domingo, 2 de septiembre de 2018

Una filósofa en la Columna de Durruti: Simone Weil


 Por NIALL BINNS

Pip Scott-Ellis escribió un diario sobre sus experiencias con el ejército franquista, donde las mujeres seguían desempeñando su papel tradicional de enfermeras. En la zona republicana, sobre todo en los primeros meses, la división de labores bélicas fue distinta. El alistamiento de milicianas antifascistas formaba parte, a su modo, de otra guerra de liberación para las mujeres. Entre las voluntarias extranjeras destaca la figura de Simone Weil (1909- 1943), una joven filósofa parisina, activista en los sindicatos de la Enseñanza en su país, que vino a España empeñada en unirse a la lucha anarquista.

Los escasos fragmentos del diario de Weil ayudan a reconstruir sus días en España. Después de pasar por la ebullición revolucionaria de Barcelona, entusiasmada como todos los que allí llegaron dispuestos a entusiasmarse, fue a Lérida para alistarse en una unidad internacional de la Columna Durruti y salió el día 14 de agosto de 1936 al pueblo de Pina de Ebro en el frente aragonés. Vestida de miliciana —mono azul, pañuelo rojinegro al cuello y con un «pequeño y hermoso mosquetón»—, insistía en no quedarse en la retaguardia, aunque intimidara más bien poco con sus gruesas gafas de intelectual miope y su conocimiento ínfimo de las armas. El día 15 los milicianos informaron a los campesinos de Pina sobre la colectivización de las tierras; el día 16 les habló Durruti; el 17 Weil recibió su fusil, experimentó su primer miedo y su primer bombardeo (se echó en el barro para disparar, aunque volaran demasiado alto los aviones) y cruzó el Ebro con sus compañeros en un reconocimiento del terreno; en la noche del 18 volvieron a cruzar el río para instalarse (y ocultarse) en un pequeño edificio agrícola, donde el delegado de la Unidad le espetó a Weil: «¡Tú, a la cocina!». La mañana siguiente ella tuvo tiempo para echarse bajo un árbol y pensar: «Me tumbo de espaldas, miro las hojas, el cielo azul. Un día muy bello. Si me toman, me matarán… Pero es merecido. Los nuestros han vertido sangre suficiente. Soy moralmente cómplice». Empieza así el cuestionamiento de su papel en la guerra pero hay, de pronto, un corte en el diario. Sabemos que ese mismo día la Unidad fue descubierta y atacada por los nacionalistas, y su edificio alcanzado por un obús. Durante o quizás antes del ataque, Weil, una reacia y obviamente inexperimentada cocinera, se hirió de gravedad al meter un pie en una olla de aceite hirviendo, y tuvo que ser evacuada del frente.

Los últimos fragmentos del diario —que no fue publicado hasta décadas después— los escribió Weil en Sitges, concentrándose sobre todo en las noticias que le llegaban de los fusilamientos y la represión en la retaguardia. Los días de convalecencia habían aumentado las dudas de la filósofa. Más tarde, en su libro póstumo La pesanteur y la grâce (La gravedad y la gracia), hablaría de la búsqueda de un método para oponerse a la ley de la gravedad, no sólo física sino moral, que aplasta al ser humano hacia lo terrestre, empujándolo hacia la maldad («si no existiera la gravedad, el bien sería natural, y el mal sería fortuito, sorprendente; en virtud de la gravedad, es al revés»), y para así aspirar a la levitación otorgada por la gracia. Fue esa búsqueda quizá, formulada años después, lo que la llevaría a España, seducida por la pureza de los ideales anarquistas. Una nota titulada «Réflexions pour déplaire» («Reflexiones para desagradar»), probablemente escrita en el mismo año de 1936, muestra con cuánta rapidez se erosionó la seducción: «Voy a sorprender, escandalizar, ya lo sé, a muchos buenos camaradas». Así comienza el texto, y afirma que la traición de Lenin —en vez de la prometida desaparición del Estado, la construcción de «la máquina burocrática, militar y policial más pesada que jamás haya existido»— se estaba repitiendo en Cataluña: «Allí también vemos, ay, que se están produciendo formas de control y casos de inhumanidad directamente contrarios al ideal libertario y humanitario de los anarquistas».

La mirada crítica más contundente está en el texto más conocido de Weil sobre la guerra, la carta que envió a Bernanos en el año 1938, expresando su simpatía y sintonía total con Los grandes cementerios bajo la luna: «Desde que he estado en España, y después de oír y leer toda clase de consideraciones sobre España, no puedo citar a nadie, con la excepción de usted, que según mis conocimientos se haya bañado en la atmósfera de la guerra española y la haya resistido. Usted es monárquico, discípulo de Drumont. ¿Qué me importa? Usted me es infinitamente más cercano que mis camaradas de las milicias de Aragón, esos camaradas que yo, sin embargo, amaba». Los puntos en común, a veces precariamente comunes, son varios: Bernanos es católico; a ella, por su parte, «nada católico, nada cristiano» jamás le ha parecido ajeno y «me he dicho a veces que si sólo se pegara en las puertas de las iglesias un cartel que anunciase que se prohíbe entrar a cualquiera que goce de ingresos superiores a tal o cual cantidad, poco elevada, me convertiría en el acto». Bernanos abandonó Mallorca, horrorizado por la traición de los ideales de la Falange; ella decidió no volver a España después de curarse, al ver que lo que le había parecido una guerra justa «de campesinos hambrientos contra los terratenientes y sus cómplices religiosos» se había convertido en «una guerra entre Rusia, Alemania e Italia». La Falange se degradó, abriendo las puertas a reclutas totalmente ajenos a su ideario; asimismo, la CNT y la FAI fueron «una mezcla increíble, donde se admitía a cualquiera». Por último, Weil también ha sentido «ese olor a guerra civil, a sangre y terror» que desprende el libro de Bernanos. Sin embargo, mientras éste dio testimonio de atrocidades que había visto o vivido, la única atrocidad que llegó a ver Weil con sus propios ojos fue el casi fusilamiento de un cura. A pesar de esto, no duda en denunciar las represalias y los fusilamientos en Barcelona (cincuenta por día, dice, frente a los quince diarios en la Mallorca de Bernanos) y narra la historia de un «pequeño héroe», un «niño» falangista de quince años que prefirió morir antes que aceptar los razonamientos anarquistas y el perdón de Durruti.


Llama la atención la entrega total de Weil a un derechista monárquico de tan vieja escuela, incluso en sus ideas sobre la Francia de la posguerra, y no es extraño que la publicación de la carta en 1950 fuese recibida con indignación por sus excompañeros del frente y condenada como una distorsión y una traición. Sin embargo, tal vez sea inevitable que en la carta a un desconocido uno evite ciertos temas, silencie dudas y opine sin matices; y en ese sentido, como ocurre tantas veces, el traidor verdadero sería el que publica póstumamente una correspondencia personal. De todos modos, lo más valioso de esta carta es la reflexión de Weil sobre cómo la guerra cambia la visión que se tiene sobre el acto de matar o «asesinar». El entusiasmo y regocijo por haber matado a un cura o un fascista tiene algo de machismo bestial, sin duda, pero hace a Weil meditar sobre la elasticidad de términos como «fascista»: porque si «as autoridades temporales y espirituales excluyen a cierta categoría de gente de la de los seres humanos cuya vida tiene valor», entonces no hay nada más natural que matarlos, sobre todo cuando se sabe que uno no corre riesgo de ser castigado ni culpado por hacerlo. El contagio de esta falta de respeto por la vida es inmenso: ella afirma haber visto hasta a franceses apacibles, que nunca habrían ido a matar ellos mismos, «bañarse con visible placer en esa atmósfera impregnada de sangre». Al final, en esas circunstancias, el sentido de la guerra desaparece por completo, porque si ésta se promueve como una lucha para el bien de los hombres, carece de validez en el mismo momento en que la vida de los hombres deja de ser vista como un bien.

De este modo, la guerra española aniquiló para Weil todo atisbo de pureza (o esperanza de gracia) que pudiera encontrar en los ideales de los anarquistas. Si se pierde la pureza de los ideales, es imposible triunfar; imposible, al menos, sustraerse de los efectos de la terrible gravedad.

24 agosto 2018

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