miércoles, 29 de diciembre de 2010

Historia del anarquismo en Alemania

Por George Woodcock
(Extraído de El Refractario)

«Rudolf Rocker... no entendía la militancia anarquista como adoctrinamiento ni como mera propaganda. Creía que elevar el nivel cultural de los obreros constituye de por sí una tarea revolucionaria; estaba convencido de que la belleza y la verdad son siempre factores de liberación humana.»
Ángel J. Cappelletti

Caricatura de Max Stirner, precursor
-a su manera- del anarquismo en Alemania

El anarquismo alemán se desarrolló siguiendo un proceso curiosamente paralelo al desarrollo nacional del país. En los años cuarenta del siglo XIX, cuando Alemania era un mosaico de reinos y principados, dominaba una tendencia individualista que tuvo su representante más radical en Max Stimer. A partir de 1870, el movimiento se orientó hacia el colectivismo, hasta que, en el siglo XX el anarcosindicalismo moderado, relativamente no violento en la práctica e inspirado en el respeto a la eficacia y al intelecto, se convirtió en la tendencia dominante.

Max Nettlau, gran historiador del anarquismo

El anarquismo surgió por primera vez en Alemania por influencia de Hegel y Proudhon; su desarrollo comenzó en los años 1840. Con las personalidades muy diversas de Max Stimer y Wilhelm Weitling. Stirner, como hemos visto, representaba el egoísmo ilimitado. Weitling se convirtió más tarde en un comunista muy influenciado por Fourier y Saint-Simon. Como los anarcocomunistas, rechazaba tanto el sistema de propiedad como el de los salarios, y en sus primeros escritos —por ejemplo, Garantien der Harmonie und Freiheit («Garantias de armonía y libertad», 1842)— trazaba el proyecto de una sociedad semejante en esencia al falansterio, en la que los deseos humanos liberados se armonizarían en la consecución del bien común. Aunque Weitling deseaba destruir el Estado tal como era en aquellos momentos, su visión de una sociedad comunista «armoniosa» contenía elementos de estricta organización utopista, que con el tiempo se vieron mitigados por la influencia de Proudhon.

Johan Most

Tras su traslado definitivo a los Estados Unidos en 1849, Weitling renunció a su comunismo y se vinculó aún más estrechamente al mutualismo proudhoniano. En Republik der Arbeiter («República del Trabajo»), revista mensual que publicó en Nueva York desde 1850 a 1854, criticaba las colonias utópicas experimentales, que eran todavía numerosas en los Estados Unidos, tachándolas de focos de diversión de las energías de los trabajadores, que en su opinión debían enfrentarse con el problema vital del crédito, creando un Banco de Intercambio. El Banco de Intercambio, nos dice en términos muy proudhonianos, «es el alma de todas las reformas, la base de todos los esfuerzos cooperativos». Crearía almacenes donde se vendiesen materias primas y productos elaborados para facilitar su intercambio. En relación estrecha con él, se crearía una asociación de trabajadores para la producción cooperativa, y los beneficios del intercambio permitirían al Banco allegar fondos para la educación, la creación de hospitales y el cuidado de los ancianos e incapacitados. De ese modo, y sin intervención del Estado ni eliminación del productor individual, el Banco destruiría el monopolio capitalista y crearía una estructura económica que haría innecesarias las instituciones políticas. Estas últimas ideas de Weitling ejercieron, sin duda, una influencia mucho mayor en el movimiento neoproudhoniano que se desarrolló en los Estados Unidos durante el siglo XIX que en Alemania.

Gustav Landauer


Otros teóricos sociales alemanes sufrieron también la influencia del anarquismo proudhoniano durante los años cuarenta. Karl Grün, que fue probablemente el converso más ardiente, conoció a Proudhon en París en 1844, y su Die Soziale Bewegung in Frankreich und Belgien («El movimiento social en Francia y Bélgica») fue la primera obra que dio a conocer las ideas de Proudhon al público alemán. Grün era un hombre de letras polifacético que, como Proudhon, ocupó durante un corto y decepcionante período un puesto de parlamentario —en la Asamblea Nacional Prusiana, en 1849— y pasó gran parte de su vida en el exilio, hasta su muerte en Viena en 1887. Fue durante su primera época cuando se sintió más atraído por la filosofía mutualista. Llegó incluso a aventurarse más allá, ya que criticó a Proudhon por no atacar el sistema salarial y señaló que la creciente complejidad de la industria hacía imposible determinar la producción de cada trabajador con precisión y justicia. Por ello, el consumo y la producción debían depender igualmente de la voluntad del individuo. «No debemos tener ningún derecho contra el derecho del individualista.».

Moses Hess, otro socialista alemán, que conoció a Proudhon y a Bakunin en París durante los años cuarenta, llegó a denominar «anarquía» a su filosofía social expuesta en 1843 en Die Philosophie der Tat («La filosofía de la acción»). Hess era una figura solitaria y bastante truculenta que se destacó entre los socialistas del Rin como el rival más importante de Marx. Nunca se encontró tan cerca de Proudhon como llegó a estar Grün, y sus relaciones con Bakunin terminaron más tarde en una disputa encarnizada; pero coincidía con ambos en rechazar el Estado y en repudiar la religión organizada como una forma de servidumbre mental. No obstante, su doctrina era curiosamente confusa. Estaba muy próximo a Stirner al declarar que todas las acciones libres deben surgir de los impulsos individuales, no contaminados por ninguna influencia externa. En el proyecto de un sistema social en el que los hombres trabajarían según sus inclinaciones y la sociedad satisfaría automáticamente las necesidades razonables de todos, anticipaba, en cambio, las concepciones de Kropotkin. Pero introducía en su sueño libertario algunos elementos, como el sufragio universal y los talleres nacionales, que no propugnaría ningún auténtico anarquista.


Rudolf Rocker en Londres

Ni el anarquismo de Stirner ni el de Proudhon tuvieron una influencia duradera en Alemania. Stirner no tuvo seguidores alemanes hasta después de popularizarse las obras de Nietzsche, y el interés por las ideas de Proudhon desapareció en medio de la reacción general que siguió al fracaso de los movimientos revolucionarios de 1848 y 1849. Transcurrió toda una generación antes de que reapareciese cualquier tendencia anarquista perceptible. En los años iniciales de la Primera Internacional, ni Bakunin ni Proudhon tuvieron seguidores alemanes, y los delegados partidarios de Lasalle que asistieron a un congreso de la Internacional de Saint-Imier sólo coincidían con los anarquistas en su deseo de estimular los experimentos cooperativos.

El periódico Arbaiterfreund
(El amigo del obrero)


Sin embargo, durante el último tercio del siglo comenzaron a surgir facciones anarquistas en el seno del Partido Socialdemócrata Alemán. En 1878, por ejemplo, el encuadernador Johann Most, que había sido anteriormente un vehemente miembro del Reichstag, se convirtió al anarquismo durante su exilio en Inglaterra. Junto con Wilheim Hasselman, otro converso anarquista, fue expulsado de la socialdemocracia en 1880, pero su periódico, Die Freiheit («La Libertad»), publicado primero en Londres en 1879 y después en Nueva York, siguió ejerciendo hasta finales de siglo cierta influencia sobre los socialistas más revolucionarios, tanto en Alemania como en el extranjero. En Berlín y en Hamburgo surgieron algunos pequeños grupos anarquistas influidos por él, aunque es dudoso que el número total de sus miembros en la década de 1880 superase en mucho los doscientos; el tipo especial de violencia predicado por Most correspondía más bien al grupo de conspiradores que al movimiento de masas. Uno de esos grupos, dirigidos por un impresor llamado Reinsdorf, decidió lanzar una bomba contra el Kaiser en 1883. No tuvo éxito, pero todos sus miembros fueron ejecutados. La influencia de Most se hizo sentir también en Austria, donde la poderosa facción radical del Partido Socialdemócrata era anarquista en todo salvo en el nombre. Las ideas libertarias penetraron también profundamente en los sindicatos de Austria, Bohemia y Hungría, y durante un breve período, de 1880 a 1884, el movimiento obrero austro-húngaro estuvo más impregnado de anarquismo que ningún otro movimiento europeo, salvo los de España e Italia. Aún mayor influencia que Most ejerció Joseph Peukert, que publicó en Viena un periódico de tendencia anarcocomunista llamado Zukunft («Futuro»). Cuando las autoridades austriacas comenzaron a prohibir los mítines y manifestaciones en 1882, los anarquistas y los radicales resistieron violentamente y numerosos policías resultaron muertos. Finalmente, en enero de 1884, las autoridades se sintieron tan inquietas por la difusión de la propaganda anarquista y por el aumento de los choques violentos entre la policía y los revolucionarios que declararon el estado de sitio en Viena y promulgaron decretos especiales contra los anarquistas y socialistas. Uno de los dirigentes anarquistas, Stellmacher, discípulo de Most, fue ejecutado, y los demás, incluido Peukert, huyeron del país. Desde aquel momento, el anarquismo dejó de ser un movimiento importante en el Imperio austríaco, aunque en años posteriores surgieron pequeños grupos de propaganda y un círculo literario libertario en Praga, que contó entre sus simpatizantes y visitantes ocasionales a Frank Kafka y a Jarolav Hasek, el autor de El buen soldado Schweik.

El periódico obrero Die Einigkeit

En años posteriores, Alemania produjo al menos tres intelectuales anarquistas destacados: Erich Meuhsam, Rudolf Rocker y Gustav Landauer. Meuhsam, uno de los principales poetas comprometidos de la República de Weimar, desempeñó un importante papel en el levantamiento soviético de Baviera en 1919, y murió finalmente de una paliza en un campo de concentración nazi. Rudolf Rocker vivió muchos años en Inglaterra; de esta etapa de su vida hablaré más adelante. Tras ser internado durante la Primera Guerra Mundial, volvió a Berlín y se convirtió en uno de los líderes del movimiento anarcosindicalista durante el período inmediatamente anterior a la dictadura nazi. Era un escritor hábil y prolífico y al menos una de sus obras Nationalism and Culture («Nacionalismo y Cultura»), constituye una exposición clásica de los argumentos anarquistas contra el culto del Estado nacional.


Erich Meuhsam, anarquista y poeta

Gustav Landauer, que se llamaba a sí mismo anarco-socialista, era uno de esos espíritus libres que nunca encuentran feliz acomodo en ningún movimiento organizado. En su juventud, durante los años noventa, se afilió al Partido Socialdemócrata y se convirtió en líder de un grupo de jóvenes rebeldes que finalmente fueron expulsados por sus tendencias anarquistas. Durante algunos años fue discípulo de Kropotkin y dirigió en Berlín Der Sozialist («El Socialista»), pero en 1900 tenía ya una postura mucho más cercana a Proudhon y a Tolstoi: defendía la resistencia pasiva en lugar de la violencia, y propugnaba la difusión de las empresas cooperativas como vía realmente constructiva de cambio social. Difería de la mayor parte de los anarquistas en que su llamamiento se dirigía especialmente a los intelectuales, cuyo papel en el cambio social consideraba sumamente importante. Esta actitud fue la causa del fracaso de Der Sozialist, que nunca llegó a tener una tirada masiva, e hizo surgir en él una creciente sensación de aislamiento. Hoy en día, las obras de Landauer —tanto sus comentarios políticos como sus ensayos de crítica literaria— resultan excesivamente románticas. Pero era uno de esos hombres totalmente íntegros y apasionadamente enamorados de la verdad que constituyen lo mejor del anarquismo, y más aún quizá debido a su aislamiento. Pese a su desconfianza hacia los movimientos políticos, Landauer se dejó arrastrar por la ola de excitación revolucionaria que invadió Alemania durante los años inmediatamente posteriores a la Primera Guerra Mundial y, como Meuhsam y Ernst Toller, se convirtió en uno de los dirigentes del Soviet bávaro. Murió a manos de los soldados enviados desde Berlín durante la represión que siguió a la caída del Soviet. «Le arrastraron al patio de la prisión —dice Ernst Toller—. Un oficial le golpeó en la cara. Los hombres gritaron: “¡Bolchevique asqueroso! ¡Acabemos con él!” Una lluvia de culatazos cayó sobre él. Le maltrataron hasta que murió.» El oficial responsable de su asesinato era un aristócrata junker, el mayor von Gagern. Nunca fue castigado, ni siquiera sometido a juicio.

El periódico Der Syndikalist

A principios del siglo actual, la tendencia anarcosindicalista superó rápidamente el nivel de los pequeños grupos de anarcocomunistas y de los círculos de individualistas partidarios de las ideas de Stirner y de John Henry Mackay*. El sindicalismo nació en Alemania con un grupo disidente autodenominado «Los Localistas», que a principios de la década de 1890 se opuso a las tendencias centralizadoras de los sindicatos socialdemócratas, escindiéndose en 1897 para formar una federación propia, la Freie Vereinigung Deutscher Gewerkschaften («Asociación Libre de Sindicatos Alemanes»). En los primeros tiempos de la organización, la mayoría de sus miembros seguían perteneciendo al ala izquierda del Partido Socialdemócrata, pero en los años inmediatamente anteriores a la Primera Guerra Mundial sufrieron la influencia de los sindicalistas franceses y adoptaron una actitud antiparlamentaria. En aquella época la FVDG era todavía una organización pequeña, que tenía unos 20.000 miembros, en su mayor parte en Berlín y Hamburgo. Después de la guerra, un congreso celebrado en Düsseldorf en 1919 reorganizó la federación siguiendo una línea anarcosindicalista y la rebautizó con el nombre de Freie Arbeiter Union («Unión Libre de Trabajadores», FAU). La organización reformada creció con rapidez en la atmósfera revolucionaria de comienzos de la década de 1920, y cuando se celebró el Congreso Sindicalista Internacional de Berlín en 1922 contaba con 120.000 miembros, número que siguió aumentando durante aquella década hasta llegar a un máximo de 200.000. Como todas las demás organizaciones de izquierda alemanas, la Freie Arbeiter Union cayó víctima de los nazis cuando éstos subieron al poder en 1933, y sus militantes huyeron al extranjero o fueron confinados en campos de concentración, donde sucumbieron de muerte violenta o debido a las privaciones.

El anarquismo. Una historia de las ideas y movimientos libertarios (1962).

jueves, 23 de diciembre de 2010

Rafael Barrett, anarquista y revolucionario

Extraído del diario paraguayo ABC digital del 19/12/2010

Muy poco se ha escrito, no sabemos por qué, sobre Rafael Barrett, y también su obra no se ha difundido como debiera, a pesar de ser en su momento una de las plumas más lúcidas de América, especialmente del Paraguay y de la Argentina. Sin embargo, de un tiempo a esta parte han empezado a publicarse algunos libros solitarios, de pocas páginas, en donde reseñan su vida y rescatan parte de su prolífica escritura. Una escritura, dicho sea de paso, de una brillantez y un estilo revolucionario que despertaron la curiosidad y admiración de muchos intelectuales, entre ellos el de Borges, nada menos. Hubo otros no menos importantes, pero como dice el refrán popular: para muestra basta un botón. Desde luego, en la época de la actividad literaria de Barrett, Borges estaba en pleno desarrollo de su carrera, y el español era ya un monstruo del periodismo y de la literatura.

¿Quién es Rafael Barrett? ¿Quiénes fueron sus padres? ¿En dónde había nacido? ¿Se conocen a sus mentores literarios? Trataremos de responder, en la medida de nuestras posibilidades, a estas importantes preguntas. Aunque parezca repetitivo, es bueno conocer —para los que no conocen y para los que conocen también—, recordar, releer sus obras, descubrir la huella de su paso por el Río de la Plata, Buenos Aires y el Uruguay, y, en especial, el Paraguay donde caló muy hondo en su espíritu y en su pluma el carácter y el sufrimiento del pueblo paraguayo; de sus mujeres y sus hombres. De estos seres nobles y generosos, pero asimismo —cuando suena la injusticia y el atropello— bravos como leones por defender sus derechos.

Rafael Barrett Ángel y Álvarez de Toledo, hijo de doña María del Carmen Álvarez de Toledo y Toraño, parienta directa del Duque de Alba, y de George Barrett Clarke, inglés, caballero de la Corona de Inglaterra, nació en un peñón del mar Cantábrico, en Torrelavega (Comunidad Autónoma de Cantabria) bajo el protectorado de Santander, España. Don George consiguió llevar allí a su esposa, pues así lo aconsejaron los médicos, rodeándole de todas las atenciones que exigía su delicado estado de salud. Nació Rafael y lo bautizaron bajo la bandera inglesa, rigiendo la ley de la herencia para la nacionalidad. Tenía dos patrias. Pero él eligió la española. Mejor dicho, la paraguaya. La doble nacionalidad, la británica y la española, singularidad que le salvará la vida en alguna ocasión. El estudioso Paulo López lo valoriza del modo siguiente: “Él es ante todo un sudamericano. La fuerte impresión que sobre él ejerció el ‘dolor paraguayo’, y la consecuente plena adhesión a la causa de los trabajadores, vendrían a transformar las bases intelectuales de su pensamiento político-social. Llegar a estas zonas lo convirtió completamente, y es por ello que los apartados más importantes de su producción ensayística se desarrollan sobre, y en función a la cuestión social latinoamericana. Es a partir de esta época en la que sus textos adquieren un carácter decididamente anarco-obrerista”.

Creadores fulminantes

Rafael Barrett ha vivido en unos pocos años todo un ciclo de experiencia, tan duro como la realidad social paraguaya, la enfermedad, el exilio, la pobreza extrema, más enfermedad, el desprecio de los suyos por tuberculoso y pobre, y al fin, cuando atisba poco más que la pequeña luz de vivir sin otra angustia que la propia, abandonando ya la necesidad, ve cómo le llega la muerte. No hay sorpresas en ese calvario creativo que son los últimos meses de su vida.

La vida de este combativo español dio un vuelco un día de abril del año 1902, cuando tenía veintiséis años. Por primera vez aparece en los periódicos y no precisamente para bien. Un escándalo. Él es protagonista de un escándalo en una sociedad donde llamar la atención es un riesgo que se puede pagar caro.

Al respecto de este episodio, Gregorio Morán, periodista y escritor español, con obra literaria muy sólida en el ensayo, célebre por sus “Sabatinas intempestivas” que semanalmente aparecen en La Vanguardia, da su punto de vista con este párrafo: “Su aparición estelar lo hace, nada menos que en un circo, el madrileño Circo Parish, la vida de Barrett puede ser más o menos historiada, sin mucho detalle, es cierto, pero al menos se la sigue y hasta se entiende, por muchas sombras que aún haya en ella. Sin embargo, lo que un hombre puede ser hasta los veintiséis años, es decir, todo; de eso, no sabemos apenas nada. A los veintisiete años se había matado Larra. El siglo XIX fue pródigo en creadores fulminantes, como estrellas fugaces; nacer, deslumbrar y morir. Y en ocasiones no esperar a deslumbrar para morir, porque el trance llegaba antes que la gloria; cuando sobrevenía la fama el artista llevaba ya tiempo dando ortigas. Ahí está abriendo el siglo literario George Buchner, que después de hacer su Woycek y su Danton, muere con veintitrés años”.


Retrato de Rafael Barrett

Lo poco que sabemos de Rafael Barrett hasta 1902 nace de la impresión retrospectiva de una tarde de abril, en la que un joven alto, apuesto, barbado, con toda probabilidad impecablemente vestido, llevando en la mano no bastón al uso, sino fusta de caballo, preguntaba al acomodador del Circo Parish cuál era el palco del duque de Arión. Luego se dirigía allí, y en plena función, como si el circo en aquel instante cambiara de escenario y se trasladara al palco del tal duque, le cruzara la cara de varios fustazos y al punto enmudeciera, consciente de que desde aquel momento ya todo sería diferente para él.

La Revista Contemporánea

Hace unos años la profesora brasileña Alaiz García Diniz encontró un par de artículos firmados por Rafael Barrett, de carácter científico, en la Revista Contemporánea de Madrid. Uno, titulado “El postulado de Euclides” (1897), y otro, al año siguiente, “Sobre el espesor y la rigidez de la corteza terrestre”. Luego la vida. Se sabe que frecuentaba la sociedad galante y la bohemia bien asentada del Madrid finisecular; nada de hambrunas ni miserias. Bien vestido y viajado, conocedor de los casinos de Francia y duelista habitual en pleitos de honor, de los que sabemos que Ramón María del Valle-Inclán y el periodista Manuel Bueno ejercieron en ocasiones de testigos. Ramiro de Maeztu, que se jactó de conocerle bien, lo describe a título póstumo con un tono pretendidamente amable, no exento de esa superioridad que otorga el situado al aspirante: “…hacia 1900 cayó por Madrid un joven de porte y belleza inolvidables. Era un muchacho más bien demasiado alto, con ojos claros, grandes y rasgados; cara oval, rosada y suave, como una mujer, salvo el bigote; amplia frente, pelo castaño claro, con un mechón caído a un lado. Un poquito más ancho de pecho y habría podido servir de modelo para un Apolo del romanticismo. Debió haberse traído de la provincia algunos miles de duros, porque vivió una temporada la vida del joven aristócrata, más dado a la ostentación y a la buena compañía que al mundo del placer. Se le veía en el Real y en la Filarmónica, pero no en el Fornos ni en el Japonés. Vestía con refinamiento, y las mujeres le admiraban a distancia…”.

Hombre con cierta fortuna que, al decir de Maeztu, dilapidó de buenas maneras. Debía de tener una experiencia, y posiblemente un problema, con el juego. Lo delata uno de sus artículos, publicado en abril de 1905, y titulado exactamente así, “El juego”, donde escribe con implacable sinceridad, difícil sin un preciso conocimiento de causa: “Delante de los cuarenta naipes la razón enmudece. Ni el alcohol ni la lujuria destruyen al hombre… El azar desnudo, reducido a sí mismo, mata el alma”. Parece obvio que el autor ha vivido con intensidad la pasión del juego, ese enmudecimiento de la razón que alcanza hasta precisar que destruye al hombre, que mata el alma, para acabar dejando sentado lo que tiene de diabólica esa hermosa expresión, “el azar desnudo”.

Copiemos de nuevo un párrafo del periodista y escritor español Gregorio Morán donde aclara las partes oscuras de los pasos de Barrett por América: “América le ofrece a todo el que quiera una oportunidad para morirse o para resucitar. La América hispana recoge entonces la inmigración económica europea y muy en concreto la española. Pero además si América es la tierra de oportunidades, la Argentina las ofrece en mayor medida que ningún otro país. Buenos Aires es la capital más europea del continente americano, sin excepción, y compite incluso con Nueva York. Tiene un censo que ronda el millón de habitantes, cuando Madrid y Barcelona apenas sobrepasan el medio millón. La emigración de Europa se deja caer en la Argentina como en ningún otro lugar, a comienzos del siglo XX.

“Pero además a Buenos Aires llega un español que se apellidaba Barrett y Álvarez de Toledo. Tiene doble nacionalidad, por tanto es un ciudadano británico y los ingleses cuentan en América del Sur, y en la Argentina especialmente, incluso como paradigma al que acercarse e imitar. Pero también están los Álvarez de Toledo, bien asentados en la economía y en la política del país. En la escasa correspondencia que se ha publicado de Barrett se cita a un Fernando Álvarez de Toledo, residente en la Argentina, con el que tendrá trato frecuente en los años posteriores a su huida americana, y a “otro primo”, de familia de prosapia en la Cataluña española, Mollet, de nombre Eduardo. Los Álvarez de Toledo alcanzarán importantes cargos y regalías en la Argentina social y política del siglo XX recién iniciado. Y por contraste y atracción está el anarquismo más potente quizá del mundo, al que Barrett no debía ser ajeno en el magma ideológico de la España de comienzos de siglo. No importa demasiado si estaba al tanto o no de la eclosión anarquista porteña, lo cierto es que va hacia ella”.

La convulsionada realidad de nuestra América


En el prólogo de El dolor paraguayo, editado por la editorial Ayacucho, Augusto Roa Bastos hace esta aclaratoria sobre Rafael Barrett: “Reflexionar y escribir sobre Rafael Barrett, sobre la enorme y profunda experiencia que representó —y representa— el conjunto de su vida y de su obra en el proceso cultural de un pueblo material y espiritualmente devastado como el Paraguay por vicisitudes históricas, es hoy una tarea al par que difícil cada vez más urgente y necesaria. Dar a conocer sus textos, difundirlos, es no solamente una tarea de rescate de una de las obras más lúcidas e incitadoras que se escribieron en el Paraguay —y que quedó prácticamente desconocida por las nuevas generaciones—; es también contribuir a replantear, desde un punto de partida insoslayable, los problemas sociales y culturales de base que afronta esta colectividad y, por extensión, los del sector de la cuenca del Plata, uno de los sectores más conflictivos en la convulsionada realidad de nuestra América.

“Rafael Barrett fue un precursor en todos los sentidos. Su extraña a la vez que transparente vida, malograda prematuramente en la plenitud de sus mejores potencias, luego de la también extraña y fulminante ‘conversión’ del dandy europeo al predicador del pensamiento libertario y de las modernas ideas de liberación, en el seno de una sociedad esclavizada social y políticamente, la tornan paradigmática en un contexto lleno de fracturas, asincronías y fallas de todo orden como consecuencia de la dominación y de la dependencia, causas de nuestro atraso y subdesarrollo. Su camino de Damasco fue éste: su contacto con América y con el Paraguay, en particular.

Rafael Barrett fue un precursor, no sólo en el sentido del que precede y va delante de sus contemporáneos, sino también en el del que profesa y enseña ideas y doctrinas que se adelantan a su tiempo”.

A la llegada de Barrett a Buenos Aires, a finales de 1903, el anarquismo está en plena efervescencia y eso será importante para él y sobre todo para su influencia. Rafael Barrett va a ser más valioso para los anarquistas argentinos —o rioplatenses, para entendernos— que el anarquismo para Barrett. Porque ese anarquismo argentino formado en el aluvión de procedencias; italianos, rusos —¡adónde iban a ir los revolucionarios fracasados de 1905!—, alemanes, polacos, judíos en gran parte; restos de los castigos del hambre, del poder y de los pogromos. Carecían de figuras con notoriedad intelectual o cultural; eran militantes y sindicalistas. La cultura anarquista argentina es humilde y sin comparación con su vasta fuerza militante, en ocasiones asombrosa. No sé si el ejemplo es conmovedor o patético, pero causa perplejidad que Severino di Giovanni, el más famoso de los “anarquistas expoliadores”—atracadores— tuviera como principal incentivo para sus asaltos el de proveerse de fondos para publicar ¡las obras completas de Eliseo Reclus, geógrafo y pensador!

Por esos y otros motivos, lo cierto es que esa confluencia de desheredados de la tierra en la Argentina coincidirá con la llegada de Rafael Barrett a Buenos Aires. No es extraño, pues, que a ello dedique uno de sus primeros artículos en la prensa porteña. Será sobre la ley de Residencia y las trabas que el Estado argentino y sus dirigentes van a imponer para frenar la corriente migratoria. Lleva la fecha del 26 de julio de 1904 y en él está descrita, ya con un acento cada vez más propio, la realidad con la que se ha encontrado: “El obrero latino apenas alimentado en su patria da a su acción social el halo trágico de la furiosa resistencia a la muerte; pero desembarca en la Argentina y come carne”.

Los intelectuales rebeldes

En “A manera de prólogo”, de sus obras completas, Montevideo, 1988, Francisca López Maíz de Barrett —casi puramente anecdótico—dice: “…hastiado de la vida de señorito que había llevado hasta entonces, vino con el Dr. Bermejo a Buenos Aires, en 1904, cuando estalló la revolución de los liberales contra los colorados en el Paraguay —que ya mandaban hacía 30 años—. El Dr. Vega Belgrano le ofreció a Rafael la corresponsalía de su diario ‘El Tiempo’ en Asunción, que aceptó ‘por ver si encuentro la bala que me mate’. Vino al Paraguay, y después de recorrer la capital sin ver a las damas de la sociedad que salían a la calle en camisa —como se lo habían dicho en Buenos Aires—, se presentó en el campo revolucionario al jefe —general Benigno Ferreira—, que lo recibió muy bien, haciendo amistad con los intelectuales rebeldes: Gondra, Guggiari y otros. En Villeta se plegó a la lucha armada como jefe de ingenieros. Triunfante el movimiento, Rafael quedó en Asunción, donde pronto se hizo estimar por la sociedad paraguaya, que lo eligió secretario general del Centro Español, el de más significación de los ‘altos círculos’. En ese club lo conocí”.

La explicación que da José Concepción Ortiz a la venida de Barrett al Paraguay no puede ser más expresiva: “…Cuando Barrett llegó a la Asunción, conducido por el azar, guía de los infortunados, la ‘patriada’ del 1904 epilogaba con una parodia política en que si algo se pactó fue, seguramente, no considerar redimido al país hasta reventarlo. El aquel ambiente de vía crucis grotesco, Barrett, yendo a Villeta y volviendo a entrar con los redentores indígenas, se nos figura un Cristo adviniendo entre bandidos. ¡El rapsoda del ‘dolor paraguayo’ en un campamento! Es verdad que hay una parte del mundo donde no se conocen más que dos maneras de vivir: matando o dejándose matar. Pero no hablemos, bajo el pretexto de Barrett, de nosotros.

“En los primeros tiempos de su estada en el Paraguay, vive en una casa de huéspedes (después vivió como pudo), observa y calla. Callaba todavía. Aún no había surgido en él aquel combatiente intelectual que había de perdurar en su obra de escritor apostólico. En el año 1905 reanuda aquí su labor en la prensa, iniciada en Buenos Aires, y colabora en ‘Los Sucesos’ y ‘La Tarde’, publicando sus primeros artículos en este primero de los periódicos citados el 21 de octubre y el 18 de noviembre de aquel año. Nacía el glosador inconfundible, próximo a definirse. En efecto: esos primeros trabajos anunciaban ya al Barrett definitivo, el que nos quiso, nos honró y castigó con su gran amor y su gran talento; el mismo, en fin, a quien buscamos ahora, porque es nuestro y somos de él, como de nadie”.

Radium espiritual

Casi toda su obra fue producida como artículos, notas, comentarios y alguno que otro ensayo, alguna que otra conferencia para la prensa periódica o para auditorios no siempre dispuestos a calar, a recibir con entusiasmo fértil estos mensajes. Sin embargo, esta obra tiene la consistencia y coherencia de un corpus que un pensamiento poderoso hubiese forjado a lo largo de una extensa vida. De esta obra, de estas crónicas, dijo Vaz Ferreira: “Son de las más hermosas y puras y ardientes condensaciones de pensamiento y sentimiento de hombre: como radium espiritual”.

Augusto Roa Bastos, el gran novelista paraguayo reconocido universalmente reconocido, dice: “Su faena —con palabras de Martí— fue ‘arte de fragua y de caverna, que se riega con sangre y hace una víctima de cada triunfador’. Alumbró en las tinieblas de una noche demasiado larga la memoria o el presentimiento no demasiado utópico, en el que el sol de todos los días alumbrara por fin para todos esa pobre, esa inerme, esa inextinguible posesión de la dignidad humana cuya plenitud no adviene más que cuando se la comparte en la comunión y en la solidaridad”.

Y agrega: “Por mi parte, debo confesar, con gratitud y con orgullosa modestia, que la presencia de Rafael Barrett recorre como un trémolo mi obra narrativa, el repertorio central de sus temas y problemas, la inmersión en esa ‘realidad que delira’ que forma el contexto de la sociedad paraguaya y, sobre todo, una enseñanza fundamental: la instauración del mito y de las formas simbólicas como representación de la fuerza social; la función y asunción del mito como la forma más significativa de la realidad.

“En muchos de mis cuentos, en mi novela Hijo de Hombre, en particular —cuyo núcleo temático es la crucifixión del hombre por el hombre y también el hecho de que el hombre más que hijo de Dios es el hijo de sus obras—, está presente el ejemplo del ‘rapsoda del dolor paraguayo’; están presentes la dignidad de su vida y de su muerte, los símbolos y los mitos que Barrett excavó en la cantera viviente de una colectividad, en su trans historia, la forma en que él supo revelar una realidad llena de enigmas y secretos”.

Citamos de nuevo al periodista y escritor Gregorio Morán, que dice casi al final de su libro Asombro y búsqueda de Rafael Barrett: “Morirá el 17 de diciembre, cuando terminaba ese año agridulce de su vida que fue 1910, el de las grandes y únicas satisfacciones, y el de las inequívocas frustraciones. Murió en la cama del Hotel Regina de Arcachon, acompañado por una sola persona, el amable fantasma de la tía Susie. Falleció a las cuatro de la tarde, frente a su mar, el Cantábrico, el de su infancia.

Ese mismo día en Asunción, Paraguay, los lectores de El Diario podían acercarse a la segunda entrega de sus ’Cartas de un viajero’. Para conocer bien una época, hay que aguardar a que el tiempo haya destruido casi todos los vestigios. No se puede afirmar nada con exactitud si se sabe mucho. Una prudente escasez informática es madre de la certidumbre”. Quizá se tratara de una buena sugerencia para la historia en general, pero una paradoja maldita cuando se refiere a un hombre. Porque ése es el caso de Rafael Barrett.

martes, 21 de diciembre de 2010

Prostitución

En una de nuestras tarjetas postales figura la máxima siguiente: «Prostituir su cerebro, su brazo o su empeine, es siempre prostitución o esclavitud». Pero esto no es una apología sexual. Muy por el contrario. Lo que quiere decir es que el trabajador que se deja explotar cerebral o muscularmente, cometería tamaño error si se imaginara «moralmente» superior a la meretriz callejera atrapando viandantes. Porque o se es hostil o favorable a la explotación. Que sean facultades cerebrales, fuerza muscular u órganos sexuales lo que se haga explotar, es sólo una cuestión de detalle. Un explotado será siempre un explotado, y todo adversario de la explotación que se deja explotar, se prostituye. No veo en qué pueda ser superior a la «ramera» o la mujer mantenida el humano que, adversario de la explotación, pasa toda una jornada de trabajo en una máquina realizando un gesto de autómata, o va a ver si arranca algunos pedidos para su principal de una parroquia de mercantes. El estado de prostitución no tiene que ver con el género de oficio que se tenga, es el hecho de ganarse la vida por un procedimiento contrario a las opiniones que se profesan o que refuerza el régimen que se quiere combatir.

Émile Armand

La moral sexual de Émile Armand

[Texto que forma parte del capítulo IV, del libro Los Anarquistas de 1970 del historiador inglés Rod Kedward, titulado «Libertad y anarquía». Sobre un profeta de la liberación sexual y el anarco-individualismo francés a los inicios del siglo XX .]

De todas maneras, ni la profanación ni el robo eran los principales métodos anarquistas de afirmar su libertad ante la religión. A los ojos anarquistas la Iglesia no era simplemente hipócrita, era también la guardiana de la moral personal y, por lo tanto, una traba intolerable a la libertad individual. Afirmar la libertad moral fue el método positivo elegido por los anarquistas para manifestar su «religión». Su propósito era doble: escandalizar las sensibilidades religiosas y, un aspecto más creativo, liberar las emociones reprimidas y censuradas del individuo en el sentido que ellos consideraban sano para el individuo y la sociedad.

El verano de 1905 un orador llegó a dar una conferencia pública en Montmartre (París) cubierto sólo por un bañador. El tema de su conferencia era el nudismo.

Vestido así salió de su casa a una calle concurrida y fue inmediatamente arrestado por dos policías que le sometieron a un interrogatorio. Se presentó al sargento de policía como estudiante de medicina y justificó por qué no llevaba vestido. «El calor —dijo— hace sudar, y el sudor contiene productos dañinos como el ácido úrico. Por lo tanto, sí el sudor se queda en los vestidos, es reabsorbido por la piel y envenena el cuerpo.» El sargento le escucho con calma burlona, concluyó que estaba loco y avisó a un médico de la policía. Pero el médico después de escuchar al estudiante, dijo que, desde el punto de vista científico tenía razón y que, puesto que se había tapado los órganos sexuales con el slip, no había ninguna razón para prohibir la conferencia.

Esta referencia fue dada por un anarquista francés en la presentación de Ernest-Lucien Juin, conocido como Émile Armand, el profeta de la libertad sexual. Armand no era el conferenciante, pero se encontraba entre el público y aprobó por completo la conducta del estudiante. Ésta era, según él, fiel al espíritu del individualismo anarquista que sostenía que las ideas deben siempre ponerse en práctica: si uno estaba en contra de los vestidos, no tenía que llevarlos.

Armand fascinó a sus contemporáneos como hombre y como escritor. Su infancia fue distinta de la de muchos anarquistas. A pesar de que su padre había luchado en la Comuna de París y dio a su hijo una educación profundamente anticlerical, Armand se hizo apasionadamente religioso. Durante el exilio de su familia en Londres compró por un penique un ejemplar del Nuevo Testamento y pensó que la palabra de Cristo tenía una frescura de la que las ideas de su padre estaban faltas por completo y, de regreso a Francia, empezó a asistir a las reuniones del Ejército de Salvación. En 1889, mientras escuchaba un sermón sobre el texto «Deberás nacer de nuevo», hizo un acto público de conversión religiosa y fue soldado de Cristo durante ocho años. Pero dos factores le hicieron sentir inquieto e incómodo. En 1895, empezó a leer escritos anarquistas y a apartarse de su mujer. Tenían actitudes completamente diferentes y discutían con frecuencia. Después de una espectacular disputa en 1897, el Ejército de Salvación le degradó, castigo del que se resintió amargamente.

Como reacción intento abandonar el Ejército de Salvación y a su mujer, aunque no podía romper con sus arraigados principios morales. Pero, de manera inesperada, logró hacerlo. El Ejército de Salvación le encargó entregar 200 francos a un impresor y se obsesionó con el deseo de robarlos; al final, lo hizo. Aquella noche sintió «la gran alegría de haberse liberado de la moral», y aunque le atormentó su culpa y después devolvió el dinero, había encontrado lo que significaba la libertad, el ejercicio de su propia individualidad. Inmediatamente se dedicó al periodismo y a escribir panfletos para propagar su concepción del individualismo y, como consumación de su libertad, al fin se separó de su mujer en 1902. la razón que dio para esta separación es la clave de todos los escritos de Armand, la opinión de que el acto sexual realizado entre personas que no se quieren no es moral ni libre.

Fundamentalmente Armand pedía el pleno derecho de las relaciones sexuales entre dos personas que se gustaran o amaran una a la otra, pero su lenguaje morboso, y a menudo sentimental, asegura que su libertad no debe ser tomada en un sentido promiscuo o licencioso. Esto se puede ver cuando distingue entre el deseo sexual y el deseo de tener hijos:
«Cuando el amor nace entre dos personas y se unen, en principio no son impulsados por el deseo de tener hijos, sino por simpatía y pasión mutuas, una atracción que encuentra su expresión natural en el acto sexual. El deseo de la pareja de tener hijos es algo completamente distinto que, en general, se desarrolla más tarde, como resultado de una reflexión. En consecuencia no puede ser considerado ni una necesidad básica ni un instinto.»
De esta distinción deriva la necesidad moral de la anticoncepción.
«El hombre que respeta la personalidad de la mujer que se le entrega será negligente o autoritario si no le advierte que hay métodos mecánicos para evitar la maternidad no deseada.»
Armand vivió hasta 1963, época en que sus opiniones eran ya menos controvertidas, pero cuando en 1901 fundó su primer periódico, L’Ère Nouvelle (La Nueva Era), había pocos precedentes de moral absolutamente individualista.

RODERICK KEDWARD.
Los Anarquistas. Asombro del mundo de su tiempo, 1970.

domingo, 19 de diciembre de 2010

Nacionalismo y Cultura de Rudolf Rocker


¿Por qué Albert Einstein, Gabriel Zaid, Carlos Monsiváis, Thomas Mann, Bertrand Russell y Octavio Paz recomiendan, como puede verse en la más reciente edición de Nacionalismo y Cultura, la lectura de este libro? ¿Quién es Rudolf Rocker, su autor?

Encontramos una rápida biografía para ubicarlo: Rocker nació en Maguncia en 1873. Huérfano desde muy niño, vivió en un asilo y luego tuvo que aprender, para sobrevivir, un oficio manual. Pasó por grumete, zapatero, sastre, tonelero, talabartero, carpintero y hojalatero, antes de terminar en un taller de encuadernación. Trabajar con los libros pronto lo llevó a leer. Autodidacto disciplinado y crítico, Rocker se acercó al socialismo; primero, a través de organizaciones marxistas, luego opta por el anarquismo. Sus actividades políticas y la amenaza de prisión lo orillan a abandonar Alemania en el invierno de 1892. Con apenas 20 años de edad llega a París donde conocerá a figuras sobresalientes del pensamiento libertario como el geógrafo Elisée Reclus. Sólo dos años dura su permanencia en Francia: a principios de 1895 Rocker se ve obligado a emigrar a Inglaterra, lugar en el que radicará 20 años trabajando, escribiendo y trabando conocimiento con libertarios exiliados tan relevantes como Luisa Michel, Errico Malatesta, Pedro Gori, Max Nettlau, Gustavo Landauer y Pedro Kropotkin.

Tres años después de su llegada a Londres, Rocker se hace cargo de la redacción del periódico obrero judío Arbeitfreund que, posteriormente, derivará en el quincenario Germinal, «órgano de la concepción anarquista del mundo». Varios de los artículos escritos por Rocker en esta revista aparecerán como libro en 1925 con el título de Artistas y rebeldes. (Este libro, traducido al castellano por Salomón Resnick, será reeditado también próximamente en nuestro país bajo el mismo sello editorial que sacó Nacionalismo y cultura.)

En 1907 viaja Rocker, representando al movimiento obrero judío, a Ámsterdam, ciudad en la que será fundada la Internacional Anarquista. En 1909 en Francia, país al que había sido invitado a volver para dar una serie de conferencias, Rocker participa en un mitin de protesta por el proceso que en España se llevaba a cabo contra el pedagogo catalán, fundador de la Escuela Moderna, Francisco Ferrer. De nueva cuenta es expulsado del país.

Al comenzar la primera guerra mundial emprende una gira propagandística por Canadá y Estados Unidos. De regreso en Inglaterra, la miopía de las autoridades que pretendieron condenar como espía a Emma Goldman y expulsar a Errico Malatesta, en combinación con la histeria antigermánica, lleva a Rocker al campo de concentración acusado de «enemigo de guerra». Ahí permanecerá hasta su liberación en 1918, año en el que arriba a Holanda. Fracasa en su primer intento por volver a Alemania, pero finalmente en noviembre es admitido junto con su mujer, Milly Witkop, y su hijo.

De nueva cuenta en 1920 es encarcelado por ser «propagandista principal del movimiento sindicalista en Alemania». Seis semanas permanece en prisión debido a sus artículos en Der Syndikalist y otros órganos obreros, y sus conferencias críticas del nacionalismo y del autoritarismo. He aquí el origen de Nacionalismo y cultura.

En 1922 surge la Asociación Internacional de Trabajadores para contrarrestar los esfuerzos bolcheviques por crear una Internacional sujeta únicamente a sus intereses. Rocker, con Agustín Souchy y Alejandro Schapiro, formarán parte del secretariado internacional.

Cito aquí textualmente parte del capítulo que a Rocker dedica en el libro La teoría de la propiedad en Proudhon y otros momentos del pensamiento anarquista, su autor Ángel Cappelletti:
Pero además de su labor sindical, desplegó Rocker durante la década de los 20 una vasta actividad literaria, y estableció múltiples contactos con refugiados y visitantes anarquistas de todos los países.

Algunos de los trabajos, destinados principalmente a combatir la idea marxista leninista de la dictadura del proletariado, fueron recopilados y publicados en edición española con el título de Ideología y táctica del proletariado moderno (Barcelona, 1926). Pero, según recuerda Diego Abad de Santillán, escribió también en esta época «ensayos literarios como Los seis, sobre caracteres centrales de la literatura mundial: Don Quijote, Hamlet, Don Juan, etc.; examinó la llamada racionalización de la industria y sus consecuencias; divulgó conocimientos sobre el socialismo constructivo, la corriente de pensamiento anterior al marxismo, calificada despectivamente como socialismo utópico, y los presentó en su esencia verdaderamente socialista; resumió una posición ponderada contra el revolucionarismo palingenésico y palabrero en el trabajo La lucha por el pan cotidiano».

Tal actividad literaria, favorecida paradójicamente a comienzos de la década del 30 por el auge de la reacción nacionalista y por lo que podría denominarse el clima pre-nazi, culminó en la gran obra de filosofía política, Nacionalismo y cultura...
Rocker no pudo ver publicada su obra en alemán hasta 1949: la persecución del ascendente nazismo se lo impidió. Obligado, con el manuscrito bajo el brazo, huye a Suiza, Francia, Inglaterra y arriba finalmente a Nueva York el 2 de septiembre de 1933. Es en Estados Unidos donde Nacionalismo y cultura, traducido al inglés, verá la luz. Su primera edición en castellano se hará en España entre el 35 y el 36 en la editorial barcelonesa Tierra y Libertad. Vendrán luego posteriores ediciones en Argentina y México y traducciones al yiddish, al sueco y al holandés.

Rudolf Rocker en Estados Unidos, con más de sesenta años de vida, continúa la tarea. Como escribe Cappelletti, él no entendía la militancia anarquista como adoctrinamiento ni como mera propaganda. «Creía que elevar el nivel cultural de los obreros constituye de por sí una tarea revolucionaria; estaba convencido de que la belleza y la verdad son siempre factores de liberación humana.» Rocker escribe apoyando las causas libertarias en lucha contra el franquismo en España. No es la situación de aquel país un tema nuevo para él: en 1931 con Souchy había viajado a Madrid para asistir al congreso de la central obrera anarquista CNT y años antes había establecido relación con el historiador anarquista Diego Abad de Santillán, su traductor y biógrafo. Aunado a esto, Rocker recibió en su casa a los célebres luchadores Buenaventura Durruti y Francisco Ascaso y al que sería fundador del partido Sindicalista, Ángel Pestaña. Rocker escribe artículos y libros sobre la guerra civil española, da conferencias incansablemente, polemiza con los que defendían la concepción absolutista del Estado e inicia campañas contra el nacionalsocialismo. Su labor literaria incluye textos sobre problemas del socialismo y el anarquismo (el libro La influencia de las ideas absolutistas en el socialismo se publica en México en Ediciones Estudios Sociales, en 1945) y sobre la historia de éste. En 1949 revisa Nacionalismo y cultura, corrige y aumenta el texto (esta edición alemana es la que Abad de Santillán traduce y la que ahora se publica) dejando el prólogo escrito en 1936 y el epílogo que para la segunda edición estadounidense hizo en 1946. Rocker además se da tiempo para escribir tres tomos de su autobiografía: La juventud de un rebelde, En la borrasca y Revolución y regresión (el primero de ellos se publica en el año 50 en Argentina bajo el sello América Lee).

En 1988 se cumplieron 30 años de su muerte y la reedición de Nacionalismo y cultura permitió una nueva oportunidad de acceder a la lectura de un hombre pensante, crítico, lúcido y, sobre todo, vigente, contemporáneo. Hay que apuntar que esta reedición (la inmediata anterior, publicada en Barcelona bajo el sello de La Piqueta en 1977 era ya inencontrable) ha sido posible gracias a la voluntad y la capacidad para concertar esfuerzos del anarquista catalán radicado en México hace 50 años (llegó a nuestro país en el Ipanema), Ricardo Mestre.

Los libros que sobre Rocker se han publicado en los últimos años en México (el de Cappelletti y El pensamiento de Rudolf Rocker de Diego Abad de Santillán, ambos en Editores Mexicanos Unidos) o sus propios escritos, son particularmente difíciles de hallar. Por tal razón puede saludarse con alegría la nueva presencia de Nacionalismo y cultura. Estamos frente a un libro actual, contemporáneo. Un análisis del poder, del Estado, el nacionalismo y su relación con la cultura. En el epílogo escribe Rocker: «Mi obra se propuso describir a grandes rasgos las causas más importantes de la decadencia general de nuestra cultura». Leemos en el capítulo El poder contra la cultura las ideas a partir de las cuales el pensador estableció el análisis de esta relación:
Todo poder supone alguna forma de esclavitud humana.

Como el Estado aspira a obstruir dentro de sus límites toda nivelación social de sus súbditos y eternizar la escisión entre ellos por la estructuración en clases y castas, tiene también que procurar aislarse hacia fuera de todos los demás Estados e infundir a sus ciudadanos la fe en su superioridad nacional frente a todos los pueblos.

El poder como tal no crea nada y está completamente a merced de la actividad creadora de los súbditos para poder tan sólo existir. Nada es más engañoso que reconocer en el Estado el verdadero creador del proceso cultural.

El Estado fue desde el comienzo la energía paralizadora que estuvo con manifiesta hostilidad frente al desarrollo de toda forma superior de cultura. Los Estados no crean ninguna cultura; en cambio sucumben a menudo a formas superiores de cultura. Poder y cultura, en el más profundo sentido, son contradicciones insuperables; la fuerza de la una va siempre mano a mano con la debilidad de la otra. Un poderoso aparato de Estado es el mayor obstáculo a todo desenvolvimiento cultural.

Allí donde mueren los Estados o es restringido a un mínimo su poder, es donde mejor prospera la cultura.

La cultura no se crea por decreto; se crea a sí misma y surge espontáneamente de las necesidades de los seres humanos y de su cooperación social.

La dominación política aspira siempre a la uniformidad. En su estúpido intento de ordenar y dirigir todo proceso social de acuerdo con determinados principios, procura siempre someter todos los aspectos de la actividad humana a un cartabón único. Con ello incurre en una contradicción insoluble con las fuerzas creadoras del proceso de cultura superior, que pugnan siempre por nuevas formas y estructuras, y en consecuencia, están tan ligadas a lo multiforme y diverso de la aspiración humana como el poder político a los cartabones y formas rígidas.

Si el Estado no consigue dentro de la esfera de influencia de su poder encarrilar la acción cultural por determinadas vías adecuadas a sus objetivos y obstaculizar de esa manera sus formas superiores, éstas harán saltar, tarde o temprano, los cuadros políticos que encuentren como trabas para su desarrollo.

El poder no es nunca creador: es infecundo.

Se aprovecha de la fuerza creadora de una cultura existente para encubrir su desnudez, para darse jerarquía.
En estos momentos en que la revitalización del Estado se justifica con la palabra ‘modernidad’; en que se crean instancias de gobierno que, definiendo lo que debe ser la política cultural, posibiliten la captación y domesticación de las alternativas culturales independientes que no estuvieron ni han estado con ellas, la lectura de Nacionalismo y cultura es más que recomendable. No se trata de inaugurar nuevos discursos para viejos, repetidos errores. Ya no es posible.

Revista Letras Libres, México (agosto 1989).


[* Alain Derbez: (México, 1956) Historiador formado en la Universidad Autónoma de México, poeta, periodista, productor de programas de radio, ensayista, narrador, compositor, letrista, editor, jazzista y, según su propia expresión, «saxoservidor». Es autor de El jazz en México, primer trabajo histórico dedicado a este género musical en dicho país, publicado por el Fondo de Cultura Económica. Vinculado con las ideas anarquistas desde que en 1977 participó en las Jornadas Libertarias de Barcelona, dedica parte de su tiempo a difundir estas ideas a través de las ediciones Alebrije.]

martes, 14 de diciembre de 2010

La guerra es la salud del Estado

   [La población de los Estados Unidos, durante los años de la Primera Guerra Mundial (1914-18) era profundamente neutralista y hasta antibelicista. Los de origen alemán o irlandés eran germanófilos, y los provenientes de antepasados británicos o rusos eran aliadófilos. Pero el país en gran parte no quería saber nada de la Gran Guerra europea. Había un movimiento obrero radical y muy antimilitarista, igual que algunos partidos de izquierdas. El mismo presidente W. Wilson, inicialmente se opuso a cualquier intervención militar. Pero los ingresos económicos que obtenían de la guerra los capitalistas nortamericanos le empujaron a ponerse de parte de los británicos y franceses. Para convencer a su pueblo tuvo que recurrir a los «bocazas» y propagandistas del momento: los de siempre... los periodistas. Siempre son los periodistas, la prensa «oficial», engañando a su gente, a su pueblo. ¡Nunca cambiarán! Por ejemplo, mirar lo que pone Howard Zinn en el capítulo XIV de su libro La otra historia de los Estados Unidos:]
 

Por HOWARD ZINN

«La guerra es la salud del Estado» dijo el escritor radical Randolph Bourne en plena Primera Guerra Mundial. En efecto, mientras las naciones europeas fueron a la guerra en 1914, los gobiernos prosperaban, el patriotismo florecía, la lucha de clases se aplacaba y enormes cantidades de jóvenes morían en los campos de batalla, a menudo por cien metros de tierra o una línea de trincheras.

En Estados Unidos —que todavía no estaba en guerra— había preocupación por la salud del Estado. El socialismo iba en aumento. El IWW parecía estar en todas partes y el conflicto de clases era intenso. En el verano de 1916, durante un desfile del Día de la Preparación en San Francisco, explotó una bomba que mató a nueve personas, detuvieron a dos radicales del lugar, Tom Mooney y Warren Billings, que pasarían veinte años en la cárcel. Poco después, el senador neoyorquino James Wadsworth, al advertir el nesgo de que «nuestra gente se divida en clases», propuso la instrucción militar obligatoria para todos los hombres. O dicho de otro modo: «tenemos que hacer saber a nuestros jóvenes que tienen una responsabilidad con este país».

En Europa estaba teniendo lugar la realización suprema de esa responsabilidad, pues diez millones de personas iban a morir en los campos de batalla y veinte millones lo harían de hambre y enfermedades relacionadas con la guerra. Desde entonces, nadie ha sido capaz de demostrar que la guerra haya traído algún beneficio para la humanidad que compensase la pérdida de una sola vida humana. La retórica socialista de que era una «guerra imperialista» nos parece ahora moderada y difícilmente rebatible, porque los países capitalistas avanzados de Europa estaban luchando por fronteras, colonias y esferas de influencia, competían por Alsacia-Lorena, los Balcanes, África y Oriente Medio.

La guerra estalló poco después del comienzo del siglo XX, en plena exaltación (aunque únicamente en la élite occidental) del progreso y de la modernización.

La matanza comenzó muy rápido y fue a gran escala. En la primera batalla del Marne, los ingleses y los franceses lograron bloquear el avance alemán hacia París. Cada bando sufrió 500.000 bajas. En agosto de 1914, para alistarse voluntario en el ejército británico había que medir 5 pies y 8 pulgadas. En octubre, el requisito ya había bajado a 5 pies y 5 pulgadas. Ese mes hubo treinta mil bajas y entonces uno podía alistarse con 5 pies y 3 pulgadas. En los primeros tres meses de guerra casi todo el ejército británico original fue aniquilado.

Durante tres años, las posiciones de batalla en Francia permanecieron casi invariables. Cada bando avanzaba, retrocedía y volvía a avanzar de nuevo por conseguir unos pocos metros o kilómetros, mientras los cadáveres se amontonaban. En 1916, los alemanes intentaron abrirse paso en Verdún, los británicos y los franceses contraatacaron por todo el Sena, avanzaron unos pocos kilómetros y perdieron 600.000 hombres. En cierta ocasión, el 9° Batallón de la Real Infantería Ligera de Yorkshire emprendió un ataque con ochocientos hombres. Veinticuatro horas después, sólo quedaban ochenta y cuatro.

En Gran Bretaña los ciudadanos no eran informados de la matanza. Lo mismo pasaba en el mando alemán, como escribió Erich Maria Remarque en su gran novela, aquellos días en que las ametralladoras y los morteros destrozaban a miles de hombres, los informes oficiales anunciaban «Sin novedad en el frente occidental».

En julio de 1916, el general británico Douglas Haig ordenó a once divisiones de soldados ingleses que salieran de sus trincheras y avanzasen hacia las líneas alemanas. Las seis divisiones alemanas comenzaron a disparar con sus ametralladoras. De los 110.000 atacantes, mataron a 20.000 y otros 40.000 resultaron heridos. Podían verse todos esos cuerpos retorcidos en tierra de nadie, en el fantasmagórico territorio entre las trincheras enfrentadas. El 1 de enero de 1917, Haig fue ascendido a mariscal de campo. Lo que sucedió ese verano aparece concisamente descrito en An Encyclopedia of World History:
  
Haig continuó con optimismo hacia la ofensiva principal. La tercera batalla de Ypres consistió en una serie de ocho ataques importantes, llevados a cabo bajo un torrente de lluvia en un territorio inundado y fangoso No consiguieron romper el frente enemigo. Todo lo que ganaron fue unas cinco millas de territorio y les costó a los británicos alrededor de 400.000 hombres.

Los ciudadanos franceses e ingleses no fueron informados del número de bajas. Cuando en el último año de la guerra los alemanes atacaron ferozmente en el Somme y mataron o hirieron a 300.000 soldados británicos, los periódicos londinenses imprimieron lo siguiente:
¿Cómo pueden los civiles ayudar en esta crisis?
Esté animado. Escriba alentadoramente a sus amigos del frente. No crea que sabe más que Haig.
En la primavera de 1917, Estados Unidos se adentró en este pozo de muerte y engaño. En el ejército francés empezaban a producirse motines. Pronto hubo motines en 68 de las 112 divisiones y 629 hombres fueron juzgados y condenados, los pelotones de fusilamiento mataron a cincuenta personas. La presencia de tropas americanas era urgente.

El presidente Woodrow Wilson había prometido que Estados Unidos permanecería neutral durante la guerra: «Una nación puede ser demasiado orgullosa para combatir». Pero en abril de 1917, los alemanes habían anunciado que sus submarinos hundirían cualquier barco que llevase abastecimientos a los enemigos de Alemania y habían hundido unos cuantos barcos mercantes. Ahora Wilson decía que debía apoyar el derecho de los americanos a viajar en barcos mercantes en la zona de guerra.

No era realista esperar que los alemanes tratasen a Estados Unidos como a un país neutral en la guerra, cuando Estados Unidos había estado abasteciendo grandes cantidades de material bélico a los enemigos de Alemania. A comienzos de 1915, un submarino alemán torpedeó y hundió al trasatlántico británico Lusitania. Se hundió en dieciocho minutos y murieron 1.198 personas, incluidos 124 norteamericanos.

Estados Unidos aseguró que el Lusitania llevaba un cargamento inocente y que por tanto, el torpedearlo fue una monstruosa atrocidad alemana. Pero de hecho, el Lusitania estaba fuertemente armado: transportaba miles de cajas de munición. Falsificaron la lista de su cargamento para ocultar este hecho y los gobiernos británico y norteamericano mintieron sobre el cargamento.

En 1914 había empezado en Estados Unidos una seria recesión. Pero en 1915 los pedidos bélicos de los aliados (sobre todo de Inglaterra) ya habían estimulado la economía, y para abril de 1917 habían vendido a los aliados mercancías por valor de más de dos mil millones de dólares. Ahora, la prosperidad americana estaba vinculada a la guerra de Inglaterra. Los dirigentes norteamericanos creían que la prosperidad del país dependía en gran medida de los mercados extranjeros. Al comienzo de su presidencia, Woodrow Wilson describió su objetivo como «una puerta abierta al mundo» y en 1914 dijo que apoyaba «la justa conquista de los mercados extranjeros».

Con la I Guerra Mundial, Inglaterra se convirtió en un mercado cada vez más importante para las mercancías americanas y para los préstamos con intereses. J.P. Morgan y compañía actuaron como agentes de los aliados y empezaron a prestar dinero en cantidades tan grandes que obtenían enormes beneficios y vinculaban estrechamente las finanzas americanas a la victoria británica en la guerra contra Alemania.

Los empresarios y los líderes políticos hablaban de la prosperidad como si no hubiera clases, como si todos se beneficiaran de los préstamos de Morgan. Es cierto que la guerra implicaba una mayor producción y más empleo, pero los trabajadores de las acerías, por ejemplo, ¿ganaban tanto como Aceros Americanos, que, sólo en 1916 obtuvieron un beneficio de 348 millones de dólares? Cuando Estados Unidos entró en la guerra, fueron los ricos quienes se ocuparon aún más directamente de la economía. El financiero Bernard Baruch presidía el Comité de Industria Bélica, la más poderosa de las agencias gubernamentales durante la guerra. Los banqueros, los dueños de las compañías ferroviarias y los empresarios dominaban dichas agencias.

En mayo de 1915, en el Atlantic Monthly apareció un artículo singularmente perspicaz sobre la naturaleza de la I Guerra Mundial. Escrito por W.E.B. Du Bois, se titulaba The African Roots of War. Decía que se trataba de una guerra entre imperios, Alemania y los aliados estaban luchando por el oro y los diamantes de Sudáfrica, el coco de Angola y Nigeria, el caucho y el marfil del Congo y el aceite de palmera de la costa occidental. Efectivamente, el ciudadano medio de Inglaterra, Francia, Alemania o Estados Unidos disfrutaba de un nivel de vida más alto que el de antes pero… «¿De dónde viene esta nueva riqueza? Viene sobre todo de las naciones más oscuras del mundo, las de Asia y África, Centro y Sudamérica, las Indias Occidentales y las islas de los mares del Sur».

Du Bois vio la perspicacia del capitalismo al unir al explotador y al explotado, creando así una válvula de seguridad para el explosivo conflicto de clases: «Ya no es simplemente el príncipe comerciante o el monopolio aristocrático o incluso la patronal los que están explotando al mundo, es la nación, una nueva nación democrática compuesta de un capital y un laborismo unificado».

Estados Unidos encajaba con la idea de Du Bois. El capitalismo americano necesitaba rivalidad internacional y guerras periódicas para crear una unidad artificial de intereses entre ricos y pobres que suplantase a la genuina comunidad de intereses de los pobres, que se mostraba en movimientos esporádicos. Se necesitaba un consenso nacional para la guerra y el gobierno tuvo que trabajar duro para crear dicho consenso.

Que la gente no mostraba un impulso espontáneo por luchar queda demostrado al ver las duras medidas que se tomaron, reclutamiento forzoso de jóvenes, una elaborada campaña de propaganda por todo el país y severos castigos para los que se negasen a entrar en combate.

A pesar de las estimulantes palabras de Wilson sobre una guerra «para acabar con todas las guerras» y «para convertir el mundo en un lugar seguro para la democracia», los americanos no se apresuraron a alistarse. Se necesitaba un millón de hombres, pero durante las primeras seis semanas tras la declaración de guerra, sólo se ofrecieron voluntarios 73.000 hombres. En el Congreso, todos votaron a favor del reclutamiento forzoso.

George Creel, un veterano periodista, pasó a ser el propagandista de guerra oficial del gobierno, estableció un Comité de Información Pública para persuadir a los americanos de que la guerra estaba bien. Patrocinó a 75.000 oradores, que dieron 750.000 discursos de cuatro minutos en cinco mil pueblos y ciudades americanas. Era una tentativa masiva para animar a un público reacio.

El día siguiente a la declaración de guerra del Congreso, el Partido Socialista se reunió en Saint Louis en una convención de emergencia y dijo que la declaración era «un crimen contra el pueblo de los Estados Unidos».

Durante el verano de 1917, las asambleas antibelicistas del Partido Socialista en Minnesota atrajeron a grandes multitudes —a cinco mil, diez mil, veinte mil granjeros— que protestaban por la guerra, por el reclutamiento y por el mercantilismo. Un periódico conservador de Ohio, el Beacon-Journal de Akron, afirmó que si se celebrasen elecciones en esos momentos, una fuerte marea socialista inundaría el Medio Oeste. Dijo que el país «no sé había embarcado nunca en una guerra más impopular».

En las elecciones municipales de 1917, contra una corriente de propaganda y patriotismo, los socialistas consiguieron un número extraordinario de votos. El candidato socialista para la alcaldía de Nueva York, Morris Hillquit, consiguió un 22% de los votos, cinco veces más votos socialistas de lo que era habitual allí. En la legislatura del estado de Nueva York salieron elegidos diez socialistas. En Chicago, los votos socialistas pasaron del 3,6% en 1915 al 34,7% en 1917. En Buffalo, subieron del 2,6 al 30,2%.

Aunque algunos prominentes socialistas —como Jack London, Upton Sinclair o Clarence Darrow— se declararon favorables a la guerra después de que Estados Unidos entrase en ella, la mayoría de los socialistas continuaron oponiéndose.

En junio de 1917, el Congreso aprobó la Ley de Espionaje y Wilson la firmó. Por su nombre, se podría suponer que era una ley contra el espionaje. Sin embargo, contenía una cláusula que estipulaba penas de hasta veinte años de cárcel para «cualquiera que —cuando Estados Unidos esté en guerra— promueva intencionadamente, o intente promover, insubordinación, deslealtad, sedición o se niegue a cumplir con su deber en las fuerzas armadas o navales de los Estados Unidos, o intencionadamente obstruya el reclutamiento o el servicio de alistamiento de Estados Unidos». La Ley fue utilizada para encarcelar a americanos que hablaron o escribieron en contra de la guerra.

Dos meses después de que se aprobara dicha ley, arrestaron en Filadelfia a un socialista llamado Charles Schenck por imprimir y distribuir quince mil folletos que denunciaban la ley de reclutamiento y la guerra y decían que el reclutamiento era «un acto monstruoso contra la humanidad en interés de los financieros de Wall Street». Schenck fue acusado, juzgado y condenado a seis meses de cárcel por violar la Ley de Espionaje (resultó ser un a de las penas más cortas en este tipo de casos). Schenck apeló, alegando que la Ley, por juzgar la libertad de expresión escrita y oral, violaba la Primera Enmienda: «El Congreso no aprobará una ley que reduzca la libertad de expresión o la de prensa».

¿Estaba Schenck protegido por la Primera Enmienda? La decisión del Tribunal Supremo fue unánime. La escribió su más famoso liberal, Oliver Wendell Holmes:
 
La protección más estricta de la libertad de expresión no protegería a un hombre que crea una falsa alarma en un teatro gritando «¡fuego!» y siembre el pánico. En cada caso, la cuestión es si las palabras utilizadas se usan en circunstancias tales y son de una naturaleza tal como para crear un peligro inminente y para producir daños considerables que el Congreso tiene el derecho de impedir.
La analogía de Holmes era astuta y atractiva. Pocas personas pensaban que debería otorgarse la libertad de expresión a alguien que siembra el pánico en un teatro gritando «iFuego!». Pero ¿podía aplicarse esa analogía a la crítica de la guerra? De hecho, ¿no era la propia guerra un peligro más claro, más inminente y más peligroso para la vida humana que cualquier argumento en su contra?

El caso de Eugene Debs pronto llegaría ante el Tribunal Supremo. En junio de 1918, Debs visitó a tres socialistas que estaban en prisión por oponerse al reclutamiento. Después, al otro lado de la calle frente a la prisión, Debs se dirigió a una audiencia a la que mantuvo cautivada durante dos horas. Era uno de los mejores oradores del país y una y otra vez le interrumpían los aplausos y las risas:
 
Nos dicen que vivimos en una gran república libre, que nuestras instituciones son democráticas, que somos un pueblo libre y autónomo. Incluso para un chiste, eso es demasiado. A lo largo de la historia, se han hecho guerras para conquistar y saquear. Eso es la guerra en resumen. Siempre es la clase dominante la que declara las guerras y siempre es la clase oprimida la que lucha en las batallas.
Debs fue arrestado por violar la Ley de Espionaje. Entre el público había jóvenes en edad de reclutamiento y sus palabras «obstruían el reclutamiento o el servicio de alistamiento».

Sus palabras tenían la intención de hacer mucho más que eso:
 
Sí, a su debido tiempo nos haremos con el poder de esta nación y de todo el mundo. Vamos a destruir todas las instituciones capitalistas esclavizantes y degradantes. Está saliendo el sol del socialismo. A su debido tiempo atacaremos y cuando triunfe, esta gran causa proclamará la emancipación de la clase obrera y la hermandad de toda la humanidad. (Aplausos ensordecedores y prolongados.)
En el juicio, Debs se negó a subir al estrado en su propia defensa o a llamar a un testigo que le fuera favorable. No negaba nada de lo que había dicho, pero antes de que el Jurado comenzara sus deliberaciones, Debs se dirigió a ellos:
 
Me han acusado de obstruir la guerra. Lo admito, caballeros, detesto la guerra. Me opondría a la guerra aunque fuese el único en hacerlo. Mi solidaridad está con la gente que sufre y que lucha, sean de donde sean. No tiene importancia bajo qué bandera nacieron o dónde viven.
El Jurado le declaró culpable de infringir la Ley de Espionaje. Debs se dirigió al juez antes de que éste dictara sentencia:
 
Señoría, hace años reconocí mi afinidad con todos los seres vivientes y llegué a la conclusión de que yo no era ni un ápice mejor que el más insignificante de la Tierra. Dije entonces, y digo ahora, que mientras haya una clase oprimida yo estoy en ella, mientras haya un elemento criminal, yo pertenezco a él, mientras haya un alma en prisión, yo no soy libre.
El juez denunció a los que «le arrebatan la espada a esta nación mientras está ocupada en defenderse de una brutal potencia extranjera». Condenó a Debs a diez años de cárcel.

El Tribunal Supremo no escuchó la apelación de Debs hasta 1919. La guerra ya había terminado, pero Oliver Wendell Holmes, con la unanimidad del Tribunal, confirmó la culpabilidad de Debs. Holmes dijo que Debs suponía «que a los trabajadores no les incumbe la guerra». Así que —dijo Holmes— «el efecto natural e intencionado» del discurso de Debs habría sido obstruir el reclutamiento.

El presidente Wilson se negó a indultar a Debs, que pasó treinta y dos meses en la cárcel. En 1921, a la edad de sesenta y seis años, Debs fue puesto en libertad por orden del presidente Warren Harding.

Bajo la Ley de Espionaje fueron a la cárcel unas novecientas personas, y la prensa colaboró con el gobierno, intensificando el ambiente de miedo hacia los posibles opositores a la guerra. El Literary Digest pedía a sus lectores «recortar y enviarnos cualquier editorial que les parezca sedicioso o traidor». El New York Times publicó un editorial que decía: <«Es el deber de todo buen ciudadano comunicar a las autoridades pertinentes cualquier prueba de sedición de la que tengan noticia».

En el verano de 1917 se formó la American Defense Society (Sociedad para la Defensa Americana) El New York Herald informó: «Más de cien hombres se alistaron ayer en la Patrulla Vigilante Americana en las oficinas de la Sociedad para la Defensa Americana. La Patrulla se formó para acabar con la oratoria sediciosa en las calles».

El Departamento de Justicia financió una Liga Protectora Americana que en junio de 1917 ya tenía unidades en seiscientos pueblos y ciudades y casi 100.000 miembros. La prensa publicó que sus miembros eran «los hombres más importantes de sus comunidades... banqueros, ferroviarios, hoteleros». La Liga interceptó el correo, irrumpió en casas y oficinas y aseguró haber encontrado tres millones de casos de «deslealtad».

El Comité de Información Pública de G. Creel anunció que la gente debía «denunciar a aquel que propague historias pesimistas. Denunciarle al Departamento de Justicia». En 1918, el secretario de Justicia dijo: «Puede afirmarse sin miedo a equivocarse que nunca en su historia ha estado este país tan concienzudamente vigilado».

¿A qué se debían estos enormes esfuerzos? El 1 de agosto de 1917, el New York Herald dijo que, en Nueva York, noventa de los cien primeros reclutas pedían la exención. En Minnesota, los titulares del Minneapolis Journal del 6 y 7 de agosto rezaban: «La oposición al reclutamiento se extiende rápidamente por el estado» y «los reclutas dan direcciones falsas». En Florida, dos temporeros negros fueron a los bosques con una escopeta y se mutilaron para evitar el reclutamiento: uno se voló cuatro dedos de la mano, el otro, su antebrazo.

El senador Thomas Hardwick de Georgia dijo: «Hubo sin duda una oposición general por parte de muchos miles al decreto de la ley de reclutamiento. Numerosas asambleas masivas celebradas en cada rincón del estado protestaron contra el decreto...». Finalmente, clasificaron como prófugos a más de 330.000 hombres.

En Oklahoma, el Partido Socialista y el IWW habían actuado entre los arrendatarios y los aparceros, que formaron un Working Class Union (Sindicato de la Clase Trabajadora). Por todo el país, los objetores al reclutamiento planearon una marcha sobre Washington. Pero antes de que el sindicato pudiera llevar a cabo sus planes, arrestaron a sus miembros en una redada y 450 personas acusadas de rebeldía acabaron en la penitenciaría del estado. Los dirigentes fueron condenados a penas desde tres a diez años de cárcel, los otros, de sesenta días a dos años.

El 1 de julio de 1917, los radicales organizaron en Boston una manifestación contra la guerra, con pancartas en las que se podía leer: 
 
¿Es esta una guerra popular? ¿Por qué el reclutamiento?
¿Quién robó Panamá? ¿Quién aplastó Haití?
Exigimos Paz.
El The Call de Nueva York afirmó que se manifestaron ocho mil personas, incluidos «4.000 miembros del Central Labor Union (Sindicato Central de Trabajadores), 2.000 miembros de las Lettish Socialist Organizations (Organizaciones Socialistas Letonas), 1.500 lituanos, miembros judíos de las empresas textiles y otras ramas del partido». La manifestación fue atacada por soldados y marineros, que cumplían órdenes de sus superiores.

El Departamento Postal empezó a suprimir los privilegios postales a los periódicos y revistas que publicaran artículos antibelicistas Se prohibió la distribución postal de The Masses (Las masas), una revista socialista de política, literatura y arte que en el verano de 1917 había publicado un editorial de Max Eastman que entre otras cosas decía: «¿Por qué motivos concretos estáis enviando nuestros cadáveres y los cadáveres de nuestros hijos a Europa? Por mi parte, no admito el derecho de un Gobierno a enviarme a una guerra en cuyos propósitos no creo».

En Los Ángeles, se mostró una película sobre la revolución americana que mostraba las atrocidades que los británicos habían perpetrado contra los colonos. Se titulaba The Spirit of ‘76 (El espíritu del 76). El hombre que realizó el film fue procesado bajo la Ley de Espionaje porque el juez decía que la película tendía «a cuestionar la buena voluntad de nuestra aliada Gran Bretaña». Condenaron al realizador a diez años de cárcel. El caso fue archivado oficialmente como US v. Spirit of ‘76 (Los Estados Unidos contra el espíritu del 76).

Los colegios y universidades desalentaban la oposición a la guerra En la Universidad de Columbia despidieron al psicólogo J. McKeen Cattell, quien desde hacía tiempo se oponía a la guerra y criticaba que el consejo de administración controlara la universidad. Una semana después, el famoso historiador Charles Beard dimitió, en señal de protesta, de la facultad de Columbia.

En el Congreso, pocas voces se declararon contrarias a la guerra. La primera mujer en la cámara de los representantes, Jeannette Rankin, no respondió cuando salió su nombre al leerse la lista de nombres en la declaración de guerra Cuando pasaron lista de nuevo, se levantó y dijo: «Quiero apoyar a mi país pero no puedo votar a favor de la guerra. Voto No».

Una canción popular de la época era I Didn't Raise My Boy to Be a Soldier (No crié a mi hijo para que fuera un soldado), pero era silenciada por canciones como Over There (Por allí), It's a Grand Old Flag (Es una gran bandera vieja) y Johny Get Your Gun (Johnny, coge tu fusil).

La socialista Kate Richards O'Hare, que fue sentenciada a cinco años en la penitenciaría del estado de Missouri, continuó luchando en la cárcel. Cuando ella y otras compañeras de la prisión protestaron por la falta de aire —ya que dejaban cerrada la ventana que había sobre el bloque de celdas—, los guardias la empujaron al corredor para castigarla. Llevaba en la mano un libro de poemas y, cuando la empujaron al pasillo, lanzó el libro contra la ventana y la rompió y empezó a entrar el aire fresco, entre los vítores de las reclusas.

Emma Goldman y su compañero anarquista Alexander Berkman fueron condenados a la cárcel por oponerse al reclutamiento. Goldman dijo al jurado: «En verdad, pobres como somos de democracia, ¿cómo podemos darla al mundo?».

El periódico del IWW, el Industrial Worker, justo antes de la declaración de guerra, había escrito «Capitalistas de América, lucharemos contra vosotros, no por vosotros». Ahora la guerra le daba al gobierno la oportunidad de destruir el sindicato radical.

A comienzos de septiembre de 1917, agentes del Departamento de Justicia hicieron redadas simultáneamente en cuarenta y ocho locales del IWW de todo el país, incautando correspondencia y escritos que servirían como pruebas en los juicios. En abril de 1918, llevaron a juicio a 101 dirigentes del IWW por conspirar, obstaculizar el reclutamiento y alentar la deserción. Un dirigente del IWW dijo en el juicio: 
 
Me preguntan por qué el IWW no muestra patriotismo hacia los listados Unidos. Si fuerais un vagabundo sin una manta, si hubierais dejado esposa e hijos cuando fuisteis hacia el Oeste en busca de trabajo y no les hubierais vuelto a localizar desde entonces, si nunca os hubieran dejado estar en un trabajo el tiempo suficiente como para poder votar, si cada persona que representa la ley, el orden y la nación os diera una paliza, os llevara en tren hasta la cárcel y los que se tienen por buenos cristianos les vitorearan y animaran, ¿cómo diablos esperáis que un hombre sea patriota? Esta es una guerra de hombres de negocios y no entendemos por qué deberíamos ir y que nos disparen para salvar este «encantador» estado de cosas que ahora disfrutamos.
El jurado les declaró a todos culpables. El juez condenó a Haywood y a otras catorce personas a veinte años de cárcel, treinta y tres fueron condenadas a diez años, el resto tuvieron sentencias menores. El IWW estaba hecho pedazos, Haywood consiguió la libertad bajo fianza y huyó a la Rusia revolucionaria, donde permaneció hasta su muerte diez años más tarde.

La guerra terminó en noviembre de 1918 Habían muerto cincuenta mil soldados americanos y la amargura y la desilusión no tardaron mucho en extenderse por todo el país, incluso entre los patriotas. Esto se reflejó en la literatura de la década de la posguerra Ernest Hemingway escribió A Farewell to Arms (Adiós a las armas). Años después, un estudiante universitario llamado Irwin Shaw escribió una obra de teatro titulada Bury the Dead (Enterrad a los muertos). Un guionista de Hollywood llamado Dalton Trumbo escribió una convincente y estremecedora novela antibélica sobre un torso y un cerebro que sobrevivió al campo de batalla en la I Guerra Mundial, Johnny Got His Gun (Johnny cogió su fusil). Ford Madox Ford escribió No More Parades (No más desfiles).

En su novela 1919, John Dos Passos escribió sobre la muerte de John Doe: 
 
En el tanatorio alquitranado de Chalons-sur-Marne, entre el hedor a cloruro de cal y a muerto, sacaron la caja de pino que contenía todo lo que quedaba de John Doe.
Y lo cubrieron con la bandera norteamericana.
Y la corneta tocó los honores.
Y el Sr. Harding rezó a Dios y los diplomáticos, los generales y los almirantes y los peces gordos y los políticos y las damas hermosamente vestidas salidas de los «ecos de sociedad» del
Washington Post estaban de pie solemnes.
Y pensaron qué hermosamente triste era que su corneta tocase esos honores y las tres salvas hicieron silbar los oídos.
Ahí donde debía tener el pecho, le colocaron la Medalla del Congreso.
A pesar de todos los encarcelamientos en tiempo de guerra, de la intimidación, y de las campañas en pro de la unidad nacional, cuando la guerra concluyó, el sistema aún temía al socialismo. Para afrontar el reto revolucionario, parecía necesario recurrir otra vez a las tácticas gemelas de control reforma y represión.

La reforma fue sugerida por George L. Record, uno de los amigos de Wilson, a quien escribió a comienzos de 1919 diciendo que había que hacer algo por la democracia económica: «para hacer frente a esta amenaza del socialismo. Deberías convertirte en el verdadero líder de las fuerzas radicales de América y presentar al país un programa constructivo de reformas fundamentales, que será una alternativa al programa presentado por los socialistas y los bolcheviques...».

Ese verano de 1919, Joseph Tumulty, consejero de Wilson, le recordó a éste que el conflicto entre republicanos y demócratas era poco importante comparado con lo que les amenazaba a ambos: «En esta época de malestar social e industrial, ambos partidos están desprestigiados para el hombre común...».

En el verano de 1919 explotó una bomba frente a la casa del secretario de Justicia de Wilson, A. Mitchell Palmer. Seis meses después, Palmer llevó a cabo el primero de sus ataques masivos contra extranjeros —los inmigrantes que no habían obtenido la ciudadanía—. Una ley aprobada por el Congreso hacia el final de la guerra estipulaba la deportación de los extranjeros que se oponían al gobierno organizado o que defendían la destrucción de la propiedad privada. El 21 de diciembre de 1919, los hombres de Palmer cogieron a 249 extranjeros nacidos en Rusia (incluidos Emma Goldman y Alexander Berkman), los metieron en un transporte y los deportaron a lo que ya era la Rusia Soviética.

En enero de 1920 fueron detenidas cuatro mil personas por todo el país, aisladas durante mucho tiempo, y llevadas a juicios secretos que ordenaron su deportación. En Boston, agentes del ministerio de Justicia ayudados por la policía local, arrestaron a seiscientas personas, realizando redadas en los centros de reunión o invadiendo sus hogares por la mañana temprano. Fueron esposados a pares y obligados a caminar por las calles encadenados.

En la primavera de 1920, un impresor anarquista llamado Andrea Salsedo fue arrestado en Nueva York por agentes del FBI en el piso decimocuarto del edificio Park Row, sin que se le permitiera ponerse en contacto con su familia, amigos ni abogados. Más tarde encontraron su cuerpo aplastado en la acera del edificio y el FBI dijo que se había suicidado saltando por la ventana del piso decimocuarto.

Dos amigos de Salsedo —trabajadores anarquistas del área de Boston— que acababan de enterarse de su muerte, empezaron a llevar armas. Les arrestaron en un tranvía de Brockton, Massachusetts, y fueron acusados de un atraco a mano armada y de un asesinato que habían tenido lugar en una fábrica de zapatos dos semanas atrás.

Estos amigos de Salsedo se llamaban Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti. Les llevaron a juicio, fueron declarados culpables y pasaron siete años en prisión mientras continuaban las apelaciones, al tiempo que por todo el país y por todo el mundo la gente se interesaba en su caso. Tanto las anotaciones del juicio como las circunstancias que lo envolvieron indican que Sacco y Vanzetti fueron condenados a muerte por ser anarquistas y extranjeros. En agosto de 1927, y mientras en las calles la policía disolvía manifestaciones y piquetes con arrestos y palizas y las tropas rodeaban la cárcel, fueron electrocutados.

El último mensaje de Sacco a su hijo Dante —escrito en ese inglés que tanto le había costado aprender— fue un mensaje para millones de personas en los años venideros: 
 
Así que, hijo mío, en lugar de llorar sé fuerte para que puedas consolar a tu madre, llévala de paseo por el campo tranquilo, recogiendo flores silvestres, pero recuerda siempre, Dante, cuando estés feliz, no uses toda tu felicidad sólo para ti. Ayuda al perseguido y a la víctima pues son tus mejores amigos. En esta lucha de la vida, encontrarás más. Ama y serás amado.
Se habían llevado a cabo reformas. Habían invocado al fervor patriótico de la guerra. Habían utilizado los juzgados y las cárceles para reforzar la idea de que no podían tolerarse ciertas ideas y ciertos tipos de resistencia. Y sin embargo, incluso desde las celdas de los condenados estaba saliendo un mensaje: en esa sociedad supuestamente sin clases que era Estados Unidos, la lucha de clases todavía estaba en vigor. Y esa lucha continuaría durante los años veinte y treinta.
 
La otra historia de los Estados Unidos
(1980)