Extracto del libro El movimiento obrero español. 1886-1926 de Manuel Buenacasa Tomeo.
Si a un hijo de Salamanca o de Valladolid le decís que no es castellano, en el sentido más puro del concepto, se molestara de fijo. Solo los palentinos y los leoneses se sienten un tanto desglosados de Castilla y tiran a Asturias los primeros y a Galicia los segundos. Convengamos, por tanto, en que las Castillas son tres y no dos, conjunto de dieciséis provincias. De estas y nos referimos a la geografía de la CNT, León y Palencia pertenecen a la región asturiana, Santander a la del norte y Logroño a la de Aragón. Si las tres Castillas formasen una región obrera, las cuatro provincias mencionadas no pertenecerían a ella. Los luchadores de la Rioja sienten rubor en llamarse castellanos. Al igual que el resto de sus camaradas de otras regiones españolas, tienen pésimo concepto de Castilla como entidad de lucha social. Los leoneses mineros y un pequeño núcleo industrial sienten la afinidad de sus vecinos asturianos y con ellos se entienden.
Las provincias castellanas quedan, por tanto reducidas a trece, número de los supersticiosos sindicalistas hacen ondear como una bandera de tonos amarillos, casi blancos por lo borroso. ¡El yermo social castellano! ¿Es castilla realmente un yermo? Sí lo es. Es difícil hallar en el mundo una región cuyas grandes extensiones sean tan esteparias y tan incultas, socialmente hablando. Gabriel y Galán ha encumbrado en bellas estrofas el carácter de las gentes castellanas.
Ninguna región española ha tenido tan excelso cantor. Pero nosotros disentimos del gran vate. También los hijos de la gleba rusa tuvieron sus poetas. Si las grandes llanuras de Rusia pueden asemejarse respetando las naturales proporciones a las áridas planicies castellanas, sus hijos en cambio, no se parecen en nada. En castilla no existió nunca la inquietud colectiva, en el buen sentido de transformar sus miserables condiciones de vida.
Los historiadores políticos de antaño no hablarán de los bravos comuneros; los de hogaño pretenderán escribir su historia social y política a base de los levantamientos del pueblo de Madrid y de los motines de las cigarreras. Sin negar importancia a estos hechos ni a otros muchos realizados en Castilla mantenemos nuestro criterio: Castilla permaneció colectivamente alejada de las grandes inquietudes de las de ahora. Siendo el centro, fue incapaz de irradiar, ni de percibir las irradiaciones de la periferia tumultuosa, audaz, rebelde. Y si percibió el ruido de las asonadas y su resplandor, nada asimiló ni le quedó nada.
Las minorías de la vanguardia política y social en Castilla dignas de la mejor suerte por su inteligencia y seriedad están condenadas a debatirse a borrarse en el ambiente apático, incoloro, conformista de la plebe. Socialmente hablando Castilla cuenta sólo con tres reducidos focos de rebeldía obrera e idealista: La Mancha —Don Quijote dejó algo allí a su paso—, Madrid y Valladolid.
La capital de España recibió el primer emisario de la Internacional Fanelli lo que fue un gran bien. Pero el internacionalismo no arraigó. Barcelona, cuna de más fuertes arranques revolucionarios, absorbió presto el núcleo organizador madrileño.
El traspaso de las potencias activas y organizadoras desde Castilla a Cataluña se hizo sin que allí se avergonzasen por ello. No he conocido ningún camarada madrileño que se sienta orgulloso de haber nacido en la metrópoli que albergó a Fanelli y echó los cimientos de la poderosa Asociación Internacional de los Trabajadores en España. Claro está que si alguien se enorgulleciese por ello, presto tendría replica: ¿De qué sirvió el esfuerzo de aquella abnegada y reducida falange de luchadores? ¿Qué os quedó de aquella buena floración del nuevo ideal emancipador? Ni siquiera llegasteis a colectar el fruto de aquella siembra; lo dejasteis agostar en agraz. Esto es lo cierto, y, si no, ahí está la historia de vuestro movimiento, abandonado a los arribistas del proletariado, a los gañanes de la política, a los vivos y a los pillos de oficio. La jornada de ocho horas, que tantas y tan cruentas luchas costó en otras regiones hasta que fue alcanzada, hace veinte años y más años, a vosotros os la dio un gobierno, poco ha, por real decreto.
Y es que en Madrid hasta nuestras minorías se hallan faltas de consecuencia. Mucho intelectualismo, mucho discurso en los lugares de recreo, mucho defender las bellas teorías, muy buena fe, pero la práctica, ¡oh la práctica! Echad la vista sobre el haber de vuestra influencia en la colectividad obrera y veréis que escaso es. Los hechos son más elocuentes que las palabras. Y no se diga que el pueblo madrileño es apático. Podemos decirlo del resto de los lugares de castilla, excepto Valladolid y Puertollano, pero de Madrid, no. Madrid tiene un proletariado cuya cantidad entre intelectuales y manuales no baja de 200.000; cuenta también con el núcleo anarquista más numeroso de España, actualmente, después de Barcelona, y, sin embargo...
Que la corruptela política neutraliza el esfuerzo creador de los oprimidos; que el chiste y el retruécano dominan sobre el ambiente de rebeldía de las masas y que por todo eso las minorías se ven forzadas a una lucha estéril, etc. No hay tal lucha, en serio, a cuenta de esas minorías. ¡Ah esas minorías quisieran! ¡Con qué gran ateneo obrero contaría Madrid, con qué gran periódico, con qué gran influencia, en fin! Pero repitamos la triste cantata. Ni ateneo, ni periódico, ni influencia. Y es que lo que interesa a nuestros hombres de Madrid es conquistar rápidamente la hegemonía del movimiento social, como si se ignorasen que esa hegemonía no puede conquistarse sino después de un esfuerzo perseverante y prolongado.
Valladolid difiere mucho de la capital de España. Tiempos hubo en que el anarquismo dominó el ambiente de la hermosa ciudad. Valladolid ha publicado periódicos como El Cosmopolita, ha contado con alguna buena escuela de enseñanza racionalista y ha tenido su Sindicato de Trabajadores con gran influencia sobre el pueblo. Valladolid tiene su historia, su buena historia anarquista y societaria. Yo soy joven, pero algún camarada viejo residente allí me hablo encomiásticamente de los buenos tiempos en que en Valladolid se hacía buena labor combativa y educadora. Yo mismo conozco y he conocido elementos vallisoletanos de la valía de Salgado, Orobón Fernández, Evaristo Sirvente, Sócrates Serrano, Evelio Boal, Garcés, Bernal, y otros.
Si los camaradas de Valladolid se lo propusieran los campesinos de las dos márgenes de Duero vendrían a engrosar las filas del proletariado emancipador. Del resto de las Castillas sólo conozco un pueblo adscrito a nuestros postulados: Puertollano.
Las otras diez provincias no existen en el mapa social español. Unos cuantos señores, verdaderos feudales mandan en ellas sobre los hombres y las coincidencias. El pueblo vota cuando le dicen que vota y por quien le aconsejan votar. Y lo hace automática, paciente y resignadamente. Un extranjero o un español de Levante del Sur o del Norte que visite los pueblos castellanos quedarán encantados de la hospitalidad generosa y de las buenas atenciones que le otorgarán estos lugareños. En la tertulia de la posada pueblerina hallaréis arrieros, campesinos y gente del lugar que van a charlar un rato en las noches invernales en derredor de la fogata que chisporrotea. La conversación girará sobre los temas más variados, pero nunca veréis que se ponga a debate ningún asunto de trascendencia social. De las huelgas de Barcelona se hablará por accidente, mas nadie pronunciará la exclamación: ¡Por qué no hemos de hacer como los catalanes!
Si en esto llega el señor, cuando dé las buenas noches y mande imperativo a los labriegos lo que fuere, acatarán con una reverencia y con la horrible escarcha bajo sus pies irán al trabajo. Si los mandasen a dormir obedecerían igualmente, con idéntica sumisión. Y, Sin embargo aquellas gentes son buenas, tan buenas como quien más. Ellos no han de leerme, pero les pido perdón si lo dicho les ha ofendido.
Los amigos de Valladolid, Puertollano y Madrid deberían formar un grupo compacto entre todos y arbitrar elementos y recursos para propagar entre los obreros y campesinos de las dos Castillas los grandes ideales redentores y la necesidad de organizarse para la defensa de sus intereses legítimos. Con un poco de buena voluntad se conseguiría gran provecho, y de ese gran yermo que es Castilla, por muchos tratada con desdén surgiría una federación de pueblos incorporada al movimiento social español. ¿Quién no siente deseos de conseguirlo? ¿Quién no tiene ansias de ver a los nobles castellanos luchar al lado de sus hermanos de las otras regiones?
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