miércoles, 19 de mayo de 2010

El desarme

Texto antimilitarista de Fermín Salvochea publicado en La Revista Blanca, en mayo de 1899; y en la publicación vallisoletana El Cosmopolita, en 1901.


Hubo un tiempo en que las gentes sencillas creían de buena fe que los ejércitos permanentes servían, en primer término, para defender a la nación. Error profundo que los acontecimientos, con su gran elocuencia, se han encargado de desvanecer.


Esas muchedumbres de esclavos encerrados en los cuarteles, siempre dispuestos a derramar en las calles la sangre de sus padres o de sus hermanos cuando éstos, aguijoneados por la miseria, enseñan el puño cerrado a sus eternos explotadores, dejan mucho que desear al ser trasladados al campo de batalla. Esa juventud desgraciada, a quien el temor le ha hecho coger el fusil, carece de ideas o de energías, y no será ella, ciertamente, la que garantice la libertad e independencia de la patria.


Pero si esas masas impotentes son para el bien, para el sostenimiento del mal su eficacia es verdaderamente abrumadora.


Hacia ellas, pues, debemos todos dirigir la mirada.


Si logramos evitar que los trabajadores sigan pagando la odiosa contribución de sangre; si conseguimos que sus hijos se nieguen a seguir sirviendo por más tiempo de carne de cañón; si conseguimos que éstos se resistan a continuar representando el papel de verdugos, entonces, el clero y la magistratura, que sólo por la fuerza material se sostienen, pues la moral hace tiempo que la perdieron, serán arrastrados por el soplo de la Revolución, como esas hojas secas que en las tardes de otoño le alfombran el camino a la estación que se avecina.


Ya en Alemania y Rusia, como en Francia e Italia, la juventud se niega a ser un instrumento ciego en manos de nuestros enemigos y le vuelve la espalda al cuartel. Esa actitud resuelta y digna fue la que puso término a la llamada guerra africana. El primer paso está dado; que los convencidos continúen por tan buena senda; que los compañeros den en todas partes el ejemplo; que sus hijos acepten, si es preciso, hasta la prisión y la muerte, antes que la servidumbre y la abyección, y los socialistas y radicales les seguirán por un camino que ha de conducirnos a todos a la conquista de la igualdad.


El servicio general obligatorio que ha hecho del continente europeo un inmenso cuartel, es la causa de todos nuestros males y el mayor enemigo del bien general. Él, constituido en defensor de toda injusticia y privilegio, sostiene por la fuerza un sistema social condenado por la razón y basado en la iniquidad. Su existencia es incompatible con los principios de igualdad o fraternidad que deben informar la constitución de las sociedades humanas. Los pueblos que, como Inglaterra y los Estados Unidos, no han querido seguir el ejemplo de sus rivales y no han aún establecido en su suelo esa contribución odiosa, bárbara y cruel, son los más poderosos y florecientes de la tierra.


El error y el mal tienen que ser vencidos por la verdad y el bien.


Y todo parece indicar que ese momento se aproxima; ya las religiones y las nacionalidades, esas grandes barreras que por todas partes se levantaban, presentando un obstáculo infranqueable en el camino de la fraternidad humana, se derrumban, y los hombres, tendiéndose los brazos por encima de templos y fronteras, se disponen a establecer sobre el planeta el reinado de la verdad.

Los pobres son los más y tienen la razón y la fuerza de su parte. ¿Qué necesitan para vencer? Sólo quererlo.

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