martes, 28 de junio de 2011

Los últimos días de John Brown

Por Henry David Thoreau

«Yo, John Brown, ahora estoy absolutamente convencido de que los delitos de este culpable país sólo se lavarán con sangre. Ahora comprendo que me ilusionaba inútilmente cuando creía que esto se pudiera conseguir sin derramar mucha, muchísima sangre.»
JOHN BROWN, 1859.

La carrera de John Brown durante las seis últimas semanas de su vida fue meteórica, iluminando la oscuridad en la que vivimos. No conozco ningún otro hecho tan milagroso en nuestra historia.

Si alguien, en una conferencia o en una conversación en esa época, citaba cualquier antiguo ejemplo de heroísmo, como el de Cato o Tell o Winkelried, sin mencionar las recientes hazañas y palabras de Brown, cualquier audiencia inteligente de hombres del Norte sentía que dicho ejemplo era insulso y traído por los pelos sin justificación alguna.

En lo que a mi respecta, por lo general presto más atención a la naturaleza que al hombre, pero cualquier acontecimiento humano patético puede cegarnos los ojos a los objetos naturales. Me tenía tan absorto que me sorprendía cada vez que detectaba la rutina del mundo natural que seguía existiendo, o cada vez que me encontraba con la gente que iba a sus asuntos indiferente a los demás. Me parecía extraño que el «pequeño mirlo de agua» estuviera aún zambulléndose plácidamente en el río, como en otro tiempo; y todo hacía pensar que este pájaro podría continuar zambulléndose aquí cuando Concord ya no existiera.

Me daba cuenta de que si a él, prisionero en medio de sus enemigos y condenado a muerte, se le consultase sobre el paso que iba a dar o las medidas que iba a tomar a continuación, podría contestar con más acierto que todos sus paisanos juntos. Entendía su situación a la perfección, la contemplaba con una calma infinita. Comparados con él, todos los demás hombres, del Norte y del Sur, estaban fuera de sus cabales. Nuestros pensamientos no podrían retroceder en el tiempo hasta ningún hombre con más grandeza o sabiduría ni mejor, con quien compararle, porque él, entonces y allí, estaba por encima de todos ellos. El hombre a quien este país estaba a punto de colgar resultó ser el más grande y el mejor del mismo.

No se necesitaron años para una revolución de la opinión pública; días, aún horas, produjeron acusados cambios en este caso. Cincuenta personas que estaban dispuestas a decir, al entrar en nuestro mitin en su honor en Concord, que debían colgarle, ya no eran de esa opinión cuando salieron. Oyeron las palabras suyas leídas allí; vieron la seriedad en las caras de los concurrentes; y quizás se unieron por fin al canto del himno en su alabanza.

La jerarquía de educadores sufrió un cambio. Oí que un predicador, que en un principio quedó impresionado y se mantuvo al margen, se sintió al fin en la obligación, después de que colgaran a Brown, de hacerle objeto de un sermón, en el que, de alguna manera, elogió al hombre, si bien dijo que su acción no fue afortunada. Un prestigioso profesor creyó necesario decir a sus alumnos mayores, después de los actos religiosos, que él al principio pensaba como el predicador, pero que ahora creía que John Brown tenía razón. Sin embargo se sabia que sus alumnos aventajaban al profesor tanto como éste aventajaba al sacerdote; y tengo la certeza de que chicos muy pequeños ya les habían preguntado a sus padres en casa, con un tono de sorpresa, ¿por qué Dios no intervino para salvarle? En cada caso, los profesores en cuestión sólo se daban cuenta a medias de que no iban a la vanguardia, sino a remolque, con alguna pérdida de tiempo y autoridad.

Los predicadores más escrupulosos, los amantes de la Biblia, los que hablan de principios, y de hacer con los demás lo que quiera que los demás hagan contigo, ¿cómo podrían dejar de reconocerle, el predicador más grande de todos ellos con mucho, con la Biblia en su vida y en sus obras, personificación de los principios, que cumplía fielmente la regla de oro de la conducta? Todos aquellos que habían sentido despertarse en su interior el sentido de la moral, que habían recibido desde la altura la vocación de predicar, se pusieron de su parte. ¡Qué confesiones obtenía de los indiferentes y los conservadores! Es extraño, pero en suma fue bueno, que no surgiera la ocasión para formarse una nueva secta de brownitas entre nosotros.

Los que, tanto dentro como fuera de la Iglesia, siguen al espíritu y dejan correr las palabras, y a los que en consecuencia se les llama infieles, eran, como de costumbre, los primeros en reconocerle. En otro tiempo han colgado a hombres en el Sur por intentar rescatar esclavos, y al Norte eso no le afectaba gran cosa. ¿Dónde está, entonces, esta maravillosa diferencia? Nosotros no estábamos tan seguros del fervor «de éstos» por los principios. Establecimos una sutil distinción, olvidamos las leyes humanas, y rendimos homenaje a una idea. El Norte, quiero decir el Norte vivo, se volvió de pronto totalmente trascendental. Observaba la ley humana, seguía el fracasado manifiesto, y reconocía la justicia y la gloria eternas. Por lo general, los hombres vivían conforme a un credo, y se sienten satisfechos si se cumple el mandato de la ley, pero en este caso, de alguna manera, volvieron a las percepciones primitivas, y se produjo un ligero resurgimiento de la vieja religión. Se dieron cuenta de que lo que se llamaba orden era confusión, lo que se llamaba justicia, era injusticia, y de que lo mejor se consideraba lo peor. Esta actitud suponía un espíritu más inteligente y generoso que aquel que animó a nuestros antecesores, y la posibilidad, con el paso del tiempo, de una revolución en pro del prójimo y de un pueblo oprimido.

La mayoría de los hombres del Norte, y unos cuantos sureños, se sintieron asombrosamente conmovidos por los actos y las palabras de Brown. Vieron y sintieron que eran heroicas y nobles, y que no había habido absolutamente nada en su género que se les igualara en este país, ni en la historia inmediata del mundo. Pero no conmovían a la minoría. Sólo se sentían sorprendidos y provocados por la actitud de sus vecinos. Se daban cuenta de que Brown era valiente, y de que creía que había obrado bien, pero no percibían en él ninguna otra peculiaridad. Al no estar acostumbrados a hacer sutiles distinciones, ni a valorar la magnanimidad, leían sus cartas y discursos como si no los leyeran. No se enteraban cuando se acercaban a una declaración heroica, no sabían cuándo se quemaban. No notaban que él hablaba con autoridad, y por eso sólo recordaban que debe cumplirse la ley. Recordaban el viejo credo, pero no oían la nueva revelación. El hombre que no reconoce en las palabras de Brown una sabiduría y una nobleza, y por lo tanto una autoridad, superior a nuestras leyes, es un Demócrata moderno. Esta es la prueba que hay que hacer para descubrirle. En este aspecto él no es obstinado sino constitucionalmente ciego, y es consecuente consigo mismo. Así ha sido su vida pasada: no hay duda alguna. De forma semejante ha leído la historia y su Biblia, y acepta, o parece aceptar, esta última sólo como un credo instituido, y no porque le haya convencido. No se encontrarán sentimientos de casta en su libro de memorias, si es que tiene alguno.

Cuando se realiza una noble hazaña, ¿quién tiene más posibilidades de valorarla? Los que también son nobles. No me sorprendió que ciertos vecinos míos hablaran de John Brown como de un vulgar criminal, porque ¿quiénes son ellos? Tienen o mucha carnalidad, o mucho oficio, o mucha ordinariez de alguna especie. No son naturalezas etéreas en ningún sentido. Las cualidades sombrías predominan en ellos. Varios son decididamente «paquidermos». Y lo digo con pena, no con enojo. ¿Cómo puede contemplar la luz un hombre que no alberga la correspondiente luz interior? Son fieles a lo que ven, pero cuando miran de esta forma no ven nada, están ciegos. Para los hijos de la luz competir con ellos es como si se estableciera una contienda entre águilas y búhos. Muéstrenme a un hombre que tenga amargos sentimientos hacia john Brown, y veamos qué nobles estrofas es capaz de recitar. Se quedará tan mudo como si sus labios fueran de piedra.

No todos los hombres pueden ser cristianos, ni siquiera en un sentido muy moderado, y sea cual sea la educación que se les dé. Después de todo, es una cuestión de constitución y de temperamento. Puede que tengan que volver a nacer muchas veces. He conocido a muchos hombres que querían hacerse pasar por cristianos, en los que resultaba ridículo, porque no tenían talento para ello. Ni siquiera todos los hombres pueden ser hombres libres.

Los directores de los periódicos insistieron durante bastante tiempo en que Brown estaba loco; pero al fin se limitaron a decir solamente que fue «un loco proyecto», y el único testimonio que aportaban para probarlo era que le costó la vida. No me cabe duda de que si hubiera ido con cinco mil hombres, hubiera liberado a mil esclavos, matando a cien o doscientos propietarios de esclavos, y hubiera sido responsable de muchas más muertes de los suyos, pero no hubiera perdido su propia vida, estos mismos lo habrían calificado con un término más respetable. Sin embargo él ha obtenido un éxito mucho mayor.

Ha liberado a muchos miles de esclavos, tanto en el Norte como en el Sur. Parece que no han sabido nunca nada de lo que es vivir y morir por un ideal. Todos le llamaban entonces loco; ¿quién le llama loco ahora?

Durante todo el alboroto que ocasionó su singular tentativa y su consiguiente actitud, la legislatura de Massachusetts, al no dar ningún paso para defender a aquellos de sus ciudadanos que podían ser llevados a Virginia como testigos y ser expuestos a la violencia de un tumulto de esclavistas, se redujo totalmente a la categoría de una taberna, complaciéndose incluso con chistes malos sobre la palabra «expansión». La animadversión se había instalado en sus mentes. Estoy seguro de que ningún estadista de los que hubo hasta entonces podría en absoluto haberse ocupado de ese asunto por aquel entonces, ¡un asunto muy vulgar como para ocuparse de él en ningún momento!…

No podían hacer nada sus enemigos que no redundara en su infinita venta, es decir, en la ventaja de su causa. No le colgaron enseguida, sino que le reservaron para que les sermoneara. Y luego se cometió otro craso error. No colgaron a sus cuatro seguidores con él; ese episodio se pospuso aún más; y así se prolongó y se completó su victoria. Ningún director de teatro podría haberlo dispuesto todo con tanto acierto para darle efecto a sus actos y a sus palabras. ¿Y quién creen ustedes que era el director? ¿Quién puso entre su prisión y el patíbulo a la esclava y a su hijo, a quien él simbólicamente se inclinó a besar?

Pronto nos dimos cuenta, igual que él, de que no iba a ser indultado ni rescatado por sus hombres. Eso habría supuesto desarmarle, devolverle un arma material, un rifle Sharp, cuando él había blandido la espada del espíritu, —la espada con la que él realmente ha ganado sus mayores y más memorables victorias—. Ahora él no ha arrinconado la espada del espíritu, porque él mismo es espíritu puro, y espíritu puro también es su espada.
Nada común hizo ni intentó
En aquel memorable hecho,…
Ni apeló a los dioses con vulgar rencor,
Para clamar su desvalido derecho;
Sino que su gentil cabeza inclinó
Como para posarla sobre un lecho.
¡Qué viaje el de su solitario cuerpo yaciente, recién descolgado de la horca! Leímos que por aquel entonces pasó por Filadelfia, y para el domingo por la noche había llegado a Nueva York. ¡De esta manera como un meteoro atravesó vertiginosamente la Unión desde las regiones meridionales hacia el Norte! No habían llevado los coches una carga así desde que lo llevaron vivo hacia el Sur.

El día del traslado de sus restos, oí decir, para asegurarme, que fue colgado, pero yo no sabía qué es lo que quería decir eso; no sentí aflicción al respecto; pero ni en un día ni en dos ni siquiera decir que estaba muerto, y ni después de todos los días del mundo lo creeré. De todos los hombres de los que se dijo que eran mis contemporáneos, el único que me parecía que no había muerto era John brown. Ya no oigo nunca de nadie que se llame Brown, —y oigo hablar de muchos bastante a menudo—, nunca oigo hablar de nadie particularmente valiente y sincero, sin que mi primer pensamiento sea para John Brown, y el tipo de relación que ese hombre pueda tener con él. Me lo encuentro en todas las esquinas. Está más vivo que nunca. Ha ganado la inmortalidad. No está confinado ni en North Elba ni en Kansas. Ya no trabaja en la clandestinidad. Trabaja en público, y a la luz más diáfana que brilla sobre esta tierra.

Diciembre de 1859.

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