PEDRO OLIVER OLMO
Profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Castilla-La Mancha
No es la hora de los historiadores pero, en el balance de estos tres años de protesta social, ya hay suficientes datos sobre el papel jugado por las fuerzas de orden público. Grosso modo, han respondido a los últimos fenómenos masivos de indignación social y política ―desde el 15-M de 2011 al 22-M de 2014― con tres tipos de represiones: la represión «legal», que ejerce una patrulla policial desplegada en la calle, con o sin antidisturbios, con o sin proporcionalidad y no pocas veces extralimitándose; la burorrepresión, que pretende desalentar e intimidar a los movimientos sociales con multas y trabas legales por ejercer derechos fundamentales como los de reunión y expresión; y la represión «sucia», la que se lleva a cabo de forma opaca, normalmente a través de una labor previa de infiltración de agentes policiales en las organizaciones que dinamizan los movimientos sociales, so pretexto de prevenir con «inteligencia» las manifestaciones potencialmente violentas, y con el fin (lógicamente inconfesable) de provocar el descrédito de los activistas ante la opinión pública, manipulando desde dentro sus métodos y mensajes o desencadenando actuaciones que justifiquen la contundencia de la represión «legal» o incluso hermoseen su brutalidad.
No creo que vayan muy descaminados quienes se malician que algo de lo que ocurrió el 22-M responde a un patrón ya conocido de manipulación policial, con el que se pretende ensuciar la imagen pública de una protesta multitudinaria y pacífica, tremendamente preocupante para el Gobierno. Los incidentes de aquella ya célebre noche de marzo en Madrid fueron fruto de los desasosiegos oficiales del momento, ahora que Rajoy quiere dar por superada «la crisis»: inquietudes de Estado y zozobras de Moncloa, a las que cabe añadir otro tipo de fijaciones y obsesiones de índole más personal, como las de la delegada del Gobierno en Madrid, quien se ha mostrado preocupadísima, hasta rayar con la histeria y la temeridad, por pasar a la historia como la autoridad gubernativa que una y otra vez ha ido impidiendo que en la capital de España se repita la Acampada Sol (esa experiencia de empoderamiento callejero no puede ocurrir en la España del PP –parece haberse jurado a sí misma Cristina Cifuentes).
Por lo demás, también podríamos añadir, ya que así nos lo ha recordado Esperanza Aguirre, que, efectivamente, en el ambiente ha quedado un rancio regusto a «república bananera». Hay quien se extraña mucho de que allende nuestras fronteras haya entidades que se hacen preguntas tan sencillas como ésta: ¿quién protege en España a los activistas de los movimientos sociales de aquellas agencias que a todas luces ni dialogan ni negocian con ellos, ninguneándolos en el mejor de los casos y criminalizándolos en el peor, cuando hacen uso de sus derechos constitucionales y promueven un respetable estilo de radicalidad democrática a través de la acción no-violenta? Este tipo de preguntas tan sensatas estiran la altivez de la expresidenta de la Comunidad de Madrid y dejan con cara de póker al ministro de Interior. No caen en la cuenta de que es así como se comporta un político «bananero»: con la arrogancia impostada de quienes están promoviendo una auténtica deriva autoritaria, no sólo a través de la represión del descontento social, sino proyectando un reajuste sin precedentes del arsenal represivo del Estado (en el Código Penal, en la normativa de Seguridad Ciudadana y Seguridad Privada, en el Código de Justicia Militar y en la regulación del derecho a la huelga).
Quienes tendrían que seguir celebrando un logro como el 22-M ―congregar a cientos de miles de ciudadanos y ciudadanas detrás de un grito común: «Pan, trabajo y derechos para todos y todas»―, deben ahora afanarse en hacer frente a la virulencia de la campaña criminalizadora. ¿Por qué? Porque esta vez es cierto que no ha salido mal la jugada malintencionada de la represión sucia (entre otras muchas razones, han contado con la ayuda de quienes frente a la dinámica asamblearia de los movimientos sociales siempre anteponen la impaciencia de los atajos). Es innegable que la violencia final del 22-M fue un jarro de agua fría que afectó al calor y al entusiasmo de los cientos de miles que allí estuvimos y de los millones que no estaban pero apoyaban. Un efecto helador al que contribuyó el titular de El País admitiendo como únicas las bajas cifras de participación que ofreció la policía: el desencanto y la indignación se entremezclan cuando se soslaya que el 22-M ha sido una de las manifestaciones más concurridas de la historia. Esas cosas afectan, son parte del imaginario de la rebeldía desde la Transición, hasta el punto de que, en este caso, la división interesada entre «buenos» y «malos» pareciera producir alivio, porque todo el mundo se ha visto muy afectado por los hechos y por la divulgación manipulada de los acontecimientos, temiendo ―claro― que la mala imagen del final del 22-M empañe el compromiso y el trabajo militante de tanta gente.
No lo tienen fácil, lo que demuestra el lío que el 22-M ha provocado entre las mismas élites gobernantes. Es verdad que la alcaldesa de Madrid enmienda la plana a Esperanza Aguirre ―ellas sabrán por qué― cuando subraya que la violencia acaeció al término de una manifestación pacífica, pero ni lo uno ni lo otro es la verdad que están ocultando los mandos policiales, a los que quizás se quiten de en medio más por inútiles que por zafios. Lo que ocurrió el 22-M debió de tener un primer momento pre-programado, aunque no sea menos cierto que poco después de desencadenado quedara al albur de los propios acontecimientos, a la dinámica de acciones y reacciones o a las improvisaciones y los fallos operativos de unos y otros. Que se investigue la secuencia de los hechos para esclarecer algo que parece obvio: la kale borroka ―y luego dicen que no quieren criminalizar― sobrevino cuando la manifestación estaba viva porque la policía cargó directamente contra ella. ¿No dicen que siempre hay unos pocos antisistema que se enfrentan con la policía al final de las manifestaciones? ¿Y quién decidió que esta vez y de forma harto peligrosa la policía se enfrentara a varios miles? ¿Y cuándo lo decidió? ¿No es cierto que hubo «un momento tiendas de campaña» tan insoportable para Cristina Cifuentes que no quiso esperar a vérselas con ese engorro una vez terminada la manifestación? ¿Y no hubo también un «momento de entrada controlada de incontrolados»? ¿Quiénes eran aquellos embozados que la policía dejó entrar para acto seguido cargar contra ellos donde la manifestación transcurría masiva, divertida y satisfecha?
El fondo de estas preguntas no queda contestado con «redadas» tardías contra «anarquistas, antifascistas y bukaneros» acusados de haber agredido a los antidisturbios. Aclárese mejor lo que ocurrió porque la actuación gubernativa frente al 22-M huele de lejos a represión «sucia» de un movimiento de movimientos de indignados que allí mismo empezó a reconocerse y a reencontrarse, para salir del reflujo de 2013 y para aventurarle al gobierno del PP un futuro nada halagüeño, una nueva línea de fractura que podría dar al traste con su «revolución conservadora». No esperemos años y años para que se desclasifiquen documentos que lo atestigüen. Es la hora de las preguntas parlamentarias, de los abogados y los jueces, de las denuncias y los apoyos a los denunciantes. Ya llegará la hora de los historiadores.
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