miércoles, 20 de febrero de 2019

¿Sabes por qué trabajas 8 horas? Los 44 días que cambiaron la historia de España


CENTENARIO

Entre febrero y marzo de 1919 una huelga paralizó Barcelona y provocó la instauración estatal de las ocho horas de jornada laboral, medida pionera en todo el orbe terráqueo

Por JORDI COROMINAS I JULIÁN

No desprecien la importancia del callejero. Nadie recordará la anécdota, pero en la primavera de 2012 Barcelona se levantó con la noticia de un cambio sutil. El alcalde Trías lo había perpetrado con premeditación, nocturnidad y alevosía, saltándose la ley con demasiada alegría. De la noche a la mañana, el conocido 'pasaje de la Canadiense' homenajeaba a Frederick Stark Pearson, fundador el 12 de septiembre de 1911 del holding Barcelona Traction, Light and Power. Starrk Pearson se dedicaba a la producción y distribución de electricidad y a la explotación de tranvías y ferrocarriles eléctricos. Formaban parte del grupo las empresas Riegos y Fuerzas del Ebro, Barcelonesa de Electricidad, Energía Eléctrica de Cataluña, Tranvías de Barcelona y Ferrocarriles de Cataluña. Llegó a controlar el 90% de la distribución comercial de electricidad en el Principado.

La alteración nominal resucitó un lejano recuerdo. Entre febrero y marzo de 1919 la empresa fue la gran protagonista de una huelga de cuarenta y cuatro jornadas que paralizó Barcelona y demostró la inmensa capacidad obrera, que mediante la acción de la CNT logró una gran victoria, hasta el punto de provocar la instauración estatal de las ocho horas de jornada laboral, medida pionera en todo el orbe terráqueo

Al cabo de pocos días el pasaje recuperó su antigua denominación. Quizá el alcalde de CiU tenía miedo, recordemos que el Procés aún no había dado su pistoletazo de salida, de ver cumplida la frase de Mark Twain. La historia no se repite, pero rima.

La rosa de Fuego

En su ensayo Que sean fuego las estrellas (Crítica), Paco Ignacio Taibo II justifica su enfoque a partir de la especificidad barcelonesa. El escritor asturiano casi pide disculpas por su osadía, pero lo cierto es que atina en su diagnóstico. La capital catalana ha sido siempre un cuerpo propio, independiente a las dinámicas del país. La Primera Guerra Mundial había agitado el paisaje urbano hasta unas coordenadas previsibles en las que el empresariado aprovechó la neutralidad española para lucrarse mientras el proletariado apenas tocaba con la punta de los dedos todas esas disparatadas ganancias económicas.


La máquina industrial sirvió textiles, química, armamento y materias primas a las potencias enfrentadas. Mientras tanto la calle parecía distraerse con el cambio de rumbo de la ciudad, enfrascada en debates periodísticos sobre los bandos en contienda y noches bien regadas por la legal cocaína, el sorprendente jazz y una animación sin precedentes en todos los barrios, sobre todo en el Distrito V, que al cabo de poco tiempo recibiría su sobrenombre de Barrio Chino por el canallismo imperante entre drogas, homosexualidad, timbas de juego, sexo fácil y locales que nunca cerraban.

Sirva el párrafo anterior para contextualizar el instante en esa ciudad de setecientas mil almas. La gallina de los huevos de oro dejó de ponerlos con la entrada bélica de Estados Unidos y la situación social fue agriándose, produciéndose las primeras refriegas y atentados entre trabajadores y patrones. La marea subió a lo largo del olvidado verano de 1917, cuando el Parque de la Ciudadela fue protagonista de la asamblea de parlamentarios, protesta de sus señorías ante el cierre de las Cortes y su manifiesta inactividad.

En agosto llegó el turno de la clase obrera con una huelga general que paralizó la actividad durante casi una semana. Si tuvo tanto impacto fue por la extraña unión, rara era la vez en que conseguían ponerse de acuerdo, entre la UGT y la CNT, los dos sindicatos mayoritarios. Esta última había revolucionado por completo el modus operandi anarquista. Su nacimiento en 1910 supuso abandonar la acción directa y abogar por una vía organizada. El camino estuvo sembrado de minas en forma de múltiples ilegalizaciones, etapas en la clandestinidad y una inmensa dificultad para coordinar todo el caudal asociativo del mundo laboral.

La revolución inspira

1918 se abrió con una espectacular movilización femenina como consecuencia de la inflación en productos básicos como el carbón. Las mujeres marcaron una senda a seguir que sus compañeros masculinos apreciaron por su valentía, pero la clave llegó a finales de junio, con el Congreso de Sants de la Confederació Regional del Treball a Catalunya. Por aquel entonces el impacto en el imaginario de la Revolución Rusa ya era considerable. Acudieron ciento sesenta y cuatro delegados que representaban a más de setenta y tres mil asociados de ciento cincuenta y tres sociedades obreras y sindicatos esparcidos a lo largo y ancho de la geografía catalana.


Salvador Seguí, mucho más que un pintor de brocha gorda, comprendió que esa dispersión dificultaba moverse con eficacia. Propuso la supresión de las federaciones basadas en oficios y la creación de Sindicatos Únicos de industria para agrupar a todos los trabajadores de un único ramo productivo. La medida suscitó un entusiasmo contagioso y, en apenas cuatro meses, durante la celebración en Barcelona de una asamblea regional, pudieron apreciarse sus frutos. El número de adscritos se había incrementado hasta las trescientas cuarenta y cinco mil personas. Por primera vez el anarcosindicalismo se sabía dotado de un arma imparable para la consecución de sus objetivos.

Casi al mismo tiempo, porque cuando hablamos de Barcelona siempre debemos recordar sus dos caras, la Lliga Regionalista aprovechó la coyuntura internacional, o la tergiversación del punto wilsoniano sobre la autodeterminación de los pueblos, para lanzar la campaña para el Estatuto de Autonomía en un fuego breve pero intenso que llegó hasta Madrid, donde se instauró una comisión parlamentaria para abordar el asunto. La propuesta, que guarda ciertas similitudes con los mecanismos que nos han llevado a la situación actual, era una plataforma perfecta para disimular la conflictividad laboral y la crisis que se cernía en el horizonte. Febrero de 1919 supuso un antes y un después. Algunos, con mala sangre, dicen que Cambó prefirió la cartera a la bandera. Es posible. El clima se había enrarecido. Las trifulcas entre catalanistas y miembros de la Unión Monárquica Nacional coparon los titulares de todos los periódicos y no pasaba un día sin incidentes remarcables. Eran fuegos de artificio. Los protagonistas estaban agazapados, a la espera de la mecha que provocara el incendio.

Una ciudad a oscuras

Todo barcelonés reconoce las tres chimeneas del Paralelo. De pequeños las confundimos con las de San Adrià del Besós. Ambas fueron el skyline de los desfavorecidos desde distintas latitudes. Las de la avenida que llegó a considerarse el Montmartre del sur simbolizaban el potencial de la Canadiense, que daba empleo a más de mil doscientos obreros.

En enero de 1919 la situación en la Ciudad Condal estaba algo más que agitada. Se rumoreaba la presencia de Lenin e incluso una agencia de noticias norteamericana aseguraba su presencia. Todo era un bulo producto del pavor a un estallido pese a la represión padecida por la CNT durante todo el invierno. La fábrica de electricidad desencadenó la tormenta. En enero varios oficinistas fueron pasados de eventuales a fijos, reduciéndose su salario mientras en las tertulias de los bares se comentaba que Fraser Lawton, el gerente de la empresa, ganaba treinta mil pesetas oro al mes.

Los oficinistas se levantaron bajo el lema «a trabajo igual salario igual». El 2 de febrero los ocho trabajadores que encabezaban la protesta, miembros del Sindicato Único, fueron despedidos. Cinco de ellos pertenecían a la sección de facturación. Sus compañeros se declararon en huelga solidaria tres días después. Salieron a calle, hablaron con el gobernador, quien les prometió interceder, y al volver a su puesto se encontraron la policía impidiéndoles acceder a las instalaciones. Estaban despedidos, sin explicaciones.

La CNT movió ficha con varias jugadas magistrales para escalonar la huelga. Su comité se sabía perseguido y hasta llegó a reunirse en un camión de mudanzas del Sindicato de Transportes que recorría la ciudad para recoger a los delegados. El 21 de febrero la huelga fue secundada por todas las empresas del grupo y saltó la alarma. El 27 se unieron los trabajadores de la Sociedad General de Aguas, del Gas Lebon, única empresa extranjera del ramo sita en plaza Universidad, y los de la Catalana de Gas y Electricidad. La ciudad quedó parcialmente a oscuras durante más de una semana, con toda la producción en el dique seco y una progresiva escasez de agua.


En Madrid el conde de Romanones, primer ministro del gobierno central, ya había anunciado su dimisión una vez se resolviera el desaguisado. La solución pasaba por militarizar las fábricas para restablecer el suministro. Cuando se dio la orden ni uno de los obreros y empleados militarizados dio el paso para cumplirla. Entre ochocientos y cinco mil fueron detenidos, ingresando en el castillo de Montjuic, de lúgubre fama tras los fusilamientos en 1893 del tipógrafo Paulí Pallàs y los acusados por la bomba del Corpus en 1896.

La situación era desesperada y las manecillas del reloj jugaban a favor de los intereses de la CNT que, en otra descarga de alto voltaje, instauró la censura roja para impedir la publicación en la prensa diaria toda noticia relacionada con el asunto de la Canadiense, finalmente desbloqueado gracias a la visión política de Romanones, quien al ver la cerrazón de los mandamases empresariales mandó a Barcelona a José Morote, subsecretario de Presidencia, para mediar. Llegó acompañado de Carlos Montañés y Gerardo Doval, quienes ocuparon respectivamente el cargo de gobernador civil el primero y jefe de policía el segundo. Era una última carta en una mesa ardiendo, con el estado de guerra declarado y un panorama abocado a un bucle de caos.

Este nuevo planteamiento confirió esperanzas entre los trabajadores, quienes no cejaron en su empeño de ir a por lo máximo posible, proponiendo como inamovibles los siete puntos que siguen a continuación: Readmisión de los despedidos, aumento de sueldos, garantías para evitar represalias, jornada de ocho horas, abono de jornal íntegro en caso de accidente, cincuenta mil pesetas por indemnización y salarios caídos durante la huelga. Lawton los aceptó el 17 de marzo de 1919 tras la exigencia de Romanones, quien presionó a Montañés para que resolviera el conflicto en veinticuatro horas, pues planeaba la amenaza de Largo Caballero, entonces dirigente de la UGT, de convocar una huelga general en todo el país sino se solucionaba el conflicto de Barcelona.

Victoria y tragedia

El comité de huelga aceptó levantarla una vez liberaran a todos los trabajadores encarcelados. El 19 de marzo se convocó un mitin con más de veinte mil personas en la plaza de toro de las Arenas de Barcelona para reafirmar el acuerdo. Salvador Seguí logró vencer la reticencia de muchos de los presentes con una grandísima arenga donde desgranó la situación. Lo conseguido era increíble. La revolución completa podía esperar. Se habían plantado los cimientos.

El triunfo fue tan grande que desencadenó la reacción de la patronal. Durante los siguiente cuatro años Barcelona fue la ciudad que se mataba por las calles, un episodio histórico siempre mal explicado y manipulado hasta la extenuación incluso por Eduardo Mendoza, quien tejió una gran novela con La verdad sobre el caso Savolta, pero sólo, que ya es bastante, recogió la atmósfera, no así la verdad de tan trágicos hechos. Lo mismo puede decirse de La sombra de la ley, última producción dirigida por Dani de la Torre. Quizá el único capaz de reproducir la intensidad de aquellos años fue Antonio Soler en Apóstoles y Asesinos (Galaxia Gutenberg), cuyo único defecto es haber sido tan preciso que tiene más magma de ensayo que de novela.

Desde 1890, con la instauración de la jornada del Primero de Mayo, la clase trabajadora había reclamado los tres ochos. Ocho horas de trabajo, ocho horas de ocio, ocho horas de sueño. El 3 de abril de 1919 el conde de Romanones firmaba el decreto que promulgaba a partir de octubre del mismo año la jornada de ocho horas para todos los trabajadores españoles. Dimitió tras estampar su rúbrica.

19/01/2019

jueves, 7 de febrero de 2019

EL AULLIDO, Nº 3 - octubre 1994

Reeditamos en PDF el tercer número de EL AULLIDO, en este caso continuamos con el asunto del consejo de guerra a los 24 antimilitaristas en Valladolid, que ya tratamos en el anterior. En este caso se informaba del aplazamiento de la vista oral, ya que coincidía con las fiestas locales y el Ayuntamiento no quería jaleos.

Uno de los puntos fue que los procesados querían dar la vuelta a las acusaciones y denunciar el origen de tales dependencias militares, consecuencia de la expropiación de la que fuese la Casa del Pueblo socialista por el Ejército sublevado durante los primeros momentos del golpe de Estado que llevó a la Guerra Civil española (1936-39). Y ¿era esta institución castrense la que por desfachatez legal les juzgaba por menos?

Con algunos textos de Brecht, Thoreau y Bakunin se complementó este ejemplar. Por aquí lo tenéis para descargar:

EL AULLIDO 03

domingo, 3 de febrero de 2019

El poder es violencia


Por LEV TOLSTOI

Los reformadores hacen más o menos como los tártaros de Crimea, que quitaban a sus prisioneros los grilletes y las cadenas, pero solamente después de haberles despellejado las plantas de los pies y espolvoreado las heridas con astillas muy menudas. (…) No se inutiliza un instrumento de servidumbre hasta que no hay otro preparado, y es importante saber que nunca faltan tan terribles instrumentos. La esclavitud moderna es la consecuencia de nuestras leyes sobre la tierra, los impuestos y la propiedad. Unos tratan de rebajar los impuestos que pesan sobre los trabajadores y que sean los ricos quienes soporten las mayores cargas fiscales. Otros proponen abolir toda la propiedad privada para la tierra, y ya se han hecho experimentos en esta dirección en Nueva Zelanda. Por fin, los socialistas, con el objetivo de socializar los medios de producción, como medidas transitorias, gravar la renta y las herencias y restringir los derechos de los capitalistas y patronos.

Pero si el propósito final es abolir la esclavitud moderna, parece que para conseguirlo debiera pedirse la abolición pura y simple de las leyes que la favorecen. Al examinar con alguna atención las reformas propuestas, cualquiera se convence sin esfuerzo de que todas esas reformas, todos los proyectos prácticos inmediatamente realizables, y todas las concepciones teóricas que tienden a mejorar la suerte de los trabajadores se limitan a sustituir las leyes existentes por nuevas disposiciones legislativas que, una vez más, modificarán la forma de esclavitud pero no la harán desaparecer. (…) En su forma primera, la esclavitud no era otra cosa que un medio para obligar a los hombres a trabajar. Después de haber revestido diversos aspectos, que la disimulaban más o menos —propiedad de la tierra, impuestos, propiedad de los bienes de consumo y de los medios de producción—, la esclavitud vuelve a su antigua forma apenas modificada: la obligación de trabajar del modo y en la actividad que otros deciden. Resulta por tanto evidente que la supresión de una de las tres causas de la esclavitud mencionados no hará desaparecer la esclavitud, sino que tan sólo cambiará su forma, como ocurrió en otro tiempo en Rusia. (…) En este sentido, es preciso convenir que la esclavitud no depende exclusivamente de los tres principios en los cuales se apoya hoy por hoy la legislación moderna, sino de la posibilidad misma de legislar, de ejercer el poder, que se han atribuido algunos hombres para redactar leyes útiles a sus intereses, y deducir así que la esclavitud existirá mientras exista ese mismo poder. (…) En otras época, fue útil a los que gobernaban tener esclavos de quien disponer libremente, (…) hoy están interesados en mantener el actual sistema de repartición y división del trabajo, y hacen leyes para obligar a los hombres a someterse a las exigencias de esta organización. La causa fundamental de la esclavitud radica pues en la existencia misma de cualquier ley.


La causa de la desdichada condición de la clase trabajadora es la esclavitud. La causa de la esclavitud es la existencia de leyes. Las leyes se apoyan en la violencia organizada. Por lo tanto, no se podrá remediar la condición de los trabajadores sino destruyendo la violencia organizada. Pero la violencia organizada es inseparable del gobierno: es el gobierno. ¿Y podemos vivir sin gobierno? «¡Será el caos, la anarquía, la pérdida de todos los resultados de la civilización, la vuelta de todos los hombres a la barbarie primitiva!» gritan. (…) Supongamos que mil ladrillos están colocados unos sobre otros, formando una estrecha columna de centenares de metros de alto. Si tocáis uno solo de esos ladrillos, los demás se derrumbarán y romperán. Pero que no se pueda quitar un solo ladrillo o darle el menor golpe sin que toda la columna se desmorone no prueba de ningún modo que sea razonable dejar todos esos ladrillos apilados de esa manera tan estúpida y peligrosa. Por el contrario, prueba que es preciso poner fin a un arreglo que no ofrece seguridad.

La esclavitud de los hombres es consecuencia de las leyes. Las leyes fueron establecidas por los gobiernos. Para liberar a los hombres no hay más que un medio: la destrucción de los gobiernos. ¿Cómo derribar los gobiernos? (…) Los conquistadores realizaban sus acciones a costa de esfuerzos personales; eran activos, valientes y crueles. Los gobernantes consiguen su objeto mediante la astucia y la mentira. Por ello, en otras épocas, para realizar la violencia de los hombres armados, debían armarse los hombres y oponer a la violencia armada otra violencia igualmente armada. Pero hoy que el pueblo está amenazado no sólo por la simple violencia, sino por la astucia que sirve a aquélla de eficaz auxiliar; es preciso, para destruir la violencia, desenmascararla y hacer patentes las mentiras en las que se apoya.

«Estas ideas generales, justas o injustas, son inaplicables». Esto me contestan los hombres que se hallan cómodos en su posición, y que no creen posible ni deseable cambiarla en lo más mínimo. «En todo caso», añaden, «debería usted decir lo que es preciso hacer, y cómo convendría organizar la sociedad». (…) ¿Qué es preciso hacer? La respuesta es muy sencilla, muy clara, y todo hombre puede aplicarla, pero no es la que esperaban los individuos de la clase acomodada, absolutamente convencidos de que están llamados no a corregirse a sí mismos (pues piensan que no pueden ser mejores), sino a instruir y a organizar a los otros hombres; ni como la esperaban los trabajadores, persuadidos de que los responsables de su miseria son los capitalistas, y que les bastará, para ser siempre dichosos, tomar y poner al alcance de todos los bienes de lujo de los cuales los capitalistas son los únicos que hoy disfrutan. Esta contestación es muy sencilla y fácilmente aplicable, porque impulsa a cada uno de nosotros a hacer obrar a la única persona sobre la cual tenemos un poder realmente legítimo y cierto, es decir, uno mismo, y que se resume en estas palabras: todo hombre que quiera mejorar no solamente su propia situación, sino también la de sus semejantes, deberá dejar de cometer los actos que son causa de su esclavitud y la de los demás hombres. Deberá, en primer lugar, dejar de participar, ni voluntaria ni obligatoriamente, en la acción de los gobiernos, y por lo tanto, no aceptar jamás las funciones de soldado, ni de capitán, ni de ministro, ni de recaudador de impuesto, ni de alcalde, ni de jurado, ni de gobernador, ni de parlamentario, pues todas ellas se ejercen con apoyo de la violencia. En segundo lugar, no debe pagar al os gobiernos ni los impuestos directos ni los indirectos, ni recibir dinero del estado en forma de sueldo, pensiones o recompensas, ni pedir jamás un servicio a los establecimientos sostenidos por el Estado (…) Y en tercer lugar, no deberá solicitar jamás que la violencia de los gobiernos le garantice la propiedad de una tierra ni de un bien cualquiera. (…)

No sabemos, ni podemos prever ni determinar, según hacen nuestros pretendidos hombres de ciencia, cómo tendrá lugar este debilitamiento de los gobiernos y esa liberación de los hombres. No sabemos cuáles serán las formas de la vida social en los diversos momentos. (…) Sé que todos estamos tan fuertemente sometidos a la violencia que nos es muy difícil vencerla, pero haré, sin embargo, todo cuanto pueda para no favorecerla, para no ser su cómplice, y me esforzaré en no aprovecharme jamás de lo que fue adquirido o está defendido por la violencia.

No tengo sino una vida, ¿y por qué en esta vida tan corta me convertiría, contra la voz de mi conciencia, en colaborador de vuestros horribles crímenes?

No quiero ser y no será más lo que era.

Lo que saldrá de todo esto lo ignoro, pero creo que no puedo engendrar nada malo si obro siempre como mi conciencia me ordena.

(1900)