Por FRANÇOIS CAVANNA
Le Nouvel Observateur (5-11/octubre/1989)
Un creyente no puede
ser más que intolerante. El fanatismo no constituye un aspecto enojoso y
desencarrilado de la religión: es la religión misma
La intolerancia —rebautizada modernamente «integrismo»—
sube en picado. La intolerancia es el termómetro de la fe. Sube o baja con
ella. Cuando la fe se hace tolerante para las otras fes, es que está en
regresión. Un creyente sincero y consecuente no puede admitir que una verdad diferente
de la suya pueda ser verdadera, que otro dios pueda coexistir con el suyo.
Puesto que su verdad es la verdad.
Un creyente, pues, no puede ser más que intolerante, puesto que están en juego cosas esenciales, las más esenciales entre
todas: nuestra razón de estar aquí abajo, las finalidades últimas de toda cosa,
la vida eterna, la condenación, la naturaleza de Dios y la manera precisa que
quiere que se le rinda homenaje… Para un creyente, esto es lo único que
importa.
Si yo creyese, mi fe dominaría y orientaría toda mi vida,
cada acto, cada pensamiento. Estaría trastornado con la idea de los millones de
seres humanos que viven errados, destinados a suplicios eternos y, sobretodo,
privados de la iluminación de la certeza.
Un creyente no puede ser más que intolerante; sino, es
incoherente. Se satisface de un «más o menos» tibio. No va al fondo de las
cosas. Todo aquél que no es fanático no cree verdaderamente.
Un creyente tolerante (que se crea sinceramente tolerante)
es, en el fondo, un resignado. Dado que no dispone de los medios para imponer
su punto de vista, «tolera» (ésta es la palabra) con condescendencia o con
dolor que los infieles chapoteen en el error; pero no olvida que se trata de
error, no les concede la posibilidad de llevar razón. Una tolerancia verdadera
sería aquella que, prudente, se diría que, al fin y al cabo, no estamos seguros
de nada y que la verdad del otro es quizás la verdadera verdad… Pero una tal
posición constituiría el agnosticismo, es decir, lo mismísimo contrario del
espíritu religioso. La fe, por definición, excluye la duda.
El resurgimiento actual de los fanatismos es,
sencillamente, un rebrote del sentimiento religioso. Manipulado, por supuesto,
por los políticos; pero el resurgimiento religioso ha precedido a la
manipulación política, que no hace más que echar mano a cuanto se le ofrece.
El cristianismo se vanagloria de ser la primera religión
del mundo de haber otorgado el mismo valor a todos los seres humanos, de haber,
en suma, proclamado lo que hoy en día llamamos «los derechos humanos». No es
totalmente falso. Los Evangelios se presentan como preceptos de amor y de
fraternidad. Pero, de hecho, sus sacerdotes, tanto tiempo como pudieron,
profesaron una intolerancia absoluta, rechazando toda religión que no fuese la
suya (e incluso todo matiz de interpretación de un punto menor del dogma) en
tanto que falsa, impía e inspirada por el demonio y, por lo tanto, debiendo ser
combatida, a sangre y a fuego si era necesario. Se situaban pues en la pura
tradición de la lógica religiosa bien entendida, en la cual el proselitismo
formaba parte del deber del cristiano.
Este «humanismo», este interés por el hombre terrestre,
que no es más que la consecuencia misma de la letra del Evangelio, hubo de
imponérsela a la Iglesia;
y es del espíritu de rebelión contra la Iglesia que surgió la democracia. Los
«integristas» religiosos de cualquier confesión lo perciben bien, puesto que,
sin excepción, se alían con los reaccionarios políticos más nefastos. ¡Cuantas
nostalgias malsanas recubre la tan venerada palabra «tradición»!
La imbécil pulsión del fanatismo, su estrechez de
pensamiento, su intransigencia, no constituyen un aspecto enojoso y
desencarrilado de la religión: son la religión misma «en su pureza original, en la conmovedora devoción de los cándidos
tiempos» como dicen los que hablan así. Es esta pulsión fanática que se
arranca de la indiferencia en la que se estaba hundiendo y que arde actualmente
por todos los rincones del mundo. Hay quien se regocija de ello. Puesto que,
acosados, fundan sus últimas esperanzas en la fe, cualquier fe, para solventar
armoniosamente estos aplastantes problemas que les sobrepasan, problemas
engendrados por la civilización técnico-plutócrata y la pululación insensata de
la especie humana. Como aquello de ir a consultar una cartomántica para tratar
el cáncer…
Ningún régimen político ha sabido eliminar el espíritu
religioso. Los bolcheviques, al parecer, no hicieron más que perseguir, sin
educar. Así pues, no es la razón (la inteligencia, si prefieren ustedes) quien
dirige los asuntos humanos sino las ancestrales pulsiones instintivas,
puramente animales, que movían ya al hombre de Cromagnon: miedo, avidez,
agresividad, codicia, sexo, necesidad de vencer, de humillar… La inteligencia
no siendo admitida más que a título de abastecedora de armas y de bribonadas.
C.
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