lunes, 2 de abril de 2012

Recordando a Darwin, revitalizando a Kropotkin

José María Fernández Paniagua

Artículo publicado en Tierra y Libertad, nº.248
(marzo 2009)

2009 es el año de celebración del segundo centenario del nacimiento de Charles Darwin. Se ha comentado ya mucho sobre aquel viaje, iniciado en 1831, por América del Sur e islas del Pacífico, que le permitió recoger un impresionante caudal de datos geológicos, botánicos y zoológicos. Pasarían varios años, con la consecuente ordenación y sistematización de esa información, para que elaborara su teoría de la evolución. Durante algunos años, se pensó que Darwin llegó a sus conclusiones a partir de la lectura de Malthus y su famosa teoría sobre el crecimiento de la población humana, mayor que los recursos necesarios para la subsistencia, lo cual generaría una «lucha por la existencia». Hoy, se piensa que lo que Darwin sacó de Malthus es que el proceso de selección natural ejerce una presión que fuerza a algunos a «abandonar la partida» y a otros a «adaptarse» y a «sobreponerse». En cualquier caso, un año después de aquel famoso viaje, Darwin empezó a creer la teoría de que todas las especies podrían provenir de un tronco común. La «selección natural» se produciría por las alteraciones orgánicas engendradas por la lucha por la existencia, en el curso de las cuales sobrevivirán solo los más aptos.

Darwin dejó muy claro que la selección natural no induce a la variabilidad, sino que implica solamente la preservación de las variaciones que aparecen y que son beneficiosas para el ser en sus condiciones de vida; esas variaciones adquiridas serán transmitidas a los descendientes. Las tesis de Darwin fueron presentadas en El origen de las especies, en 1859, obra con sucesivas revisiones en los años posteriores. El darwinismo suscitó la lógica oposición entre los medios teológicos, los cuáles consideraron la teoría un ataque a sus creencias y a su interpretación literal de la Biblia (y hasta hoy llegamos con esta reacción, para comprobar lo cual, en este país, solo hay que escuchar la COPE en un momento tonto). Otros, vieron el cuerpo de doctrinas de Darwin como la expresión de un pensamiento radical y revolucionario y una importante lucha contra el tradicionalismo y el Ancien Régime. Aunque, tanto la teoría de la evolución, como la del origen del hombre, a partir de otras especies no eran originales, sí resultaban innovadores la gran cantidad de datos empíricos aportados por la obra de Darwin y los caracteres que imprimió a la noción de «selección natural». Como es lógico, existen algunas fisuras y objeciones a algunas de las teorías de Darwin, algunas admitidas por él mismo en su momento, lo cual no supone necesariamente la entrada de consideraciones teleológicas (último subterfugio empleado por las creencias religiosas, con la recurrente teoría del diseño inteligente como ejemplo). Puede decirse, pese a quien pese, que el alcance y profundidad en la revolución de las ideas originadas en Darwin (con posteriores revisiones y evoluciones) son solo comparables con los derivados de Marx, Freud y Einstein. Huxley (1825-1895), firme defensor de las teorías evolucionistas de Darwin, por considerarlas más satisfactorias que cualesquiera otras hasta esa fecha, y opuesto a toda pretensión de conocimiento absoluto, era partidario de las leyes mecanicistas como explicación de la estructura de los seres orgánicos. Al aceptar la lucha por la supervivencia del más apto, Huxley consideró que el evolucionismo no podía dar cuenta de los actos morales (y, aún menos, de los ideales morales); en honor a este autor, al que tantas veces se le ha nombrado como un intérprete extremista de las teorías evolutivas de Darwin (en cualquier caso, solo en el terreno biológico), hay que recordar que afirmó que el hombre debía oponerse a tendencias evolucionistas cuando éstas fueran inmorales o amorales. Puede decirse que el socialismo en general reconoció la teoría darwiniana de la evolución como algo liberador de prejuicios y un considerable ataque al antropocentrismo, habitualmente unido a ideas reaccionarias y al providencialismo. No obstante, el llamado «darwinismo social», apoyado en algunas de las teorías darwinistas de la evolución, supondrá ideas político-sociales opuestas al socialismo, en las cuales se considera la desigualdad y la competencia como factores determinantes para la supervivencia de los más aptos y para la «evolución» de la sociedad. Se puede afirmar que el capitalismo, sea cual fuere la fase del mismo en que nos encontramos a principios del siglo XXI, continúa recogiendo ese herencia social-darwinista en la que el factor ético queda relegado en nombre de una pervertida noción de progreso y del bienestar (o supervivencia) de únicamente una parte de la población. Paradójicamente, el norteamericano Sumner (1840-1910), principal defensor del darwinismo social, rechazó toda noción de derechos naturales (en el que podría entrar la igualdad, el humanitarismo o la democracia), ya que ello supondría aceptarlos como «verdades eternas» y los desdeñó, miserablemente, en nombre de la «evolución social».Uno de los factores decisivos para combatir esta degeneración social del evolucionismo darwinista es la llamada «ética social», tan importante en la obra de Kropotkin. Una conferencia pronunciada por el zoólogo ruso Karl F. Kessler en 1880, «Sobre la ley de ayuda mutua», inspiraría a Kropotkin para desarrollar una obra en torno al cooperativismo presente en la naturaleza. El noble anarquista ruso consideró que, junto a la ley darwiniana de lucha por la superviviencia, existía la llamada ley del «apoyo mutuo» entre los miembros de una misma especie; la competencia no sería el auténtico motor de la evolución, sino la cooperación. Al día de hoy, a pesar de que la obra de Kropotkin al respecto no ha sido lo suficientemente reconocida, continúan los estudios actuales recibiendo la influencia de ambas posturas y puede decirse que no se ha desdeñado la importancia del factor cooperativista en la evolución, siendo la sociabilidad un concepto claramente importante en la sociobiología. Habría que hacer justicia a la obra de Kropotkin, sin olvidar el tiempo que vivió y situándolo en una corriente que, sin ser mayoritaria, sí fue más amplia de lo que se deja ver en los libros de historia. Hay que insistir en que la teoría de Kropotkin no se opuso necesariamente a la de Darwin, el cual entendió la «lucha por la existencia» en un sentido mucho más amplio que las posteriores interpretaciones y tergiversaciones (las cuales llevaron a introducir el término «egoísmo» como factor evolutivo determinante, antagónico al «altruismo» que quería ver Kropotkin), y sí podía considerarse como una aportación a la misma. Reconociendo que existía la forma competitiva de lucha, se esforzó Kropotkin en equilibrar esa competencia con el factor cooperativo e, incluso, darle predominancia. Finalmente, trató el «príncipe» anarquista de hacer de la ley del «apoyo mutuo» el fundamento de toda sociedad animal, incluida la humana; esa búsqueda de beneficio para sus semejantes sería, para Kropotkin, un impulso básico para el ser humano. Porque el anarquista ruso equipara el impulso ético a «lo natural», deposita una completa confianza en la naturaleza y trata de indagar en la misma, con el fin de ajustar el comportamiento humano a una ley natural, producto de un orden cósmico en los que cabe la bondad y la belleza. Del mismo modo, considera Kropotkin que naturaleza es sinónimo de ciencia y asentará, de ese modo, una de las más poderosas señas de identidad de los libertarios de su tiempo: la plena confianza en lo científico. Una confianza en la ciencia que, a mi modo de ver las cosas, debería ampliar su horizonte de manera constante y mantenerse a salvo de un culto excesivo.

Ciertas lecturas posteriores, así como consecuentes polémicas bien planteadas al servicio de un pensamiento emancipador, han demostrado la capacidad de la tradición ácrata para huir del dogma y para revitalizar sus propuestas. Malatesta, contradiciendo en este asunto a su, para tantas otras cosas, maestro Kropotkin y tratando de salvaguardar tanto la libertad como la voluntad del hombre, rechazó el cientificismo y todo fatalismo producto de una supuesta ley natural. Para el italiano, la anarquía sería una aspiración humana al margen de una supuesta ley o necesidad natural, un programa elaborado por la voluntad del hombre (y no una especie de filosofía científica) tratando de combatir, precisamente, las desarmonías que pueden encontrarse en la naturaleza. Se resume muy bien lo que Malatesta pensaba, al respecto, en la bella frase: «La fe, en nuestro caso, no es una creencia ciega; es el resultado de una firme voluntad unida a una fuerte esperanza». Volviendo a Kropotkin, a pesar de que el trabajo del autor de El apoyo mutuo y de la inacabada Ética sea de un rigorismo científico cuestionable (sin olvidar que, del mismo modo, multitud de darwinistas concedieron excesivo crédito a la tesis opuesta), aunque no exento de datos históricos y naturales bastante impresionantes y muy útiles, su crítica a ciertos factores y circunstancias negativas para la conducta humana (como la presión del Estado y de los grupos sociales) y la mencionada confianza que depositaba en una ética social son de un interés y de una vigencia impagables. También me gustaría dejar claro que las múltiples facetas de Kropotkin, resumidas en dos vías, la sociopolítica y la científica, no tienen por qué mezclarse en una lectura fácil, que empuje a creer que sus prejuicios ideológicos le empujaron a sus tesis biológicas. De hecho, es complicado saber qué faceta del ruso influyó más en la otra; incluso, al contrario de lo que se suele pensar, es posible que la visión que tenía de la naturaleza tuviera más influencia en el desarrollo de sus tesis sociales e ideológicas que al contrario. En cualquier caso, de la obra de Kropotkin se desprende siempre honestidad, y su pensamiento contiene la suficiente brillantez para ser recuperado en muchos ámbitos del desarrollo humano.

Frente a la controversia no resuelta acerca de la naturaleza humana, egoísta o altruista, bélica o sociable, mi opinión es que nuestra afán categorizador y tendencia al maniqueísmo (y, por lo tanto y por definición, «reduccionista») nos conduce a otra suerte de fatalismo. No creo que exista una respuesta definitiva para buscar una condición inherente cercana a Caín o a Abel (por usar el mito judeo-cristiano que forma parte de nuestro acervo y, tal vez por ello, supone que caigamos constantemente en el infantilismo). La historia del movimiento libertario y de sus pensadores más notables nos demuestra tolerancia, autocrítica, una férrea ética social e individual, muy necesaria para la época en que nos encontramos tan falta de valores, y un afán indagador y enriquecedor constante. Es posible que la bondad y el optimismo que caracterizaban a Kropotkin, unido a su innegable erudición, le llevó a ese intento de sistematizar las ideas y de indagar en teorías acerca de lo que es o no «natural». Otros, no exentos de sentimiento y de voluntad, y viendo la ciencia simplemente como un instrumento emancipador útil, han aportado también grandes cosas a la tradición ácrata. Tal vez, habría que observar la naturaleza de forma objetiva, asumiendo su falta de moralidad y siendo cauto con ciertas visiones alentadoras (unidad, orden, armonía…) más cercanas a la metáfora y a la tranquilidad existencial que a una visión científica (insisto, no defiendo la ciencia como una dogma, pero tendemos a mezclar cosas dispares). Las respuestas a cuestiones morales y sociopolíticas debemos buscarlas, en mi opinión, en nosotros mismos (una especie más en la naturaleza, con mayores capacidades que otras para transformar el medio, pero sin ningún «toque» de una divinidad inexistente ni de ningún otro factor externo), huyendo de todo determinismo apriorístico y sin subterfugios de ninguna clase.

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