lunes, 15 de enero de 2018

La tragedia en un pueblo llamado Casas Viejas


A 85 años de la masacre de Casas Viejas, recuperamos la historia del trágico final de aquellos campesinos que murieron pidiendo pan, tierra y libertad.

Por JULIÁN VADILLO

Decía Francisco Giner de los Ríos que España era el drama de «un pueblo empecinado en convertir la utopía en realidad, lo absoluto en relativo y el más allá en aquí y ahora». Y esta frase del fundador de la Institución Libre de Enseñanza en 1876 es un buen resumen para abordar lo que sucedió algunos años después en una pequeña aldea de la provincia de Cádiz, cuando la II República se estaba desarrollando en España. Esa pequeña aldea se llamaba Casas Viejas.

Sin embargo, sería muy fácil despachar rápido el tema de los sucesos de Casas Viejas de enero de 1933 diciendo que fue obra de unos radicales anarquistas que se levantaron contra las estructuras de la República y que fueron fatalmente aplastados por las fuerzas de orden público. Resumir así el acontecimiento sería no ser justos con la verdad y perder la perspectiva de lo que realmente se estaba moviendo en la España de la década de 1930 y la complejidad del movimiento libertario español.

Las causas

Un primer paso sería determinar algunas de las causas que provocaron que un grupo de campesinos adscritos a las ideas libertarias promovieran la proclamación del comunismo libertario en aquella pequeña aldea.

Muy difícil sería entenderlo si no tenemos en cuenta la estructura de la propiedad que imperaba entonces en España. Un problema enquistado en la sociedad desde siglos atrás y que la política de desamortización efectuada durante el siglo XIX no había contribuido a corregir sino que, muy por el contrario, ahondó en los problemas y en las desigualdades sociales. La herencia del modelo de propiedad de la tierra, que provenía de la Edad Media, había generado en Andalucía y Extremadura una estructura latifundista de propiedad donde unos pocos propietarios detentaban la inmensa mayoría de la tierra frente a masas jornaleras que se veían privadas de ella.

A pesar de ello, desde el propio siglo XIX, los trabajadores del campo buscaron una solución a sus problemas, incluso llegando a protagonizar motines o movimientos campesinos como los de 1866 en Loja. Incluso durante la I República española, el presidente Francisco Pi i Margall promovió de forma teórica el reparto de la tierra entre los campesinos, completando así una reforma agraria real que las desamortizaciones no habían conseguido.

El fracaso de la experiencia republicana no fue óbice para que muchas de esas masas campesinas considerasen que República era sinónimo de Reforma Agraria, aunque muchos de sus efectivos ya se estaban encuadrando en las organizaciones obreras adscritas al socialismo y, sobre todo, al anarquismo, muy influyente y hegemónico en campo andaluz. Las lecturas de los movimientos socialistas iban más allá de un cambio de forma de Estado y promovían la ocupación y toma de la tierra de forma directa.

Por ello, estos campesinos protagonizaron a finales del siglo XIX movimientos como los de Jerez en 1892, donde las masas campesinas hambrientas tomaron la ciudad reclamando justicia y la tierra. No eran movimientos exclusivos de la zona de Andalucía, pues en otros lugares de Europa también se dieron. Los anarquistas fueron protagonistas del mismo y utilizados como chivos expiatorios para reprimir a los movimientos campesinos, tal como sucedió en casos como La Mano Negra.

La proclamación de la II República en 1931 trajo consigo la esperanza de cerrar el capítulo de la reforma agraria y promover un reparto justo y equitativo de las tierras entre los campesinos. La promulgación de la Ley de Bases de la Reforma Agraria en 1932 encabezada por el ministro Marcelino Domingo parecía que ponía fin a estas cuestiones. Más teniendo en cuenta que la propia República se había enfrentado ya a levantamientos de campesinos en Castilblanco en diciembre de 1931 y en Arnedo en enero de 1932. Motines del hambre donde los campesinos reclamaban mayor prisa en la cuestión agraria y que terminó en enfrentamientos con las fuerzas de orden público y con víctimas.

Sin embargo la Ley de Bases tuvo un doble problema. Por una parte los políticos reformistas republicanos vendieron su aplicación a muy largo plazo mientras la premura de las necesidades era inmediata. Por otra parte, el propio boicoteo de los terratenientes a las leyes de la República. El famoso «¿No queríais República? Pues comed República» fue utilizado por muchos de ellos, que tampoco cumplieron leyes como las del laboreo forzoso o se aplicaron de forma dudosa en muchos lugares la Ley de Términos Municipales.

A todos estos problemas se venía a unir el paulatino distanciamiento que la República estaba teniendo con uno de los movimientos obreros más importantes en el país: el anarcosindicalismo de la CNT. El movimiento libertario había apoyado de buen grado la proclamación de la República en abril de 1931, pero advertía su editorial en Solidaridad Obrera que si la República quería consolidarse tenía que contar con la clase obrera. De no hacerlo, perecería. Y a pesar de que la Constitución republicana se había definido como «República de trabajadores de toda clase», para el anarcosindicalismo no se contó con la clase obrera. Ello llevó a las huelgas y enfrentamientos que terminaron con víctimas tanto en Sevilla en los sucesos del Parque de María Luisa como en Madrid en la Huelga de la Telefónica.

Igualmente, dentro del movimiento libertario se estaba dando un importante debate, entre aquellos que consideraban que la posibilidad revolucionaria en España se tenía que estructurar a medio/largo plazo por medio de una concienciación paulatina de los trabajadores y tendiendo a la unión de las fuerzas obreras, y aquellos que consideraban que había que aprovechar las ansias revolucionarias del pueblo español y poner término al capitalismo en un enfrentamiento, prácticamente directo, con la República.

Aunque a nivel historiográfico se ha mantenido el falso mito de la llamada «gimnasia revolucionaria» y de los ciclos insurreccionales, lo cierto es que el movimiento libertario se dividió en ambas visiones. La CNT estructuró a partir del verano de 1932 los llamados Comités de Defensa Confederal como arma efectiva de la acción directa anarcosindicalista, y haciendo llamamientos a algunas insurrecciones como la de enero de 1933, que se tornó en un auténtico fracaso.

Los sucesos de Casas Viejas

El movimiento que se había iniciado en enero de 1933 fue un fracaso por un cúmulo de descoordinaciones entre el Comité Nacional de la CNT y los Comités de Defensa Confederales, lo que llevó a la suspensión del movimiento que pretendía proclamar el comunismo libertario en toda España, tal como se había realizado en las cuencas mineras de Cardoner y en Figols un año antes.

Sin embargo, por el corte de comunicaciones, esa suspensión no llegó hasta los integrantes libertarios del pueblo gaditano de Casas Viejas donde, aunque no todos los cenetistas estuvieron de acuerdo, se proclamó el comunismo libertario, se quemó el registro de la propiedad, se compraron los productos de la tienda del pueblo al dueño, se ocupó el Ayuntamiento y hubo un enfrentamiento con las fuerzas de la Guardia Civil con el resultado de varios campesinos muertos y un Guardia Civil herido que acabó falleciendo. La bandera tricolor republicana fue sustituida por la rojinegra de los anarquistas. El esquema seguido por los anarquistas de Casas Viejas fue el clásico del verdadero significado de la llamada «propaganda por el hecho», que ya Malatesta había puesto en práctica en el Benevento italiano en 1876. Mínima violencia (excepto el enfrentamiento con la Guardia Civil) y ocupación de los centros de poder.

Sin embargo, el fracaso del levantamiento anarquista en Jerez hizo que se desplazasen unidades de fuerzas de orden pública a Casas Viejas con la finalidad de acabar con el movimiento. Al llegar las fuerzas de Guardias Civiles de Alcalá de los Gazules, el movimiento por el comunismo libertario había fracasado. Sin embargo, desde Madrid se estaban desplazando unidades de la Guardia de Asalto a cuya cabeza se situó Manuel Rojas Feijespán, personaje de reconocida ideología derechista.

La llegada de Rojas Feijespán significó la represión indiscriminada contra los campesinos. Fueron fusilados de forma arbitraria muchos de ellos, algunos ancianos, y se cercó la casa de Francisco Cruz Gutiérrez, alias Seisdedos, que fue incendiada con sus ocupantes dentro, ametrallando la puerta para que nadie pudiese salir. De la catástrofe, María Silva Cruz «La Libertaria», nieta de Seisdedos, pudo escapar.

La matanza culminó con 26 muertos, lo que provocó una autentica consternación en la sociedad española por la brutalidad empleada contra unos campesinos que solo reclaman tierra y pan y que, a excepción de la refriega con la Guardia Civil, no había tenido episodios de violencia.

Tras los sucesos vino la búsqueda de responsabilidades por lo sucedido. Los responsables directos fueron claros: Manuel Rojas Feijespán, Bartolomé Barba, Arturo Menéndez y el delegado del gobierno de Cádiz, Fernando de Arrigunaga. Cargos de la Guardia de Asalto, de la Guardia Civil y políticos. A pesar de los años de cárcel, Rojas Feijespán y Barba participaron en julio de 1936 de la sublevación contra la República, mientras Arturo Menéndez fue leal a la misma y murió fusilado por los sublevados.

A la zona del suceso se desplazó una comisión parlamentaria que emitiría un informe sobre los sucesos. Con ellos se desplazaron periodistas que vieron y hablaron de primera mano con algunos de los habitantes de la aldea. Entre ellos cabe destacar las plumas de Ramón J. Sender, que escribió el texto Viaje a la aldea del crimen: Documental de Casas Viejas, y Eduardo de Guzmán, que publicó una serie de artículos en el diario republicano La Tierra.

Sin embargo las responsabilidades se pedían más arriba. Aunque como bien ha demostrado Tano Ramos en su obra El caso Casas Viejas: crónica de una insidia, no hubo una orden directa por parte del Gobierno de la República de represión contra los campesinos anarquistas, y sí una extralimitación de unas fuerzas de orden público dudosamente depuradas y que se cobró una contribución de sangre y odio contra el anarquismo en la zona, lo cierto fue que la gestión del acontecimiento fue deficiente por parte del Gobierno de Manuel Azaña, que sufrió un revés y un desgaste de su gestión.

De forma indirecta, el Gobierno fue responsable de los sucesos. Los socialistas se fueron separando paulatinamente del Gobierno, hasta salir de él en septiembre de 1933, dejando a los republicanos de izquierda en minoría. La derecha, para nada amiga de los anarquistas a los que detestaba, aprovechó el acontecimiento para desgastar al Gobierno y preparar a conciencia las elecciones de noviembre de 1933 que le dio la victoria.

Para los anarquistas el acontecimiento también fue devastador, porque fue la ejemplificación del fracaso de una estrategia. Ello le valió en el futuro para replantearse estas estrategias, llegando a considerar a partir de 1934 que el objetivo era la unidad obrera con la UGT. En el congreso de Zaragoza de mayo de 1936, la CNT hizo un repaso al primer bienio republicano, considerando que la estrategia seguida no fue la correcta y que era inviable un enfrentamiento directo de la central libertaria contra el capitalismo sin la participación del resto del movimiento obrero.

Sin embargo, Casas Viejas siempre estuvo en el imaginario colectivo del movimiento obrero y libertario. La fuerza de su recuerdo llevó al franquismo a cambiar de nombre al pueblo, rebautizado como Benalup, recuperando su nombre hace pocos años.

Hoy el acontecimiento se recuerda con la señalización de lugares de la memoria y con numerosas obras históricas (Jerome R. Mintz, Tano Ramos, José Luis Gutierrez Molina, etc.), donde plantean lo que sucedió en una pequeña localidad y el fin cruel de unos campesinos que pidieron tierra, pan y libertad.

EL SALTO
11 enero 2018

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