Tiziano Antonelli
Las políticas desarrolladas por los gobiernos y las organizaciones supranacionales para salir de la crisis están fallando una tras otra, mientras que las condiciones de vida de los explotados empeoran cada vez más. Paro, miseria, enfermedades, contaminación son los frutos del modo de producción capitalista, de la sociedad organizada en el Estado. La tarea de los anarquistas es demostrar lo fácil que sería resolver los problemas sociales una vez que la sociedad se desembarace de la propiedad y el Estado.
Pero si es relativamente fácil demostrar cómo se puede resolver el problema de la vivienda o del paro, otra cosa es señalar un camino factible para la reconstrucción social al día siguiente de la revolución. Se trata de debatir sobre la orientación que debemos dar a la próxima revolución para impedir que, ante la indecisión y la confusión, nazcan nuevas autoridades, nuevos gobiernos para satisfacer aquellas exigencias populares que la libertad no está en condiciones de asegurar: no se trata de discutir de problemas teóricos o de teoría en abstracto; son cuestiones que podrían ser de actualidad antes de lo que pensamos, por lo que es bueno reflexionar antes, sin el acicate de la urgencia.
En primer lugar, hay que precisar que el movimiento anarquista no se plantea el problema de elaborar recetas para aplicar súbitamente el día después de la revolución: la base de la teoría anárquica de la revolución es la libertad, por lo que es fundamental para los anarquistas asegurar a todos la libertad completa de experimentar las fórmulas que consideren más oportunas, ponerse en relación con quienes prefieran y, a través de las enseñanzas de la experiencia, del ejemplo y del debate libre, desarrollar aquellas fórmulas que sean más adecuadas para garantizar el máximo de libertad, de solidaridad, de igualdad y de bienestar para todos.
Este tema de la libertad está en la base de la reflexión de las diferentes escuelas del anarquismo sobre el camino que seguirá la sociedad liberada, base común no solo de los individualistas sino también de los mutualistas, de los colectivistas, de los comunistas y de los sindicalistas, naturalmente anárquicos. Resulta interesante constatar que este tema no solo ha sido objeto de estudio por parte de los más agudos, sino que también ha sido objeto de debate en los congresos que han reunido al movimiento anarquista: si la afirmación del comunismo anárquico se debe a los estudios de algunos militantes, ha sido el debate colectivo en las diversas federaciones de la Internacional antiautoritaria lo que ha permitido la difusión en las últimas décadas del siglo XIX. Este debate ha sido retomado después, en los años veinte del pasado siglo y después de la Segunda Guerra Mundial; los congresos anarquistas que se celebraron en aquellos años pusieron el acento sobre los organismos de reconstrucción social, que resultaban idóneos para garantizar la autogestión de la producción y de la distribución, y para la organización de la sociedad en su conjunto.
Pero la libertad no ha sido solo el fundamento de la proyectualidad anarquista sino que ha sido puesta en práctica allí donde el anarquismo ha conseguido influir en las masas explotadas, construyendo ejemplos de sociedad liberada que hoy podemos estudiar para seguir el ejemplo y evitar eventuales errores. De España a Rusia, pasando por México y Alemania, por no hablar de los esfuerzos de los anarquistas italianos en la reconstrucción posterior a la Segunda Guerra Mundial, la libertad ha sido la brújula que ha guiado la acción de los anarquistas, que ha permitido a los pueblos gozar de los beneficios de la reorganización social, que ha provocado el odio sanguinario de viejos y nuevos gobernantes.
Por usar palabras de Luigi Fabbri: los anarquistas ven «en la libertad el mejor medio de revolución: para hacerla, para vivirla y para proseguirla».
Libertad para todos, pero no para los enemigos del pueblo, para los gobernantes, para los capitalistas, para quienes les sirven, para quienes quieren mantener un régimen de opresión y de explotación.
La libertad no podrá ser conquistada si no es adoptada también como medio, dando desde ahora una orientación cada vez más libre y libertaria al movimiento proletario y popular, desarrollando el espíritu de libertad, de autonomía y de libre iniciativa entre las masas, estimulando la intolerancia creciente a cualquier poder político, enardeciendo el espíritu de independencia y de acción hacia los jefes de todo pelaje, habituándose al desprecio de la disciplina impuesta desde arriba, que no sea la autodisciplina libremente escogida, seguida hasta que deje de ser útil para el objetivo revolucionario y libertario que nos hayamos fijado.
El comunismo es, entre los anarquistas, el modelo de organización de la producción al que más referencia se hace. Para entender qué es el comunismo de los anarquistas resulta de mucha utilidad el texto de Luigi Fabbri, Anarquía y comunismo científico.
Fabbri saca punta a un opúsculo de un jefe bolchevique, Nikolái Bujarin, que será después víctima de las purgas de Stalin; tras un examen de este opúsculo y de las ideas triviales que los socialdemócratas difunden sobre el anarquismo, Fabbri reivindica el derecho de los anarquistas a llamarse comunistas y define la contraposición que prevalece entre comunismo y anarquía como una mala actitud difundida por los autoritarios: «La palabra comunismo —prosigue Fabbri—, desde los más antiguos tiempos, significa no un método de lucha, y todavía menos un modo especial de razonar, sino un sistema de completa organización social sobre la base de la comunión de los bienes, del gozo en común de los frutos del trabajo común por parte de los componentes de una sociedad humana, sin que ninguno pueda apropiarse del capital social para su exclusivo interés con exclusión o daño de otros. Es un ideal de reorganización económica de la sociedad, común a varias escuelas del socialismo (comprendida la anarquía); ni fueron en absoluto los marxistas quienes lo formularon primero». En particular, el comunismo defendido por los anarquistas es un sistema de producción y distribución de la riqueza cuya materialización práctica se resume en la fórmula «a cada uno según sus necesidades, de cada uno según sus capacidades», consecuencia del derrocamiento del Estado y del ordenamiento jurídico que tutela la propiedad.
Para ilustrar con otras palabras el pensamiento de Fabbri, podemos decir que el comunismo puede ser concebido como una asociación de hombres libres que trabajan con medios de producción en común y consumen conscientemente sus múltiples fuerzas de trabajo individuales como una sola fuerza de trabajo social. La producción en conjunto de la asociación es una producción social; una parte permanece social, sirve a su vez como medio de producción. Pero otra parte es consumida como medio de subsistencia por los miembros de la asociación, por lo que debe ser distribuida entre ellos. La forma de tal distribución variará con los cambios particulares del mismo organismo social de producción y del correspondiente nivel histórico de desarrollo de los productores.
Los bienes y servicios producidos son consumidos, individual o colectivamente, por los miembros de la asociación. En una sociedad compuesta por una federación de estas asociaciones desaparece el salario, por lo que desaparecen la moneda y el mercado, así como la compraventa y la transformación de los productos en mercancías. El Estado ya no es necesario, es más, su existencia representa una amenaza para la libre asociación.
De manera que, retomando las palabras de Fabbri, la contradicción no hay que buscarla entre comunismo y anarquía, que se integran hasta el punto de que uno no es posible sin la otra, sino entre comunismo y Estado. Mientras haya Estado o Gobierno, el comunismo no es posible más que con el sacrificio de toda libertad y dignidad humanas.
Por ello, la libertad es tanto el medio para alcanzar el comunismo y la anarquía como la condición indispensable de su afirmación.
Número 315, octubre 2014
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