viernes, 15 de septiembre de 2017

Estamos en guerra con la vida salvaje, y contra nosotros mismos


La humanidad consume recursos naturales como si tuviésemos 1,6 planetas a nuestra disposición. Necesitamos un cambio total en nuestra economía, y especialmente en el modo de producir alimentos

JUAN CARLOS DEL OLMO (WWF)

En estos momentos, en todo el planeta y de forma imparable, los seres humanos estamos iniciando la que podría considerarse la sexta extinción masiva de la historia de la Tierra. La civilización humana se ha convertido en un cataclismo para el resto de seres vivos con los que compartimos planeta. En palabras del científico Edward O. Wilson, «somos el meteorito gigante de nuestro tiempo».

Los datos no pueden ser más claros: en 40 años hemos acabado con más de la mitad de los animales que pueblan la Tierra. Según el Informe Planeta Vivo, que publicamos en WWF cada dos años, las poblaciones de animales vertebrados —como mamíferos, aves o peces— cayeron un 58% entre 1970 y 2012.

Las frías cifras no transmiten todo lo que supone el exterminio de la vida salvaje, de lo que hace especial y único este planeta. No hace falta irse a Borneo para verlo: los campos que hace décadas bullían de grillos, ranas, abejas o aves están ahora en silencio. Por poner un ejemplo, desde 1990 ha desaparecido un tercio de las mariposas de prados y pastizales de Europa.

Aunque muchas personas se sienten desconectadas de la naturaleza, es muy difícil entender cómo esta crisis global sigue pasando tan desapercibida cuando está en juego nuestra propia supervivencia. La riqueza y la diversidad de la vida en la Tierra, esa compleja red a la que llamamos «biodiversidad», es precisamente lo que hace habitable nuestro planeta.

Los seres humanos somos parte de la misma ecuación y, si acabamos con el mundo natural, se vendrán abajo los complejos sistemas que sostienen y nos dan todo: la estabilidad del clima, el agua que bebemos, el aire que respiramos, el suelo en el que cultivamos nuestros alimentos, la polinización de las plantas que comemos… Sencillamente, no podemos tener sociedades prósperas en un planeta devastado.

Hay muchos factores que están llevando la biodiversidad al borde del colapso. El principal es la destrucción de los ecosistemas y lugares salvajes para abrir sitio a la agricultura y la ganadería, la tala, la construcción de infraestructuras como carreteras y presas o la explotación de minerales y combustibles fósiles. Tan solo el 15,4% de la superficie terrestre y el 3,4% de la superficie marina está protegida, y muchas veces ni siquiera esa protección sirve para preservar la biodiversidad: lo vemos en lugares como Doñana, que sigue asediada pese a ser nuestro Parque Nacional más emblemático.

La segunda causa de pérdida de vida salvaje es la caza —legal e ilegal— y la sobrepesca. En el 31% de los caladeros del planeta se pesca de modo excesivo, con algunos lugares especialmente esquilmados: el 93% de las pesquerías evaluadas en el Mediterráneo están sobreexplotadas. Aunque algunas especies de peces están recuperándose por la adopción de medidas estrictas de gestión tras campañas de conservación —el caso del atún rojo es paradigmático—, lo cierto es que los océanos no dan mucho más de sí.

El furtivismo y el tráfico de vida salvaje merecen una mención especial, por su escala y por su impacto en algunas de las especies más emblemáticas del planeta. En la última década, la población de elefantes ha caído en 111.000 ejemplares, según la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza, sobre todo por el tráfico de los colmillos de sangre. Solo en Sudáfrica más de 1.000 rinocerontes murieron por sus cuernos a manos de furtivos en 2016, una pequeña reducción respecto a años anteriores, pero una cifra absolutamente insoportable.

El tráfico de especies es una de las mayores actividades criminales a nivel global, junto al de drogas, armas y personas. Detrás de este sangriento negocio hay redes criminales internacionales y grupos armados, que han desatado una auténtica guerra contra la vida salvaje en África. En los últimos tiempos, el marfil se ha convertido en una de las divisas predilectas para grupos terroristas como Al-Shabaab o Boko Haram, que lo cambian por armamento pesado. Y el goteo de guardas muertos a manos de furtivos no cesa, uno cada tres días según datos de la Green Line Foundation. En agosto, el prestigioso conservacionista Wayne Lotter fue asesinado a sangre fría en Tanzania por su incansable lucha contra las redes del tráfico de marfil.

A pesar del panorama, no hay tiempo para caer en la desesperación. Es el momento de despertarnos y actuar antes de que sea tarde. En algunos lugares del planeta se están produciendo avances que demuestran que merece la pena seguir luchando por la vida salvaje. Especies que llegamos a considerar casi perdidas se están alejando poco a poco del abismo de la extinción, como nuestro lince ibérico, que ha pasado de menos de 100 ejemplares en 2002 a casi 500 en la actualidad gracias a proyectos con apoyo europeo. El panda gigante, uno de los símbolos de la conservación de la naturaleza desde que en WWF lo escogimos como logo hace medio siglo, dejó de estar considerado «en peligro» el año pasado.

Son grandes avances que nos dan esperanza y nos animan a seguir luchando, porque queda mucho por hacer. Las acciones tradicionales de conservación, la protección de especies y los lugares salvajes en los que viven ya no son suficientes para resolver la crisis global de la biodiversidad. Si queremos salvar la vida salvaje —y, en consecuencia, a nosotros mismos— necesitamos un cambio total en nuestra economía y nuestro papel en relación con la naturaleza. Ahora mismo, la humanidad consume recursos naturales como si tuviésemos 1,6 planetas a nuestra disposición, acumulando un déficit ecológico cada vez mayor.

Ese cambio que necesitamos pasa por muchas cosas, pero una de las más importantes es cambiar el modo en que producimos nuestros alimentos, una de las principales causas de pérdida de biodiversidad y de destrucción de los ecosistemas a escala global. Y se espera que su impacto ambiental no deje de crecer para poder mantener el ritmo al aumento previsto en la población, el nivel de vida y el consumo de proteínas animales.

Un tercio de la superficie de cultivos del mundo se usa para producir alimentos para el ganado: un terreno ganado a la naturaleza, muchas veces en zonas con una enorme riqueza de biodiversidad, como la Amazonía. Por eso, consumir menos carne es una de las medidas que cualquiera puede adoptar, en su día a día, para ayudar a la vida salvaje. También reducir el desperdicio de alimentos —el 30% de la comida acaba en la basura— o buscar productos con origen sostenible certificado, como MSC para el pescado o FSC para el papel.

Las decisiones individuales son importantes, pero para lograr un sistema alimentario que no devaste la naturaleza necesitamos cambios mucho más profundos, también en las políticas de empresas y gobiernos. En Europa, y particularmente en España, donde la agricultura industrial también está vaciando los campos de vida, trabajamos en una coalición —Living Land— de más de 600 organizaciones con la ambiciosa meta de cambiar de raíz la Política Agraria Común —la política que guía el sistema agroalimentario en Europa.

Y, por último, necesitamos un nuevo sistema económico en el que podamos prosperar respetando la naturaleza y los límites de nuestro único planeta. La velocidad a la que logremos ese cambio de paradigma es vital para definir nuestro futuro, porque la crisis de biodiversidad —y la crisis climática— están desbocadas.

El reto es inmenso, pero llegaremos antes si cada vez más personas y especialmente si nuestras empresas y gobiernos entienden el valor y la fragilidad de la Tierra y despiertan ante el exterminio que estamos provocando en la vida salvaje. Quizá cuando comprendamos que solo somos un hilo más en esa red de la vida, la biodiversidad, seremos capaces de construir un planeta en el que toda clase de vida pueda prosperar.

13 septiembre 2017

No hay comentarios:

Publicar un comentario