sábado, 27 de enero de 2018

Tomando a Piotr Kropotkin en serio


Por ÁLVARO GIRÓN

Hace más de una década comenzaba a dar los primeros pasos en lo que acabaría por convertirse en una larga indagación sobre Piotr Kropotkin. Por aquellas fechas, recién instalado en Inglaterra para una estancia posdoctoral, uno tendía a pensar que pocos serían los interesados en un teórico anarquista décadas después del colapso final del breve renacimiento ácrata posterior al 1968. Parecía que solo quedarían —como mucho— algunos rescoldos humeantes, convenientemente triturados en aquellos tiempos en que la ortodoxia thatcheriana —modernizada con convenientes ropajes blairistas— imperaba en la Gran Bretaña y más allá. Pues bien, pronto caí en la cuenta de que en la isla donde él vivió durante más de treinta años de exilio —desde 1886 a 1917— nunca se le olvidó del todo.

Ahora bien, el que Kropotkin no haya sido del todo olvidado no quiere decir necesariamente que se le haya tomado en serio. Las ambigüedades son especialmente notorias cuando hablamos de su pensamiento evolucionista. Por un lado, se ha alabado su contundente resistencia frente al —mal— llamado darwinismo social. También se le suele señalar como uno de los precedentes más claros de los estudios sobre altruismo entre animales. No obstante, la opinión general tiende a presentar la visión kropotkiniana de la naturaleza como algo que tenía más que ver con sus disposiciones personales (supuestamente benevolentes) o sus ideales políticos que con el desapasionado análisis que se le supone al científico. En realidad, la idea viene de lejos. Ya en la reseña publicada en 1903 en Nature de su obra capital, El apoyo mutuo (1902), se leía que Kropotkin atribuía «a los animales inferiores una benevolencia similar a la suya propia».

Uno de los intentos relativamente recientes de rehabilitación científica del evolucionismo a lo Kropotkin vino —quizá no por casualidad— de la mano del llorado Stephen Jay Gould, en su artículo «Kropotkin no era ningún chiflado» (1991). En él Gould, haciendo un uso generoso de la contribución de Daniel Todes (1989) sobre el darwinismo ruso, desafió la imagen del personaje idiosincrático que moldea las aristas de la economía natural en función de sus muy peculiares convicciones políticas: Kropotkin no era una rara avis, sino que sus ideas se entroncaban en una tradición peculiar del evolucionismo ruso. Un darwinismo sin Malthus, que tendía a subrayar el carácter capital de la sociabilidad —cuando no la solidaridad— en la lucha por la existencia que los seres vivos sostenían contra las dificultades ambientales. Lo que a Gould le resultaba tranquilizador era saber que, a pesar de las implicaciones políticas que había ido adquiriendo el darwinismo en Rusia, no poco de esa tradición antimaltusiana se basaba en un sólido trabajo de campo en los grandes territorios despoblados del imperio ruso. Ello contrastaba con la experiencia fundacional de alguien como Darwin, quien había nacido y vivido en una isla superpoblada y desarrollado parte de sus primeros pasos como científico en entornos tropicales. Dicho de otra manera, el sustrato del darwinismo antimaltusiano de Kropotkin no solo se asienta en ideales políticos aparentemente excéntricos, sino sobre todo en una tradición científica respetable, sólidamente anclada en el conocimiento empírico de un entorno natural peculiar.

Por bienintencionada que fuera la aproximación de Gould, sin embargo, uno se atrevería a discrepar en dos cuestiones fundamentales. La primera es que la contribución de Kropotkin no se puede ni se debe entender como una suerte de intrusión de un darwinismo peculiar aunque respetable —el ruso— en un entorno científico y social totalmente ajeno. Por el contrario, en la Europa Occidental existía un público más que preparado para aceptar que la sociabilidad ha tenido mucho que ver en la evolución, sobre todo en el caso de los animales. Como el propio Kropotkin reconoció públicamente, el terreno había sido convenientemente preparado por las aportaciones de personajes hoy olvidados como Alfred Espinàs, Jean-Louis de Lanessan o Ludwig Büchner. Más aún, era el propio Darwin el que se refirió en El origen del hombre al rol clave de los instintos sociales en la génesis del sentido moral. Ni Kropotkin ni su ciencia fueron periféricos en los debates posdarwinianos sobre ética y evolución.

La segunda discrepancia quizás sea más heterodoxa. El punto de vista de Gould, más que implícitamente, se basa en la convicción de que las ideas políticas indefectiblemente contaminan la obra científica: nos podemos tomar en serio a Kropotkin porque su peculiar darwinismo no está informado exclusivamente por su anarquismo, sino que debe bastante más a su experiencia en el hostil ambiente siberiano. Algunos, por el contrario, pensamos que hay buenas razones para dudar del hecho de que se puedan separar clínicamente ciencia y cultura (lo que incluye eso que llamamos política). Hoy admitimos que en la génesis de la teoría —o mejor, teorías— de Darwin, junto a los muy respetables pinzones y cirrípedos, algo tuvieron que ver la economía política de Malthus, la disidencia religiosa, su antiesclavismo militante o la dinámica expansiva del Imperio británico. No separamos a unos (la naturaleza), vistos como fuentes legítimas de conocimiento, de otros (la cultura), presentados como peligrosos contaminantes: todos son constitutivos del conocimiento. De la misma manera, permítanme que yo no haga esa misma separación cuando hablo de Kropotkin. Si hemos de entender su pensamiento, más vale lidiar con el viajero, el anarquista, el geógrafo, el respetable hombre de ciencia, es decir, con el hombre completo.
 
Bosques de la cuenca del Amur,
región explorada por Kropotkin.

El explorador, el revolucionario, el sabio venerable

Kropotkin nace en 1842 en una familia perteneciente a la más rancia aristocracia moscovita. A los quince años se incorporó al cuerpo de pajes de San Petersburgo, donde, además de recibir instrucción militar, tuvo acceso a una exquisita educación técnica y científica. Brillante estudiante, fue promovido a paje de cámara del zar en ese mismo año. De inclinaciones políticas liberales, pronto se desilusionó por el carácter reaccionario del ambiente palaciego de San Petersburgo. En 1862 se incorporó a un regimiento cosaco en Siberia (allí estuvo destinado hasta 1867), donde esperaba poder colaborar más efectivamente en la reforma del país. Después de un lapso durante el que trabajó arduamente en tareas administrativas, Kropotkin dedicó sus energías a la exploración científica. La experiencia siberiana le marcó la vida para siempre. Supuso, en primer lugar, la piedra de toque sobre la que construyó gran parte de su importantísima aportación al dominio de la geografía física. El contacto, además, con un ambiente aparentemente despoblado —como el siberiano— fue fundamental en la articulación posterior de su interpretación antimaltusiana del darwinismo. Y de manera aún más crucial en ese momento, determinó su pérdida de fe en la maquinaria del Estado a la hora de resolver los problemas reales del pueblo.

Sin embargo, el verdadero elemento catalizador desde el punto de vista político —como para muchos jóvenes de su generación— fue la Comuna de París (1871). Después de rechazar el puesto de secretario de la Sociedad Geográfica Imperial, hizo un viaje a Suiza: allí tomó partido decididamente por el socialismo anarquista. A la vuelta de su corta estancia en Suiza, se unió al famoso círculo populista de Chaikovski, hasta que fue hecho preso en 1874. Se fugó de las cárceles rusas dos años después para exiliarse en Gran Bretaña. Aunque se ganaba la vida con actividades tan respetables como las colaboraciones en Nature, The Times o la Enciclopedia Británica, su nueva vida como agitador anarquista estaba muy lejos de acabar. En los años siguientes, viviendo a caballo entre Gran Bretaña, Francia y Suiza, Kropotkin se convirtió en un extraordinario propagandista revolucionario, siendo fundamental su aportación tanto para la difusión del comunismo libertario como para la creación de una prensa libertaria de gran aliento teórico.

Esta actividad se vio bruscamente frenada. A fines de 1882, fue arrestado en Lyon. Desafortunadamente para las autoridades galas, el juicio que siguió a su detención se convirtió en una formidable plataforma de propaganda libertaria. Se consolida —además— el mito romántico del príncipe que renuncia a los privilegios de clase para abrazar la causa de los desposeídos, hasta el punto de generar una ola de simpatía hacia la figura de Kropotkin en la otra orilla del canal de la Mancha. Los años en la cárcel tuvieron efectos perdurables. Es en la cárcel de Clairvaux donde lee el trabajo del zoólogo ruso Karl Fiodorovich Kessler sobre la ayuda mutua en la evolución, decisivo, como él mismo confiesa, en la formalización de sus ideas al respecto. Por otra parte, su salud, ya debilitada por la estancia en las cárceles rusas, empeora hasta el punto de temerse por su vida. En enero de 1886 fue excarcelado, aunque se convirtió en un enfermo de por vida.

Tras la liberación, se exiló en Inglaterra. Estableció su residencia en los suburbios londinenses, dando fin a gran parte de su actividad clandestina. Inició, sin embargo, una actividad teórica de grandísimo calado. Su vida suburbial, en todo caso, no fue absolutamente anónima. El aura romántica del aristócrata que renuncia a su clase social, combinada con su gran reputación como viajero y geógrafo, le abre puertas y públicos nada comunes para un anarquista. Kropotkin no solo hacía públicas sus ideas en los órganos de prensa libertarios, sino que escribía habitualmente en revistas de gran impacto en círculos intelectuales, como The Nineteenth Century, la más aclamada de las monthly reviews, de cuya sección científica llegó a ser responsable. Participó, además, en las actividades de la Royal Geographical Society, llegando a ser miembro de la British Association for the Advancement of Science. Los largos años que residió en Inglaterra hasta su vuelta a Rusia en 1917 fueron años de apacible respetabilidad victoriana, aunque mantuvo un fuerte compromiso con la causa anárquica. Fue, sin duda, el período más fructífero desde el punto de vista intelectual, evolucionismo incluido.

Kropotkin contra Thomas Huxley, y más allá: «El apoyo mutuo»

En realidad Kropotkin comenzó a estar interesado en el darwinismo desde fechas tempranas. Su correspondencia refleja que en cierta manera estaba sometiendo la teoría darwiniana al test de la naturaleza siberiana a comienzos de los años 1860. Sus opiniones al respecto, sin embargo, solo vieron la letra impresa una vez exilado en Europa Occidental. Fue en 1882 en un obituario de Darwin publicado por la prensa libertaria francesa. El artículo es, de facto, una crítica al uso burgués del darwinismo y contiene algunos argumentos que reaparecerán después: las especies sociables son las más prósperas; la solidaridad es el factor clave en la supervivencia de las especies en su agónica lucha colectiva contra las fuerzas hostiles de la naturaleza. El texto, además, refleja su deuda con respecto a la visión que tenían sobre el asunto los zoólogos rusos.

En 1887, en dos artículos publicados en The Nineteenth Century y en un contexto de gran tensión social en Gran Bretaña, Kropotkin manifestó que el anarquismo y la filosofía de la evolución tenían los mismos métodos. Sin embargo, introdujo un matiz importante. Haciendo una crítica a Herbert Spencer, afirmó que las leyes de población maltusianas eran falsas y que no aportaban nada a la teoría de la evolución. Paralelamente, Thomas Henry Huxley, el viejo defensor de Darwin, estaba elaborando su propio guión político-científico en una dirección muy distinta. En 1888, en la propia The Nineteenth Century, Huxley empezó a dibujar el retrato de la naturaleza como un conjunto de procesos amorales y brutales, absolutamente incapaz de proporcionar cualquier tipo de criterio sobre el que fundar la moral. Es la respuesta de Huxley tanto a la ética evolucionista de Spencer como a su ultraliberalismo político. Ahora bien, aunque su posición es congruente con un nuevo liberalismo reformista que consideraba necesario cierto nivel de intervención del Estado, Huxley subrayaba con igual fuerza que la presencia permanente del espectro maltusiano y la persistencia de instintos agresivos primordiales imponían severos límites a los proyectos de reforma radical y revolucionarios. Todo ello llevó a Kropotkin a responder en una serie de artículos publicados en la misma revista entre los años 1890 y 1896, y que fueron finalmente reunidos en un volumen titulado Mutual Aid. A Factor of Evolution, publicado en 1902.

Ahora bien, el objetivo de El apoyo mutuo no era simplemente Huxley. Kropotkin se lanzó a criticar lo que él veía como toda una escuela que utilizaba como eslogan la lucha por la existencia. El libro se convirtió en un ataque a aquellos discípulos de Darwin que, a su parecer, solo veían en la naturaleza sus aspectos más brutales. El príncipe anarquista reconocía que la lucha por la existencia —en el sentido de una competencia real por el alimento y el espacio— existía en el mundo de lo vivo, pero que no era fácil que tuviera efecto. Era muy raro que se llegara al umbral maltusiano de un combate efectivo entre individuos por el alimento. En contraposición, Kropotkin destacaba el papel predominante de lo que, según él, Darwin había llamado «lucha metafórica por la existencia», es decir, la lucha colectiva que las especies sostienen contra las condiciones hostiles del medio y contra otras especies. Para él estaba claro que la mejor arma en ese tipo de lucha era la sociabilidad. Los más aptos son aquellos animales que adquieren hábitos de apoyo mutuo.

Por otro lado, para Kropotkin, la lucha entre individuos de la misma especie no puede producir ningún tipo de progreso evolutivo, sino lo contrario. Establecer límites a la competencia maltusiana mediante el auxilio mutuo es la clave de la evolución progresiva. La sociabilidad —el apoyo mutuo— no solo limita la lucha, sino que es condición necesaria para el desarrollo de las facultades más elevadas, como la inteligencia y la moralidad. Ello le llevó a otra conclusión correlativa. Kropotkin, al contrario que Huxley, pensaba que la moralidad estaba fundada en natura, no existía un proceso ético que oponer a una supuesta naturaleza amoral. Lejos de ser un desarrollo tardío, un fruto de la civilización, nuestro sentido moral estaba profundamente anclado en nuestro pasado biológico: son millones de años de evolución que hablan en nosotros.
 
Kropotkin 'versus' Huxley.

De la ética al neolamarckismo

No es extraño, pues, que Kropotkin tratara de desarrollar las consecuencias éticas del punto de vista adoptado en su Mutual Aid. En el período comprendido entre 1890 y 1914 empezó a parecerle una necesidad perentoria. La creciente influencia de la filosofía de Nieztsche —conspicua incluso en las filas libertarias— así como el rearme patente del catolicismo en el fin de siglo aparecían como nuevas amenazas. En el año 1904 publica dos artículos en The Nineteenth Century destinados no solo a conjurar los peligros, sino a servir de base a lo que él quería que fuera una obra acabada sobre moral basada en la filosofía evolucionista. Una nueva ética —que vendría según sus propias palabras a segar la hierba bajo los pies del cristianismo— en la que la huella inspiradora del Darwin de El origen del hombre se hace explícita. Sin embargo, Kropotkin pronto encontró un obstáculo en su tradicional bestia negra: Thomas Malthus. Según el anarquista ruso, los biólogos se resistían a reconocer el apoyo mutuo como principal característica de la vida animal porque advertían que estaba en abierta contradicción con el feroz combate por la vida entre individuos que se desprende necesariamente de las limitaciones maltusianas de espacio y alimento. Este era el verdadero fundamento —según ellos— de la teoría darwiniana de la evolución. Aun cuando se les recordara que Darwin en El origen del hombre había subrayado el papel clave de la sociabilidad y de los sentimientos simpáticos en la preservación de las especies, estos mismos naturalistas eran incapaces de reconciliar esta afirmación con el peso indudable que el propio Darwin y Alfred R. Wallace asignaron a la lucha interindividual en su teoría de la selección natural. Kropotkin asumió la existencia de esta contradicción. Maltusianismo y dominio de la solidaridad en la economía de la naturaleza eran mutuamente excluyentes.

Kropotkin trató de sortear el obstáculo postulando una síntesis entre darwinismo y lamarckismo en una serie de artículos publicados en The Nineteenth Century a lo largo de la década de 1910. Una síntesis en que la selección natural sería en gran medida fagocitada por la acción directa del medio sobre los organismos, influencia ambiental que sería transmitida a la descendencia mediante la herencia de los caracteres adquiridos. Para ello trató de probar, fundamentalmente, que la selección natural de variaciones producidas al azar o accidentalmente no podía dar cuenta de la evolución progresiva, mientras que la acción directa del medio transmitida hereditariamente sí lo hacía. Para ello era fundamental demostrar que la herencia de los caracteres adquiridos no solo no era una imposibilidad teórica, sino que empezaba a gozar de cierta base experimental. De hecho, su intento de rehabilitación de Lamarck le llevó a estudiar en profundidad no solo los trabajos de los modernos neolamarckianos, sino también las teorías hereditarias duras opuestas, muy singularmente la de August Weismann.

Quizás para algunos este apoyo postrero a las tesis neolamarckianas ilustre mejor que nada en qué medida Kropotkin es un caso más de cómo preocupaciones extracientíficas llevan a algunas mentes privilegiadas a incurrir en graves errores. Esta es una forma de ver las cosas no solo simplista, sino básicamente errónea: se trata de un anacronismo. El anarquismo de Kropotkin no le llevó a sostener ideas peregrinas, sino a defender planteamientos ampliamente compartidos por parte importante de la comunidad de biólogos del tiempo que le tocó vivir. No solo la crítica a las teorías de Weismann se había generalizado en Francia y en la propia Alemania, era el propio mendelismo —al que Kropotkin no daba especial importancia— el que no resultaba creíble para explicar el fenómeno global de la herencia. Algo parecido se puede decir de su teoría del apoyo mutuo. ¿Antropomorfismo? Desde luego no mayor que el del propio Darwin. En realidad, la ingenuidad de Kropotkin no deja de ser una ilusión retrospectiva. Una ilusión alimentada por el hecho de que tanto en ciencia como en política se alineó en el bando que acabó por ser el perdedor. Es posible que en un tiempo menos sectario, tanto en ciencia como en política, nos acerquemos a su figura de otra manera. Mientras tanto, si se quiere entender algo de los debates posdarwinianos en las últimas décadas del XIX y principios del XX, va siendo hora de tomarse en serio a Kropotkin.

13/05/2011

domingo, 21 de enero de 2018

¿Dónde está Kropotkin cuando más lo necesitamos?


Si quiere saber qué es el anarquismo y por qué debería importarle, lea a Kropotkin


El 8 de febrero de 1921, veinte mil personas, haciendo frente a las bajas temperaturas que no consiguieron congelar los instrumentos musicales, acompañaron el cortejo fúnebre en la ciudad de Dimitrov, un suburbio de Moscú. Se reunieron para presentar sus respetos a este hombre, Piotr Kropotdin, y a su filosofía: el anarquismo.

90 años después pocos se acuerdan de Kropotkin, y la palabra anarquismo ha sido despojada de su verdadero sentido, llegándose a equiparar con el caos y el nihilismo. Es algo inaceptable, tanto para el hombre como para la filosofía que él desarrollo. Tiene mucho que enseñarnos en este 2012.

Me sorprende que Hollywood aún no haya descubierto a Kropotkin, pues su vida bien podría ser llevada a la pantalla. Durante toda su vida luchó contra la pobreza y la injusticia. La lucha política y el trabajo científico caracterizaron buena parte de su existencia.

Su lucha contra la tiranía fue motivo para ser encarcelado en Francia y en Rusia. La primera vez que fue encarcelado en Rusia, se produjo una amplia protesta mundial que consiguió su liberación. La segunda vez logró huir del país gracias a una espectacular fuga. Al final de su vida, de vuelta a su país natal, Rusia, apoyó con entusiasmo la caída del zar, pero también condenó los métodos autoritarios y violentos de Lenin.

En la década de 1920, Roger N. Baldwin resumía así a Kropotkin:

«La mayor parte de las personas que conocen a Kropotkin hablan de él como de la persona más noble que han conocido. Oscar Wilde dijo que era uno de los pocos hombres realmente felices que había conocido en su vida… Dentro del movimiento anarquista encontró un profundo afecto, Notre Pierre, le llamaban los obreros franceses. Nunca asumió una posición de liderazgo, sin embargo, destacaba la fuerza moral de su personalidad y su amplitud intelectual. Combinaba la extraordinaria calidad de su carácter con una mente aguda y un sentimiento social apasionado. Su vida dejó una profunda impresión en el mundo científico, en el movimiento revolucionario ruso, en los movimientos radicales de todas las escuelas, y en el mundo literario, poco preocupado por la ciencia o la revolución.»

Para nuestros propósitos, el legado más perdurable de Kropotkin es su trabajo sobre el anarquismo, una filosofía de la que fue uno de sus mayores exponentes. Decía que la sociedad iba en una dirección equivocada e identificaba la dirección correcta utilizando el método científico con el que había sorprendido en su profesión, demostrando que la geografía de los mapas de Asia mostraban las montañas en el lugar incorrecto.

El suceso que llevó a Kropotkin a abrazar el anarquismo fue la publicación del libro de Charles Darwin, El origen de las especies, en 1859. Por un lado estaba la tesis de Darwin sobre la descendencia del hombre a partir del mono, tesis en aquel tiempo muy controvertida, y por otro, aseguraba que la selección natural implicaba la «supervivencia de los más aptos», mediante una lucha violenta entre las especies. Esto parecía justificar las desigualdades sociales, como un subproducto inevitable de la lucha por la existencia. Andrew Carnegie, insistió en que la «ley de la competencia» era lo «mejor para la raza, ya que asegura la supervivencia del más apto en todos los ámbitos». «Aceptemos y demos la bienvenida a las desigualdades y la concentración de las riquezas en manos de unos pocos». Uno de los hombres más ricos del planeta, John D. Rockefeller dijo sin ningún rodeo: «El crecimiento de una empresa no es más que la supervivencia del más apto.. El cumplimiento de una ley de la naturaleza».

En respuesta a un ensayo de amplia difusión de Thomas Huxley en el siglo XIX, «La lucha por la existencia en la sociedad humana», Kropotkin escribió una serie de artículos para la revista, lo que posteriormente dará lugar al libro El apoyo mutuo.

Y lo que encontró en sus investigaciones empíricas contradecía los puntos de vista de los darwinistas sociales. Después de estudiar durante cinco años la vida silvestre en Siberia, Kropotkin escribió: «No he podido encontrar, a pesar de que lo he buscado con ahínco, la amarga lucha por la existencia… aspecto este tenido en cuenta por la mayoría de los darwinistas… como característica dominante, y donde se fabrica principalmente la evolución».

Kropotkin aceptó las ideas de Darwin sobre la selección natural, pero creía que el principio rector de la selección natural es la cooperación, no la competencia. Los más aptos son los que colaboran entre sí. Escribió:

«Las especies animales, en las cuales la lucha individual ha sido reducida a su mínima expresión, que practican la ayuda mutua son las que han conseguido su mayor desarrollo, siendo las más numerosas, las más prósperas y las que más han avanzado… Las especiales insociables, al contrario, están condenadas a la decadencia.»

El resto de su vida estuvo dedicado al asentamiento de este concepto y la teoría de la estructura social conocida como anarquismo. Para los estadounidenses, anarquismo es sinónimo de falta de orden. Sin embargo, para Kropotkin las sociedades anarquistas no carecen de orden, sino que se desprende de las normas diseñadas por aquellas a los que afecta, normas que promueven la producción a escala humana, maximizando la libertad individual y la cohesión social.

En su artículo sobre la anarquía de 1910, Kropotkin lo definía en la Enciclopedia Británica como una sociedad «sin Gobierno, la armonía que se obtiene, no por la sumisión a la ley, o por la obediencia a la autoridad, sino por los acuerdos libres realizados entre los distintos grupos, sean territoriales o profesionales, libremente constituidos para la producción y el consumo...».

El apoyo mutuo se publicó en 1902. Tiene capítulos sobre las sociedades animales, las tribus, las ciudades medievales y las modernas sociedades, dando razones científicas para la cooperación. Los capítulos dedicados a las ciudades medievales quizás sean los más interesantes para el lector actual.

Entre los siglos XII a XIV, surgieron muchas ciudades en torno a los mercados de reciente formación. Estos mercados eran tan importantes que las leyes aprobadas por los reyes, obispos y ciudades, buscaban proteger a los proveedores y clientes. A medida que los mercados crecieron, las ciudades consiguieron su autonomía, organizándose según estructuras políticas, económicas y sociales que Kropotkin hizo de ellas un modelo instructivo de trabajo sobre el anarquismo.

La ciudad medieval no era un Estado centralizado. Era una confederación, dividida de cuatro, cinco o siete secciones que irradiaban de un centro. De alguna manera estaban estructuradas como una doble federación. La una estaba formada por las familias unidas en pequeñas unidades territoriales: la calle, la parroquia. La otra estaba formada por los individuos unidos en gremios de acuerdo con sus profesiones.


Los gremios establecieron las reglas económicas. Pero en el gremio confluían muchos intereses. «El hecho es que el gremio medieval… era una unión de todos los hombres que se dedicaban a una determinada labor: los que compraban productos no elaborados, los vendedores de bienes manufacturados, los artesanos, los maestros y aprendices», siendo soberanos en su ámbito, pero no aprobaban normas que interfiriesen en el funcionamiento de otros gremios.

Cuatrocientos años antes de Adam Smith, las ciudades medievales habían desarrollado normas que buscando el interés propio también apoyaban el interés común. A diferencia de la propuesta de Adam Smith, siendo su instrumento una mano muy visible.

Este mini-mundo de cooperación dio resultados notables. De ciudades de entre 20.000 a 90.000 personas salieron avances tecnológicos y un desarrollo artístico que hoy todavía asombra al mundo.

La vida en estas ciudades no era tan primitiva como suele aparecer en los libros de Historia cuando se habla de la Edad Media. Los trabajadores en estas ciudades medievales ganaban un salario digno. En muchas ciudades tenían jornadas de no más de ocho horas.

Florencia tenía 90.000 habitantes en 1336. Entre 8.000 a 10.000 niños y niñas acudían a la escuela primaria, y 600 estudiantes lo hacían en cuatro universidades. La ciudad contaba con 30 hospitales con más de 1.000 camas.

Kropotkin escribe: «Cuánto más aprendemos acerca de la ciudad medieval, más estamos convencidos de que en ningún otro momento de la Historia se han disfrutado de condiciones de trabajo prósperas y de respeto, y fue cuando la vida en la ciudad se situó a su más alto nivel».

El apoyo mutuo rara vez se cita hoy en día. Nadie se acuerda de Piotr Kropotkin. Sin embargo, su mensaje y sus evidencias empíricas muestran que es la cooperación y no la competencia la fuerza impulsora que está detrás de la selección natural, que la descentralización superior a la centralización, tanto en la gobernanza como en materia económica y que la ayuda mutua y la cohesión social deben fomentarse sobre la injusticia social y la exaltación del individuo sobre la sociedad, algo tan relevante que todavía suscita amplio debate en nuestro tiempo, tanto como lo fue entonces.

NOTICIAS DE ABAJO
10 de febrero de 2012

lunes, 15 de enero de 2018

La tragedia en un pueblo llamado Casas Viejas


A 85 años de la masacre de Casas Viejas, recuperamos la historia del trágico final de aquellos campesinos que murieron pidiendo pan, tierra y libertad.

Por JULIÁN VADILLO

Decía Francisco Giner de los Ríos que España era el drama de «un pueblo empecinado en convertir la utopía en realidad, lo absoluto en relativo y el más allá en aquí y ahora». Y esta frase del fundador de la Institución Libre de Enseñanza en 1876 es un buen resumen para abordar lo que sucedió algunos años después en una pequeña aldea de la provincia de Cádiz, cuando la II República se estaba desarrollando en España. Esa pequeña aldea se llamaba Casas Viejas.

Sin embargo, sería muy fácil despachar rápido el tema de los sucesos de Casas Viejas de enero de 1933 diciendo que fue obra de unos radicales anarquistas que se levantaron contra las estructuras de la República y que fueron fatalmente aplastados por las fuerzas de orden público. Resumir así el acontecimiento sería no ser justos con la verdad y perder la perspectiva de lo que realmente se estaba moviendo en la España de la década de 1930 y la complejidad del movimiento libertario español.

Las causas

Un primer paso sería determinar algunas de las causas que provocaron que un grupo de campesinos adscritos a las ideas libertarias promovieran la proclamación del comunismo libertario en aquella pequeña aldea.

Muy difícil sería entenderlo si no tenemos en cuenta la estructura de la propiedad que imperaba entonces en España. Un problema enquistado en la sociedad desde siglos atrás y que la política de desamortización efectuada durante el siglo XIX no había contribuido a corregir sino que, muy por el contrario, ahondó en los problemas y en las desigualdades sociales. La herencia del modelo de propiedad de la tierra, que provenía de la Edad Media, había generado en Andalucía y Extremadura una estructura latifundista de propiedad donde unos pocos propietarios detentaban la inmensa mayoría de la tierra frente a masas jornaleras que se veían privadas de ella.

A pesar de ello, desde el propio siglo XIX, los trabajadores del campo buscaron una solución a sus problemas, incluso llegando a protagonizar motines o movimientos campesinos como los de 1866 en Loja. Incluso durante la I República española, el presidente Francisco Pi i Margall promovió de forma teórica el reparto de la tierra entre los campesinos, completando así una reforma agraria real que las desamortizaciones no habían conseguido.

El fracaso de la experiencia republicana no fue óbice para que muchas de esas masas campesinas considerasen que República era sinónimo de Reforma Agraria, aunque muchos de sus efectivos ya se estaban encuadrando en las organizaciones obreras adscritas al socialismo y, sobre todo, al anarquismo, muy influyente y hegemónico en campo andaluz. Las lecturas de los movimientos socialistas iban más allá de un cambio de forma de Estado y promovían la ocupación y toma de la tierra de forma directa.

Por ello, estos campesinos protagonizaron a finales del siglo XIX movimientos como los de Jerez en 1892, donde las masas campesinas hambrientas tomaron la ciudad reclamando justicia y la tierra. No eran movimientos exclusivos de la zona de Andalucía, pues en otros lugares de Europa también se dieron. Los anarquistas fueron protagonistas del mismo y utilizados como chivos expiatorios para reprimir a los movimientos campesinos, tal como sucedió en casos como La Mano Negra.

La proclamación de la II República en 1931 trajo consigo la esperanza de cerrar el capítulo de la reforma agraria y promover un reparto justo y equitativo de las tierras entre los campesinos. La promulgación de la Ley de Bases de la Reforma Agraria en 1932 encabezada por el ministro Marcelino Domingo parecía que ponía fin a estas cuestiones. Más teniendo en cuenta que la propia República se había enfrentado ya a levantamientos de campesinos en Castilblanco en diciembre de 1931 y en Arnedo en enero de 1932. Motines del hambre donde los campesinos reclamaban mayor prisa en la cuestión agraria y que terminó en enfrentamientos con las fuerzas de orden público y con víctimas.

Sin embargo la Ley de Bases tuvo un doble problema. Por una parte los políticos reformistas republicanos vendieron su aplicación a muy largo plazo mientras la premura de las necesidades era inmediata. Por otra parte, el propio boicoteo de los terratenientes a las leyes de la República. El famoso «¿No queríais República? Pues comed República» fue utilizado por muchos de ellos, que tampoco cumplieron leyes como las del laboreo forzoso o se aplicaron de forma dudosa en muchos lugares la Ley de Términos Municipales.

A todos estos problemas se venía a unir el paulatino distanciamiento que la República estaba teniendo con uno de los movimientos obreros más importantes en el país: el anarcosindicalismo de la CNT. El movimiento libertario había apoyado de buen grado la proclamación de la República en abril de 1931, pero advertía su editorial en Solidaridad Obrera que si la República quería consolidarse tenía que contar con la clase obrera. De no hacerlo, perecería. Y a pesar de que la Constitución republicana se había definido como «República de trabajadores de toda clase», para el anarcosindicalismo no se contó con la clase obrera. Ello llevó a las huelgas y enfrentamientos que terminaron con víctimas tanto en Sevilla en los sucesos del Parque de María Luisa como en Madrid en la Huelga de la Telefónica.

Igualmente, dentro del movimiento libertario se estaba dando un importante debate, entre aquellos que consideraban que la posibilidad revolucionaria en España se tenía que estructurar a medio/largo plazo por medio de una concienciación paulatina de los trabajadores y tendiendo a la unión de las fuerzas obreras, y aquellos que consideraban que había que aprovechar las ansias revolucionarias del pueblo español y poner término al capitalismo en un enfrentamiento, prácticamente directo, con la República.

Aunque a nivel historiográfico se ha mantenido el falso mito de la llamada «gimnasia revolucionaria» y de los ciclos insurreccionales, lo cierto es que el movimiento libertario se dividió en ambas visiones. La CNT estructuró a partir del verano de 1932 los llamados Comités de Defensa Confederal como arma efectiva de la acción directa anarcosindicalista, y haciendo llamamientos a algunas insurrecciones como la de enero de 1933, que se tornó en un auténtico fracaso.

Los sucesos de Casas Viejas

El movimiento que se había iniciado en enero de 1933 fue un fracaso por un cúmulo de descoordinaciones entre el Comité Nacional de la CNT y los Comités de Defensa Confederales, lo que llevó a la suspensión del movimiento que pretendía proclamar el comunismo libertario en toda España, tal como se había realizado en las cuencas mineras de Cardoner y en Figols un año antes.

Sin embargo, por el corte de comunicaciones, esa suspensión no llegó hasta los integrantes libertarios del pueblo gaditano de Casas Viejas donde, aunque no todos los cenetistas estuvieron de acuerdo, se proclamó el comunismo libertario, se quemó el registro de la propiedad, se compraron los productos de la tienda del pueblo al dueño, se ocupó el Ayuntamiento y hubo un enfrentamiento con las fuerzas de la Guardia Civil con el resultado de varios campesinos muertos y un Guardia Civil herido que acabó falleciendo. La bandera tricolor republicana fue sustituida por la rojinegra de los anarquistas. El esquema seguido por los anarquistas de Casas Viejas fue el clásico del verdadero significado de la llamada «propaganda por el hecho», que ya Malatesta había puesto en práctica en el Benevento italiano en 1876. Mínima violencia (excepto el enfrentamiento con la Guardia Civil) y ocupación de los centros de poder.

Sin embargo, el fracaso del levantamiento anarquista en Jerez hizo que se desplazasen unidades de fuerzas de orden pública a Casas Viejas con la finalidad de acabar con el movimiento. Al llegar las fuerzas de Guardias Civiles de Alcalá de los Gazules, el movimiento por el comunismo libertario había fracasado. Sin embargo, desde Madrid se estaban desplazando unidades de la Guardia de Asalto a cuya cabeza se situó Manuel Rojas Feijespán, personaje de reconocida ideología derechista.

La llegada de Rojas Feijespán significó la represión indiscriminada contra los campesinos. Fueron fusilados de forma arbitraria muchos de ellos, algunos ancianos, y se cercó la casa de Francisco Cruz Gutiérrez, alias Seisdedos, que fue incendiada con sus ocupantes dentro, ametrallando la puerta para que nadie pudiese salir. De la catástrofe, María Silva Cruz «La Libertaria», nieta de Seisdedos, pudo escapar.

La matanza culminó con 26 muertos, lo que provocó una autentica consternación en la sociedad española por la brutalidad empleada contra unos campesinos que solo reclaman tierra y pan y que, a excepción de la refriega con la Guardia Civil, no había tenido episodios de violencia.

Tras los sucesos vino la búsqueda de responsabilidades por lo sucedido. Los responsables directos fueron claros: Manuel Rojas Feijespán, Bartolomé Barba, Arturo Menéndez y el delegado del gobierno de Cádiz, Fernando de Arrigunaga. Cargos de la Guardia de Asalto, de la Guardia Civil y políticos. A pesar de los años de cárcel, Rojas Feijespán y Barba participaron en julio de 1936 de la sublevación contra la República, mientras Arturo Menéndez fue leal a la misma y murió fusilado por los sublevados.

A la zona del suceso se desplazó una comisión parlamentaria que emitiría un informe sobre los sucesos. Con ellos se desplazaron periodistas que vieron y hablaron de primera mano con algunos de los habitantes de la aldea. Entre ellos cabe destacar las plumas de Ramón J. Sender, que escribió el texto Viaje a la aldea del crimen: Documental de Casas Viejas, y Eduardo de Guzmán, que publicó una serie de artículos en el diario republicano La Tierra.

Sin embargo las responsabilidades se pedían más arriba. Aunque como bien ha demostrado Tano Ramos en su obra El caso Casas Viejas: crónica de una insidia, no hubo una orden directa por parte del Gobierno de la República de represión contra los campesinos anarquistas, y sí una extralimitación de unas fuerzas de orden público dudosamente depuradas y que se cobró una contribución de sangre y odio contra el anarquismo en la zona, lo cierto fue que la gestión del acontecimiento fue deficiente por parte del Gobierno de Manuel Azaña, que sufrió un revés y un desgaste de su gestión.

De forma indirecta, el Gobierno fue responsable de los sucesos. Los socialistas se fueron separando paulatinamente del Gobierno, hasta salir de él en septiembre de 1933, dejando a los republicanos de izquierda en minoría. La derecha, para nada amiga de los anarquistas a los que detestaba, aprovechó el acontecimiento para desgastar al Gobierno y preparar a conciencia las elecciones de noviembre de 1933 que le dio la victoria.

Para los anarquistas el acontecimiento también fue devastador, porque fue la ejemplificación del fracaso de una estrategia. Ello le valió en el futuro para replantearse estas estrategias, llegando a considerar a partir de 1934 que el objetivo era la unidad obrera con la UGT. En el congreso de Zaragoza de mayo de 1936, la CNT hizo un repaso al primer bienio republicano, considerando que la estrategia seguida no fue la correcta y que era inviable un enfrentamiento directo de la central libertaria contra el capitalismo sin la participación del resto del movimiento obrero.

Sin embargo, Casas Viejas siempre estuvo en el imaginario colectivo del movimiento obrero y libertario. La fuerza de su recuerdo llevó al franquismo a cambiar de nombre al pueblo, rebautizado como Benalup, recuperando su nombre hace pocos años.

Hoy el acontecimiento se recuerda con la señalización de lugares de la memoria y con numerosas obras históricas (Jerome R. Mintz, Tano Ramos, José Luis Gutierrez Molina, etc.), donde plantean lo que sucedió en una pequeña localidad y el fin cruel de unos campesinos que pidieron tierra, pan y libertad.

EL SALTO
11 enero 2018

jueves, 11 de enero de 2018

Banco de Alimentos: la caridad disfrazada


Su actividad es incesante todo el año, pero sin duda en estas fechas son los protagonistas con su «Operación Kilo».


Conscientes de la importancia de la imagen, la presentación de FESBAL —Federación Española de Bancos de Alimentos— no puede ser más benévola: luchar contra el despilfarro a través de la recogida de alimentos para dar de comer a la gente con menos recursos.

La FESBAL, los Bancos de Alimentos con marca registrada, no es más que la caridad religiosa disfrazada de solidaridad para que las nuevas generaciones acepten de mejor manera el mismo fondo que movía a la marquesa franquista de Los santos inocentes de Delibes, evitando aquellas formas casposas del pasado. Muchos de los responsables de la degradación de las condiciones de vida que hemos percibido durante los últimos años aparecen detrás de estas organizaciones caritativas y es una obligación social desenmascararlos adoptando formas de solidaridad real.

Simbolizados con el logotipo de los pajaritos comiendo de un cuenco, los Bancos de Alimentos, son organismos constituidos como fundación, normalmente en cada localidad, y agrupados en FESBAL si hablamos de España y la FEBA —Federación Europea de Bancos de Alimentos— si hablamos de Europa. Se dedican a recoger alimentos, dinero y cualquier material o servicio que de alguna forma ayude en su actividad como furgonetas, estanterías...

Esos alimentos y enseres llegan a la gente que lo necesita a través de una red de intermediarios asociados al Banco en cuestión. Y aquí es donde empieza a aparecer otra imagen distinta a la que publicitan.

Un vistazo a las memorias publicadas por la Fundación de Banco de Alimentos de Madrid, similar a las memorias de otros bancos de alimentos, revela que la práctica totalidad de los alimentos está siendo enviado a organizaciones religiosas entre las que encontramos parroquias, conventos, monasterios, organizaciones antiabortistas como Provida o la Fundación Vida, el seminario del Camino Neocatecumenal, residencias de los Legionarios de Cristo o centros relacionados con el Opus Dei. Pertenecer de alguna manera a la red, que la Iglesia católica tiene en este país, es prácticamente requisito suficiente para participar de la acumulación organizada por el Banco de Alimentos.

Es algo lógico, ya que desde sus comienzos, a pesar de su retórica «aconfesional», esta organización ha demostrado una ligazón palpable con los sectores católicos más reaccionarios.


Origen de la organización

En su origen está la creación del primer Banco de Alimentos en Barcelona en 1987 con la participación de Josep Miró i Ardèvol, expolítico de Convergencia creador también de e-cristians, del portal conservador «Forum Libertas» y luchador incansable contra el divorcio, el aborto y «la aceptación pública de la homosexualidad» (sic). La aparición de nuevos Bancos en otras localidades llevó a la creación de la Fundación de Bancos de Alimentos de España (FBAE) en 1993 de la mano del sacerdote de la prelatura del Opus Dei, Jose María Sanabria.

A partir de aquí el apoyo de determinadas instituciones y figuras políticas reaccionarias es constante. Significativo el nombramiento como presidenta de honor de la señora Ana Botella, cuya aparición en los medios como presidenta de la Fundación se debió a la decisión tomada entonces de hacer participar a la misma con una donación en una SICAV —Sociedades de Inversión de Capital Variable— llamada Gescartera, pero esa es otra historia y existe la hemeroteca para quien tenga interés.

En 1997, según el Banco de Alimentos de Lugo —la página de FESBAL dice que fue en 1996—, se reunieron los bancos creados y la FBAE para constituir la actual FESBAL. En este punto hay una contradicción en la que incurren diversas informaciones de los medios y la información suministrada por FESBAL, ya que la participación en Gescartera de FBAE, según declaraciones a la propia comisión de investigación del caso se realizó en 1998. De cualquier forma su andadura en el nuevo siglo, bajo el nombre actual, continuó por los mismos derroteros recibiendo. Han ido recibiendo donaciones de bancos y cajas, grandes empresarios y hasta un camión de 9 toneladas procedente de la Fundación Reina Sofía, por poner algún ejemplo.

RELACIÓN CON LA IGLESIA Y EL OPUS DEI...
Su relación con la Iglesia, y concretamente con el Opus Dei sigue vigente. Cualquiera que visite su página encontrará varias entrevistas a presidentes del pasado y presente de fundaciones de Bancos de Alimentos que declaran abiertamente ser socios supernumerarios del Opus. Es el caso de Mariano Posadas y José María Zárate en Valladolid. Es el caso de Manuel Pérez Hernández en Las Palmas de Gran Canaria. Es el caso de José Antonio García García en Albacete. Es el caso de Francisco del Pozo en Santander. Es el caso de Carmen de Aguirre Castellanos en Badajoz (y propietaria de dos colegios asociados a la prelatura). Es el caso de Miguel Sibón en el Campo de Gibraltar. Hay más, como las relaciones explícitas del antiguo presidente de la Federación José Antonio Busto Villa o de Vicente López-Alemany del Banco madrileño, pero no seguiremos porque son indicios suficientes como para concluir que el hecho de que hayan accedido a las presidencias por pura casualidad es del todo improbable.

Este apoyo de los poderes fácticos y esta filiación de la dirección de FESBAL se ha traducido como no podía ser de otra forma en un comportamiento lógico de defensa del statu quo.


Mantener la pobreza fuera de la lucha de clases

En 2012, tras sustraer como protesta varios carros de comida de 2 supermercados de las provincias de Cádiz y Sevilla, el Sindicato Andaluz de Trabajadores (SAT) pretendió donarlos a los bancos de alimentos. La reacción de la dirección del sevillano y de la propia FESBAL por voz de su presidente no se hizo esperar, condenando la acción y defendiendo a las grandes empresas como Mercadona, Carrefour, El Corte Inglés o Alcampo, al mismo tiempo que señalaba a todos los ciudadanos como los responsables del despilfarro y por tanto indirectamente de la situación de pobreza incluso alimenticia.

En 2014 FESBAL denuncia al Banco de Alimentos de Tetuán, una iniciativa solidaria vecinal, por «utilización de marca registrada». En colaboración con el Ayuntamiento y la policía acaban cerrando el medio de sustento de los vecinos en situación precaria por procesos de desahucio. Estas acciones, así como los premios concedidos por FESBAL a la Fundación Reina Sofía (FESBAL, 2013), a la Orden de Malta (Madrid, 2015), a la Diputación y al gerente de Mercagranada (Granada, 2011 y 2013), a la «Fundación Solidaridad Carrefour» (Ciudad Real, 2017), por poner algunos ejemplos, son disparos a la línea de flotación de la residual conciencia de clase que debería señalar inequívocamente a estas empresas e instituciones como responsables de la desigualdad social.

Y como no podía ser de otra forma se protege la imagen de algo tan útil para el poder a pesar de los casos de corrupción que afloraron en dos de sus años de actividad. Citaremos los zumos del Banco de Alimentos de Cádiz servidos a los periodistas en una rueda de prensa del PP en Sanlúcar de Barrameda en diciembre de 2013, o los alimentos del Banco de Madrid que acabaron sirviéndose a una hermandad rociera a través de un sacerdote del obispado de Alcalá de Henares en 2012 y 2013.

Se dieron cuenta porque ese año no contrataron cocineros y les sirvieron directamente los paquetes de comida con el sello del FEGA (Fondo Español de Garantía Agraria) por el módico precio de 350 euros. A mediados de 2012 también se supo que las franciscanas granadinas que regentaban la Residencia Universitaria Maria Teresa Rodón, y cobraban 600 euros por alojamiento y manutención, llevaban utilizando la comida que les suministraba el Banco de Alimentos desde hacía una década.

Este mismo año supimos por medios vaticanistas que la mitad de los conventos de monjas de la provincia de Salamanca están comiendo de lo que reciben del Banco de Alimentos, algo en línea de lo que se publicó en 2013 sobre los religiosos de «Heraldos del Evangelio» y «SOS Familia» en Madrid que utilizaban para sí mismos la comida de FESBAL para dedicarse a tiempo completo al adoctrinamiento católico. Nada de esto ha hecho que la opinión pública se cuestione, ya no los intereses reales, sino ni siquiera la eficacia de FESBAL en sus supuestas finalidades.

EL SALTO DIARIO
6 enero 2018

viernes, 5 de enero de 2018

Carlo Cafiero


Por DAVIDE BIANCO

Sin lugar a dudas, Carlo Cafiero (1846-1892) fue una figura muy importante para la historia del socialismo y del anarquismo. Particular, pero sin duda importante. Compendió el Libro Primero de El Capital de Marx (1), fue su seguidor y difusor de las ideas socialistas. Consecuentemente, en el periodo de ruptura entre la corriente marxista y la bakuninista, en el seno de la Internacional, optó por la vía anarquista.

Descendiente de familia acomodada, tras una juventud primero de seminario y después de vida mundana, y a disgusto en ambos ambientes, maduró su rabia contra la injusticia, el prestigio social y el enriquecimiento. Comprendió que el mal venía de la sociedad burguesa, del capitalismo garantizado por la propiedad privada y por el Estado, organización cómplice.

Renunciando a su clase, abandonó la condición en la que nació, se lanzó enteramente, como se suele decir, con alma y corazón —¡y también con la cartera!— a la lucha revolucionaria junto a los excluidos, a la plebe, a los explotados, los últimos de los últimos, quienes según él habrían redimido el mundo.

Vivió con Bakunin en la villa Baronata de Minusio (Suiza) en los primeros años setenta del siglo XIX, después también en Castañola, al pie del Monte Brè, en Lugano. Errante por Europa entre congresos y encuentros anarquistas, entregó toda su energía a la conspiración. Escribió textos de gran influencia para quienes fueron los compañeros de su tiempo y también para las generaciones sucesivas de militantes.

Comunismo y anarquía fue la síntesis que siempre buscó con escritos, debates… y hechos. Con Malatesta y otros partidarios de la Idea intentó alimentar la llama revolucionaria entre las gentes del sur de Italia, en el Matese. Ocuparon pueblos, izaron la bandera rojinegra, entraron en los ayuntamientos y quemaron los documentos que acreditaban la propiedad e intentaron «instaurar» —hablando a los habitantes— el comunismo libertario.

Fue profeta de un mundo nuevo que debía erigirse sobre las cenizas del viejo, humeante, lavado con la sangre y purificado con el fuego. Su abnegación total le llevó a conocer la prisión y, finalmente, la muerte en el manicomio. Sea por el tipo de vida que llevó o sea por otras causas, ese fue el trágico fin de una persona que se dedicó enteramente a un ideal que no era una moda, una simpatía o la participación esporádica en una manifestación.

En el periodo de la gesta de Ravachol y de otros ilegalistas que hicieron un flaco favor al anarquismo, así lo recordaba Malatesta a Mazzotti (íntimo amigo de Cafiero): «Carlo es grande sobre todo por su naturaleza íntima, por el tesoro de afectos, por la ingenuidad de la fe que poseía. No hay que perder estos recuerdos, sobre todo hoy que tenemos la necesidad de elevar el nivel moral de los anarquistas, que tenemos que reaccionar ante el egoísmo y la brutalidad que nos invade, para volver al desinterés, al espíritu de sacrificio, al sentimiento de amor del que Carlo fue un espléndido ejemplo»(2).

Hombre de gran corazón, elegante en las relaciones pero combativo y radical. Así lo recordaba Kropotkin: «un hombre incapaz de hacer daño a nadie, y sin embargo, tomó un fusil y marchó a las montañas de Benevento»(3).

Para algunos podría ser un poco Quijote; una persona loca que ha consumido la propia vida para morir en la locura, según otros. Pero al leer su historia se me ocurre imaginarlo como un ejemplo de empeño fuera de todo límite, a galope tendido, desinteresado y honesto, que se lanza contra cualquier injusticia. Que se lanzaría hoy, justamente, contra quienes predican el fin de la Historia e inoculan el inmovilismo en la mente de la gente.

TIERRA Y LIBERTAD
Nº 353 - Diciembre 2017

(1) Esta obra de Cafiero (Compendio de El Capital de Karl Marx) acaba de ser reeditada por Ediciones Antorcha.
(2) Pier Carlo Masini, Cafiero, Rizzoli, Milán 1974, p.37.
(3) Piotr Kropotkin, Memorias de un revolucionario, Cajica, México 1965, p.597.