lunes, 27 de febrero de 2017

Historia de Podemos y el futuro de la izquierda en España

 

Por MARCOS ROITMAN ROSENMANN

Hace un lustro las instituciones pilares de la transición en España, la monarquía, el parlamento, la justicia y los partidos políticos tradicionales fueron puestos en la piqueta. Crecían la indignación, las protestas, las mareas de la dignidad, se arrastraba desencanto e indignación. La ciudadanía, al menos parte no desdeñable, salía a las calles y gritaba: «No nos representan». Lo más visible de una sociedad civil organizada y militante se aprestaba a decir no. Fue un no rotundo a los andares y maneras de enfrentar la crisis, cuyos resultados se visibilizaban en la pérdida de derechos, la privatización de la sanidad, la educación, el agua y los servicios municipales. La subida del IVA, la congelación salarial, la quita de prestaciones sociales y leyes represivas completan el escenario. Entre los efectos, aumento de pobreza, desigualdad y, por encima de todo, pérdida de legitimidad de un orden político desgastado. Los gobiernos de Rodríguez Zapatero y el primero de Rajoy aumentaron la indignación. Crecieron los desahucios mientras los bancos eran rescatados y las grandes fortunas gozaban de amnistía fiscal. Por otro lado, los dos grandes partidos, el PSOE y el PP, se confabulaban para hacerlo peor. Ninguno quiso asumir sus responsabilidades en la crisis. Se limitaron a negarla o bien a señalar que no se podía hacer nada. Obedecían las órdenes de la troika.

En esta dinámica la izquierda política, representada básicamente por Izquierda Unida, sufría una quiebra y la corrupción horadaba su fuerza. Algunos de sus dirigentes convirtieron la organización en reinos de taifas y parte de su militancia abandonó por desgaste, repercutiendo en el imaginario colectivo de sus votantes. Cuanto más izquierda organizada se necesitaba, más divisiones se producían. Por último, los sindicatos mayoritarios, UGT y CCOO, sufrían el embate del neoliberalismo. La derecha y la patronal impusieron un discurso político declarándolos trastos viejos, prescindibles, llenos de burócratas dependientes de subvenciones y nada representativos. Los escándalos los salpicaban.

En esta realidad, la nítida frontera entre derecha e izquierda se desvanecía. La mejor demostración fue el 15M. Indignación pura. Tal como vino, se fue. Nadie se puede apropiar del 15M o arrogarse su espíritu. Hubo muchos 15M. Pero abrió un espacio, los partidos hegemónicos entraron en crisis. Nació en España el grito que lo identifica: «Sí se puede».

En el corto plazo la oportunidad política de condensar las emociones, articular un proyecto ilusionante y convergente se muestra viable. A finales de 2013, Izquierda Anticapitalista realiza esta lectura. Podemos es la resultante. El trabajo se acumula. Para salir a la palestra, qué mejor que las elecciones al parlamento europeo del 25 de mayo de 2014. En breve tiempo se trazan las líneas maestras. El candidato propuesto debe ser conocido en los medios de comunicación, contar con un mínimo de aceptación social, sobrepasar los límites de un candidato adscrito a su organización. Eran necesarios 300 mil votos e Izquierda Anticapitalista sólo había logrado 20 mil en las elecciones anteriores. Pablo Iglesias emerge como la persona idónea. Reúne todos los requisitos. Tan es así que la papeleta de voto, por vez primera, lleva la foto del candidato para hacerlo reconocible, dado que Podemos es una invención sin historia. El éxito de la operación supera las expectativas. No sólo se obtienen los votos para elegir a Pablo Iglesias. Otros cuatro candidatos logran escaño. La ilusión se desborda. Podemos adquiere carta de ciudadanía.

Sus dirigentes cobran notoriedad pública, comienza la vorágine organizativa. La primera Asamblea Ciudadana se celebró en octubre de 2014. Vista Alegre 1. «Sí se puede» La síntesis, «asaltar los cielos». Son, dirán, un método para tomar el poder y sacar al PP del gobierno. El primer triunfo: anular a Izquierda Unida y pasar a ser los «únicos» representantes de la izquierda. Así los ve la sociedad civil. Crecimiento exponencial, círculos, consejo ciudadano, implantación en todo el territorio. Copan los medios de comunicación. Son novedad. Al año siguiente, elecciones municipales y autonómicas. Otro salto. Alcaldes y diputados autonómicos, entras y son institución. Recomponen estrategia. Firman pactos con el PSOE, abandonan el discurso anticasta. En 2015, otro triunfo: las elecciones generales de 2015 los sitúan como tercera fuerza política. Pero la historia se tuerce. A partir de ese instante, impidiendo la investidura para presidente de Gobierno de Pedro Sánchez, candidato del PSOE, pactado con Ciudadanos, para desbancar al PP. Podemos opta por decir no e ir a nuevas elecciones. El sorpasso fue la propuesta. Adelantar al PSOE por la Izquierda, su enemigo directo, ganar más votos y llegar a la Moncloa. Así, Podemos se presenta al electorado como la alternativa al PP. Los resultados le dieron la espalda. A pesar de la convergencia con Izquierda Unida, se pierden un millón de votos. La apuesta de Podemos fracasa. La caja de Pandora se abre.

Su segunda Asamblea Ciudadana, Vista Alegre 2, recién concluida, se realiza en otro escenario. Purgas internas, desafección (sólo votó un tercio de sus militantes), renuncias de dirigentes, egos enfrentados, soberbia, debates personalistas, acusaciones de manipulación, etcétera. El frágil equilibro, mantenido cuando la meta estaba cerca, se hace trizas. Los medios de comunicación se ceban y la derecha se frota las manos. Se resaltan chascarrillos. El gran debate es sustituido por la inmediatez de controlar la organización y el poder interno. No hay programa, sólo grandes trazos. El discurso llamando a la unidad y pidiendo humildad es poca cosa para una ciudadanía que se ilusionó, junto con los sectores populares y la izquierda social, con un partido político que se proclamaba el instrumento para asaltar el cielo. La esperanza depositada por millones de ciudadanos en Podemos como alternativa de izquierdas se desvanece en el aire. El PP lo sabe, el PSOE se alegra.

18 febrero 2017

lunes, 20 de febrero de 2017

La batalla de George Square


El regreso de soldados tras la Primera Guerra Mundial creó un problema de paro y falta de vivienda que revolucionó a la clase obrera escocesa

Por RAFAEL RAMOS

Nadie en Inglaterra, ni siquiera la derecha más extrema, habló de enviar tanques a Escocia si gana la independencia en el referéndum de finales del verano. Pero hubo una vez, hace 95 [ahora 98] años, en que Londres desplegó diez mil soldados y vehículos acorazados en Glasgow, no para impedir la secesión sino en respuesta a una huelga general que paralizó la ciudad en demanda de mejores condiciones laborales. Lloyd George era primer ministro, Winston Churchill era ministro de la Guerra y ambos tenían pavor a una revolución bolchevique en territorio británico.

Era el 31 de enero de 1919, el levantamiento espartaquista alemán había comenzado en noviembre anterior, y la Revolución rusa en octubre [noviembre] del 17. Con la Primera Guerra Mundial recién terminada, y millones de soldados desmovilizados regresando a casa para sumarse a las colas del paro, el gobierno de Lloyd George temía que floreciesen en el Reino Unido las semillas del comunismo. Y eso no se podía permitir.


Glasgow es la ciudad más roja de todo el país. A orillas del río Clyde, en pleno centro hay una estatua de Dolores Ibárruri, la Pasionaria, y el propio Vladimir Lenin se refirió a ella como el Petrogrado británico, confiando de manera un tanto optimista en que las revueltas de los estibadores, maquinistas y mineros abriera las puertas al socialismo y acabasen con la monarquía. Esa revolución nunca llegó a cuajar. Pero son los descendientes de aquella clase obrera, hoy votantes del Labour [Partido Laborista] y en muchos casos todavía indecisos, quienes pueden decidir otra revolución: si Escocia se hace independiente.

Hasta entonces Glasgow no había tenido una particular tradición de militancia proletaria, y de hecho votaba al Partido Liberal en las elecciones. Decenas de miles de trabajadores se habían alistado voluntariamente, y los sindicatos (bajo entonces presiones políticas) habían accedido a no convocar ninguna huelga general hasta que terminase la Gran Guerra, y a no criticar las leyes represivas adoptadas por el Gobierno con el pretexto de la seguridad nacional. Sin embargo, los activistas antibélicos consiguieron organizarse y desarrollar en una estructura, sin ser atacados y denunciados como antipatriotas, como ocurrió en otras ciudades.

El descontento y la frustración con los políticos fueron aumentando conforme se prolongaba la guerra, y en particular en Glasgow, que era uno de los principales centros de fabricación de armamento del país, tenía una población muy superior a la actual, y un grave problema de vivienda. Los inmigrantes habían elevado el coste de los alquileres, y los nativos —en especial las mujeres cuyos maridos luchaban en el frente— no podían pagarlos. Diez mil maquinistas marcharon en Govan hasta el edificio de los Tribunales para protestar. Los desahucios estaban a la orden del día. Entonces, igual que ahora, los patronos de los astilleros y empresas textiles reemplazaban a los empleados con más antigüedad por mano de obra menos cualificada y más barata. El caldo de cultivo de una revolución estaba servido.

Las clases trabajadoras estaban hartas de que sus jóvenes lucharan y murieran en los campos de Francia y de Bélgica en defensa de un imperio de un establishment que las oprimía. El 1 de Mayo de 1918, cien mil personas se manifestaron en Glasgow contra la guerra. El 27 de enero siguiente, una organización sindical llamada Comité de Obrero de Clyde (CWC) convocó una huelga general para reducir la jornada laboral de 57 horas (comenzaba a las 6 de la mañana) a 40 horas [semanales]. Y a fin de paralizar por completo la ciudad, dio instrucciones a sus afiliados de que desconectaran del tendido eléctrico todos los tranvías de dos pisos que eran la principal forma de transporte público. El día 31, que era viernes, 70.000 personas se concentraron en George Square, cantaron La Internacional e izaron la bandera roja.


Mientras los líderes sindicales esperaban la respuesta del alcalde a sus demandas, las autoridades intentaron hacer entrar un tranvía en la plaza como símbolo de que la paralización había fracasado. Se armó el revuelo, la policía cargó con porras contra la multitud, los manifestantes se defendieron con las botellas de un camión de bebidas que asaltaron. Ladrillos y barras de hierro. En la batalla campal, que se prolongó varias horas y se extendió hasta el Glasgow Green, resultaron heridas 53 personas (34 huelguistas y 19 agentes).

Al día siguiente, el 1 de febrero, entraron en Glasgow seis tanques, un centenar de camiones militares y diez mil soldados que habían sido trasladados por la noche en tren, y se apostaron francotiradores en las azoteas de la Oficina de Correos (el recuerdo del Levantamiento de Pascua de 1916 en Dublín aún estaba muy presente) y del North British Hotel. Las autoridades prefirieron traer tropas de Inglaterra [que previamente habían controlado otras ciudades inglesas] que recurrir al regimiento escocés del cuartel de Maythill, por miedo a que se pusieran del lado de los trabajadores. La jornada laboral no quedó reducida a 40 horas, pero sí a 47, diez menos que hasta entonces. Dos de los organizadores de la revuelta fueron detenidos y condenados a cinco meses de cárcel. Unos cuantos desarrollaron exitosas carreras políticas.

«Creíamos que estábamos haciendo una simple huelga, y podríamos haber hecho una revolución», dijo con el tiempo Willie Gallagher, uno de los protagonistas de la batalla de George Square, en lo que fue bautizado como el 'viernes sangriento'. La plaza, llena de tiendas, es hoy un póster de cultura consumista.

La movilización de las tropas duró una semana, fue la mayor jamás realizada por el Estado británico contra sus propios ciudadanos y demostró hasta dónde está dispuesto a llegar el establishment para perpetuar el orden vigente, y aplastar cualquier intento de desmontar las estructuras de poder de la sociedad. Fuentes del Gobierno Cameron han empezado a insinuar que Londres no aceptaría la independencia de Escocia al margen del resultado del referéndum «si no nos ponemos de acuerdo en los detalles»... Un aviso.

La Vanguardia
3 marzo 2014

viernes, 17 de febrero de 2017

El sentimiento nacional al servicio del capital

 

El nacionalismo se adaptaba tan perfectamente a la doble misión de domesticar a los trabajadores y despojar a los extranjeros que atrajo a todo el mundo, es decir, a todo aquel que detentara o deseara detentar una porción de capital.

Durante el siglo XIX, y en particular durante su segunda mitad, todo poseedor de capital invertible descubrió que tenía raíces entre los campesinos movilizables que hablaban su lengua materna y adoraban a los dioses de su padre. El fervor de semejantes nacionalistas era transparentemente cínico, ya que se trataba de hombres que ya no tenían raíces entre los parientes de sus padres: habían encontrado la salvación en sus ahorros, rezaban por sus inversiones y hablaban el idioma de la contabilidad. Sin embargo, habían aprendido de los estadounidenses y de los franceses que aunque no pudieran movilizar a sus paisanos en tanto leales servidores y clientes, sí podían movilizarlos en tanto leales italianos, griegos o alemanes, o en calidad de leales católicos, ortodoxos o protestantes. Lenguas, religiones y costumbres se convirtieron en materiales para la construcción de Estados-nación.

Esos materiales eran medios y no fines. El objetivo de las entidades nacionales no era afianzar lenguas, religiones o costumbres, sino afianzar economías nacionales, convertir a campesinos en trabajadores y soldados, y a los Estados dinásticos en empresas capitalistas. Sin el capital no habría municiones ni suministros, ni ejército nacional ni nación.

El ahorro y las inversiones, los estudios de mercado y la contabilidad de costos —las obsesiones de la ex clase media racionalista— se convirtieron en las obsesiones dominantes. Estas obsesiones racionalistas no solo se hicieron soberanas sino también excluyentes. A los individuos que tenían otras obsesiones, obsesiones irracionales, se les encerraba en manicomios y psiquiátricos.

Las naciones solían ser monoteístas pero ya no era imprescindible que lo hubieran sido; su antiguo dios o dioses carecían ya de importancia, salvo en calidad de materiales de construcción. Las naciones eran monoobsesivas y si el monoteísmo servía a la obsesión dominante, entonces se le movilizaba.

FREDY PERLMAN
El persistente atractivo del nacionalismo
(1984)

sábado, 11 de febrero de 2017

La explosión en Flamanville muestra el peligro de la energía nuclear


9 febrero 2017

La explosión se ha producido en la sala de máquinas de los reactores 1 y 2 de la central nuclear de Flamanville y ha provocado al menos cinco heridos, lo que muestra una vez la peligrosidad de la energía nuclear.

En la mañana de hoy se ha producido una explosión en la central nuclear de Flamanville (Francia), donde AREVA está construyendo un tercer reactor nuclear, de tipo EPR (reactor de agua presurizada). Los controles de calidad que se toman en todo el complejo nuclear quedan en entredicho. Los reactores de Flamanville 1 y 2 se conectaron a la red en los años 1985 y 1986 respectivamente y son de tipo PWR (reactor de agua a presión), fabricados por la empresa francesa Framatome (ahora Areva NP). La sala de turbinas donde se ha producido la explosión fue fabricada por Alstom.

Esta explosión se ha producido en la sala de máquinas, fuera de la zona nuclear. Esto no ha evitado que haya habido numerosos heridos, lo que pone de manifiesto el peligro de la energía nuclear. Las centrales nucleares son instalaciones muy complejas, con todos sus sistemas interconectados. Un fallo en uno de ellos puede dar lugar a un accidente severo con consecuencias radiológicas para el medio ambiente y la población. La explosión ha podido causar destrozos en sistemas vitales para la seguridad.

Eso fue lo que ocurrió en el accidente de Vandellós I (Tarragona) en 1989 y que condujo al cierre de la central. El accidente empezó con un incendio en la zona de turbinas que se propagó hasta el área nuclear. Estuvo a punto de provocar una fuga radiactiva a gran escala.

La explosión de Flamanville se produce cuando la agencia de Seguridad Nuclear (ASN), el equivalente francés al Consejo de Seguridad Nuclear (CSN), está inspeccionando una quincena de reactores, lo que añade mayor incertidumbre al estado de seguridad de las nucleares en Francia.

Estos hechos coinciden, a su vez, en plena polémica sobre la posible reapertura de la central de Garoña (Burgos), que está en condiciones deleznables, y con la posible prolongación del funcionamiento de la central de Almaraz (Cáceres) más allá de su actual permiso de explotación. Si en una potencia nuclear como Francia, con una muy exigente ASN, se producen estos sucesos, las centrales españolas entrañan aún mayor riesgo, dada la excesiva permisividad de nuestro CSN.

Para Ecologistas en Acción la lección a sacar es clara: la energía nuclear es peligrosa y los más sensato es prescindir de ella lo antes posible.

domingo, 5 de febrero de 2017

Construir un discurso maternal (decente)


¿Mujer o madre? Los nuevos feminismos replantean el fenómeno de la crianza y el cuidado de los hijos.

C. DEL OLMO

Dentro del feminismo existe un discurso muy plural sobre la maternidad (y casi sobre cualquier otra cosa), de ahí que siempre estemos hablando de «feminismos», en plural. Sin embargo, yo creo —aunque es una opinión discutible, por lo que he pedido ver— que existe algo que podemos llamar «feminismo mainstream o institucionalizado» en el que la pluralidad se desvanece. Para ese feminismo, que es el más influyente en términos políticos (me refiero a política institucional, a influencia sobre las políticas de las administraciones públicas) la maternidad es, sobre todo, un punto ciego, igual que para muchas de las teóricas del feminismo clásico (a mí, desde luego, siempre me ha llamado la atención la cantidad de textos clásicos del feminismo que pasan de puntillas por un fenómeno tan central para las mujeres).

Por otra parte, los feminismos han tenido y aún tienen que librar una batalla muy ardua por el derecho al aborto y la anticoncepción. En este sentido, es lógico que los esfuerzos se hayan centrado en la lucha contra la maternidad como imposición. Pero, por el camino, la reivindicación y el análisis de la maternidad deseada desde una óptica feminista ha tendido a quedar en los márgenes. Asimismo, el discurso de mi cuerpo es mío y yo decido, perfectamente razonable en la lucha por el aborto, también nos ha dejado en mala posición para reivindicar la maternidad como hecho social, o para reclamar la implicación de toda la sociedad en los cuidados de los hijos. Como decía Yvonne Knibiehler, una feminista francesa a la que admiro, una vez conquistado el derecho a no ser madres, nos queda conquistar el derecho a serlo sin perdernos en el camino. Y creo que somos muchas las mujeres que al tener hijos nos hemos sentido un poco huérfanas de discurso feminista en el que encajar, sobre todo cuando algunas hemos decidido que la maternidad «externalizada» (escolarización temprana, formas de disciplina encaminadas a conseguir que los críos no estorben, crianza y cuidados entendidos exclusivamente como una carga...) no iba con nosotras.

Muchas feministas reivindican firmemente su derecho a no ser madres, y denuncian que en la sociedad patriarcal actual sigue vive la ideología que equipara el ser mujer con el ser madre y presiona a las mujeres para que seamos madres antes que ninguna otra cosa. Otras reivindicamos nuestro derecho a ser madres de ciertas formas que no encajan con el ideario feminista mainstream y aseguramos que las presiones que hemos recibido han ido más bien en dirección contraria: trabaja, consigue, trepa, logra, disfruta, goza, sigue con tu vida y no te enfangues en cosas de críos que no te van a reportar nada bueno. Por supuesto, cada una sabrá lo que ha experimentado en sus carnes o cuál de las dos presiones le ha resultado más molesta.

Pero más allá de ese debate estéril que contrapone experiencias personales, creo que deberíamos hacer un análisis sosegado del mundo ideológico en el que vivimos. Según mi hipótesis, la presión patriarcal para identificar a la mujer con la madre es una ideología en retirada, una ideología secundaria, mientras que la presión antimaternal está en auge. La primera, la pro-maternal, es muy visible y directa y un tanto, digamos, ingenua. Y aunque no me extrañaría que en términos estadísticos aún hubiera más mujeres que se sintieran víctimas de esta presión, me atrevo a afirmar que está en decadencia en un sentido profundo. La segunda presión, la anti-maternal, es más ladina y menos fácil de identificar. Está mezclada con la ideología productivista habitual de nuestras sociedades capitalistas, está mezclada con el consumismo y el hedonismo en el que nos hemos socializado, y recoge, para mayor confusión, muchos de los temas y conceptos del discurso feminista, lo que hace las cosas aún más complicadas. Tal como yo lo veo, al menos, todo conspira para que «elegir»hijos aparezca como la elección incorrecta.

Desde luego, para mí no tiene sentido que nos dejemos engañar por el discurso sensiblero, carca y muy de boquilla de «los niños son el bien más preciado» y «madre no hay más que una» la realidad es que cuidar (y por tanto, también ser madre) aquí y ahora es duro y difícil y está muy desincentivado.

Muchas feministas han identificado —correctamente, en mi opinión— la maternidad como fuente de opresión y sufrimiento en nuestras sociedades. Pero en lugar de luchar y denunciar este hecho han preferido dar la espalda a la maternidad, confundiendo, tal vez, los problemas que entraña la maternidad en una sociedad como la nuestra con problemas intrínsecos de la maternidad.

Para muchas feministas las reivindicaciones actuales de una maternidad intensiva en tiempo y esfuerzo (con sus concreciones en forma de lactancia prolongada, colecho, escolarización tardía, educación no autoritaria, etc.) suponen un paso atrás y una atroz pérdida de autonomía. Es curioso, porque a mí me parece tremendamente evidente que la mayor pérdida de autonomía que existe en este mundo, y el principal sumidero de tiempo y esfuerzo, es el trabajo asalariado, y sin embargo no suelo oír tantas quejas...

Creo que si los feminismos abrieran sus oídos a estas reivindicaciones maternales conseguiríamos entre todas elaborar discursos mucho más matizados, que no dejaran a tantas madres huérfanas de feminismo, y podríamos luchar más eficazmente contra los elementos machistas de estas ideologías maternalistas, sacando a la luz los aspectos potencialmente liberadores de la maternidad intensiva, y luchando de paso contra esos estereotipos maternales que nos encasillan, como denunciaba Brigitte Vasallo en Pikara con tanta razón; estereotipos que, por cierto, también resultan opresivos para los hombres que asumen la responsabilidad del cuidado.