sábado, 18 de abril de 2020

Cambiar todo para que todo siga igual


14 de abril de 2020

El mundo, tal como lo hemos conocido, está llegando a su fin. Ante nuestros ojos están teniendo lugar a gran velocidad cambios enormes que van a definir una nueva estructura social, así como un nuevo orden global. Estos cambios son fundamentalmente:

1) El desmoronamiento del sistema capitalista neoliberal como lo hemos conocido.

Este derrumbe no se debe al coronavirus, como se nos pretende hacer creer, sino que se inició el pasado septiembre con el derrumbe de los mercados de créditos a corto plazo (REPOs), que forzó la intervención de la Reserva Federal de EEUU y la puesta en marcha de un programa de inyección de más de dos billones de dólares entre diciembre y enero. Desde entonces, esta crisis se ha extendido a los mercados y dio lugar a una crisis de liquidez que se ha transformado en una crisis de solvencia debido a un verdadero tsunami de pérdida de rating de las empresas, que las impide acceder a financiación. La necesidad de guardar el dinero líquido disponible estaba a punto de provocar el derrumbe de unas bolsas infladas artificialmente durante la última década mediante la recompra de las acciones por las propias empresas, pero la cuarentena ha permitido camuflarlo y justificar una gigantesca ola de despidos y la puesta en marcha de una nueva ronda de gigantescas subvenciones estatales a empresas y bancos que en gran parte son verdaderos zombis.

2) El mayor trasvase de riqueza de la historia y la generalización de la miseria. 

Con la excusa de volver a poner en marcha la economía se van a poner en marcha modificaciones fundamentales de la estructura económica de las sociedades occidentales, que se van a concentrar en la destrucción de los restos del llamado «Estado del bienestar», y muy especialmente las pensiones. Aparentemente pretenden camuflar la pérdida de capacidad adquisitiva que van a provocar los recortes consecuencia de los programas de rescate de la oligarquía mediante la Renta Básica Universal, que serviría para asegurar unos ingresos que rocen la miseria para impedir rebeliones.

3) El fin de la Globalización y la resurrección del proteccionismo para hacer frente a China. 

Desde antes de la llegada de Trump al poder el capitalismo occidental ha visto caer su tasa de beneficio mientras, de manera paralela, China se convertía en el principal socio comercial del planeta, con empresas capaces de competir con los monopolios de alta tecnología de EEUU. Para hacer frente al coloso chino, las élites occidentales capitaneadas por Washington han decidido poner en marcha una Nueva Guerra Fría y destruir las cadenas de suministros globales, aun a costa de sumergir al planeta en el caos y la pobreza. El pasado es una advertencia del futuro: la última vez que se destruyó un mercado global sustituyéndolo por bloques comerciales cerrados fue durante la década de los 30, y el resultado fue el hundimiento en un 60% del comercio global y una escalada que degeneró en la Segunda Guerra Mundial.

4) Una restricción generalizada y posiblemente permanente de las libertades individuales. 

Con la excusa de la cuarentena se ha puesto en marcha un despliegue gigantesco de medidas de control social que no tienen nada que envidiar a las usadas por China. Los grandes monopolios de nuevas tecnologías occidentales anuncian la puesta en marcha de mecanismos en colaboración con el Estado para acceder a los datos de cada individuo, gracias a la eliminación de las leyes que protegían la privacidad occidental, y en paralelo se está llevando a cabo un despliegue militar y policial que asegura el encarcelamiento de facto de la sociedad en su conjunto. En el momento en que la oligarquía decide nuestro futuro con la negociación de unos nuevos Pactos de la Moncloa, el derecho de reunión y manifestación ha sido ilegalizado en la práctica y solo se puede salir a la calle para ir a trabajar, haciendo imposible una resistencia colectiva contra los planes del Gran Capital.

La única forma de luchar contra esto es organizarse: cada persona cuenta en las luchas que se avecinan.

lunes, 13 de abril de 2020

¡No!


Por TOMÁS IBÁÑEZ

Es obvio que la actual crisis provocada por la pandemia del COVID-19 hace aún más perentoria la exigencia de gritar un clamoroso ¡NO! frente a un capitalismo y a un sistema social abyecto, contra el cual muchas personas venimos luchando desde largo tiempo. Hay que gritar NO y, además, procurar actuar en consecuencia. Bienvenidos sean, pues, los renovados e intensificados esfuerzos por poner de manifiesto la insoportable barbaridad del capitalismo y apelar a las luchas contra él.

Pero, esta crisis también nos convoca a decir NO al autoengaño que practica un amplio sector de ese espectro revolucionario antiautoritario, en el cual me sitúo. Ese autoengaño consiste en creer y hacernos creer, que el capitalismo podría estar tocado de muerte por esta crisis y que la pandemia dará lugar a un intenso ciclo de luchas capaz de transformar el mundo. Por fin, las clases populares van a percibir de forma diáfana la necesidad de dar la espalda al sistema, y nos toca contribuir a dar la estocada final a un capitalismo moribundo. «Pueblos del mundo, aún otro esfuerzo» reza un texto reciente que acompaña su título con ecos de la Internacional: «El mundo cambia de base».

De hecho, están proliferando los textos que presentan la actual situación como una gran oportunidad para salir por fin del capitalismo y poner fin a sus estragos. Casi se celebra la aparición de la pandemia porque esta puede alumbrar la toma de consciencia que propiciará la transformación del mundo.

Si no aplaudo a esos bien intencionados textos, y frecuentemente interesantes, es por un doble motivo.

El primero es porque el deseo de revolución, que siempre debemos mantener vivo con independencia de que creamos o no que se pueda traducir en un proyecto de revolución, puede ocasionar enormes distorsiones de la percepción de la realidad. Sobre todo, en los momentos en los que está se vuelve incierta y angustiosa.

El segundo motivo es porque esos textos hacen dar un gran paso atrás a las luchas contra el sistema capitalista y sus estructuras de dominación, retrotrayéndolas a tiempos y esquemas revolutos.

¿Distorsión de la realidad? Veamos. Me temo que, si bien es cierto que la pandemia va a lanzar a la lucha a una parte de la población, sobre todo aquella que va a sufrir las peores consecuencias del «relanzamiento» de la economía capitalista, otra parte no desdeñable de la población, sobre todo la mas traumatizada por el miedo y por eventuales desastres familiares, nada va a querer saber de agitaciones con sus correspondientes incertezas, y puede decantarse más bien hacia demandar mayor disciplina y orden social. ¿O no? No cabe arropar la post-crisis exclusivamente con los adornos de la esperanza revolucionaria.

Así mismo, no cabe duda de que el capitalismo acusa un duro golpe en su hoja de ruta de continuada expansión, pero nada indica que se vaya a realizar por fin el manido lema de «la crisis final del capitalismo». Lo hemos oído tantas veces que casi da rubor volver a hacerlo. Lo más probable es que el capitalismo cambiará algunos de sus aspectos (para bien o para mal) y que como lo viene haciendo desde que se implantó absorberá los problemas para fortalecerse con su resolución. Puede que lo que digo a este respecto sea también una distorsión de la realidad, pero, de momento la historia del capitalismo indica lo contrario.

Por fin, esa percepción de la realidad que augura un mundo mejor contribuye a enmascarar el rápido avance de un totalitarismo de nuevo tipo que muestra sus colmillos no solo en Corea y en China, sino también en Afganistán y en Palestina con los drones armados, así como en los engendros producidos en la Silicon Valley (GAFA). Ese totalitarismo discurre por las vías del control social (geolocalización, reconocimiento facial, etc.) pero también por la medicalización de la vida y por la ingeniería genética. No percibir que la pandemia facilita su avance y que urge hacer frente a esa realidad es algo que acompaña la percepción de un futuro prometedor.

¿Paso atrás? Veamos. El segundo motivo por el cual recelo de esos textos es porque frente a la fascinación por un cambio total (todo o nada) y por el viejo gran relato de la insurrección victoriosa, los planteamientos posteriores a Mayo del 68 habían conseguido orientar las luchas hacia el desmantelamiento, en el presente, de los dispositivos de poder articulados por el capitalismo, o vigentes en su seno (como por ejemplo el patriarcado). Esa multiplicación y diversificación de los frentes de resistencia y de subversión ha arrancado avances notables para las libertades y para las vidas de la gente, sin supeditar todo ello al gran cambio social que, por propia definición, siempre se sitúa fuera del presente mientras no haya acontecido.

Los llamamientos a la convergencia de las luchas, unificadas en el objetivo de acabar con el capitalismo, olvida que para que las luchas puedan converger primero tienen que ser múltiples, y que, si bien esa convergencia es deseable, lo propio es que se produzca por la propia presión y la propia lógica de los acontecimientos (como ocurrió por ejemplo el 15M) y que la tendencia homogeneizante no debilite las energías de las luchas parciales (como también ocurrió después del 15M). Resulta además que esos textos suelen descalificar como factores de división y de debilitamiento de la lucha todo lo que se despliega fuera de la gran lucha unificada contra el capital.

Ahora bien, lo que estoy comentando no se inscribe contra la exigencia de denunciar el capitalismo y de luchar contra él, eso es absolutamente inexcusable, pero sí se desmarca de una tendencia que me parece percibir en estos momentos en buena parte de los análisis, y que creo que es perjudicial para la eficacia de las luchas.

Imagino que la tentación de descalificar la postura que expongo diciendo que invita a bajar los brazos y a renunciar a la lucha puede ser fuerte. Dejadme pues, que repita lo que he escrito en múltiples ocasiones, y sigo manteniendo: aun en las condiciones más adversas la lucha siempre es posible, la única condición absolutamente necesaria es que exista voluntad de lucha. Si esta voluntad se manifiesta no es menester que se persigan o que se esperen resultados definitivos y de gran alcance, como bien lo sabía el Ulises de Albert Camus.


jueves, 9 de abril de 2020

Preguntas sobre los «expertos»


 Separados por más de un siglo, la mentira sigue uniendo el derrocamiento de la última reina de Hawai, Liliuokalani, en 1893, con el de Sadam Husein, en 2003


Las posiciones de una gran potencia soberana (en el mundo de hoy quedan bien pocas) en materia de política económica o relaciones internacionales, vienen, obviamente, determinadas por los intereses de las fuerzas vivas a las que sirve su gobierno. Cuando un gobierno quiere divulgar esas posiciones echa mano de los medios de comunicación. Cuando quiere crearlas, utiliza a los «expertos».

Los «expertos», como los periodistas, suelen comer de la mano del poder establecido, así que elaboran las posiciones que se espera de ellos. Para eso existe todo un entramado institucional de fundaciones, universidades, institutos y medios de comunicación, cuyo principal vector es esa servidumbre. Suele ser tan difícil encontrar un «experto» con puntos de vista propios o independientes, como toparse con un periodista heterodoxo. Normalmente ni unos ni otros tienen futuro profesional, ni por supuesto lugar, en las instituciones concernidas.

Debemos al libro de Stephen Walt, The Hell of Good Intentions, una rara caracterización de los llamados «laboratorios de ideas» de Estados Unidos, más conocidos por su denominación inglesa think tanks. Walt ya fue coautor, junto con el académico conservador John J. Mearsheimer, de un excelente libro sobre el funcionamiento del poderoso lobby israelí en su país, The Israel Lobby and U.S. Foreign Policy. Ahora nos explica el mundo de los «expertos» en política exterior.

Los define como «una casta disfuncional, formada por privilegiados que en general desdeñan las perspectivas alternativas y están inmunizados con respecto a las consecuencias de las políticas que han puesto en práctica». Un cuerpo disciplinado por las patologías establecidas que se deducen de los intereses de quienes les pagan y dirigen.

La mayoría de los laboratorios de ideas están vinculados a intereses particulares. En Estados Unidos eso viene de muy lejos, con instituciones de pensamiento vinculadas a los nombres de la modernización de los hidrocarburos y el acero, como Rockefeller o Carnegie, pero en los años setenta se produjo una enorme inversión en creadores de opinión que preparó el terreno ideológico a la involución neoliberal. Hoy, la mayoría de los «centros de estudios estratégicos» o «institutos de estudios económicos» que uno encuentra en el mundo que cuenta, emiten desde hace décadas la buena nueva neoliberal / belicista / crematística que ha llegado a formar parte del sentido común del ciudadano informado. Su objetivo no es la investigación de la verdad, o de las verdades, sino «el marketing político de ideas defendidas por sus patrocinadores», explica Walt.

Los norteamericanos inventaron el uso intensivo de la prensa para propagar las mentiras necesarias para generar el consenso que necesita una agresión. Ellos fueron los creadores del periodismo moderno y son sus maestros. Utilizan la crónica internacional, fundamentalmente, para justificar, encubrir o embellecer las fechorías de su gobierno. Fueron ellos lo que estrenaron y rodaron esa relación incestuosa del poder con los periodistas a base de filtraciones y confidencias interesadas al cuerpo de periodistas de la corte, dentro de ese marco de empresas periodísticas estrictamente controladas por el poder empresarial que pasa por «libertad de prensa» y «cuarto poder», cuando es precisamente su perversión. La actual relación entre medios y poder que hoy vemos por doquier, fue un invento americano, como las relaciones públicas y el complejo Hollywood, que, como dice Laurent Dauré, es «la continuación de la política de Washington por otros medios».


A su vez, los periodistas apelan a los «expertos» para apoyar el mensaje buscado cuando se debate sobre aspectos de la política internacional. El resultado suele ser enormemente uniforme, ya que son raras las voces que discrepan de los planteamientos establecidos. La consecuencia de instituciones que tienden a perder de vista la realidad —porque la sacrifican a la disciplina— suele ser una considerable ceguera sistémica. Es así como la «eficacia» del aparato de propaganda imperial contribuye a la degeneración de un sistema cegado. Lo vimos en la URSS, pero es universal: aunque el liderazgo de Estados Unidos sea aplastante, eso ya son cosas que ocurren en diversa medida en casi todas partes.

Walt explica cómo la mayoría de los expertos están formateados por el consenso ideológico-militar de Washington y quienes no lo están tienen pocas probabilidades de hacer carrera. Menciona el destino de los 33 investigadores de relaciones internacionales que en septiembre de 2002 advirtieron contra la guerra de Irak. «A ninguno de ellos se le ha propuesto desde entonces un cargo o un puesto de trabajo en la Administración ni en ninguno de los grupos más prestigiosos dedicados a la investigación exterior», dice. Es tan raro ver a un experto que defienda en una televisión de Estados Unidos la posición de Irán en las actuales tensiones, como ver en un canal europeo a un crítico de la OTAN o del nacionalismo exportador de Alemania y su austeridad en la eurocrisis. No se les paga para eso.

Cada año gobiernos e industrias aportan decenas de millones a las instituciones encargadas de fabricar el consenso. En Estados Unidos los think tanks son considerados instituciones «sin ánimo de lucro», por lo que no están obligadas a declarar los nombres de sus mecenas ni el monto de sus ingresos anuales. A pesar de ello, es notorio que la mayoría de los laboratorios de ideas reciben donaciones millonarias de empresas del sector militar, como Lockheed-Martin o Boeing, del propio Ejército, del sector aeroespacial y de países de Oriente Medio, como Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos, Omán, Qatar, Israel, u otros como Corea del Sur o Japón. Aunque esas instituciones defienden intereses nacionales y específicos de Estados Unidos, financiar think tanks americanos es para esos países una buena inversión para promover sus propios asuntos desde el centro imperial.

La mayor parte de los grandes think tanks de Estados Unidos y de Europa tienen entre sus asociados a notorios exmandatarios de sus parroquias. Gente como Henry Kissinger, Brent Scowcroft, Stephen Hadley, en Estados Unidos, o compañeros de viaje como el exministro de Exteriores sueco Carl Bildt o José María Aznar, figuran como directores y asesores del Atlantic Council, el think tank vinculado a la OTAN. Lo mismo ocurre con los grandes laboratorios de ideas europeos, El European Council on Foreign Relations o la DGAP alemana. El CIDOB de Barcelona, tuvo como presidente al exministro de Defensa Narcís Serra, y como Presidente de Honor a Javier Solana. No hay que extrañarse de lo difícil que resulta encontrar allí puntos de vista que contradigan algo la disciplina del pensamiento establecido en materia de «seguridad europea» o eurocrisis, por citar dos grandes ámbitos. Es una tendencia que llega hasta los últimos rincones de este pequeño mundo de servidumbres y disciplinas intelectuales, en el que, por supuesto, hay excepciones.

La historia sugiere que el incremento del nivel de educación, de cultura y de sofisticación técnica en los países más desarrollados no nos ha hecho más y mejor informados que nuestros tatarabuelos. Separados por más de un siglo, la mentira sigue uniendo el derrocamiento de la última reina de Hawai, Liliuokalani, en 1893, con el de Sadam Husein, en 2003. Lo que Snowden reveló sugiere incluso la posibilidad bien real de un control orwelliano, antes técnicamente impensable.

Por todo ello, de la misma forma que estamos obligados a aprender a leer periódicos, es decir a interpretarlos, cuando nos presentan a un «experto» hay que preguntarse lo más elemental: ¿De dónde sale? ¿Para quién trabaja y quién paga a su institución?

CTXT
29/05/2019

sábado, 4 de abril de 2020

Virus, clase y nación


29/03/2020

Escribía Albert Camus que lo terrible de la peste no es sólo que arrebata la vida de los seres humanos, sino que desnuda su alma. La pandemia ha puesto al desnudo el semblante de un mundo y unas sociedades cuyos rasgos han sido cincelados por décadas de globalización neoliberal. Es cierto que el virus no conoce fronteras, ni distingue entre gente común o celebridades. Aunque tal vez ni siquiera sea él quien, a decir verdad, haya llamado a nuestra puerta. Los científicos acabarán por dilucidarlo. Es posible que esta epidemia, como otras anteriores, tenga su origen en la alteración de determinados ecosistemas; de tal modo que hayamos entrado en contacto con un organismo que, normalmente, hubiese permanecido alejado de nosotros. En cualquier caso, al igual que bajo una tormenta de verano el agua se precipita a raudales por cauces secos y arroyos, el contagio fluye impetuosamente por los hondos surcos de las desigualdades sociales. No debería ser una sorpresa. Desde hace tiempo la experiencia empírica de sindicatos y movimientos sociales coincidía con los estudios de los expertos: las situaciones de paro, los bajos ingresos, el difícil acceso a la vivienda… en una palabra: todos los rasgos asociados a la precariedad y la pobreza constituyen determinantes de primer orden por cuanto se refiere a la salud de las personas. Hoy sabemos que el coronavirus está afectando con especial intensidad a los barrios obreros. Así lo denunciaba un reciente comunicado de la Federación de Asociaciones Vecinales de Barcelona. Así, por ejemplo, en Roquetes, en el noreste de la ciudad, se alcanzaba la tasa de positivos más alta —533 por cada 100.000 habitantes— frente a los 77 casos registrados en el acomodado barrio de Sant Gervasi-Galvany. Las zonas donde vive la población con rentas más bajas reúnen a su vez los mayores factores de riesgo: condiciones de vida difícilmente compatibles con las medidas de higiene y distancia social que recomiendan las autoridades sanitarias, pocos perfiles profesionales susceptibles de recurrir al teletrabajo, gente con mayor exposición al contagio empleada en supermercados, servicios de limpieza, fábricas…

La epidemia adquiere así un sesgo de clase. Aquí y en todas partes. Y no sólo porque llueva sobre mojado, sino por la gestión que pretenden hacer de su impacto algunos gobiernos, ya sea por soberbia, inconsciencia o cinismo. Hemos podido comprobarlo estos días con la actitud insolidaria de Holanda y Alemania ante la demanda, por parte de los países del Sur, de un esfuerzo mancomunado de Europa para hacer frente a la devastación que dejará tras de sí la pandemia. ¿Acabará imponiéndose la razón ante la evidencia de que el hundimiento de las economías de España o Italia afectaría gravemente a los hacendosos Estados del Norte? Eso esperan los optimistas. Pero nada es menos seguro. Los mismos que piensan, como el antiguo ministro de finanzas holandés Jeroen Dijsselbloem, que a orillas del Mediterráneo «nos lo gastamos todo en licor y mujeres», no tienen ningún escrúpulo en facilitar la elusión de impuestos por parte de grandes empresas extranjeras —entre las que se cuentan conocidas firmas españolas—, haciendo de los Países Bajos una suerte de paraíso fiscal dentro de la UE. Según algunas estimaciones, en torno a un 30% de su recaudación anual provendría de esos tributos detraídos a las correspondientes haciendas nacionales, eso sí, de modo legal, a través de empresas instrumentales, utilización de marcas y otros artificios. Sin olvidar que los bancos alemanes fueron en su día partícipes y grandes beneficiarios de la fiesta del ladrillo en España. Es inútil especular sobre lo que ocurrirá en los próximos meses. La crisis que se avecina será de tal magnitud que podría dar al traste con la UE. Cabe esperar, sin embargo, que las élites de los Estados que han sacado mayor provecho de las asimetrías del euro intenten mantener, o incluso reforzar, su preeminencia tras el shock. El Covid-19 merma las defensas naturales de los más débiles, pero no disminuye el apetito de los poderosos.

Ni tampoco inspira una mejor disposición a quienes estaban previamente aquejados de fiebre nacionalista. Poco tardó Trump en hablar del «virus chino» que se cernía sobre América. Pero, imperiales o provincianos, todos los nacional-populismos reaccionan de modo similar. El discurso del President Torra y su entorno ha adquirido estas semanas tintes inquietantes. Todas las medidas del Estado de Alarma son leídas como agravios nacionales y los esfuerzos por soliviantar a la opinión pública de Cataluña contra el gobierno español devienen constantes. Es ya frecuente que, sin el menor comedimiento, los voceros del «procés» se hagan eco de los hashtag de Vox para increpar a Pedro Sánchez. El conocido jurista Hèctor López Bofill, próximo a Puigdemont, acaba de publicar este twitt: «Con 1.070 muertos sobre la mesa, supongo que aquellos que alegaban que los catalanes nunca llevaríamos la secesión hasta sus últimas consecuencias porque teníamos mucho que perder se han quedado sin argumentos. Cataluña será independiente y lo será pronto». No se trata del delirio de un individuo, sino de un sentir sistemáticamente promovido desde la derecha nacionalista, mientras una pusilánime ERC agacha la cabeza. Ayer, «España nos robaba»; hoy, «nos está matando». Más aún: quienes no abracen la causa independentista tendrán las manos irremisiblemente manchadas de sangre catalana. Es igualmente imposible predecir hasta qué punto semejante mensaje calará en la sociedad. La prueba a que se ve sometida hace brotar raudales de solidaridad en su seno y un aprecio inmenso por aquellas conquistas sociales que, como la sanidad pública, fueron tan duramente golpeadas por esos mismos «patriotas» en la crisis anterior. Con una redoblada vehemencia para ocultar sus responsabilidades, tratan ahora de expandir el virus del odio, la amenaza más letal para la convivencia. La peste vuelve a desnudar nuestras almas.