[Ya que el compañero Pavel ha mencionado la novela El intruso de Vicente Blasco Ibáñez no estaría de más citar un pasaje harto esclarecedor de este magistral relato. Se trata de una conversación que tiene lugar en el capítulo III de la obra entre Urquiola, un nacionalista vasco ex estudiante de Deusto; Sánchez Morueta, un rico industrial bilbaíno de ideología liberal; y el primo de este último, el médico Aresti, de ideología socialista y anticlerical. La postura retrógrada y racista del nacionalista Urquiola pretende la expulsión de los maketos al otro lado del Ebro y volver a modo de vida vasco tradicional, preindustrial y dominado por la Iglesia (es especial por la Compañía de Jesús). Sin embargo, Urquiola le hace la rosca al adinerado Sánchez Morueta, defensor del progreso científico y tecnológico, sobre todo si repercute en beneficio de su fortuna. Por último, Aresti, aún siendo defensor de los avances técnicos y de la modernidad, exige que esos avances beneficien a los asalariados (independientemente de su origen geográfico), auténticos creadores de la riqueza que hizo del País vasco una de las zonas más ricas de España. Y, como telón de fondo, la crítica al "intruso", a la muy vasca compañía de Jesús, auténtico freno a todo avance social, crítica que también llevó a cabo Blasco en su extensa novela La araña negra.
Llama la atención al leer este pasaje cómo buena parte de la izquierda actual defiende una postura análoga a la del reaccionario Urquiola cuando pide la vuelta a las "culturas" como compartimentos estancos y al modo de vida preindustrial. Lamentable lo mucho que hemos retrocedido en lo ideológico.]
"Urquiola hablaba al doctor con el mismo aplomo que si estuviera en el café ó en la sociedad de San Luis Gonzaga, rodeado de aquella juventud piadosa y elegante que le tenía por capitán. Él no era enemigo del pueblo; la Iglesia estaba siempre con los de abajo y el Santo Padre escribía encíclica sobre encíclica en favor de los obreros. Pero el pueblo era para él, la gente de los campos, los aldeanos respetuosos con el cura y el señor, guardadores de las santas tradiciones. Que le diesen á él las buenas gentes de las anteiglesias vascas, religiosas y de sanas costumbres, sin más diversión que bailar el aurrescu los domingos y la espata danza en las fiestas del patrón, ni otros vicios que empinar un poco el codo en las romerías. Aquella gente vivía feliz en su estado, sin soñar en repartos ni en revoluciones; antes bien, dispuesta á dar su sangre por Dios y las sanas costumbres. Que no le hablasen á él del populacho de las minas; corrompido y sin fe; hombres de todas las provincias, maketos llegados en invasión, trayendo con ellos lo peor de España, contaminando con sus vicios la pureza del país; siempre descontentos y amenazando con huelgas, deseando el exterminio de los ricos y comparando su miseria con el bienestar de los demás, como si hasta en el cielo no existiesen categorías y clases.
Y ante la mirada acariciadora de su tía, que admiraba sus ardorosas palabras, continuó el fuerte discípulo de Deusto:
—Los míos no saben leer; no saben nada de libertad, derechos y demás zarandajas, y por esto son felices. Esa gentuza de las minas, que casi todos los domingos tiene sus mitins, vive desesperada y ansía bajar un día á Bilbao para robarnos, sin saber que la recibiremos á tiros.
Aresti volvióse hacia su primo, que comía silencioso, lanzando alguna que otra mirada al sobrino de su mujer.
—¿Qué te parece, Pepe, cómo piensan estos jóvenes?
Y encarándose con Urquiola, le dijo con una timidez irónica, dando á entender su deseo de rehuir discusiones con él.
—Pues esa pillería venida de... España; ese rebaño maketo y pecador, es el que trabaja y da prosperidad á Bilbao. Ellos destrozan su cuerpo en las minas, ellos dan el mineral, y sin mineral ¿qué sería de esta tierra? Los buenos, los del país, no hacemos más que vigilar su trabajo y aprovecharnos del privilegio de haber nacido aquí antes que ellos llegasen. Son como los negros que en otros tiempos eran llevados á América para mantener á los blancos. Vienen empujados por la miseria, y ya que no podemos agradecer su sacrifico con el látigo, les pagamos con malas palabras.
Urquiola encabritábase ante las palabras desdeñosas del doctor. Abominaba de aquella gente perdida, incapaz de regeneración: la prueba era que no ahorraban, que no hacían el menor esfuerzo por salir de su estado.
—¡El ahorro!—exclamó Aresti.—¡Ahorrar y enriquecerse, teniendo unos cuantos reales de jornal, y viviendo rodeados de gentes de su misma clase que les explotan en el alimento y en la casa!...
—Eso no—intervino Sánchez Morueta, con autoridad.—Ya sabes, Luis, que no estoy conforme con tus ideas. El obrero español es víctima de la imprevisión. En otros países es distinto: el trabajador se forma un pequeño capital para la vejez...
—¡Bah! En otros países ocurre lo que aquí. Y lo que hace que el obrero moderno sea rebelde y se entregue á la lucha de clase, es la convicción de que, por más que ahorre sacrificando sus necesidades, no saldrá de su miseria. Los progresos le han cerrado el camino. En los tiempos de trabajo rudimentario, de industria doméstica, aún podía soñar con hacerse patrono; podía con sus ahorros adquirir los útiles necesarios y convertir su casa en un pequeño taller. Pero ahora, Pepe, por mucho que ayune un obrero tuyo, amasando céntimo sobre céntimo, ¿llegará á ser accionista de tus fundiciones? ¿podrá adquirir un pedazo de las minas, con todo el material necesario para la explotación?
—Eso está bien—arguyó Urquiola con acento triunfante.—Este doctor dice á veces cosas muy oportunas. Lo que demuestra que los antiguos tiempos eran los buenos y que, para tranquilidad de todos, hay que volver á la época en que no había progreso y los hombres vivían tranquilos.
Sánchez Morueta miró al joven con unos ojos que alarmaron á doña Cristina, haciéndola temer por su sobrino.
—Eso es una majadería—dijo con calmosa gravedad.—Eso sólo puede decirse á la salida de Deusto. ¡Suprimir el progreso porque trae algunas complicaciones!...
Y aquel hombre siempre silencioso, habló lentamente, pero con gran energía. Era un admirador religioso del capital. Aresti conocía su entusiasmo frío y firme por el dinero, que, puesto en movimiento por los descubrimientos industriales, había revolucionado el mundo. El millonario era á modo de un poeta del capital, y sacudiendo su ensimismamiento, rompió en un himno á aquella fuerza casi sagrada, puesta en manos de contadísimos iniciados. Cierto, que el trabajo, que era un auxiliar indispensable, sufría crisis y miserias, ¿pero por esto había que renegar del progreso, legítimo hijo del capitalismo industrial? La gran revolución moderna era obra de la religión del dinero, en la cual figuraba Sánchez Morueta como el más ferviente devoto. Utilizando los descubrimientos de la ciencia, había multiplicado los productos, y disminuido su valor, poniéndolos así al alcance de la mayoría, y facilitando su bienestar. El trabajador del presente gozaba de comodidades que no habían conocido los ricos de otros tiempos. El capital al servicio de la industria había civilizado territorios salvajes, había destruido fronteras históricas, estableciendo mercados en todo el globo: él era quien surcaba las tierras vírgenes con los rails de los ferrocarriles, quien removía los mares para tender los cables telegráficos, quien ponía en comunicación los productos de uno y otro hemisferio, venciendo los rigores de la naturaleza y evitando las grandes hambres que habían hecho rugir á la humanidad en otros siglos. Los poderes históricos se achicaban y humillaban ante el capital. Los reyes de los pueblos, soberbios como semidioses sobre sus caballos de guerra, cubiertos de plumas y bordados y llevando tras ellos grandes ejércitos, tenían que mendigar en sus apuros á los capitalistas ocultos en sus escritorios. Detrás de los imperios victoriosos estaban ocultos los verdaderos amos, los que cambiaban la faz de la tierra, venciendo á la naturaleza para arrancarla sus tesoros; la gran república de los capitalistas, silenciosa, humilde en apariencia, y sin embargo, dueña de la suerte del mundo. Y lo que más entusiasmaba á Sánchez Morueta, en esta secta oculta de universal poderío, era que sólo á la capacidad le estaba reservado entrar en ella. La jerarquía industrial no era como las dominaciones sacerdotales ó guerreras del pasado, en las que se figuraba sin otro derecho que el nacimiento. El hijo del capitalista, falto de capacidad, era expulsado por los malos negocios, y un nuevo individuo, aprovechando los residuos de su desgracia, venía á iniciarse en la poderosa secta. ¿Dónde encontrar una institución tan grande y poderosa y á la par tan democrática y modesta? ¿Y había locos que pedían la muerte ó la modificación de una fuerza que había transformado la Tierra?...
Aresti protestó. Él reconocía las grandezas del régimen capitalista, las ventajas sociales que había reportado á la humanidad con el auxilio del trabajo. El capital encontraba remunerados con creces sus servicios. Pero el trabajo ¿veía recompensados igualmente sus esfuerzos? ¿No se encontraba hoy en el mismo estado de miseria que al iniciarse á principios del siglo XIX la gran revolución industrial?
—Eso es un error, Luis—dijo el millonario.—El trabajo está mejor que nunca. La prueba es que en todo el mundo baja considerablemente el interés del capital, mientras sube con las huelgas y las reclamaciones obreras el tipo de los jornales.
—¡Bah!—dijo el doctor con gesto de desprecio.—¡El aumento de unos reales en el jornal! Remedios del momento; cataplasmas que de nada sirven al enfermo, pues al poco tiempo se restablece el fatal equilibrio, aumentándose el precio de los productos, y el trabajador, con más dinero en la mano, se ve tan necesitado como antes. Son cambios de postura, creyendo engañar con ellos á la enfermedad. Al trabajador de nada le sirve la limosna de un aumento en el jornal: ya sabes que en esto no nos entenderemos nunca. Lo que necesita es justicia, ocupar el sitio que le corresponde, ser dueño de lo que produce."
Creo que sé de dónde puede venir la inspiración antinacionalista de la novela El intruso de Vicente Blasco Ibáñez.
ResponderEliminarEn el DICCIONARIO LAROUSSE DE HISTORIA UNIVERSAL, de Planeta-De Agostini (1988) cuando se refiere a una agrupación catalanista de hace cien años llamada:
Solidaritat Catalana: Movimiento catalanista, formado por la alianza de diversos partidos y grupos políticos (1906-1909). (…) Formaban parte de ella la Lliga Regionalista, la Unió Nacionalista, el Centre Nacionalista Republicá, los carlistas, los federales y una parte de Unión Republicana. (…) El interclasismo del movimiento y la gran disparidad de criterios impedían totalmente especificar más los objetivos, y tan sólo se hacían imprecisas alusiones a la necesidad de crear organismos regionales. (…) Las tesis imperialistas de Prat de la Riba, publicadas en La nacionalitat catalana (1906), fueron introduciéndose en el movimiento, y se pasó a hablar de la «hegemonía catalana dentro del estado español», de la necesidad de crear una «Solidaridad española», y del «derecho de Cataluña a gobernar»…
¿Carlistas y republicanos juntos? Menuda mezcla de ideologías o «empanada» que tenían estos separatistas. Y sobre la corriente política defendida por el escritor valenciano:
«Blasquismo: Nombre con que se conoce el movimiento político polarizado en torno a V. Blasco Ibáñez. El periódico valenciano El Pueblo era el portavoz de este grupo. Los republicanos valencianos se hallaban divididos en dos facciones: sorianistas y blasquistas. Rasgos característicos de los blasquistas eran, además de su republicanismo, el anticlericalismo y una actitud radical semejante a la del lerrouxismo barcelonés de la misma época. En 1907, cuando se intento crear en Valencia un movimiento paralelo a la Solidaridad Catalana, los blasquistas atacaron decididamente el proyecto, que no llegó a realizarse.
En esto último es en lo que simpatizo con esto llamado «blasquismo»: su torpedeo al nacionalismo étnico. De ahí su ataque al nacionalismo vasco en la novela (más si añadimos su anticlericalismo).