jueves, 1 de diciembre de 2016

Aquel vuelo desde el cuarto piso

 

Por MASSIMO ORTALLI

Cuando Giuseppe Pinelli, anarquista milanés cuarentón, cae al suelo desde el cuarto piso de la Comisaría Central de Milán, el engranaje se atasca. La planeada estrategia que comenzó con las bombas en la Feria en abril de 1969, y continuó con los atentados del 12 de diciembre del mismo año, se detiene miserablemente ante la imprevisible y obstinada resistencia de un modesto ferroviario que lo ha entendido todo. Que ha intuido la tragedia que se proyecta para el país y para el movimiento anarquista si también él capitula. Pinelli rechaza meterse en ese juego, aunque este parezca imparable, y se interpone a los planes criminales del poder. Comienza así a desencadenarse el más grande y engañoso montaje jamás urdido antes en la historia de la joven de la República italiana; y para hacerle pagar esta responsabilidad, el anarquista es arrojado por la ventana por un hatajo de policías frustrados ante la imposibilidad de satisfacer los designios de sus amos.

Aquel día, con aquella muerte, cambia la historia del país. Los estragos de Milán, de hecho, ya no serán la obra de unos anarquistas sedientos de sangre sino el proyecto reaccionario de una parte considerable del aparato del poder, y de ahora en adelante se llamarán con toda propiedad Estragos de Estado. Se abre un nuevo periodo, comienzan los años setenta, años de lucha, de gran tensión y de grandes errores, años de dramas personales y colectivos que señalan la existencia de una generación entera, pero también años de gran generosidad e inteligencia política. Entre otras historias de esa época, citaremos la de Franco Serantini, joven anarquista de Pisa muerto tras ser detenido por la policía en una jornada de lucha antifascista. Y oportunamente se pone de relieve cómo un hilo rojo señala el recorrido vital de los compañeros y de las historias de entonces.

Una época absolutamente irrepetible

En un contexto tan vivaz y dinámico, también el ambiente intelectual se moviliza y participa en la etapa de cambios con un esfuerzo a menudo de gran eficacia. Y naturalmente, el suceso de Piazza Fontana se convierte en uno de los focos de la reflexión. Fueron muchas las intervenciones de intelectuales, periodistas y escritores que aportaron su contribución al extraordinario trabajo de contrainformación que caracterizó a aquellos años, así como fueron también muchos los artistas que se inspiraron, más o menos directamente, en los hechos. Si en el ámbito cinematográfico no se pueden olvidar Investigación sobre un ciudadano libre de toda sospecha, de Elio Petri (1969), o Sacco y Vanzetti, de Giuliano Montaldo (1971), que empieza con el histórico encuadre del anarquista Salsedo cayendo desde el rascacielos de la policía de Nueva York, en el ámbito teatral nace la que, según creo, es la obra maestra de Dario Fo: Muerte accidental de un anarquista.

Dario Fo es lo suficientemente conocido para que no me extienda relatando sus méritos, por lo que me limitaré aquí a recordar en breves trazos la trama del texto y la importancia que tiene debido a que su hilarante mofa del poder contribuyó a convertir en patrimonio común la percepción del engaño que se estaba tejiendo. La paradoja del artista, alegremente surrealista, supo dar la vuelta al sentido trágico de cuanto había sucedido, y de este precioso resultado se valieron no solo los compañeros del movimiento sino también una infinidad de otras personas, decididamente lejos de cualquier forma de implicación o participación. Una auténtica obra maestra, fruto de una época absolutamente irrepetible, a la vez una gran obra de arte y una gran intervención política. Su éxito fue enorme, y el espectáculo recorrió toda Italia en funciones multitudinarias, en los grandes teatros, en las primeras carpas-teatro o en los polideportivos, y a menudo, muy a menudo, incluso los espacios más grandes resultaban insuficientes para contener a todo aquel público que quería «reírse» del Estrago de Estado.

El equívoco, el absurdo, la ironía

Todo nace de una idea teatralmente genial, la de confiar a un «loco» maníaco del disfraz la tarea de desmontar, pieza a pieza, las innumerables versiones que la policía milanesa ha proporcionado para justificar su comportamiento. El protagonista, usando una lógica aparentemente delirante, hace creer que quiere ayudar al jefe de policía y a su corte en evidente crisis de credibilidad y, fingiendo ser primero un policía, después un juez, luego un agente secreto y un periodista, reconstruye el drama de la muerte de Pinelli a través de una serie incansable e hilarante de divertidísimos gags. Jugando con el equívoco, el absurdo y la ironía, su lógica, absolutamente loca y sin embargo apabullante, reconstruye pieza a pieza la terrible verdad de aquellos días de diciembre, haciendo aparecer, en la creciente incomodidad de la «autoridad» todavía enganchada en los hilos de su marionetista, la obscena desnudez de la razón de Estado, tanto criminal como ineficazmente perseguida.

Hay para todos, verdaderamente para todos, en esta obra maestra del teatro político, y ninguno de los muchos responsables, por infame o cobarde, grande o pequeño que sea, se salva del irrefrenable y burlón ímpetu del autor. Recuerdo, entre otras, una escena famosa, la de los «tres zapatos de Pinelli». Es seguramente el ejemplo más completo de cómo Dario Fo ha conseguido transformar las grotescas afirmaciones de los policías responsables de aquella trágica muerte en un crescendo de irresistible sarcasmo. Y revelar que lo surrealista no era el comportamiento del «loco» que andaba disfrazado por la Comisaria Central de Milán, sino las mentiras inventadas, con gran esfuerzo, por un Poder acorralado. Tres zapatos, eso es, y «¡una carcajada los sepultará!».

Tierra y Libertad
Nº 340 - Noviembre 2016

No hay comentarios:

Publicar un comentario