Por AUGUSTO GAYUBAS
«… si esta mirada pudiese abarcar el amontonamiento de los cadáveres mutilados y la sangre
que baña la tierra, sin una lágrima de pena, sin un remordimiento, se preguntaría si toda
aquella carnicería es acaso obra de un destino ciego, inexorable, que condena a los hombres
desde su origen a un común matadero, o una gran locura que sojuzga al género humano…»
que baña la tierra, sin una lágrima de pena, sin un remordimiento, se preguntaría si toda
aquella carnicería es acaso obra de un destino ciego, inexorable, que condena a los hombres
desde su origen a un común matadero, o una gran locura que sojuzga al género humano…»
Pietro Gori, Guerra a la guerra (1903)
En abril de 1918, días antes de ser encarcelado por las autoridades británicas a raíz de su activismo pacifista, el filósofo y matemático Bertrand Russell concluyó la escritura de un pequeño libro sobre las doctrinas y movimientos revolucionarios del cambio de siglo, que llevó por título Proposed Roads to Freedom (en castellano, Los caminos de la libertad). Allí, al tiempo que reconocía la viabilidad de construir «caminos de libertad» que desafiaran al orden social imperante, recuperando algunos de los principios esgrimidos por anarquistas y sindicalistas revolucionarios, criticaba la postura (atribuida de manera simplista a algunos de aquéllos) según la cual la guerra sería un mero producto de la dominación estatal y de la explotación capitalista, por lo cual bastaría con eliminar tanto la una como la otra para garantizar un mundo de paz.
De acuerdo con Russell, la guerra precedía tanto al capitalismo como a la opresión estatal. En este punto, acaso los estudios antropológicos del siglo XX, las indagaciones arqueológicas más actuales e incluso los relatos de viajeros de las centurias pasadas que anotaron sus observaciones sobre sociedades que estaban más o menos sustraídas a la influencia de la dominación occidental, darían la razón al filósofo. Sin embargo, el argumento de Russell daba un paso en falso al fundamentar su apreciación en la idea de que la guerra estaba inscrita en «los instintos fundamentales de la naturaleza humana». En efecto, para Russell no sólo «hubo guerras antes de que el capitalismo existiera», sino que la violencia bélica característica de los seres humanos sería en un punto equiparable a los comportamientos animales, lo cual lo llevó a considerar atinado, en una reflexión sobre la guerra, señalar que «la lucha es habitual entre los animales». En suma, para Russell «el hombre es por naturaleza un competidor, un ser adquisitivo y más o menos belicoso».
Este tipo de aproximación, que leída en el marco de la antigua discusión entre hobbesianos («el hombre es un lobo para el hombre») y russonianos («el hombre es bueno por naturaleza») estaría añadiendo un fundamento animal a la imagen de la guerra de todos contra todos elaborada por Hobbes, sería en algún punto rebatido —aunque no en un diálogo directo— por los trabajos de Piotr Kropotkin. En una obra publicada póstumamente, este pensador anarquista referiría como «falsos» los principios esgrimidos tanto por las miradas hobbesianas como por las russonianas y afirmaría, tomando como ejemplos las observaciones que circulaban en su época, que el «hombre primitivo no es, en modo alguno, ni un ideal de virtud ni un tigre»[1]. Por otro lado, insistiría sobre su tesis de que entre las especies animales, la lucha por la existencia enunciada por Darwin no apuntaba al exterminio de los menos adaptados en el seno de una especie (como, según Kropotkin, habían malinterpretado los darwinistas sociales en su aplicación del evolucionismo darwiniano al estudio de las sociedades humanas), sino a «la lucha contra los elementos hostiles de la naturaleza o bien contra las demás especies animales, la cual se efectúa en grupos unidos y mediante la ayuda mutua»[2]. En este sentido, ni siquiera una lectura evolucionista que apuntara al fundamento animal del ser humano debía conducir necesariamente a la proposición de un instinto agresivo que explicara en última instancia la guerra.
Llamativamente, en los años sesenta las impresiones de Russell hallarían su versión científica en la obra de autores como el etólogo Konrad Lorenz y los antropólogos Lionel Tiger y André Leroi-Gourhan. La hipótesis preponderante de este tipo de teorías partía de homologar la guerra con la cacería, no solamente en el sentido de destacar ciertas similitudes en los procedimientos característicos de ambas prácticas, sino en suponer una motivación común nacida de una presunta agresividad innata del Homo sapiens y de sus ancestros.
El antecedente inmediato de estas hipótesis se halla en las reflexiones, por un lado, del anatomista Raymond Dart (quien interpretó los primeros fósiles descubiertos del género Australopithecus —uno de los ancestros del Homo sapiens, extinto hace unos dos millones de años— como correspondientes a una especie de cazadores asesinos y caníbales que empleaban armas para cazar individuos de otras especies y de la suya propia, y cuya temprana presencia debía probar la existencia de un «impulso homicida» característico de los homínidos), y por el otro, del ensayista Robert Ardrey (quien popularizó desde principios de la década del sesenta una suerte de renacimiento del «mito del primate asesino» —que a principios del siglo XX proponía un origen de la guerra previo a la aparición del Homo sapiens— postulando, en la línea de Dart, la existencia de un supuesto instinto homicida común al hombre y a sus ancestros).
Entre tantas críticas que se hicieron a estas reflexiones, que en definitiva veían en la agresión el motor de la evolución, se destaca una serie de constataciones en el orden de la evidencia, en particular: a) la imposibilidad de sostener con testimonios que el Australopithecus pudo haber construido armas o herramientas; b) la conclusión —tras un minucioso examen— de que las heridas presentes en algunos de los fósiles de este género no se debían a un patrón de «agresión» intraespecífica (entre individuos de la misma especie) ni de canibalismo sino a mordeduras de hienas y leopardos —redundando, por lo tanto, en la percepción de estos homínidos como presa y no como predadores—; y c) la consideración según la cual, dado que el Homo erectus habría sido carroñero, difícilmente el Australopithecus, ancestro de aquél, hubiera practicado la cacería.
De todos modos, lo cierto es que el enunciado central de este tipo de miradas (la proposición de un instinto agresivo del hombre expresado tanto en la cacería como en la guerra) fue retomado y recubierto de un barniz científico a lo largo de la década del sesenta.
A finales de aquella década y durante la siguiente, diversos estudiosos se ocuparon de apuntar las falencias de este tipo de hipótesis, tanto en su versión silvestre (Dart, Ardrey) como en su versión científica (Lorenz, Tiger, Leroi-Gourhan). Los argumentos fueron contundentes.
Por un lado, se advirtió que no cualquier forma de lucha —y mucho menos cualquier forma de agresión— supone una práctica de guerra («la lucha entre dos hombres no es guerra» —escribe el antropólogo Keith Otterbein— salvo cuando expresa el enfrentamiento entre comunidades políticas autónomas), con lo cual la especificidad de la guerra no puede comprenderse con arreglo a una mera capacidad para la agresión[3].
Por otro lado, se señaló que la inferencia de un instinto agresivo a partir de la equiparación de la guerra con la cacería supondría pensar en la existencia de un impulso adquisitivo que haría de la guerra una cacería de hombres (según la clásica formulación de Leroi-Gourhan), escenario que sólo se podría sostener si las guerras tuvieran el único objetivo de obtener carne humana u otros insumos para la subsistencia. Esta situación no sólo es inexistente en los contextos mayoritarios de guerra sin prácticas de canibalismo, sino también entre sociedades que practican la antropofagia, en la medida en que esta última tiene un sentido estrictamente ritual.
Y por último, se remarcó el sencillo hecho de que «no hay evidencia fisiológica de que los humanos posean un instinto agresivo»[4].
De un modo similar se ha discutido la hipótesis del primatólogo Richard Wrangham y el escritor Dale Peterson, cuyo punto de partida consiste en considerar que las similitudes perceptibles entre el hombre y el chimpancé en la actualidad tendrían su origen en un ancestro común[5]. Este ancestro es pensado por los autores a imagen del chimpancé moderno, lo cual los conduce a aventurar que los comportamientos típicos de este último (entre ellos, comportamientos definidos como violentos) serían característicos de aquél. En consecuencia, la hipótesis de los autores es que la violencia intergrupal y el asesinato intraespecífico son tan antiguos como el chimpancé ancestral, y que, por lo tanto, la agresión es una herencia biológica. En última instancia, el asesinato intraespecífico, así como el desarrollo de la habilidad para cazar, serían el resultado de un «deseo de matar» inherente a humanos y chimpancés.
Más allá de la dificultad que supone postular una equivalencia absoluta entre los chimpancés ancestrales y los modernos (pues median entre ellos millones de años de evolución), los fundamentos biológicos de los comportamientos considerados «agresivos» de los chimpancés han sido puestos en duda: por un lado, porque se han registrado relativamente pocas situaciones de asesinato entre chimpancés, y por el otro, porque allí donde éstas fueron testimoniadas se ha constatado un importante impacto de la actividad humana sobre el hábitat, lo cual disminuye la posibilidad de pensar en una motivación heredada[6].
En suma, como sostiene Richard Sipes, «ciertamente los Homo sapiens tienen una aptitud para la agresión violenta y el asesinato intraespecíficos [del mismo modo, diremos, que para la cooperación y las relaciones pacíficas], dado que en ocasiones se involucran en ellos», pero la tendencia a la violencia y a la guerra por parte de un grupo de personas no parece poder explicarse en función de «los genes de los hombres individuales» sino más bien de las disposiciones culturales de la sociedad[7]. Si nos concentramos en el problema de la guerra, parece acertado señalar que tanto las dificultades inherentes a las lecturas biológicas apuntadas en los párrafos precedentes como la constatación histórica y etnográfica de que «la intensidad y la frecuencia de la guerra son muy variables» en distintos contextos sociales[8], son material suficiente para proponer que la guerra (en términos del antropólogo Pierre Clastres) «señala hacia la cultura, no hacia la naturaleza»[9].
(Nº 294 - Enero 2014)
NOTAS:
[1] Piotr Kropotkin, Origen y evolución de la moral, Biblioteca Virtual Antorcha, 2003 [1924], p.59.
[2] Ibídem, p.199.
[3] Keith F. Otterbein, How War Began, Texas A&M University Press, College Station 2004, p. 27.
[4] Ibídem.
[5] Richard W. Wrangham y Dale Peterson, Machos demoníacos. Sobre los orígenes de la violencia humana, Ada Korn, Buenos Aires 1998 [1996].
[6] Al respecto, véase Robert W. Sussman, «Why the Legend of the Killer Ape Never Dies. The Enduring Power of Cultural Beliefs to Distort Our View of Human Nature», en D. P. Fry (ed.), War, Peace, and Human Nature. The Convergence of Evolutionary and Cultural Views, Oxford University Press, Nueva York 2013, p.97-111.
[7] Richard G. Sipes, «War, Sports and Aggression: An Empirical Test of Two Rival Theories», American Anthropologist 73, 1973, p.79-80.
[8] Marvin Harris, Caníbales y reyes. Los orígenes de la cultura, Salvat, Barcelona 1986 [1977], p.43.
[9] Pierre Clastres, Arqueología de la violencia: la guerra en las sociedades primitivas, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires 2004 [1977], p.23.
Judios de mierda...criminales.........
ResponderEliminar