Un día de julio de 1936, después de un par de jornadas sangrientas, en lucha desigual contra las tropas de un ejército sublevado, tuvimos la satisfacción en Cataluña de ver deshechos los cuadros que defendían con todas las armas una causa de injusticia y de vergüenza. Tuvimos pérdidas muy sensibles, algunas irreemplazables. Pero logramos aplastar el alzamiento militar, tomar prisioneros a sus jefes, destrozar sus formaciones; las grandes masas se plegaron entusiastas a los vencedores, y los vencedores éramos nosotros. A los sobrevivientes se nos llamó a la casa del gobierno (catalán) y su más alta autoridad (L. Companys), mientras nos felicitaba efusivamente por la victoria lograda, nos expresó que el Poder había cambiado de manos y que estaba en las nuestras, por lo que consideraba que debía cedernos el puesto que ocupaba; por su parte, el estadista que así nos hablaba, se contentaba con que se le dejase empuñar un fusil para luchar contra el enemigo donde hiciese falta.
No habría requerido ninguna violencia la implantación de nuestra «dictadura»; teníamos las armas, arrancadas al enemigo, teníamos la adhesión clamorosa del pueblo, teníamos la aureola de vencedores contra un adversario que parecía invencible unas horas antes; no quedaban más fuerzas organizadas que nuestros núcleos de combatientes.
A ninguno de nosotros se le ocurrió la idea de tomar el poder que se nos ofrecía rendido y se nos ponía en la mano. Respondimos al jefe del gobierno catalán que no habíamos luchado y expuesto la vida para ponernos en lugar de los antiguos gobernantes; la victoria en la lucha armada no era la Revolución; la Revolución es cosa del pueblo y él hará lo que juzque conveniente para sus intereses y según sus deseos; por otra parte el enemigo derrotado en algunas partes de España no cedería el resto y era de preveer una larga y sangrienta guerra civil, y nuestro puesto estaba en esa guerra, de la que dependía para nuestro pueblo la posibilidad de realizar su revolución.
Por esa actitud se nos ha censurado, se nos ha combatido, se nos ha tachado de soñadores. Y no hace falta decir que, en las mismas circunstancias, volveríamos a proceder del mismo modo.
Estrategia y táctica, Ed. Jucar, 1976.
Por si acaso, ya sabemos que Santillán se contradice él solito...
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A García Oliver vaya que si se le ocurrió!
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