[Como añadido a las entradas que hemos puesto sobre los antecedentes del pensamiento anarquista, pongo este texto del artículo «El anarquismo», que el historiador de la UNED Javier Paniagua hizo para Historia 16, y salió, también, en el número 157 de la colección Cuadernos Historia 16.]
Desde finales del siglo XVIII hasta el primer tercio del siglo XX una serie de autores conformaron las bases del pensamiento antiautoritario sin que pueda establecerse ninguna relación de escuela entre ellos. Cada uno corresponde a un contexto diferente y sus escritos tienen motivaciones dispares, pero en mayor o menor medida fueron reivindicados por los militantes y dirigentes del movimiento libertario como fuentes de inspiración para sus justificaciones políticas.
Entre ellos un clérigo inglés, William Godwin (1756-1836), que colgó los hábitos, pasa por ser el primer teórico del anarquismo. En 1793 publicó un voluminoso libro con el título de Investigación acerca de la Justicia y su influencia en la virtud y la dicha generales. Influido por las obras de Rousseau, Helvecio y D’Holbach y por los acontecimientos de la Revolución Francesa, conecta con el optimismo de la Ilustración y defiende la educación como el verdadero camino hacia la razón, única fuente de sabiduría para el hombre. El Estado es la causa que impide la justicia absoluta y, ya tenga un origen democrático o despótico, atenta contra la razón al suponer la abdicación de nuestro propio juicio a favor del gobernante. Ha nacido de la maldad de los humanos en el pasado y sólo con el triunfo de la razón desaparecerá. Por motivos similares propone la abolición de la propiedad privada que nos convierte en esclavos de una minoría poseedora, facultada para disponer de los productos del trabajo de otros hombres.
El matrimonio es, igualmente, una institución nefasta que obliga a dos personas a vivir juntas permanentemente, sin contar con la evolución personal de cada uno, y donde los instintos y los sentimientos aplastan a la razón y hacen a uno propiedad del otro. Sin embargo su vida privada no giraría de acuerdo con sus teorías: se casó secretamente a los 41 años con Mary Wollstonecraft, de 38, una escritora conocida de su tiempo, que murió pronto, al dar a luz a su hija Mary, quien huiría de su casa por la intransigencia y el conservadurismo paternos cuando se unió al poeta Shelley. Más tarde, sería autora de la famosa novela Frankenstein, publicada en 1818.
La obra de Godwin ejerció, sobre todo, una profunda influencia entre los poetas ingleses de principios del siglo XIX, Wordsworth, Coleridge y el mismo Shelley, y tuvo escasa repercusión sobre otros autores políticos. Cuentan que el premier inglés de entonces, Mr. Pitt, no hizo mucho caso de las teorías radicales expuestas en su libro, y no ejerció censura alguna para su difusión. Un libro que cuesta tres guineas —afirmó Pitt— no origina ninguna revolución. Muchos años más tarde, Kropotkin recuperaría su obra y destacaría su aportación al pensamiento libertario.
En medio de la Revolución Francesa distintos grupos y figuras contribuyeron con sus acciones y escritos a la formación del anarquismo. Uno de los más conocidos extremistas fue otro clérigo, Jacques Roux, que encuadrado en el movimiento de los enragés destacó por sus proclamas incendiarias, en las que insistía que la libertad política sin libertad económica nada representaba. Igualmente, Jean grave luchó contra el gobierno de los jacobinos y dedujo que revolución y gobierno son términos contradictorios.
Los anarquistas también reivindicaron a Graco Babeuf y la Conspiración de los Iguales, de 1776, que consideraban la propiedad privada como fuente principal de cuantos males afligen a la sociedad. Su manifiesto afirmaba: Ha llegado el momento de fundar la República de los Iguales, este inmenso albergue abierto a todos los hombres.
Uno de los colaboradores de Babeuf, que escribiría más tarde la primera historia de la conspiración, fue Filippo Buonarroti (1761-1837), aristócrata pisano de nacimiento y francés por adopción revolucionaria. Paradigma de conspirador permanente, huyó a Ginebra y desde allí contribuyó a crear sociedades secretas, como la italiana de los Carbonari para combatir la dominación austriaca, difundir la lucha contra los gobiernos e implantar el igualitarismo. Ya viejo, regresó de nuevo a Francia con la revolución de 1830, y todavía tuvo fuerzas para fundar un comité que produjera un levantamiento en Saboya y se expandiera por toda Italia.
En una perspectiva diferente, se inscribe la obra de Charles Fourier (1772-1837), comerciante de profesión, que pertenece a esa amplia nómina de primeros socialistas, posteriores a la Revolución Francesa, calificados —con poco rigor— como utópicos, más preocupados por describir la sociedad perfecta que por la conspiración revolucionaria. Fourier partió de una crítica despiadada del Estado capitalista controlado por unos pocos y convertido en instrumento de opresión para los trabajadores. Recalcaba que la nueva economía industrial estaba regida por una libre competencia que suponía el dominio de los más fuertes, con unos comerciantes sin capacidad productiva en comparación con los agricultores y manufactureros, que con su función de intermediarios controlaban la distribución de los bienes en beneficio propio.
Su propuesta más original consistía en la construcción de los falansterios, especie de comunas autosuficientes donde hombres y mujeres vivirían en plena igualdad —fue un claro defensor de la emancipación femenina—, de forma armónica. Las actividades productivas de los individuos, realizadas en régimen cooperativo, cambiarían con el tiempo para evitar la monotonía y el aburrimiento. La base económica estaría sustentada por la agricultura, mediante una racionalización de los cultivos que proporcionaría alimentos en abundancia para todos. Por el contrario, las industrias tendrían un carácter artesanal, muy alejadas de las grandes fábricas, con la elaboración de los bienes considerados estrictamente necesarios, en clara contraposición a su contemporáneo Saint-Simon, defensor de la nueva economía industrial. En este sentido, Fourier conectará con el antiindustrialismo de determinados círculos anarquistas que también quisieron distinguir entre lo necesario y lo superfluo del consumo.
Sus críticas y propuestas tuvieron cierto eco entre los años treinta y cincuenta del siglo XIX en España y así, personajes como Joaquín Abreu, residente en una ciudad comercial en decadencia como Cádiz, y rodeado de un mundo agrario, fue un difusor que intentó fundar falansterios, mientras que en Cataluña se extendió el pensamiento industrialista de Saint-Simon.
Uno de los conocidos como jóvenes hegelianos, el alemán Max Stirner (1806-1856), en su obra El único y su propiedad publicada en 1843, reflejó uno de los aspectos presentes en mayor o menor medida en el anarquismo: la defensa del individuo frente a la colectividad, y por tanto el rechazo de instituciones preestablecidas como el Estado, la familia o las clases sociales opresoras de la personalidad individual. Sólo desde la libertad del yo pueden constituirse federaciones voluntarias de personas que siempre han de estar fijadas por la libre decisión. Cualquier programa, idea o teoría que sustente un orden social o económico son prisiones que impiden la libertad de pensamiento y la capacidad de creación del hombre. El mismo comunismo libertario formulado a finales del siglo XIX intentaría solucionar la posible contradicción entre individuo y sociedad, pensando que una buena organización económica permite la libre expansión personal.
Su libro pasó desapercibido al principio pero fue recuperado posteriormente como un claro antecedente de Nietzsche, quien también ejerció un cierto impacto en los medios libertarios por su negación de la moral tradicional. Ambos tuvieron gran aceptación en lo que ha sido denominado anarquismo individualista, que sirvió en parte como justificación teórica de muchos artistas de finales del siglo XIX y principios del XX para romper con estilos vigentes, o proponer formas expresivas nuevas. Las piezas del dramaturgo Ibsen son un claro exponente, y no en balde ejercieron fuerte impacto entre los ácratas españoles, por su crítica de los convencionalismos. Su obra Un enemigo del pueblo, por ejemplo, fue representada en muchos ateneos obreros españoles.
Autores, entre otros, como Marquina, Azorín, Julio Camba, Benavente, Maragall, Gómez de la Serna o Pío Baroja adoptaron, en mayor o menor grado, al principio de sus carreras literarias actitudes nietzschianas que los llevaron a simpatizar con el movimiento libertario y colaborar en sus publicaciones, con un anarquismo vital y estético en el que se hacía exaltación del individuo y de la rebeldía frente a la vulgaridad y el conformismo. Como se decía en Juventud, revista editada en Valencia en 1903. El principio que yo y vosotros y todos debemos proclamar es (que) sobre mi conciencia, mi corazón, mi inteligencia no puede haber una ley despojadora, ni un organismo privilegiado (…) Por eso os digo que no se trata de una cuestión de estómago, ni del odio atávico de castas siempre malditas y vencidas (…) Enrique Ibsen tiene razón: no se trata de un problema económico sino de la remoción de toda la entraña humana.
Entre los autores del siglo XIX que más influencia ejercieron en la configuración teórica del anarquismo está Pierre-Joseph Proudhon (1809-1864), que pasa por ser el fundador del socialismo libertario. Es en sus escritos donde se formulan por primera vez una opción clara por una sociedad sin gobierno, diferenciándose así de otros pensadores anteriores que pueden ser reivindicados en menor o mayor proporción tanto por socialistas marxistas como anarquistas.
Historia 16.
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