», las verdaderas protagonistas de la «transición» del viejo mundo ecocida con sus fuentes de energía «fósil» al nuevo mundo sostenible con sus «yacimientos» de energía «renovable». La nueva economía «baja en carbono» llega en auxilio de la vieja economía petrolificada, no para desplazarla, sino para complementarla. Ambas son extractivistas y desarrollistas. Las multinacionales dirigen toda la operación: el capitalismo es quien reverdece. Así pues, el consumo de combustible fósil no se verá afectado por la producción de agrocarburantes y de energía de fuentes que de «renovables» no tienen más que el nombre. El consumo mundial de energía que los dirigentes tildan de «verde» nunca sobrepasará a la «fósil»: en la actualidad no llega al 14% del total. Por consiguiente, las centrales nucleares, las térmicas, las incineradoras, las metanizadoras, la fractura hidráulica y los embalses incrementarán su presencia, esta vez en compañía de las industriales eólicas, fotovoltaicas, termosolares y de biomasa. Las nuevas tecnologías sostienen a la sociedad explotadora, dependen de ella tanto o más que lo contrario. El crecimiento, el desarrollo, la acumulación de capital o como quieran llamarlo, se apoya ahora en la economía «verde», en la «sostenibilidad», en los puestos de trabajo «verdes», en las innovaciones ecotécnicas que concentran poder y refuerzan la verticalidad de la decisión. El ecologismo de Estado es su nuevo valedor, la vanguardia profesional auxiliar de la clase política alumbrada por el parlamentarismo, el voraz consumidor de los fondos públicos y privados destinados a financiar proyectos de apuntalamiento sistémico y rentabilización de la marginalidad.

Un ecologismo de ese tipo es casi imprescindible como instrumento estabilizador de la fuerza de trabajo expulsada definitivamente del mercado, pero todavía lo es más como arma de deslocalización de las actividades contaminantes hacía países pobres, cuya mayor oportunidad de formar parte de la economía global consiste en convertirse en vertederos. El ecologismo de Estado viene representado primero por una gama de partidos de corte ecoestalinista, fruto del reciclaje del estalinismo residual, clásico, bajo los parámetros del ciudadanismo populista, como por ejemplo Podemos, Comunes, IU o Equo (y ahora Sumar). A continuación vienen un montón de colectivos y asociaciones reformistas que no van más allá de la economía «solidaria» de mercado, el consumo «responsable», la explotación de energías «renovables» y el desarrollismo «sostenible». Mayor grado de complicidad con el orden tienen los ecologistas patentados de las grandes ONG’s del estilo de Greenpeace, WWF, Extinción-Rebelión o Green New Deal, que aspiran a convertirse en lobbies, y sobre todo los tertulianos «transicionistas», los «colapsólogos» y las vedettes del espectáculo conmovidas por la devastación planetaria. Sin embargo, el núcleo duro de esa clase de ecologismo está compuesto por una fauna considerable de arribistas cretinos, trepas advenedizos y aventureros aprovechados que se distribuye por las instituciones, los medios, las redes sociales y las cúpulas orgánicas en tanto que expertos, asesores, consejeros y directivos. Se puede confeccionar una extensísima lista con sus nombres. El común denominador de todos ellos es no constituir una amenaza para nada ni para nadie. No cuestionan los tópicos fundacionales del dominio burgués —«democracia», «progreso», «Estado de derecho»— sino más bien lo contrario. Realmente no quieren acabar con el capitalismo ni desindustrializar el mundo. Sus miras son mucho menos ambiciosas: la mayoría se dará por satisfecha con ver incluidas algunas de sus propuestas en las agendas de los partidos principales y los gobiernos. Al fin y al cabo, su trabajo vocacional se limita a presionar a los políticos, no a expurgar la política. Intentan ejercer de intermediarios en el mercado territorial a través de normativas conservacionistas, tal como hacen los sindicatos en el mercado laboral.

El Estado vertebra o desvertebra la sociedad en función de poderosos intereses privados, los intereses de la dominación industrial, y no en beneficio de las masas administradas. Es algo inamovible. El saqueo del territorio que las elites económicas practican está siendo facilitado por las instancias estatales, que se alimentan de él reforzando de paso su estructura jerárquica, consolidando la clase político-funcionarial y extendiendo los mecanismos de control de la población. No hay Estado «verde» posible, porque ningún Estado que se precie va a actuar en contra de sus intereses, y estos pasan por la explotación intensiva de los recursos naturales más que por el decrecimiento. La detención de la catástrofe implicaría la del desarrollo, con temibles derivaciones como la erradicación del consumismo, el desmantelamiento de las industrias, las autopistas y la gran distribución, la desurbanización del espacio, la disolución de la burocracia, la descentralización total de la producción energética y alimentaria, el fin de la división del trabajo, etc., todas contrarias al carácter del Estado producto de la civilización industrial. Por eso el ecologismo del Estado preferirá distraer a su público con pequeños gestos superficiales de responsabilidad ciudadana. No irá más allá de los impuestos, los decretos y las comisiones de seguimiento; no sobrepasará la recogida selectiva de basuras, la limitación de la velocidad a 80 Km/h, el fomento de la bicicleta, la promoción de los alimentos orgánicos, el alumbrado de bajo consumo o la prohibición de determinados envases de plástico, nada de lo cual contribuirá visiblemente al cambio ecológico o a la democratización de la sociedad. El Estado reposa sobre una población infantilizada, excluida de la decisión y despolitizada, volcada en su vida privada; el Estado se nutre de una sociedad artificial, estratificada, clasista, en fuerte desequilibrio con el entorno y por consiguiente insostenible. Si una sociedad así nunca será ecológicamente viable, tampoco lo será un Estado forjado en su seno por mucha voluntad que alguno le ponga. Los falsos ecologistas adoran al Estado por encima de todas las causas.

Los verdaderos ecologistas están en otra parte. Los auténticos ecologistas son antidesarrollistas. Su programa rechaza el papel preponderante de la técnica en la orientación evolutiva de la sociedad, es decir, condena como falacia perniciosa la idea de «progreso». Asímismo, critica y combate la concentración de la población en conurbaciones y la proletarización de la vida de sus habitantes, tanto en su dimensión material como en la moral. Lucha contra la alienación y consecuencia necesaria de la masificación. Para ellos la civilización industrial y el Estado que la representa son irreformables y hay que combatirlos por todos los medios, desde luego, medios que no contradigan a los fines. Boicots, marchas, ocupación, movilizaciones, etc. La defensa del territorio es antiestatista y anticapitalista tanto en la forma como en el contenido. Busca la salida del capitalismo, la desmercantilización del territorio y las relaciones humanas, y la gestión pública a través del ágora, es decir, de las asambleas. La catástrofe ecológica no podrá conjurarse más que con un cambio drástico del modo de vida, una «desalienación», lo que nos remite a la restitución del metabolismo normal entre la urbe y el campo, a la unificación del trabajo intelectual y físico, a la supresión de la producción industrial, a la abolición del trabajo asalariado, a la extinción de las formas estatistas… La cuestión teórica y práctica que se plantea consiste en cómo elaborar una estrategia realista de masas para llevar a cabo los objetivos descritos. La salvación del planeta y de la humanidad doliente dependerá de que la capacidad que tenga la población oprimida para salir de su letargo y emprender el largo camino de la resistencia con el fin de acabar con un mundo aberrante y construir en su lugar una sociedad verdaderamente humana.

FUENTE:  https://www.briega.org/es/opinion/cuidado-con-ecologismo-estado

domingo, 25 de febrero de 2024

La izquierda ha muerto

 

Por HELENO SAÑA

¿Es la izquierda española la 'más ultra' de Europa? Esto es exactamente lo que afirmó José María Aznar en una jornadas sobre Antonio Maura celebradas hace algunas semanas (en enero de 2008). ¿Es su enjuiciamiento correcto? La respuesta depende de lo que Ortega llamaba «perspectivismo», esto es, del punto de mira de cada respectivo observador. Desde su ubicación conservadora, es casi lógico que el expresidente del Gobierno llegue a su fulminante conclusión. Partiendo de mi personal punto de vista, me es difícil compartir su tesis, ya por el previo de que tanto en España como en los demás países europeos la izquierda ha dejado esencialmente de existir, aunque queden algunos restos de ella, como en nuestro país IU. De ahí que seguir utilizando este término es incurrir en pura fantasmagoría tanto conceptual como terminológica. Por lo demás, el señor Aznar no hace más que utilizar con fines polémicos un concepto del que sus rivales políticos se sirven para cubrirse de gloria. Lo que por inercia mental o por conveniencias logísticas sigue denominándose izquierda es una pseudo o falsa izquierda que no tiene nada o muy poco que ver con lo que esta cataloguización significó en el siglo XIX y parte del XX, que es la fase histórica en la que la izquierda adquiere carta de naturaleza e irrumpe en el escenario histórico con la decidida voluntad de plantar cara a la burguesía y sustituir el sistema capitalista por un sistema socialista, anarcosindicalista o comunista, según las preferencias ideológicas de cada bando. Y la primera prueba de que la izquierda ha pasado a mejor vida es que en Europa han terminado las luchas de clases, no porque las clases hayan desaparecido, sino porque ha desaparecido la voluntad de poner fin a ellas. Los problemas y conflictos sociales y laborales siguen estando al orden del día, pero el asalariado y sus organizaciones sindicales han dejado de defender sus intereses y derechos con el mismo ímpetu de otros tiempos. Esa tibieza reivindicativa explica la facilidad con que el capitalismo de casino ha podido imponer en las últimas décadas su hegemonía global, fenómeno que a la vez ha conducido a una reproletarización parcial de las clases trabajadoras, a la pérdida o estancamiento de su poder adquisitivo real, a un deterioro creciente de las condiciones de trabajo y a una multiplicación del empleo precario y mal retribuido. Si en España existiera la izquierda ultra a la que el ex hegemón del PP alude, es difícil creer que aceptaría con los brazos cruzados las injusticias socioeconómicas que acabo de señalar, a las que se podrían añadir otras muchas, entre ellas el misérrimo nivel millones de pensiones y salarios mínimos. Y si el PSOE fuera fiel a las siglas que todavía detenta, sería el primero en no tolerar este estado de cosas.

La despotenciación de la izquierda se inició ya en parte en el periodo de entreguerras, pues si en Rusia los bolcheviques se convertían en amos y señores de la nación, el proletariado italogermano no logró impedir el triunfo del nazifascismo. El descenso de la izquierda siguió su curso en las primeras décadas de la posguerra, y ello por dos motivos fundamentales. Primero, porque el totalitarismo brutal practicado por el estalinismo y el neoestalinismo en la Europa del Este puso fin a las ingenuas ilusiones que no pocos sectores obreros se habían hecho del marxismo-leninismo. El colapso moral (y material) de la Unión Soviética y sus satélites coincidió, además, con la rápida recuperación económica de la Europa occidental y el advenimiento de una época de relativa prosperidad y estabilidad social y laboral. Contentos y deslumbrados por lo que Galbraith llamó «sociedad de la abundancia» y Ludwig Erhard «bienestar para todos», las clases trabajadoras trocaron pronto sus antiguos sueños redencionales y revolucionarios por el consumismo y el materialismo.

La izquierda histórica ha perdido no sólo la batalla económica y política, sino también su identidad cultural, razón última de que haya renunciado a luchar por el advenimiento de un modelo de vida y de sociedad que responda a sus necesidades e ideales emancipativos. La clase dominante dicta las reglas de juego no sólo en los centros de producción, sino también a extramuros de ellos, esto es, en el ámbito del tiempo libre, del ocio y de los hábitos de vida. Con pocas excepciones, el obrero ha perdido la conciencia de sus propios valores y asumido miméticamente la ideología de 'pan y circo' difundida por los mass media; de ahí su conformismo y su escasa predisposición a liberarse de la condición subalterna y humillante a que el sistema le condena.

La Clave
Nº 363 – abril 2008