viernes, 23 de julio de 2010

Unidad y variedad de España


Por HELENO SAÑA

Don Francisco Pi y Margall es uno de los españoles que con más autoridad moral y solvencia científica ha escrito sobre el eterno problema del centralismo y el anticentralismo en nuestro país. El prócer catalán era republicano y federalista, y en calidad de tal, partidario decidido de una España descentralizada, como expone en su obra Las nacionalidades con toda clase de argumentos y testimonios históricos. Ignoro si el señor Zapatero conoce lo que el insigne político y escritor dijo en su día sobre la problemática que he empezado a abordar aquí. Supongo que sí, ya que no pocos de los argumentos que utiliza para defender o justificar el Estatuto catalán parecen extraídos directamente de la pluma margalliana. Esto reza especialmente cuando el jefe del Ejecutivo identifica la descentralización política del país como un signo de progreso y niega que el incremento del autogobierno de las Comunidades Autónomas ponga en peligro la unidad de España. La argumentación zapaterista sería coherente si no silenciara que detrás de las exigencias nacionalistas de los partidos políticos catalanes late un profundo resentimiento y odio hacia la España castellana, sentimientos que en tanto perduren harán imposible la armonía entre el centro y la periferia que el bueno de Don Francisco tanto anhelaba. Pero las ínfulas catalanas de elevarse a la categoría de nación están condicionadas también por el espíritu ególatra que caracteriza a los pequeños países, rasgo al que a su vez se une un gran sentido práctico. Dada su débil estructura territorial y demográfica, se inhiben de las empresas guerreras —y éste es su rasgo positivo— para concentrarse en empresas comerciales, lo que a la larga no hace más que fomentar el apego a los bienes materiales. El capitalismo se inició en las pequeñas repúblicas y ciudades italianas de la Edad Media, y la pequeña Holanda era en el siglo XVII, según Marx, la «nación capitalista modelo». El calvinismo, que abrió las puertas del cristianismo protestante al espíritu de lucro moderno, antes de convertirse en el ideario de Inglaterra y más tarde de los Estados Unidos, se forjó en la ciudad de Ginebra. Y no es ciertamente una casualidad que la Revolución Industrial se iniciara en nuestro país —aunque casi siempre con capital extranjero— en Cataluña y el País Vasco.

El nacionalismo —tanto el de los países grandes como pequeños— es un producto burgués. Antes de surgir las naciones modernas (y el protestantismo), la tabla de valores dominante en Europa era una religión universal como la del catolicismo. En parte por su propia culpa y en parte por la ambición personal de los príncipes, el catolicismo perdió la hegemonía espiritual que había detentado durante siglos para dejar paso a otras concepciones del mundo engendradas por la ideología burguesa y nacionalista. El movimiento obrero surgido a partir de la segunda mitad del siglo XIX era antinacionalista e internacionalista, lo que explica que la primera gran organización fundada por el proletariado moderno se llamase «Asociación Internacional de Trabajadores». El levantamiento de los obreros asturianos en 1934 no fue cantonalista o separatista, sino social-revolucionario. Los dos sindicatos españoles más importantes han sido la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) y la Unión General de Trabajadores (UGT), y ninguno de los dos levantó nunca la bandera del regionalismo o del separatismo. Por eso la CNT se negó el 6 de octubre de 1934 a secundar la rebelión de Companys y demás nacionalistas catalanes contra el Gobierno de la II República.

Pi y Margall no era sólo federalista, sino, a la vez y ante todo, un hombre con una gran sensibilidad social, como testimonian los libros en que se ocupó de esta problemática. Tanto Zapatero como sus compinches catalanes son en cambio burgueses de los pies a la cabeza, por mucho que una parte de ellos militen en partidos que por inercia o por oportunismo siguen llamándose socialistas pero que de hecho han dejado de serlo. Por lo demás es harto sabido que una de las maniobras predilectas de la burguesía ha consistido en fomentar el chovinismo nacionalista para desviar a los obreros de las reivindicaciones sociales y la lucha de clases. Esto es lo que están haciendo los nacionalistas catalanes con la activa complicidad de Zapatero. El único problema realmente serio de España es el problema social, pero éste es precisamente el problema que no están dispuestos a afrontar, no sólo porque carecen de la talla para ello, sino porque, como paniaguados y aprovechados del sistema vigente, no tienen el menor interés en cambiar nada que ponga en peligro sus privilegios.

La Clave, nº 253
(17-23 febrero 2006)

lunes, 19 de julio de 2010

España 1936-1939: ¿Guerra civil o Revolución social?


Ángel J. Cappelletti

Por una curiosa coincidencia (que en realidad no es tal) los historiadores liberales y marxistas suelen llamar a lo que sucedió en España durante los años 1936 y 1939, «la guerra civil», y dan una interpretación básicamente idéntica al sentido de aquellos dramáticos acontecimientos. Para los liberales se trata de una lucha, crucial para los destinos del país y del mundo, entre la república democrática y la reacción fascista; para los marxistas, de un esfuerzo por establecer una democracia parlamentarista como antecedente de un futuro (remoto) Estado socialista, combatido a sangre y fuego por la aristocracia terrateniente, el capitalismo internacional, el clero y los militares, con ayuda de la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini. Los fascistas, por su parte, hablan de la «Cruzada» y, a veces (avatares semánticos), de la «Guerra de Liberación Nacional». Si prescindimos de esta última interpretación, que no deja de ser válida como descripción de las intenciones de los «rebeldes», ya que toda «Cruzada» supone el propósito de imponer a un pueblo «la cruz», esto es, la dominación ideológica (y política) de la Iglesia Católica, es preciso aclarar la insuficiencia de la hermenéutica liberal-marxista.

Lo sucedido en España durante aquel trienio, no fue simplemente una guerra entre republicanos y monárquicos, entre demócratas y totalitarios, entre liberales-socialistas y falangistas, sino algo mucho más hondo y transcendente: una revolución social. Surgida con ocasión del levantamiento de los militares facciosos, esta revolución, que se venia preparando desde 1931(y aún desde mucho antes), comportaba una transformación radical de las estructuras económicas y sociales, la instauración de una sociedad sin propiedad privada, sin clases y sin Estado. Sus protagonistas fueron los obreros industriales, los mineros, los campesinos asalariados o minifundistas y, en general, los trabajadores de todas las regiones de España. Pocos intelectuales participaron en ella, aunque algunos adhirieron más tarde a su proyecto. El «lumpen», que tanto falangistas como comunistas suelen presentar como actor de la gesta revolucionaria, no hizo sino seguir —a veces por mero oportunismo, a veces por desesperación heroica— el impulso creador de los trabajadores. El motor «político», por así decirlo, fue sin duda la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) (Cfr. J. Peirats, La CNT en la revolución española, París, Ruedo Ibérico; Móstoles (Madrid), Ediciones Madre Tierra, 1988). Hubo pequeños núcleos marxistas que, coincidiendo con los anarquistas y anarco-sindicalistas, adhirieron, más o menos plenamente, al proyecto revolucionario (grupúsculos del PSOE, marxistas independientes, comunistas anti-estalinistas del POUM), pero es evidente que nada hubieran podido hacer, frente a los planes del gobierno republicano-socialista y del Partido Comunista, sin el aliento encendido y la vibrante actividad de la CNT. Gracias a ésta, el enfrentamiento con los militares fascistas y con la Iglesia ultrarreaccionaria se convirtió en verdadera revolución social, con gran indignación de republicanos burgueses, socialistas y comunistas. Las tesis del Partido Comunista, formado por trabajadores de cuello blanco, pequeños rentistas, burócratas e intelectuales a sueldo del Kremlin, eran las siguientes:

1. Es preciso vencer al fascismo en armas con un ejército profesional y bien disciplinado (con sus respectivos generales y mariscales al estilo de Stalin). Trotski, organizador del ejército soviético, había escrito en su libro Los Orígenes del Ejército Rojo: «Las ventajas de una organización y una estrategia centralizada se ponen tan rápida y claramente de manifiesto que los principios fundamentales de la organización del ejército son actualmente indiscutibles» (Cfr. H. Abosch, Crónica de Trotski, Barcelona, 1974, pág. 72).

2. La meta política es el establecimiento de una república parlamentaria y la instauración de una democracia representativa. Es preciso construir un Estado que asegure la libertad de prensa, el laicismo, la educación popular.

3. De ninguna manera se debe aspirar a una colectivización masiva y, sobre todo, es preciso evitar que los sindicatos y las agrupaciones obreras y campesinas tomen en sus propias manos la dirección de fábricas y explotaciones agrícolas. «La consolidación de la república burguesa» era el lema proclamado por el Partido Comunista. Consideraba que de ello dependía el futuro del socialismo en España. Fácilmente se comprenderá que los socialistas reformistas y los republicanos estuvieran encantados con los comunistas. Éstos se habían dejado ganar por el «buen sentido» burgués. «Paso a paso y ordenadamente» parece una consigna sensata (y tal vez lo sea), pero la historia demuestra que es una consigna contraproducente cuando se lanza en un contexto y en una situación social revolucionarios.

Los bolcheviques habían adoptado ya, con Lenin, esa consigna, organizando un ejército profesional (y, por tanto, feudal), enajenando el poder de los soviets en un omnipotente Politburó. Lo que pudo haber sido el primer país socialista del mundo se convirtió así en un gigantesco imperio tecno-burocrático (cuya analogía histórica más cercana parece encontrarse en el milenario mandarinato chino) y generó una nueva y lamentable especie de capitalismo de Estado (Cfr. A. Guillén, El Capitalismo Soviético: Última etapa del Imperialismo, Madrid, 1979). Este programa, aconsejado tanto por la «prudencia» reformista como por los intereses de la Rusia de Stalin, dio lugar a una lucha sin cuartel contra los anarquistas y la CNT y contra el POUM (errónea o maliciosamente calificados de «trotskista» por la ortodoxia estalinista).

Los burócratas comunistas (como Comorera en Barcelona) pusieron toda clase de obstáculos a la labor revolucionaria de la CNT; la brigada de Líster saqueaba las colectividades anarquistas de Aragón, etc. En mayo de 1937 organizaron una redada de exterminio contra el POUM, que Orwell describe magistralmente en su Homenaje a Cataluña.

No pocos anarquistas, como el brillante periodista y escritor italiano Camilo Berneri, fueron también asesinados. Los comunistas, numéricamente insignificantes pero muy disciplinados y hábiles en la intriga política, habían logrado con el apoyo de la Unión Soviética (que no entregaba armas a la República y menos a los Sindicatos sino sólo al Partido, por intermedio de un siniestro personaje llamado Ostrowski) dominar de hecho el gobierno central. Negrín y sus acólitos les servían de testaferros 8Cfr. Gastón Leval, Ne Franco ne Stalin, Milán, 1952).

La prensa comunista, secundada por buena parte de la republicana y la socialista, desató una campaña de calumnias contra la CNT y los anarquistas (campaña que, por lo demás, tenía un ilustre precedente histórico en el panfleto de Engels, Los bakuninistas en acción). Mientras luchaban, pues, contra republicanos burgueses, socialista reformistas y comunistas estalinianos en el frente interno y contra los fascistas en el externo (con hombres de la talla de Durruti y Cipriano Mera) (Cfr. J. Llarch, La muerte de Durruti, Madrid, 1976; A. Proudhommeaux, Cahiers de terra libre, 1937), la CNT, la FAI y los anarquistas realizaron entre 1936 y 1939 la más profunda experiencia revolucionaria de nuestro siglo (Cfr. Vernon Richards, Enseñanzas de la Revolución española, Madrid, 1977), después del fracaso de la Revolución rusa, con la derrota de Majno (Cfr. Volin, La Revolución desconocida, Buenos Aires) y el exterminio de los obreros y marinos de Kronstadt por obra de Lenin y Trotski (Cfr. Emma Goldman, Living my Life; D. Guerín, Ni Dios ni Amo, Madrid, 1977, II, pág. 166 ss.) Esta revolución social tendía a instaurar el único socialismo «real» y posible, el que atribuye todo el poder a todo el pueblo trabajador, sin mediaciones políticas y sin manipulaciones burocráticas (Cfr. Anatol Gorelik, Cómo conciben los anarquistas la revolución social, Barcelona, 1936). Y, sin embargo, tanto la prensa «democrática» y «socialista» como la literatura académica parecen olvidar o minimizar el alcance de la misma, cuando no la consideran como un hecho antihistórico (Cfr. E. Líster, Nuestra guerra, París, 1966).

Como muy bien dice Noam Chomsky: «En las obras de Historia recientes esta revolución esencialmente anarquista, que condujo a un importante cambio social, es tratada como una especie de aberración, un molesto contratiempo que impedía la victoriosa prosecución de la guerra y la protección del régimen burgués amenazado por la rebelión franquista» (American Power and the New Mandarins, 1969, pág. 65).

¿En qué consistió concretamente esta Revolución y cuáles fueron sus bases ideológicas? ¿Cuáles fueron sus metas y en qué medida se lograron? «En 1930 —recuerda Frank Mintz— se publicó un libro que iba a ser el respaldo ideológico del anarquismo español y que el Comité Nacional de la CNT mando traducir. Era del anarcosindicalista francés Pedro Besnard, Les Syndicats ouvriers et la revolution sociale. Describía el autor la toma de las industrias por los sindicatos y su gestión federalista» (La autogestión en la España revolucionaria, Madrid, 1977, pág. 45). El esquema que reproducimos tal como lo da el mismo Mintz, era el siguiente: «Industria: “Comités de talleres, consejo de fábrica, sindicato obrero de industria, uniones locales y regionales; federaciones nacionales e internacionales de industria; consejo económico del trabajo”. Cada organismo “será revocable a cada momento por estas asambleas o congresos”. Agricultura: (Granjeros y arrendatarios). “Había que esforzarse por hacerles entender la necesidad de la explotación común y colectiva”. “De este modo, sólo quedarán dos formas de explotaciones agrícolas: las explotaciones colectivas y las explotaciones artesanales”. La supresión de la herencia hará desaparecer por entero la segunda categoría al cabo de una generación”. Intercambio internacional: “El trueque y el pago en moneda”. “El oro no será más que un medio, un instrumento de evaluación y nada más”. Intercambios nacionales: “Conocemos demasiado las distorsiones del dinero para continuar utilizándolo en los intercambios. (La distribución se hará) con la presentación de la libreta de trabajo o de individualidad. (Los precios serán invariables y se evaluarán en antigua moneda y no habrá ‘pago real’, será un ‘juego de letras’)”. Conclusión: “No vengan, sobre todo, por incapacidad o pereza, a afirmar otra vez, como se ha hecho hasta ahora, que la improvisación bastará para todo y que es inútil prever”.» No faltaron, por lo demás, entre los mismos militantes españoles de la CNT expositores claros y lúcidos de las bases ideológicas de la revolución social y de los planes y medios orgánicos para su realización práctica. Citemos, como ejemplo, al médico Isaac Puente y al periodista Diego Abad de Santillán (Cfr. F. Mintz, op. cit., págs. 48-49). El primero de ellos «refutaba en ocho puntos los prejuicios contra el comunismo libertario; presentaba un cuadro comparativo de la organización política y de la organización de la Sociedad sin Estado y sin propiedad particular. Para esto no hay necesidad de inventar nada, ni de crear ningún organismo nuevo. Los núcleos de organización, alrededor de los cuales se organizará la vida económica futura, están ya presentes en la sociedad actual: son el Sindicato y el Municipio libre» (El comunismo libertario, 1932, pág. 6). Santillán, a su vez, exponía así su visión del camino a recorrer, cuya ventaja era, como dice Mintz, «que racionalizando la sociedad tal como era, y la fuerza del ejemplo convenciendo a los demás, se instauraba el comunismo libertario sin mayores obstáculos»: «Hay diversas organizaciones obreras en España; todas deben contribuir a la reconstrucción de la economía y a todas se les debe dejar su puesto. La revolución no rehúsa ningún aporte en ese terreno; luego, fuera de la producción y de la distribución equitativa, obra de todos y para todos, cada cual propiciará la forma de convivencia social que mejor le agrade de igual forma no negaremos el derecho a la fe religiosa a los que la tengan, como a su ostentación» (El organismo económico de la revolución, Barcelona, 1936, pág. 33). Es cierto que, como anota Mintz, estas ideas (sobre todo las referentes a la libre asociación y a la libertad de religión) no fueron respetadas por muchos anarquistas, pero eso fue más fruto del apasionamiento provocado por la lucha de clases que consecuencia de los planes y programas de la CNT. Veamos, por ejemplo, lo que sucedió en una de las regiones donde menos arraigó el impulso revolucionario anarquista y anarco-sindicalista, es decir, en Castilla. Comencemos por el campo, donde desde 1931 habían triunfado los partidos de derecha (Cfr. Richard A. H. Robinson, Los orígenes de la España de Franco, Barcelona, 1974, pág. 85, 131 ss.).

A un mes del final de la guerra y del triunfo fascista había allí unas doscientas cuarenta colectividades agrarias, que comprendían veintidós mil seiscientas sesenta y cuatro familias (José Luis Gutiérrez Molina, Colectividades libertarias en Castilla, Madrid, 1977, pág. 26). En las colectividades, el afiliado «entraba a formar parte de éstas con todas sus pertenencias, que las ponía en el fondo común de la colectividad» y «si alguno quería retirarse, por norma general podía llevarse aquello que aportó en el momento de su ingreso y que constaba en el libro de registro de la colectividad» (Ibid., pág. 28). «Una de las mayores aspiraciones era la desaparición del salario, y para ello cada colectivista, a veces, tenía derecho a una serie de productos y una retribución familiar. Por ejemplo, en la colectividad de Dos Barrios, en la provincia de Toledo, los solteros cobraban treinta y dos pesetas, y los matrimonios cuarenta y cinco, añadiéndose quince pesetas por hijo que trabajaba y una por hijo que no trabajaba. Los ancianos e inválidos cobraban doce pesetas. En cuanto a los hijos de las viudas, la retribución era igual a la de los hijos de los matrimonios. Los huérfanos tenían oportunidad de acogerse a una casa-colegio que la colectividad había fundado; si no, recibían quince pesetas. Y así, con escasas diferencias, sucedía en todas las localidades donde existía una colectividad» (Ibid., pág. 28) (Cfr. Macario Royo, Cómo implantamos el comunismo libertario en Mas de las Matas, Bajo Aragón, Barcelona, 1934).

Estas empresas autogestionarias —contra lo que la prudencia burguesa preveía y contra lo que los comunistas esperaban— fueron sumamente eficientes y, en medio de la guerra y de toda clase de dificultades, entre las cuales no era la menor la sorda oposición del gobierno de Madrid, aumentaron notablemente la producción. Para citar un ejemplo, entre tantos posibles: La colectividad del pueblo castellano de Tielmes de Tajuña (fundada el 17 de diciembre de 1936), cuyos miembros habían aportado «todo lo que tenían; los pequeños propietarios, sus tierras, sus simientes, sus aperos, sus productos, ¡su dinero!; los pobres de solemnidad, sus brazos y su buen deseo de procurarse una vida menos azarosa que la anterior», logra en 1937 una cosecha muy superior a la del año anterior «que comprende dos mil quinientas fanegas de cebada, mil quinientas de trigo, ochocientas de avena, sesenta mil kilos de patatas, treinta mil de judías, setenta y cinco mil de aceite, ochenta mil de aceitunas y seis mil arrobas de vino. Las hortalizas recolectadas ascienden a los cien mil repollos, ciento treinta mil pimientos, ciento diez mil tomates, cuarenta mil coliflores y la fruta de cien mil manzanos, trescientos perales y cuarenta ciruelos» (Ibid., págs. 29-30). Agustín Souchy ha estudiado las colectividades aragonesas en su libro Entre los campesinos de Aragón, 1937. Elocuentes cifras podrían traerse de las colectividades agrarias de Cataluña, Valencia, etc. Basta recordar que casi las únicas divisas que ingresaron a la República entre 1936 y 1939 provenían de los citrus exportados por las colectividades levantinas. ¿Cómo referirnos, sin ocupar (docenas de páginas), al funcionamiento de la industria autogestionaría en manos de la CNT? ¿Qué decir, por ejemplo, de los teléfonos y tranvías de Barcelona, jamás tan eficientemente manejados como cuando se hicieron cargo de ellos los ptrpios trabajadores? (Cfr. W. Tauler, Les tramways de Barcelona, 1936-1939, Ginebra, 1975). ¿Qué decir de las fábricas que los obreros, mayoritariamente anarcosindicalistas, llevaron a su más alto grado de productividad en Tarrasa, en Sabadell, en todos los pueblos industriales de Cataluña? (Cfr. Gaston Leval, Colectividades libertarias en España, Madrid, 1977).

Nos limitamos a citar algunos párrafos de Daniel Guerín (que transcribe J. Gómez Casas en su Historia del anarco-sindicalismo español, Madrid, 1969: «En octubre de 1936 se celebró en Barcelona un congreso sindical en que se hallaban representados seiscientos mil trabajadores, cuyo objeto era el de estudiar la socialización de la industria. La iniciativa obrera fue institucionalizada por un decreto del gobierno catalán, fechado el 29 de octubre de 1936 que, aun reconociendo el hecho consumado, introdujo en la autogestión un control gubernamental. Se crearon dos sectores, uno socialista, otro privado. Estaban socializadas las industrias de más de cien trabajadores. Las de cincuenta a cien obreros podían serlo mediante la petición de las tres cuartas partes de los trabajadores, e igualmente aquellas cuyos propietarios habían sido declarados “facciosos” por un tribunal popular, o habían abandonado la explotación. Por fin, aquellas cuya importancia dentro de la industria nacional, justificaba que fueran tomadas al sector privado. De hecho, gran cantidad de industrias deficitarias fueron socializadas». «La fábrica en régimen de autogestión estaba dirigida por un comité compuesto de cinco a quince miembros, nombrados por los trabajadores en asamblea general, con mandato de dos años, la mitad de los cuales se renovaba cada año. El comité designaba un director al que delegaba todos o parte de sus poderes. En las empresas muy importantes el nombramiento debía ser aprobado por el organismo de control. Por otra parte, un observador del gobierno era designado “directamente en cada comité de gestión. No se trataba ya de una autogestión integral, sino más bien de una cogestión, en estrecho contacto con el Estado”.» «El Comité de gestión podía ser revocado bien por la asamblea general, bien por el Consejo General de la rama de industria, compuesto por cuatro representantes de los comités de gestión, ocho de los sindicatos obreros y cuatro técnicos nombrados por el organismo de control. Este Consejo general planificaba el trabajo y fijaba el reparto de los beneficios. Sus decisiones tenían carácter ejecutivo.» «El decreto del 24 de octubre de 1936 era un compromiso entre la aspiración a la gestión autónoma y la tendencia a la tutela estatal, a la vez que una transacción entre capitalismo y socialismo. Fue redactado por un ministro libertario y aceptado por la CNT porque algunos dirigentes anarquistas participaban en el Estado. Si disponían ellos mismos de los resortes estatales de acción, ¿cómo hubieran podido negarse a la ingerencia del Estado en la autogestión? Una vez introducido en el redil, el lobo termina, poco a poco, por hacerse dueño.» Este tipo de autogestión limitada, análogo al que había de instaurarse en Yugoslavia y en la China de Mao, no conformó, sin embargo, a la mayoría de los trabajadores anarcosindicalistas. «Aquí se marcaba ya —dice Gómez Casas— la oposición paulatina que se establecería en los comités responsables de la Confederación, respaldados por acuerdos orgánicos, entre la posición colaboracionista y la acción revolucionaria constructiva de base.»

Esta acción revolucionaria condujo, sin embargo, a una más auténtica autogestión en muchas industrias y centros fabriles, solucionó algunos de los gravísimos problemas que la instauración del régimen autogestionario suele plantear (como la superación del particularismo, que establece desniveles entre colectividades ricas y pobres), reorganizó profesiones enteras, cerrando pequeñas industrias improductivas. En Cataluña, por ejemplo, según datos de Guerín, las fundiciones, de setenta a veinticuatro; las curtiembres, de setenta y una a cuarenta; las cristalerías, de un centenar a una treintena. Pero este proceso también fue obstaculizado por los comunistas estalinianos y los socialistas reformistas, que se oponían a la confiscación de bienes de la pequeña burguesía y mostraban un religioso respeto por la propiedad privada. En términos generales, y aun contando con las señaladas limitaciones y obstáculos, la colectivización fue un éxito gracias a la fuerza combativa de los obreros anarcosindicalistas. Dice Guerín: «De igual modo que había sucedido en el sector agrario, la autogestión insdutrial fue un éxito notable. Los testigos presenciales no regatearon elogios, sobre todo en lo concerniente al buen funcionamiento de los servicios públicos en régimen de autogestión. Un número considerable de empresas, si no todas, fueron dirigidas de manera notable. La industria socializada aportó una contribución decisiva a la guerra antifascista. El pequeño número de industrias de armamento construidas en España antes de 1936 lo habían sido fuera de Cataluña: en efecto, la clase patronal no tenía confianza en el proletariado catalán. En la región de Barcelona se hizo preciso reconvertir urgentemente las fábricas para ponerlas al servicio de la defensa republicana. Obreros y técnicos rivalizaron en ardor y en espíritu de iniciativa. Al frente de guerra empezó prontamente a llegar un material fabricado principalmente en Cataluña. Un esfuerzo considerable se orientó también hacia la fabricación de productos químicos indispensables a la guerra. En el terreno de las necesidades civiles, la industria socializada no demostró menos audacia. Se lanzó a la transformación de las fibras textiles, hasta entonces nunca practicada en España, trató el cañado, el esparto, la paja de arroz y la celulosa».

En términos generales, el proceso revolucionario en la España de 1936-1939, puede resumirse así: Los gobernantes republicanos no consultaron a las bases ni dieron a la clase trabajadora más participación que la del voto. Inclusive la colectivización fue una decisión tomada desde arriba. Pero, como dice Mintz, «si bien los líderes elegían la alianza con la burguesía republicana y postergar los anhelos anarquistas, la base no se preocupaba de esta orientación, lo que explica la aparición de la autogestión, a pesar de todo y de todos los jefes».

Caracas, 1986.

miércoles, 14 de julio de 2010

Clases y partidos en la Revolución francesa

La Revolución francesa suele presentarse como un levantamiento triunfante de la burguesía contra el dominio de la aristocracia, cuyo fruto político fue la sustitución de la monarquía absoluta por una república democrática. La historiografía oficial apoyó, desde los mismos años que presenciaron los hechos revolucionarios, tal versión. Una larga serie de historiadores, desde Louis Blanc hasta Daniel Guérin, pasando por Jean Jaurés, ha propuesto, sin embargo, interpretaciones diferentes, que tienden a poner de relieve la participación de las clases populares y los componentes «socialistas» de la revolución, aunque dichas interpretaciones están lejos de concordar entre sí. Lo importante parece señalar la acción del pueblo en la gesta revolucionaria, junto a la existencia de un pensamiento «comunista» (Mably, D’Argenson) y, más que «liberal», «libertario» (Maréchal, Diderot), en los escritores de la época.

La burguesía llevaba un plan claro y definitivo, que tendía a establecer, en lo político, un Estado unitario (con la eliminación de los privilegios feudales y de las autonomías locales) y una monarquía constitucional, sujeta a la vigilancia del parlamento (integrado por propietarios y burgueses), y, en lo socio-económico, el absoluto laissez faire, es decir, «libertad entera de las transacciones para los patronos y estricta prohibición de coaliciones entre los trabajadores» (Kropotkin, La gran revolución). El pueblo, en cambio, no tenía un proyecto definido, aunque sus ideas eran claras respecto a lo que debía destruir. Se fundaban en el odio a la aristocracia ociosa, al clero justificador de la opresión, a las instituciones del Antiguo Régimen. Tenían sus raices «en la desesperación del campesino, cuando el hambre reinaba en las villas y en las aldeas» (Kropotkin, op. cit.). Ahora bien, sin esas ideas deletéreas y sin ese odio alimentado por la secular opresión, la burguesía nunca hubiera conseguido derribar la monarquía y poner fin al feudalismo. En los Estados Generales, las clases populares no tuvieron casi representación alguna. La burguesía se atribuyó el papel de portavoz de las mismas, pero al mismo tiempo evitó cualquier planteamiento tendiente a satisfacer sus esenciales aspiraciones, como el otorgamiento de la tierra a las comunidades de trabajadores agrarios. Todo lo que tuvo alguna importancia en las resoluciones de la Asamblea del Tercer Estado se debió a la presión de las clases bajas, sin las cuales los «valerosos» representantes de la burguesía no hubieran conseguido vencer su timidez. En los meses previos a la toma de la Bastilla se delineaban con toda claridad dos corrientes revolucionarias, que representaban los ideales y las aspiraciones de clases diferentes: el movimiento político de la burguesía y el movimiento popular. «Ambos se daban la mano en ciertos momentos, en las grandes jornadas de la Revolución, por una alianza temporal, obteniendo grandes sobre el Antiguo Régimen. Pero la burguesía desconfiaba siempre de su aliado del día, el pueblo. Así se caracterizaba lo ocurrido en julio de 1789. La alianza fue concluida sin buena voluntad por la burguesía y por lo mismo, ésta se apresuró el día 15 y aún durante el movimiento a organizarse para sujetar al pueblo rebelde» (Kropotkin, op. cit.).

Es evidente que la emergente burguesía utilizó a las clases bajas en su lucha contra el absolutismo y la aristocracia, pero es igualmente claro que en ningún momento dejó de sentir hacia aquellas clases una profunda desconfianza y un temor no injustificado, ya que el propósito de las mismas no era otro que el de hacer efectivas la libertad y la igualdad proclamadas por la revolución, lo cual suponía acabar también con toda expectativa de predominio burgués. En el proyecto de la burguesía se contemplaba la instauración de una monarquía constitucional (al estilo inglés) más bien que la de una república democrática. Cuando los campesinos exigieron la total abolición del derecho feudal (ya en 1789), los burgueses reaccionaron con miedo y, tras una aparente prudencia legislativa, escondieron su temor a la igualdad social. Con frecuencia se armaron y combatieron contra los campesinos: «El pánico se apoderó de los burgueses y se esperaba a los “bandidos”. Se habían visto “seis mil” avanzando para saquear todo, y la burguesía se apoderaba de las armas existentes en el Ayuntamiento o en las armerías, y organizaba su guardia nacional, temiendo mucho que los pobres de la ciudad, haciendo causa común con los “bandidos”, atacasen a los ricos» (Kropotkin, op. cit.).

La historiografía liberal suele ignorar esta confrontación, no pocas veces violenta, entre la burguesía (ansiosa por apoderarse de los bienes de la nobleza y del clero y por asumir los cargos importantes del gobierno y la administración) y el pueblo rural y urbano. Jean Jaurés la señaló ya en su Historia socialista de la Revolución francesa, pero la historia oficial nada dice de las milicias creadas por la burguesía para aplastar a los aldeanos inconformes y de las duras leyes que los diputados burgueses votaron en la Asamblea para reprimir sus protestas. Es claro que a estos hechos no se debe aludir en las celebraciones gubernamentales y diplomáticas ni en los homenajes «centenarios» (organizados por mandatarios «socialistas»).

La Revolución francesa, a diferencia de la inglesa (1648-1657), no se contentó con afirmar la libertad religiosa, sino que estableció las bases de la igualdad social y hasta llegó, como dice Kropotkin, a «proclamar los grandes principios del comunismo agrario, que veremos surgir en 1793». En Inglaterra la burguesía accedió al poder político y logró una gran prosperidad comercial e industrial, aunque no sin verse obligada a compartir el uno y la otra con la aristocracia. Pero, aunque ésta era también la meta de la alta burguesía de Francia, aquí la revolución «fue sobre todo un levantamiento de los campesinos: un movimiento del pueblo para entrar en posesión de la tierra y librarla de las obligaciones feudales que pesaban sobre ella; y aunque había en esto un poderoso elemento individualista —el deseo de poseer la tierra individualmente— había también el elemento comunista: el derecho de toda la nación a la tierra, derecho que veremos proclamar altamente por los pobres en 1793» (Kropotkin, op. cit.).

Mientras la burguesía entendía la proclamada «igualdad» como igualdad ante la ley, el pueblo la interpretaba como igualdad social y económica y se esforzaba por llegar al nivel de la realidad concreta lo que no era sino una abstracción jurídica. La «Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano», basada en la «Declaración de la Independencia» de los Estados Unidos y redactada por representantes de la burguesía, seguía considerando «inviolable y sagrado» el derecho de propiedad. El célebre abate Siéyes, vocero de esa burguesía, proponía por entonces una división general de la población de Francia en ciudadanos activos, es decir, propietarios (con derecho a elegir para el gobierno) y ciudadanos pasivos, esto es, proletarios (sin derechos políticos). Poco después, la Asamblea, dominada por representantes de la burguesía, acogía esta dicotomía como principio esencial de la Constitución, con lo cual la igualdad, «apenas proclamada, era —como dice Kropotkin— vílmente violada» (op. cit.). Desde entonces, los usufructuarios (ya que no los únicos protagonistas, como se pretende) de la Revolución, interpretaron el principio de igualdad anunciando que «todos los hombres son iguales, pero algunos son más iguales que otros». La lucha de clases durante la Revolución francesa se desarrolló entre tres contendientes principales:

1. La aristocracia y el alto clero, que poseían la mayor parte de las tierras útiles, apoyaban a la monarquía absoluta y eran apoyados por ella.

2. La burguesía, nueva clase emergente, que aspiraba a sustituir a la aristocracia en el gobierno y en la propiedad territorial, contraria al feudalismo y al absolutismo real, y proclamaba la libertad individual y la igualdad ante la ley.

3. El pueblo urbano y rural, formado por artesanos, obreros, peones, soldados, campesinos sin tierra, etc., que apoyaba, en principio, la lucha contra el feudalismo y la monarquía; que aspiraba a una igualdad real (social, política y económica) y a una libertad efectiva, y que fue quien vertió su sangre por la Revolución.

La burguesía, con ayuda del pueblo, venció a la aristocracia. Pero se quedó con los bienes y aun con los privilegios de ésta, y para defenderlos se vio obligada a sostener una lucha, mucho más dura y cruel que la primera, contra el pueblo mismo sobre cuyas espaldas se había encaramado.

Las clases sociales en pugna tenían sus órganos políticos que, si no eran partidos en el sentido actual de la palabra, asumían el papel de éstos en los cuerpos legislativos, en los poderes públicos, en le periodismo, etc.

1. los aristócratas y el clero formaban el partido del absolutismo, que luchaba por la defensa del statu quo y por la conservación de los privilegios feudales. En un momento dado (durante el Terror), este partido se tornó enteramente clandestino. De hecho, llegó a ser el partido de los «emigrados», víctimas compadecidas y mimadas por las cortes alemanas y por el Papa. Este partido representaba obviamente la extrema derecha, que no careció de ideólogos brillantes como De Maistre.

2. En el seno ya de los enemigos del absolutismo, la burguesía estaba representada por diversos grupos o partidos que, de derecha a izquierda, eran:

a) Los monárquicos constitucionales (admiradores de las instituciones inglesas).

b) Los girondinos, partidarios de una república moderada.

c) Los jacobinos, que proponían una lucha radical contra la monarquía y el feudalismo, y aspiraban a la total liquidación del poder de la nobleza y del clero. Dentro del partido jacobino se dieron diferencias ideológicas importantes, que configuraron tendencias contrapuestas. Robespierre, pese a su personalidad de censor y de verdugo, fue un moderado, que consideraba postergable el planteamiento de la cuestión agraria y de los problemas sociales. Más hacia la izquierda se situaba Marat y más todavía Hebert, el cual se inclinaba ya hacia las ideas comunistas, aunque seguía considerando la conquista del poder político más importante que cualquier cambio en el régimen de la propiedad.

Constituye un grave error la exaltación del jacobinismo como la «izquierda» de la revolución. Los jacobinos fueron, en realidad, la izquierda de la burguesía. El terror que instauraron estaba ideológicamente vinculado con su concepción centralista del Estado, con su idea de la «dictadura democrática», con su propósito de utilizar al pueblo antes que de serle útil. En este error incurrieron muchos historiadores marxistas-leninistas, como A. Soboul (La Revolution francaise), que, aun reconociendo el papel de la masa popular en la gesta revolucionaria, trataron de minimizar, con óptica rigurosamente estalinista, los intentos de autogestión y de democracia directa, puestos de relieve, en cambio, por D. Guérin y, ya antes, en alguna medida, por M. Aulard. Más allá del jacobinismo, aunque originadas en él, surgieron las sociedades secretas comunistas, promovidas desde 1794 por Babeuf y Buonarroti, que postulaban la nacionalización de la tierra. Pero más allá de este comunismo centralista (llamado a desembocar en Blanqui y en Lenin), hay todavía un comunismo abierto y popular, muchas veces libertario y federalista, desarrollado en calles y plazas y predicado en las secciones de barrios, cuyos exponentes fueron, entre otros, Varlet, Chalier, Leclerc, Jacques Roux («el cura rojo») (M. Dommanget, Jacques Roux. Le curé rouge, 1948), Dolivier (cura de Mauchamp y autor de un Ensayo sobre la justicia primitiva), Boisel (que escribió el Catecismo del género humano), L’Ange (a quien Michelet considera como un predecesor de Fourier). Pero también el redactor del célebre Manifiesto de los Iguales, Sylvain Maréchal, rechaza tanto la propiedad privada como cualquier forma de gobierno (M. Dommanget, Sylvain Maréchal L’egalitaire, 1950). Ésta era la ideología de las clases populares; ésta era la verdadera izquierda de la revolución. «No más propiedad individual de las tierras: la tierra no es de nadie. Reclamamos y queremos el disfrute común de los frutos de la tierra: los frutos son de todo el mundo», dice Maréchal en el Manifiesto. Pero también declara allí que, «al instaurarse la comunidad de bienes, desaparecerá toda diferencia entre gobernantes y gobernados, y afirma tácitamente la abolición del Estado». Maréchal no fue el único anarquista de la revolución, aunque sí el más representativo, como dice Leo Valían («La genesi dell’ anarchismo», en Anarchici e anarchia nel mondo contemporaneo, 1971). De hecho, en 1793, los burgueses girondinos y aun jacobinos solían llamar a los oradores y periodistas populares, cuyas voces eran oídas en las secciones comunales, «anarquistas».

Un balance de los hechos e ideas que conformaron «la Gran Revolución» nos obliga, pues, a afirmar que en ella el papel protagonista correspondió al pueblo más que a la burguesía (aunque ésta lograra capitalizar para sí sus éxitos militares); que desde el comienzo se advirtió una poderosa tendencia al comunismo (que se puede encontrar inclusive en filósofos como el girondino Condorcet); que los municipios y las secciones barriales, es decir, los organismos de base, tuvieron un papel fundamentalísimo; que en los hechos revolucionarios pesó más la acción espontánea del pueblo que la planificada estrategia de los partidos burgueses; que la extrema izquierda de la revolución no la configuraron los jacobinos de Robespierre, de Saint-Just, de Marat o de Hebert, ni siquiera los «iguales» de Babeuf y Buonarroti, sino los «anarquistas» como el cura Roux, L’Ange, Maréchal y congéneres, cuyas fortalezas eran las secciones y clubes de barrio.

En el campo —y no debe olvidarse ni por un momento, frente al protagonismo de París, que la Francia de 1789 era aún mayoritariamente rural— los aldeanos exigieron la abolición de los privilegios feudales y despojaron a los aristócratas de aquellas tierras que en los siglos anteriores le habían sido arrebatadas a la comuna. Al mismo tiempo, luchaban contra la influencia del clero, protegían a los descamisados y detenían a los nobles que regresaban de la emigración para atentar contra la República. Más aún, lograban detener al rey fugitivo y a su familia.

En París y en las ciudades la Comuna llegó a ser el instrumento de los descamisados contra la monarquía, los aristócratas conspiradores y los reaccionarios príncipes alemanes. En un momento dado, emprendió inclusive la tarea de nivelar las fortunas. Fue el verdadero agente de la deposición del rey y bien puede decirse que a ella, y no a la Asamblea de los diputados burgueses, se debe el fin de la monarquía. A partir del 10 de agosto constituyó la verdadera fuerza de cambio y no cabe duda de que la Revolución mantuvo su ímpetu y su vigor mientras la Comuna siguió viva. Ella fue el alma de la Revolución. En su seno floreció la verdadera izquierda del momento, cuyas aspiraciones y proyectos, un tanto vagos e imprecisos sin duda, iban más allá de todos los planes jacobinos y trascendían de hecho, en muchos aspectos, el programa de Babeuf y los iguales.

La Comuna no constituía un cuerpo ni sus miembros habían surgido de una elección popular, precisamente porque era el pueblo mismo, en su función de autogobierno. La fe en la democracia representativa, que la burguesía supo imponer al pueblo, todavía no había arraigado en él. De tal modo, la Comuna, a través de sus secciones de barrio y de sus «tribus» (como se las llamaba), formaba otros tantos órganos de administración popular, en los cuales ni por un momento dejaba de tener activa y directa participación del pueblo revolucionario (Kropotkin, op. cit.).

Varias pruebas del arraigo de la Comuna, como órgano directo de los trabajadores urbanos y rurales y como instrumento revolucionario en las coyunturas de cambio, se encuentran en la historia de Francia. En la Edad Media, la agrupación de comunas (de gremios, de guildas, etc.) originó la ciudad libre, que opuso exitosamente su estructura esencialmente horizontal al verticalismo de la sociedad feudal. Al ser invadida Francia en 1871 por los ejércitos germanos, se levantó no sólo contra el Imperio Prusiano sino también contra el Imperio Napoleónico y contra la República burguesa, la gloriosa Comuna de París (H. Koechlin, Ideologías y tendencias en la Comuna de París, 1965).

Cuando se inició la Revolución francesa, el pueblo se dio una organización espontánea, pero no por eso menos firme, para enfrentar la lucha contra la reacción monárquica y, sin duda, también contra las pretensiones hegemónicas de la burguesía emergente. Ésta, que veía en la democracia representativa, cuyo amplio margen de manipulación la favorecía, el único medio para lograr sus fines, había dividido la ciudad de París en sesenta distritos que debían nombrar los electores de segundo grado. Tales distritos, una vez hecha la elección, debían desaparecer. Y, sin embargo, no lo hicieron. Por obra del pueblo, es decir, de las bases militantes que constituían, al margen de todos los clubes políticos girondinos o jacobinos, la autentica izquierda de la revolución, siguieron viviendo. Más aún, se auto-organizaron y llegaron a constituirse, por la acción espontánea pero consciente de sus miembros, en órganos permanentes de la administración urbana, con plena autonomía, pero no sin una coordinación que a todos les vinculaba para el logro de los fines comunes. Se hicieron cargo así de las funciones que correspondían hasta entonces a la judicatura y a los diferentes ministerios. De tal manera, la Comuna comenzó a organizarse con un movimiento de abajo hacia arriba, a partir de la libre iniciativa popular, bajo la forma de una liga o federación de organismos barriales o de distritos. La oposición ideológica y la lucha de clases se manifestaba en aquel momento como renuncia de los diputados burgueses de la Asamblea Nacional (que representaban toda la gama ideológica, desde los monárquicos constitucionales hasta los republicanos jacobinos) a discutir la Ley Municipal, mientras por otra parte las bases populares (los militantes de las secciones y los barrios, que poco se cuidaban de la República burguesa, y que constituían una izquierda afecta a la democracia directa), pretendían conservar, por encima de todo, la autonomía barrial y comunal, y preservar la federación de las secciones en lugar de cualquier forma de Estado centralizado. Este principio de federación y libre asociación, cuyos fundamentos podrían encontrarse en enciclopedistas como Helvetius, era de hecho la piedra de toque de la izquierda en la Revolución francesa y la mejor aspiración del pueblo frente a la burguesía, que intentaba ocupar el sitial de la antigua aristocracia. El principio se extendió a toda Francia. Las ciudades del interior se vincularon entre sí y con la Comuna de París, a través de lazos enteramente ajenos al parlamentarismo y a la representatividad burguesa. Y esto confirió una fuerza irresistible a la Revolución (Kropotkin, op. cit.). Ya Michelet señalaba con agudeza el vigor de la acción directa del pueblo frente raquitismo de la acción burguesa parlamentaria, pretendido símbolo de la unidad nacional republicana. A. Aulard, Henri See y, más recientemente, Daniel Guérin, han demostrado que fue la acción popular, centrada en las secciones y en los barrios (es decir, la acción de la Comuna, autogestionada) la que promovió, más allá de la prudencia, de la pusilanimidad o de los oscuros intereses de los representantes burgueses, todo cuanto hubo de verdaderamente revolucionario en la Gran Revolución Francesa.

Caracas, 1989.

Angel J. Cappelletti, Ensayos libertarios. Ed. Madre Tierra, 1994.