Hace siete años, cuando entre unos cuantos lanzamos al espacio de la prensa la sección de Ciencias del finado diario Público, nos sobrevoló peligrosamente la intención de que nos cargáramos a la espalda las noticias sobre animalismo, como parte de la información de Medio Ambiente. A tal despropósito nos opusimos en bloque. El animalismo, el de temperatura templada, es algo plenamente respetable, pero no es ecologismo, ni mucho menos ecología. Como fenómeno social, su lugar debía estar entre el resto de asuntos de sociedad, como educación, sanidad o igualdad. En lo que respecta al animalismo febril, el que antepone la declaración de derechos del cangrejo a la conservación de los ecosistemas, en una sección de Ciencias el único enfoque válido podía ser el de denuncia... del animalismo. Finalmente se impuso la cordura, y el animalismo se fue a la sección de sociedad.
Compadecerse del sufrimiento de un animal es una emoción loable, y batallar contra el ahorcamiento de galgos y el ahogamiento de cachorros es una causa noble. La preocupación por los animales criados en la sociedad humana y abandonados por la sociedad humana dignifica a la sociedad humana. Pero nada de esto tiene que ver con la conservación medioambiental. El movimiento ecologista moderno nació en la naturaleza y en la ciencia, llevando el medio ambiente a la cultura urbana a través de pioneros como Rachel Carson, Paul Ralph Ehrlich, Aldo Leopold y otros, pensadores y naturalistas con zapatos científicos que lograron colar el desajuste entre población, progreso y sostenibilidad ambiental (en términos actuales) en el debate político y social de los países desarrollados. En cambio, el movimiento contemporáneo por los derechos de los animales es un producto netamente urbano, impulsado desde ámbitos filosóficos y jurídicos, nacido de la humanización de las relaciones entre las personas y sus mascotas, y extendido al conflicto más general entre el ser humano y el resto de las especies que coinciden con nosotros en esta roca mojada que llamamos Tierra.
Animalismo y ecologismo son cosas diferentes, causas diferentes con orígenes y fines diferentes, y a menudo mutuamente excluyentes, por mucho que se hayan mezclado en un mistificador batiburrillo debido, supongo, a varias causas. Entre estas, destaca el esfuerzo de ciertos movimientos por aunarlos en lo que consideran un espacio ideológico común, una corriente que se cuelga de la creciente adopción de militancias partidistas por parte de las organizaciones ecologistas. Pero tratar de fundir ecologismo y animalismo por el hecho de que ambos tienen algo que ver con los animales es una aberración semejante a aunar a bebedores y abstemios porque todas las bebidas contienen agua. Y como voy a explicar, esto tiene un efecto devastador sobre el ecologismo, ya que contamina lo que debería ser una causa transversal, convirtiéndola en un arma arrojadiza más para alimentar un eterno clima de frentismo político desde una ilusión de permanente clandestinidad. Y la ciencia (la ecología que nutre, o debería nutrir, el ecologismo) no puede dejarse engatusar por esta trampa.
Como ejemplo de los perjuicios de esta contaminación, voy al origen de los tiempos de la biología actual: la publicación de El origen de las especies de Darwin. En el momento en que un sector ideológico, el de las Iglesias cristianas, interpretó aquella teoría científica como un ataque directo a los fundamentos de su institución, se desató una postura cerril destinada no ya a negar, sino a desconocer deliberadamente cualquier evidencia científica. Pero por mucho que se pueda achacar a las Iglesias de entonces (y a algunas de ahora) una actitud hostil hacia el descubrimiento científico, la ciencia pierde su inocencia y su credibilidad cada vez que un postulado científico es enarbolado como ariete ideológico. La ciencia [el método científico] es inocente, y mantener esta inocencia es esencial si se pretende que sus descubrimientos influyan de forma coherente en el rumbo del progreso social independientemente de gobiernos, corrientes, ideologías o coyunturas políticas. Personajes como el excéntrico excientífico Richard Dawkins, reconvertido en feroz apóstol del ateísmo, hacen un flaco favor a la ciencia al convertirla en una opción ideológicamente excluyente y, por tanto, en algo opinable, que puede tomarse o dejarse.
La ciencia no es infalible, ni establece verdades absolutas, ni demuestra nada, sino que mantiene constantemente la posibilidad de refutación, algo clave en el método científico. Pero esto no significa que sea opinable, al menos sin utilizar los mismos instrumentos que la ciencia emplea. Los resultados científicos, sobre todo cuando se acumulan repetidamente en apoyo de una hipótesis concreta, ofrecen un sustento a una comprensión de la realidad que supera con mucho el grado de verdad ofrecido por cualquier razonamiento filosófico o político. La ciencia es refutable, pero solo por la ciencia.
Como ocurrió con el conflicto por el darwinismo, en las últimas décadas otro asunto científico se ha convertido en bandera ideológica: el cambio climático. Igual que en el ejemplo de Dawkins, el hecho de que organizaciones ecologistas hayan asumido una filiación política partidista, ligando la causa ecologista (avalada por una realidad científicamente objetiva) a un paquete ideológico integrado, al mismo nivel, por otras causas subjetivas de lo más variopintas, transmite el mensaje erróneo de que el cambio climático es algo opinable. Esto ofrece la oportunidad a los sectores más conservadores de sostener un escepticismo que carece de todo fundamento científico, pero que en cambio es propagandísticamente muy sólido, lo que convierte en absurdo juego de esgrima política algo que debería ser una prioridad mundial para todos los gobiernos de cualquier color.
Creo que así se comprende de dónde nace la equivocada fusión de animalismo y ecologismo en la percepción popular. Pero al tratarse de una causa ideológica y subjetiva, la aproximación del animalismo y su colonización de ciertas organizaciones ambientalistas dañan la credibilidad de la ecología, la ciencia que sustenta el ecologismo. Denunciar que las ballenas dejarán de existir si persiste el ritmo de destrucción de los ecosistemas marinos no es opinable ni subjetivo. Defender que es lícito agredir a los trabajadores de los buques balleneros y poner en riesgo su seguridad sí lo es, por más que su trabajo pueda resultar incluso más antipático que el de los telepelmazos de Jazztel, que probablemente tampoco han encontrado otro medio más digno de ganarse la vida sin molestar.
Llegamos así al más allá del animalismo, mi favorito, donde este movimiento pierde toda su respetabilidad. Entre la posmodernidad y la seudocultura New Age, en las últimas décadas ha venido creciendo un animalismo extremista caracterizado por la misantropía y la autoexculpación. Los extremistas del animalismo introducen el concepto de especismo o discriminación de especies, pero los criterios sobre a qué especies colocar al mismo nivel son, obviamente, de una subjetividad brutal. ¿Cuál es la frontera? ¿La capacidad de experimentar dolor, como algunos proponen? Los nociceptores, o receptores de dolor de las neuronas sensoriales, están presentes desde el ser humano hasta los invertebrados como los insectos, e incluso se han documentado en el Caenorhabditis elegans, un gusano nematodo de un milímetro de longitud. Dado que es probable que al menos algunos parásitos multicelulares de los humanos posean estos receptores, desde el animalismo extremo podría razonablemente llegar a discutirse qué vida vale más: la de la persona enferma o la de sus parásitos.
Al mismo tiempo, los animalistas extremos suelen abrazar opciones —como el veganismo— con las que se consideran autoexculpados de aquello que vilipendian, una actitud vana y pueril que comparten con cierto falso ecologismo. Es obvia la contradicción entre el uso de cualquier medicamento y la oposición a la experimentación con animales. Pero hay otros ejemplos más sutiles: estos movimientos suelen hacer un uso intensivo de los medios digitales. Y a no ser que carguen sus móviles, portátiles y tablets exclusivamente a base de fuerza de voluntad, ningún usuario puede considerarse inocente del cambio climático, ya que hoy las tecnologías de la información consumen el 10% de la energía de todo el mundo, un 50% más que el sector global de la aviación y un total equivalente al que en 1985 se dedicaba a la iluminación del planeta. Así que no basta con viajar en bicicleta: la única opción congruente en su caso sería renunciar también al uso de la tecnología.
Por razones como las anteriores, el animalismo extremista resulta ridículo por la ramplonería y el escaso calado intelectual de sus planteamientos, basados en poco más que una instántanea reacción pavloviana de vómito cada vez que se aborda la complicadísima relación del ser humano con la naturaleza, y en una constante acusación a todos los estúpidos que habitaron este mundo antes que ellos y que se equivocaron tanto para contribuir con su ensayo y error a que ellos, hoy, sean tan listos. A estos les recomiendo vivamente que, en coherencia con sus postulados, visiten este enlace y se apunten al Movimiento para la Extinción Voluntaria de la Humanidad, una iniciativa que habría divertido enormemente al mismísimo Darwin, puesto que extinguirá únicamente la parte de la humanidad que está de acuerdo con dicha extinción, eliminando así sus genes del conjunto general.
Muy bueno.
ResponderEliminarSalud!