[Continuando con el tema del «nacionalismo», el anarquista argentino Ángel J. Cappelletti nos explica, en este artículo del libro Ensayos libertarios, brevemente la relación del nacionalismo como un ideal de la burguesia, en contraposición a aquellos izquierdistas que se sienten identificados con la liberación nacional de sus pueblos, considerándolo como algo revolucionario actualmente (durante el siglo XIX lo debió ser como oposición a los defensores del Antiguo Régimen, pero luego se fue transformando en la reacción. El ideal ácrata, incluso el marxista original, es antinacionalista...) ¡A ver si se enteran estos supuestos «izquierdistas de postal!]
Los movimientos populistas se han caracterizado, en América Latina al menos, por un acentuado nacionalismo, no menos que por el policlasismo y el cesarismo o culto del líder carismático.
Ese nacionalismo, que tiene su justificación en el antiimperialismo, es decir, en la oposición a un supernacionalismo salido de madre, es, en todo caso, una ideología burguesa, fraudulentamente trasvasada a otras clases y, en particular, al proletariado. El papel del líder (desde Getulio Vargas a Juan Domingo Perón) consiste, en este caso, en forzar la participación de los trabajadores en un proyecto que interesa en realidad sólo a la burguesía nacional. Carisma mediante, se trata de persuadir a la clase obrera de que el capitalismo nacional es algo infinitamente menos hostil a sus intereses que el gran capital internacional, como si el lobo perdiera sus dientes por el solo hecho de haber nacido dentro de determinadas fronteras. No debe pasarse por alto la devota colaboración prestada en esta tarea por los partidos comunistas de observancia soviética.
Para echar un poco de luz sobre el carácter burgués de la ideología nacionalista en América Latina y en el Tercer Mundo conviene, como siempre, encarar el asunto históricamente.
Si prescindimos de la existencia de un sentimiento que podría llamarse «nacionalista» durante la Antigüedad, en Grecia y, en Israel, nos encontramos con que el nacionalismo como ideología surge y se desarrolla contemporáneamente con la Edad Moderna.
El fin del medievo, que presencia el ocaso del feudalismo y la aparición de los primeros Estados nacionales, es testigo al mismo tiempo del advenimiento del absolutismo real y del auge de una nueva clase, la burguesía, que apuntala a la monarquía contra los señores feudales y se encumbra, apuntalándose a su vez en la nueva idea de la nacionalidad.
Esta primera fase del nacionalismo, que abarca desde el siglo XIV al XVIII, está vinculada, pues, a la burguesía, aliada de los reyes contra los señores feudales. Tiene como meta la unidad de la nación dentro de las estructuras políticas del Estado centralizado, lo cual hace posible el encumbramiento de la burguesía en la corte real, por medio del gobierno, la judicatura, la administración, las finanzas, etcétera.
La segunda fase, que va desde el siglo XVIII al XX, implica un vasto reacomodamiento de las fuerzas en pugna: ya no se trata de burguesía más realeza contra señores feudales, sino de burguesía contra realeza y señores feudales transformados ahora en aristócratas cortesanos. La nacionalidad es exaltada aquí por los burgueses contra la dinastía. Se trata de lograr la igualdad jurídica y política. Nación o patria se hace sinónimo de constitución. Es la fase del nacionalismo liberal, en cuyo seno surge el movimiento independentista de la América española. La burguesía quiere desplazar del gobierno a los aristócratas y crear instituciones que le aseguren un primer rango en la sociedad. Aquí, como en la fase anterior, las clases más bajas sólo se benefician indirectamente y están casi por completo ausentes en la confrontación ideológica y en la lucha socio-política. La burguesía triunfa y llega a su apogeo. Mientras tanto, a partir de la Revolución francesa, el movimiento obrero y socialista va afirmando cada vez con más claridad su internacionalismo. Y aunque no faltan esporádicamente algunos brotes de nacionalismo inducidos por la burguesía jacobina, como en el caso de Blanqui y de la Comuna de París, las grandes masas marxistas y bakuninistas repudian como reaccionario cualquier intento de hacer resurgir la idea de nación por encima de la idea de clase. Pero, una vez triunfante la revolución bolchevique en Rusia, la nueva clase burocrática surgida con el leninismo (que desempeña allí el papel de la burguesía) resucita el nacionalismo ruso y se esfuerza por inculcarlo en los trabajadores, bajo el pretexto (paradójico si no fuera dialéctico) de que Rusia es la nación-paladín del internacionalismo.
Mientras tanto, en los países coloniales y semicoloniales se inicia la tercera fase del nacionalismo, cuyo protagonista es, una vez más, la burguesía. Se trata en este caso de la burguesía nacional, que lucha por ocupar el sitio de la burguesía imperial o metropolitana. Una vez más el nacionalismo como ideología resulta ajeno a la clase obrera y, en general, a las clases sometidas de la población. Pero como la colaboración de las grandes masas nacionales se hace imprescindible en la lucha contra las supercompañías extranjeras y contra la burguesía imperial, surgen con frecuencia los movimientos populistas, que se empeñan en identificar demagógicamente las aspiraciones de las clases dominantes vernáculas con los intereses del pueblo. En algunos casos este populismo asume inclusive un ropaje ideológico marxista y se disfraza, sin dejar de ser lo que es, de «izquierda nacional». Esto explica los caracteres larvadamente fascistas de tales izquierdistas (¿socialismo nacional es algo diferente de nacional-socialismo?) y sus flagrantes contradicciones. En Argentina hemos visto venerar en los mismos altares a Carlos Marx y a Juan Manuel de Rosas.
Madrid, 1978.
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